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Quizás
dicha distinción ha establecido nuevas asignaciones,
en particular para el editor. En una revista de papel
la cantidad de caracteres (con o sin espacios) debe
ajustarse al esquema de la diagramación, y
aquí el rol del editor es preponderante, porque
al final decide cuánto y qué tipo de
texto ingresa en la composición de las páginas.
En cambio, una publicación electrónica
puede ser más flexible, según la cantidad
de megabytes que disponga. De ahí que existan
facilidades como la descarga de textos en formato
PDF, que permiten al lector apreciar los contenidos
sin necesariamente conectarse a Internet. Además,
están los gastos de impresión y la periodicidad,
aspectos que una revista virtual, debido a su propia
naturaleza, sortea sin mayores eventualidades.
Precisamente,
la periodicidad es la más significativa ventaja
de las revistas virtuales. Al carecer de una inversión
en papel, éstas superan la epidemia de la abstinencia
que de vez en cuando asola a las publicaciones convencionales
si es que no cuentan con un respaldo publicitario
(y ya sabemos lo difícil que es conseguir publicidad
en tiempos de crisis económica, pues las prioridades
son otras menos las iniciativas de carácter
cultural). Lo demás se libra a un diseño
asequible, facilidad para obtener la información,
un estilo literario claro y ameno, así como
la composición de los ejes temáticos.
En
este primer año, los editores de El Hablador
creemos firmemente en la continuidad, en el sugerente
fluido literario del que nos habla Joaquín
María Aguirre en nuestro número 1, al
equiparar libros y literatura a través de su
reciprocidad mutua pero no necesariamente intercambiable,
como si se tratase de una mercancía. De ahí
proviene nuestro lema “Los libros no son la
literatura”: la literatura constituye un espacio
de realización imaginaria que reconstruye la
escritura textual colocada en un soporte determinado,
sea éste cuaderno, libro, plaqueta, documento
de Word o HTML.
Con
esto queremos dejar en claro ciertos puntos. No es
tan cierta la convicción de que uno se convierte
en autor si y sólo si publica un libro, como
se desprende de la sabiduría popular. La escritura
valida a quien asume el reto de escribir como representación
del ser en el mundo. Lo demás deriva de la
concepción creativa de dicha actitud.
En
segundo término, nuestra crítica a la
cultura del libro no implica un menosprecio a las
publicaciones “reales”. Nuestra experiencia
de lector nos enseña que existe un vínculo
afectivo muy intenso con los libros y los elementos
que lo componen, que generan un gusto determinado.
Rebatir esto sería un despropósito,
por no decir una desubicación. Sin embargo,
la producción de libros en el Perú se
ve afectada por numerosas razones de orden cultural,
desde la carencia de una cadena de librerías
nacional hasta los polémicos temas de la piratería
o la Ley del Libro, todos inextricablemente enlazados.
Hacer hincapié en este tipo de problemáticas
ha sido uno de los objetivos de El Hablador en
este primer año de existencia.
Y
en tercer lugar, sabemos que nuestro país posee
una riqueza artística incomparable que no se
limita a un pasado remoto, sino a un presente dinámico.
Escandalosa y reprobable es la actitud de algunos
encargados de la política cultural que exaltan
una cultura ancestral supuestamente gloriosa –interpretación
proveniente de una educación memorística
y poco dada a la reflexión crítica–
en desmedro de nuestros creadores actuales, “savia
viva ansiosa por realizarse”, como escribió
José María Arguedas. Debido a esta circunstancia,
la cultura y la literatura peruana son consideradas
de segundo orden en el concierto global; y esto no
lo afirmamos nosotros, sino quienes, desde la diáspora,
se ocupan de los avatares de nuestro devenir literario
y ven cómo otras literaturas nacionales (por
consiguiente, otros imaginarios) ganan espacios de
discusión y mercados globales, a raíz
de lo deficiente de nuestras industrias culturales
y el carácter grisáceo de nuestra promoción
cultural dentro y fuera de nuestros límites
geográficos.
Internet
puede darnos una pequeña contribución
a fin de que la literatura peruana no se limite a
un círculo de conocedores. La aparición
de sitios web como éste y otros, tratando problemas
de la literatura peruana, haciendo crítica
literaria rigurosa, propugnando maneras alternas de
encarar lo literario y su dialéctica con la
heterogeneidad cultural, es saludable. Con mayor presencia
en el ciberespacio podremos recuperar en algo el territorio
perdido a causa de la indiferencia con que la sociedad
peruana trata a sus productores culturales.
En
este primer año, El Hablador ha acogido
la visita de más de 14 mil cibernautas que,
como el flâneur de Walter Benjamin,
se han paseado y detenido en los artículos,
las entrevistas, los cuentos, las poesías y
las reseñas, es decir, todas las formas de
escritura que han abarrotado las páginas de
esta revista. Así, cada tres meses celebramos
un invalorable encuentro con nuestros lectores, la
mayoría –hay que decirlo porque nos enorgullece–
de Perú. A todos ellos les agradecemos su preferencia
y les pedimos nos sigan acompañando mucho tiempo
más.
Nos
complace anunciar que El Hablador está
creciendo, gracias a la interacción de colaboradores,
lectores y editores. De todos depende que este proyecto
fructifique, porque en cierta medida todos somos “habladores”:
cómplices de temas que nos afectan y nos aproximan
artísticamente en una aventura intelectual
que trasciende fronteras.
©
Giancarlo Stagnaro*, 2004 
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