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Reseña: Diario de Koro (2021) de Gastón Carrasco

Irrupción gatuna

Por Sebastián Uribe

Toda exploración del amor comienza por una pregunta sobre el lenguaje. Ambas implican el examen de la forma en que nos comunicamos y, por ende, nos relacionamos con nosotros y los demás. ¿Cómo expresar lo que sentimos y, al mismo tiempo, ahondar en lo que somos, lo que nos rodea y los lazos que nos vinculan? Diario de Koro puede leerse como un registro de esta búsqueda. Un diario que busca alejarse de su naturaleza, al oponer la forma de medir el tiempo con el nacimiento de una cronología personal. Una que gira en torno a la unión entre un poeta y un felino.

La relación de Gastón Carrasco (Santiago, 1988) con Koro empieza cuando este último tiene un mes de nacido y viaja maullando en una caja de zapatos, y se desarrolla a lo largo del confinamiento que vivimos en la pandemia. Durante dicho periodo, que hoy nos puede parecer lejano, Carrasco empieza a indagar en la intimidad del hogar y las dinámicas entre los seres que la habitan, comenzando por sí mismo:

“El vecino de arriba golpea, se sienten golpes de bastón: un recluso mandando mensajes sobre fugas. Pierdo el interés, sigo el ejemplo de Koro y me enrollo en mí mismo para dormir”. (p. 16)

Este acto podría ser una declaración de principios que se vislumbrará a lo largo del libro, compuesto por anotaciones sobre las nuevas rutinas que se originaron, las reflexiones que estas provocaron y los hallazgos sobre lo que uno llevaba a cuestas hasta dicho momento. De ahí que se entremezclen desde citas de libros leídos hasta películas vistas, pasando por las más simples acciones de Koro deambulando por los ambientes de la casa, confluyendo en una nueva percepción de la dinámica que rodea e interviene en el narrador.

La horizontalidad de la relación entre ambos, como contraposición al vínculo común de amo-mascota, crea un nuevo lenguaje en el que confluyen poesía y naturaleza, lecturas y maullidos. Tanto Koro como Carrasco se aproximan al teclado tanteando con la posibilidad de romper la quietud de este y así escribir letras palabras, frases, textos, pensamientos y emociones. Más que interrupción, hay una irrupción felina: el lenguaje que se está formando no se corta ni se detiene, sino que se expande y enriquece con cada gesto de Koro, desde el más nimio al más extraño:

“Ahora duerme sobre el teclado, escribe con el cuerpo, prescinde de las palabras, no importa el vínculo ni las relaciones, escritura automática de signos, predilección por las consonantes, como ese sonido que hace al ver una polilla: kkkkkkkkkk”. (p. 66)

De esta manera, puede decirse que Diario de Koro es una ruptura con la monotonía del lenguaje que nos rodea a diario al impregnar lo que se escribe con matices bárbaros, salvajes e inesperados, llenos de errores que dislocan el automatismo. Una marca particular que se refleja en el texto, para así “sonar juntos”. Un principio de unión y cooperación, como se menciona en una de las anotaciones, que diluye la individualidad y el encierro, tanto físico como emocional.

“Acariciarse es apretar el lenguaje. Constriño y uno palabras como en un neologismo. Una forma simple de unirse a otro. Las letras juntas componen el follaje”. (p. 26)

La existencia de Koro, ese ser libre y lúdico, nos remite a la corporalidad como un mecanismo de afirmación y supervivencia. Sobre cómo la ternura que provocan sus gestos y huellas (o, incluso, sus pelitos) permitió resistir en un escenario copado por la desolación y la congoja, y que parece no haber desaparecido del todo. El libro de Carrasco es una invitación a abrir el lenguaje, a impregnarse y enriquecerse de otras formas de existencia y así, escapar, salvar nuestros sentimientos de la peligrosa recarga del circuito cerrado de una mente ensimismada por completo.

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Datos del libro reseñado:

Gastón Carrasco

Diario de Koro

Laurel, 2021, 82 pp.

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Reseña: Sobre los ríos que van (2014) de António Lobo Antunes

La nebulosa del recuerdo

Por Sebastián Uribe

¿De qué manera la inminencia de la muerte es un disparador de la memoria? ¿Cómo mantener la calma ante las imágenes del pasado que nos bombardean, caóticas e ilógicas, al mismo tiempo que nos abate la enfermedad? ¿Cómo el dolor permea nuestra manera de recordar? António Lobo Antunes, reconocido como uno de los más destacados novelistas contemporáneos, explora estas sensaciones a través de la borrosa lente de la experiencia y la nebulosa del recuerdo. Esta novela suya invita a sumergirse en una lectura tan desafiante como fascinante, que cautiva e hipnotiza desde el primer momento.

La voz principal de Sobre los ríos que van es la de un alter ego del autor (llamado numerosas veces ‘Antoninho’, su apelativo de infancia) que queda postrado a causa de una intervención quirúrgica con complicaciones. Sin posibilidad de moverse, permanece a la merced de su mente. Asistimos así al desasosiego de alguien que, encerrado en el cuarto oscuro de su memoria, gesta una narrativa desde su desesperación por captar los rincones más recónditos de su espíritu y revisitar el pasado junto al de aquellos que lo rodearon. Los familiares, vecinos y los primeros amigos de este “Lobo Antunes” se tornan así en espejos cuyos distorsionados reflejos devuelven claves para entender las sensaciones más luminosas y, a la vez, más oscuras de su ser. La escritura se desenvuelve entre extremos emocionales sobre los cuales el narrador fue delineando su  sensibilidad y lo llevaron a ese presente cada vez más repleto de pasado.

La propuesta del escritor portugués, como siempre, destaca por el uso de   tiempos verbales entremezclados, las escenas sin concluir, los diálogos interrumpidos, la polifonía superpuesta de las voces de los personajes y la notoria devoción por el uso de la elipsis para conseguir una mayor fluidez. Predomina en su narración una prosa desaforada que desestabiliza y escapa de la concepción secuencial de los de hechos narrativos, y cuyo torrente oral, casi poético, ilumina las experiencias “más apasionadas”. De esta manera, Lobo Antunes explora la enfermedad como una forma de quedar encerrado en el cuerpo físico y donde la posibilidad de contar dicha experiencia se erige como el único vehículo para salir de la infernal quietud, incluso tomando como punto de partida la inercia de los objetos más próximos y mundanos, sensación palpable en fragmentos como el siguiente:

una mirada indecisa de soslayo, en el hospital la lluvia, los castaños seguro que negros, el plato de la pared con una virgen estampada desprendiéndose y cayendo, si su madre pegase la mejilla a la suya, incluso anciana, incluso ciega, la palabra hijo cobraría sentido, no la palabra enfermedad, no la palabra muerte, mientras iba caminando con los ríos sin nada que le estorbase, acompañado por el pasodoble de un saxofón remoto, en dirección al mar” (p. 23)

O el siguiente:

y qué curioso llamar pieza a la enfermedad, desmenuzarla al microscopio, escribir sobre ello, él un número y un nombre, ni siquiera una forma, al principio de la página el nombre que no retuvieron y por tanto no existe, existe la descripción de lo que llamaban pieza y lo que les preocupaba era la pieza, no él, él en la terraza en el sitio del abuelo esperando el tren del mediodía con el periódico o paseando por la viña bajo las nubes de marzo y al acordarse de las nubes aseguraba desde ayer no ha dejado de llover, lo último que recordaba eran las gotas en el cristal, no gente, no el pueblo, gotas en los marcos y después de él más gotas sobre las gotas y nuevas gotas sobre las más gotas en un invierno perpetuo, otra pieza mirando la lluvia en su lugar con la misma sorpresa y el mismo terror, la madre con el gato en las rodillas” (p. 45)

La muerte acecha y evocar los tiempos de la infancia es una forma de expresar la sensación de vulnerabilidad y desprotección frente a ese destino. Se vuelve a depender de otras personas, pero donde hubo cariño y empatía, ahora hay rostros de cansancio, fatiga y rastros de molestia. Ya no es un ser tierno que provoque gestos de cariño ni miradas de protección. ¿A qué recurrir? ¿Cómo oponerse? Para entretenerse, los recuerdos de las primeras pulsiones sexuales irrumpen, arrojando así, a la memoria, una tabla de salvación a la cual pueda aferrarse. El deseo se vuelve una forma de resistencia, insistir en los sueños de unirse a alguien más:

se entretenía haciendo conjeturas sobre qué pretendían con la sierra y lo olvidaba como olvidaba lo que pasó ayer y lo que pasa ahora, la pinza que le apretaba el índice señalaba los desahogos del corazón en la pantalla, imaginaba un puño contra las costillas y al final un discurso monótono con una caligrafía rara, cada fragmento suyo un lenguaje diferente y todos incomprensibles para él, el hecho de ser muchos le sorprendía, cómo se junta tanto frenesí en un solo cuerpo y cómo consiguen vivir en un sitio tan pequeño, cuál la voz de la enfermedad que no la encontraba, procuraba hacerse una idea de su muerte y no era capaz de imaginársela ni qué sentiría, intentó retener el pueblo con las viejas y las cuevas y no lo consiguió, o sea un única vieja agitando ramas de fresno y será eso la muerte, una patata escondida” (p. 77)

António Lobo Antunes

Un caudal verbal así de inconexo no permite dar cuenta de personajes cuyo carácter esté definido por completo. Este tipo de narraciones le resta importancia a las acciones que realizaron o no los personajes y, más bien, pone un énfasis especial en la percepción del narrador sobre las consecuencias de estos hechos. Acaso esta escritura es el gesto de infancia y la inocencia (mas no ingenuidad) que el narrador conserva: La posibilidad de narrar desde esa libertad imaginativa que tiene efectos directos sobre las decisiones que se tomarán, en las relaciones que se romperán o mantendrán. Es una forma que nos enfrenta a las preguntas clave sobre la narrativa personal: ¿Importa más lo que sucedió o lo que se cree que sucedió? ¿Se pueden reparar las consecuencias de dichas distorsiones sin renegar de uno mismo? 

Ser lector de Lobo Antunes es adherirse a un credo. Una fe donde la palabra es Dios y la prosa, su forma de manifestarse. Es el lenguaje de la conciencia inscrito en un registro extremo e ilógico, alejado de toda ecuanimidad y, por eso mismo, cercano a una intimidad que nunca termina de definirse. La forma más real del pasado tal vez sea la del recuerdo cubierto de niebla, cuya develación, capa por capa, lleva a descolocarnos y abrazar la vitalidad en dicha incertidumbre. Leer a Lobo Antunes es abrazar la incertidumbre.

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Datos del libro reseñado:

António Lobo Antunes

Sobre los ríos que van

Literatura Random House, 2014, 224 pp.

Traducción de Antonio Sáez Delgado

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Reseña: Volver a Yvetot (2023) de Annie Ernaux

Formas de volver a Ernaux

Por Eliana Del Campo

A menudo, cuando se habla sobre los lugares de origen y su influencia sobre la obra narrativa, hay convenciones aceptadas, tácitas y comunes a la mayoría de los escritores. Se mencionan dichos lugares como aquellos donde los sentimientos entran en conflicto. Hace falta buscar una distancia ideal para narrar sobre estos. Se habla de que la ficción solo surge en el exilio: cualquier cercanía puede resultar infértil para el desplegar del genio artístico.  La mayoría de respuestas busca evitar el confesionalismo, con temor de que cualquier exceso de subjetividad se perciba como una negación de la imaginación de quien escribe. Se recrea el lugar de origen desde el horizonte, sin trazos definidos. Se crean personajes, ciudades enteras se vuelven a fundar desde la ficción.

Volver a Yvetot (Ediciones UDP, 2023) es un libro que busca resolver estas cuestiones desde un acercamiento distinto. No desde la ficción sino desde una serie de diarios, cartas, fotografías y discursos. Una miscelánea a través de la cual Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) se sumerge en las profundidades de la obra propia y nos presenta una variedad de reflexiones en torno a su pueblo natal, el mismo que se percibe como un entrañable personaje más en muchos de sus libros.

Annie Ernaux regresa a Yvetot con una autopercepción distinta: se reconoce escritora. Y ahí no cambia sólo ella, sino también Yvetot. Pasa de ser el pueblo histórico, ex territorio bélico, a concebirse como uno literario: el Yvetot de Annie Ernaux. Su observadora ha cambiado. Muchas personas pueden vivir en ciudades, pero son pocos los capaces de transformar este hecho en literatura, llevándolos a afirmar: “escribo, pues he vivido. Si no lo escribo, desaparece” (o desaparece uno con él). Al margen de si lo escrito es publicado con la etiqueta de “ficción” o “memorias”, o, en el caso de Annie Ernaux, y según menciona Alan Pauls en el prólogo del libro: “una escritura de vida donde confluyen autobiografía, etnografía, documento, sociología de época, crónica de la vida cotidiana” (p. 14). Algo es definitivo: cuando la escritura (o la escritora) “toca” algo, lo transforma para siempre. La escritora se convierte en una suerte de Midas paisajístico, pues todo lo que su escritura toque será cristalizado en el momento, perennizado al instante. En Yvetot la vida cotidiana continúa, pero en los libros de Ernaux se encuentran los diálogos que absorbió en la infancia: las charlas de taberna, los chismes del vecindario, las adivinanzas, las canciones. Volver a Yvetot da cuenta de la existencia de un espacio pre-literario que, en encuentro con la subjetividad sensible de una infancia solitaria, comienza a gestar en ella un oficio, una vocación:

“A diferencia de las tiendas modernas del centro, aquí no había gente anónima, cada cliente cargaba con una historia familiar, social, incluso sexual, que se contaba veladamente en el almacén y de la que yo, por supuesto, no me perdía una sola miga.” (p. 37)

En este libro podemos notar cómo existe en Ernaux un extrañamiento del mundo, una relación de extranjeridad entre ella y su pueblo natal, una que pasa, primero, por la vergüenza, por ser muy pobre o no provenir de una familia de modales refinados (“… esa escena funda mi sentimiento de vergüenza, mi vergüenza social”). Luego, al elegir una vida intelectual, una asimilación de conocimientos que la separarían para siempre de la manera de pensar de las personas con las que creció, dibujando una frontera que el posterior éxito alcanzado como escritora terminó por demarcar pues “… suponía una ruptura con mi cultura de origen y una adhesión a la cultura dominante” (p. 117). Pese a esto, el ser consciente de esta división solo afianza en ella la voluntad de continuar narrando, con la mayor precisión posible, aquellas historias que marcaron tempranamente su subjetividad de escritora. Una voz precoz que, en las páginas de su diario a los 23 años, terminaría por admitirse a sí misma: “ya nunca podré estar mucho tiempo sin escribir” (p. 98).

Ernaux da cuenta de las brechas económicas y de clase que hay no solo en el acto de leer sino en la posibilidad de acceder a los libros. Así, describe su juventud provincial como una marcada por “… el intento por todos los medios de conseguir libros, que por entonces eran muy caros” (p. 45), así como la prioridad de averiguar cuanto antes la importancia de cada libro, clásico o contemporáneo pues “no es posible leerlo todo y yo [ella] sabía que no todo era bueno” (p. 45). Para Ernaux, la musa no era una persona, era su etnia. Una idea de raza que retoma, como escritora ya laureada, al ser entrevistada por una académica que hizo una tesis sobre su obra: “Es quizás, así como he vengado a mi raza, mediando entre la opacidad del mundo social y la gente que me leía, la he vengado simbólicamente” (p. 118).

¿Cuál es la marca del lugar de origen sobre la escritura propia? A menudo, cierto tipo de crítica literaria vuelve sobre los pasos del escritor cual investigador privado elaborando el perfil de algún sospechoso. Esta crítica se aplaude a sí misma al afirmar “he aquí la clave”, tras encontrar cierta similitud entre un paisaje descrito en un libro y un lugar real. Establece analogías entre los personajes de ficción y personas a las que quien escribe conoció en algún momento de su vida. En el caso de la obra de Ernaux, este tipo de acercamiento sería un despropósito. La mayor parte de sus libros suele tener una declaración inicial que anticipa lo que será narrado, diferentes variantes de la misma idea: Esto viví, esto soy yo. Acaso la declaración más contundente es la frase que abre La vergüenza: “Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio”.

En sus textos, la escritura recurre a la pulcritud, apuesta por la sobriedad del estilo, pero, por encima de esto, apela a la verdad como recurso literario. Bajo esta perspectiva, los datos que asumimos relevantes de la vida de la escritora, como el hecho de vivir en Yvetot, si abortó o si tuvo un amante, se vislumbran nimios, fútiles. Sus vivencias no son –no pueden ser– el eje de su relevancia artística, sino que esta radica en cómo transformó todas esas experiencias en literatura. De este modo, asumir como dogma lo que la Academia Sueca destacó al otorgarle al premio Nobel (“el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las restricciones colectivas de la memoria personal”) pierde de vista un elemento que transcurre a lo largo de su obra y que, al tratarse sobre ella misma, da cuenta de una transfiguración esencial: el devenir escritora. Un proceso extraordinario del cual, gracias a apuestas como las de Ernaux, tenemos un registro con los hechos y pensamientos que acompañaron este develamiento. Casi en tiempo real, somos testigos del forjamiento de las emociones que modelan su obra. Si Dostoievski es el escritor que mejor retrata la culpa, Annie Ernaux es una escritora que ha consagrado sus libros a examinar la vergüenza: su origen, sus silencios, sus quietas consecuencias. Esto ya le merece un lugar especial el canon actual.

Annie Ernaux

Entonces, ¿cómo volver? Como escritora, hay diferentes caminos. O se vuelve como alguien común o como una celebridad. Y los lectores también tenemos elección sobre cómo volvemos a la obra de nuestros escritores favoritos. Luego del deslumbramiento inicial, uno tiene la capacidad de elegir su propia cronología: o se respeta la existente, comenzando a leer los libros en el orden en el que fueron publicados, o se crea una propia, distinta. En lo personal, dejo que el paso de los días, las circunstancias de la vida o el mero azar decidan qué libro será el siguiente. Para el caso particular de Annie Ernaux, una escritora con una obra cuantiosa, de libros en su mayoría breves, este libro vendría a ser un buen volver. La particularidad del libro, su carácter inclasificable, fragmentario, hace que sea un volver lúdico. Un volver que invita a reflexionar sobre la obra de la escritora para disfrutarla acompañada de una explícita declaración de intenciones: estoy aquí –vuelvo aquí así– por mis libros. Y como lectores, por este libro, volvemos a ella.

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Datos del libro reseñado:

Annie Ernaux

Volver a Yvetot

Ediciones Universidad Diego Portales, 2023,123 pp.

Prólogo y traducción de Alan Pauls

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Reseña: Acceso no autorizado (2011) de Belén Gopegui

Resignación y resistencia

Por Sebastián Uribe

¿Es posible mantener la conciencia tranquila cuando se ejerce la política? ¿Cómo? ¿Cómo resistir un sistema de gobierno programado para ahogar cualquier iniciativa que amenace la acumulación de la riqueza de quienes ya son dueños de ella? Belén Gopegui (Madrid, 1963) erige su novela Acceso no autorizado en dos conceptos clave: resignación y resistencia.

Acceso no autorizado es un retrato político que deja entrever el carácter inercial del quehacer gubernamental, así como la poca o nula libertad en la toma de decisiones. En esta historia no hay lugar para el idealismo. La narración cierra la ventana a cualquier aire de cambio que intenta colarse. Todo está ya programado, el sistema se defiende. Es en esos momentos donde la resignación y la culpa –aunadas en el personaje de la vicepresidenta de España– aparecen, crecen, se desbordan y buscan una salida, una filtración a través de las palabras.

La novela superpone muchas acciones que suceden en simultáneo, pero sobre las que destaca una en particular: la vicepresidenta de España comunicándose por su computadora con un hacker. Una hoja en blanco a la que acude cual oráculo a expresarle sus temores, sus miedos, sus remordimientos y también, por qué no, a disfrutar del placer del coqueteo cómplice. Confiar en un desconocido, del que no se conoce más que las palabras que escribe, podría ser considerado como irracional, pero ¿qué tanto lo es en realidad?, se pregunta la protagonista. Con círculos políticos contaminados de traiciones y pullas, y una red de comunicaciones pinchado por completo, la idea de confiar en un anónimo no resulta tan descabellada

Gopegui pone su prosa al servicio del sentido de la urgencia de lo que está contando. El accionar de sus protagonistas (la vicepresidenta y el abogado devenido en hacker), determinado por situaciones de presión pública, paranoia, conspiraciones y lealtades movibles, se transmite adecuadamente con frases y diálogos cortos, austeros. El lenguaje usado dosifica las reflexiones y las cavilaciones, sin restarles densidad, como se puede apreciar en líneas como las siguientes:

«…nos saludamos entre nosotros, sonreímos, nuestra presencia afirma que estamos satisfechos con las cartas recibidas, que estas reglas de juego nos parecen bien; llegado el momento, mataríamos, sí, mataríamos, pero no para cambiarlas sino para que todo siga como ahora, aunque sepamos y, no podemos negarlo, lo sabemos, que bastaría un empujón para mandarnos al abismo de los desatendidos, los sospechosos, los tristes, los que no tienen horizonte. Esperamos morir sin que eso ocurra, y nos llamarán socialdemócratas y sonreiremos, y nos parecerá bien». (p. 263)

Y también:

«¿No es revelador que el único gesto verdaderamente significativo de un político occidental, el único momento en que parece mostrarse como individuo que se atiene a unos principios y no fluye en la corriente, sea la dimisión? ¿No dice esto que el rechazo sería el único espacio para el factor humano en nuestras democracias?». (p. 313)

En Acceso no autorizado, el lector siente empatía por la comunidad de los hackers porque no le temen al fracaso social dado que ya viven en él. Sus acciones de reprogramación tienen un aire de resistencia y revolución, silenciosa y lúdica. Importa, sí, el dinero, el poder comer a diario, porque muerto ya no da tanta gracia invadir la computadora de otros:

Los putos ricos son libres, es lo que más me jode. Los putos ricos inspiran admiración porque se pueden permitir jugársela, decir que no, dejar un trabajo, que más les da si no lo necesitan para vivir”. (p. 157)

Pero hay más que eso. Hay un sentido de contrapoder tecnológico (y, también, económico social) en el hecho de resistir y lograr dar algunos golpes informáticos: mucha adrenalina y la posibilidad de nivelar el juego, al menos en la dimensión de lo virtual, pero con consecuencias en el mundo real. Inmiscuirse en los círculos de las élites del poder e intervenir en esferas a las que por otros medios nunca se sería invitado.

Belén Gopegui

¿Cómo lidiar con un tejido social donde la avaricia corporativa ha encumbrado a la indolencia como su eje? ¿Cómo se despierta uno con la consigna de querer sobrevivir al día, sin certeza alguna sobre lo que vendrá el siguiente? La novela de Gopegui muestra caminos para subvertir la abulia diaria a través del accionar de estos guerrilleros informáticos. “Cuando no se le habla a nadie, ¿a quién se le habla? Las palabras son código, existen para ser intercambiadas” (p. 270) se dice en la novela y ahí se encuentra la clave para resistir y dar pelea: el lenguaje. ¿Qué son los códigos de programación sino un lenguaje? ¿Y qué es este sino un campo en constante evolución? Uno cuya reciente aparición da la oportunidad de hacerle frente a los dueños del tablero. Alterar la sintaxis para alterar la realidad. He ahí no solo una propuesta subversiva, sino también un estilo.

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Datos del libro reseñado:

Belén Gopegui

Acceso no autorizado

Literatura Mondadori, 2011, 316 pp.

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Reseña: En agosto nos vemos (2024) de Gabriel García Márquez

El acontecimiento literario de la década

Por Omar Guerrero

En agosto nos vemos (Random House, 2024) es la esperada novela inédita de Gabriel García Márquez (1927-2014). Y digo que era “esperada” porque ya se había anunciado su existencia en 1999. Ese año Gabriel García Márquez leyó un fragmento de este proyecto aún incipiente en la Casa de América de Madrid en un foro donde estuvo acompañado por José Saramago. Días después de este encuentro entre los dos Premios Nobel de Literatura se publicó un adelanto en el diario El País de España a modo de exclusiva. A partir de esa fecha sus lectores reclamaban esta nueva creación que quedó relegada primero con la publicación de sus memorias Vivir para contarla en 2002 y después en 2004 con la que hasta hace unos días era considerada su última novela: Memoria de mis putas tristes. Todo indicaba que después de estas publicaciones llegaría la tan anunciada nueva novela, pero en su lugar salió a la luz en 2010 una recopilación de sus textos de no ficción titulado Yo no vengo a decir un discurso. Lo que vino después fue la noticia de la senectud del Nobel colombiano con todos los problemas que acarrea junto a un completo hermetismo por parte de su familia, sobre todo del autor y su esposa, hasta que llegó el momento de su muerte en 2014. A partir de lo ocurrido ese triste 17 de abril de ese mismo año se podía deducir que lo no publicado quedaría por siempre guardado en los archivos de la Universidad de Texas en Austin, lugar donde reposan todos sus documentos. Es decir, para quienes aún recordaban la mención de esta novela o proyecto sólo les quedaba la opción de viajar a esta universidad, tramitar todos los permisos para acceder a estos archivos y así poder revisar o leer lo que quedó sólo como un proyecto que el mismo Gabo calificó como fallido: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo» (p.8), según confiesan sus hijos Rodrigo y Gonzalo García Barcha en el prólogo de este nuevo título que ya ha despertado el debate de si debió haberse publicado a pesar de la sentencia final de su autor. Lo cierto, o lo raro, es que Gabo no lo destruyó. Quizá no lo hizo con la esperanza de mejorarlo en sus ansias de perfeccionamiento, sólo que el tiempo y la lucidez no se lo permitieron. En este prólogo sus hijos explican las razones de por qué procedieron ir en contra de la decisión de su padre, además de pedirle las debidas disculpas. Lo hicieron sólo para anteponer el reclamo de sus lectores, que son millones, entre los que se incluyen grandes personalidades como presidentes, actores y cantantes. Y, por qué no, parte de esta iniciativa es brindar un aporte que sea relevante para la literatura escrita en español. Es obvio que una de las razones por la que no se publicó fue la falta de facultades propias de la senectud de Gabo surgido después de la publicación de Yo no vengo a decir un discurso en 2010. Esta fecha coincide con el testimonio que brinda el editor Cristóbal Pera en la parte final del libro donde no sólo cuenta los antecedentes de esta novela inédita, sino que también se detalla su contexto sin dejar de mencionar nombres tan importantes como Carmen Balcells, agente literaria de García Márquez, Mónica Alonso, secretaria del Premio Nobel, y los editores Claudio López Lamadrid y Gary Fisketjon. Y a pesar de estas justificaciones, que tal vez sigan siendo cuestionadas, sobre todo mientras no se lea la novela; lo que ya no puede cuestionarse es el valor que posee para el beneplácito de sus lectores que, al leerla (o devorarla), terminarán confirmando que esta publicación sí es un aporte para las letras latinoamericanas como sucede con todo el legado del Premio Nobel colombiano. Quizás no tenga el nivel de novelas como Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera, pero lo que no se puede discutir es que tiene su estilo inconfundible.

La novela es corta. Se lee rápido. Mejor dicho, se devora. Consta de seis capítulos. Trata sobre la historia de una mujer de cuarenta y seis años llamada Ana Magdalena Bach que cada mes de agosto, día 16 de este mes, para ser precisos, viaja a una isla del caribe para visitar la tumba de su madre, quien antes de morir pidió ser enterrada en ese lugar. Ana Magdalena le lleva gladiolos a su tumba, pues su progenitora detestaba las rosas. Sus visitas no son prolongadas. Duran apenas dos días. Por lo común, ella va al cementerio en la mañana y el resto de la tarde y la noche del primer día se la pasa contemplando el paisaje caribeño hasta que llega el día siguiente en la mañana cuando le toca partir en el mismo transbordador que la lleve de regreso a su ciudad donde vive con su esposo llamado Domenico Amarís y sus dos hijos, uno varón de veintidós años, que también es músico como su padre, y la menor llamada Micaela de dieciocho años que quiere ser monja a pesar de estar enamorada de una trompetista de jazz que se caracteriza por ser mulato y con el que confiesa haber tenido intimidad (todo indica que las mujeres aquí presentan otra condición). En esas horas libres, sobre todo las nocturnas, Ana Magdalena se comporta de una manera muy distinta a su vida de casada. Se le presenta como una mujer libre de prejuicios que sólo se guía por sus impulsos y deseos quedando a relucir lo erótico. Y a partir de estos actos quedará el recuerdo de una serie de hombres a los que ni siquiera llega a saber su nombre. Con este comportamiento es imposible no relacionarlo con la última etapa de la vida de Fermina Daza cuando en su senectud decide ya no reprimir sus deseos ante las propuestas de Florentino Ariza. También tiene similitudes con Pilar Ternera, por la variedad de amantes que aborda. Incluso hasta con Angela Vicario sin necesidad de mostrar vergüenza ni mucho menos ajusticiar a nadie. 

Otra característica de la novela es que tiene como protagonista a una mujer, algo no sucedido con anterioridad en su novelística. En los textos adicionales a esta publicación se menciona que el proyecto inicial era en formato de cuento. Tal vez para que quedara dentro del registro de personajes femeninos como la cándida Eréndira, todo correspondiente a su narrativa corta. Sin embargo, este proyecto se convirtió en una novela. Aunque su mayor mérito es su propuesta en cuanto al estilo cuya prosa está llena de figuras e imágenes que sólo podían haber sido escritas a la manera de García Márquez. Aquí dos ejemplos: «Siguió con el tacto de sus pies a lo largo de las piernas, y comprobó que todo él estaba cubierto por un vello espeso y tierno como musgo en abril. Luego volvió a buscar con los dedos el animal en reposo, y lo encontró desalentado pero vivo. Él se lo hizo más fácil con un cambio de posición. Ella lo reconoció con las yemas de los dedos: el tamaño, la forma, el frenillo acezante, el glande de seda, rematado por un dobladillo que parecía cosido con agujas de enfardelar. Contó el tacto a puntadas, y él se apresuró a aclararle lo que ella había imaginado: […]» (p.29). «No hubo más trámites. Ambos sabían ya a lo que iban, y ella sabía que era lo único distintivo que podía esperar de él desde que bailaron el primer bolero. La asombró la maestría de mago de salón con que la desnudó pieza por pieza, con la punta de los dedos y sin tocarla apenas, como deshollejando una cebolla. En la primera embestida se sintió morir por el dolor y una conmoción atroz de ternera descuartizada. Quedó sin aire y empapada en un sudor helado, pero apeló a sus instintos primarios para no sentirse menos ni dejarse sentir menos que él, y se entregaron juntos al placer inconcebible de la fuerza bruta subyugada por la ternura […]» (p.67). 

Otra característica en su personaje principal es que ella es una mujer lectora. Ana Magdalena Bach lee mucho a pesar de no haber concluido su carrera de Artes y Letras. Ella lee en cada uno de los viajes que realiza a esa isla del caribe en el mes de agosto. Le gustan las novelas románticas, mucho mejor si son «largas y desdichadas» (sic) (p. 35). Aunque las lecturas que ella realiza dentro de esta historia van por otra línea como es el caso de Drácula de Bram Stoker, cuyas páginas cobrarán realce en la historia por guardar un mal recuerdo físico de uno de esos amantes fugaces. Se suman otras como la Antología de la literatura fantástica de Borges y Bioy, Crónicas marcianas de Ray Bradbury, El ministerio del miedo de Graham Greene y el Diario del año de la peste de Daniel Defoe.     

Se añade la música que circula entre sus páginas como las composiciones de Claude Debussy, entre ellas “Claro de luna”. También aparece los boleros, además de la mención de la música de Celia Cruz y Van Morrison.

Como punto final se incluye la firma de Gabo y las imágenes facsimilares de las páginas originales con las correcciones hechas por el mismo autor o por la secretaria Mónica Alonso bajo las órdenes de uno de los mayores genios de la literatura universal, tal como se indica en las notas a pie de página.

En síntesis, esta novela no debe dejar de ser leída. Se disfruta y complace a cualquier lector, así sea un lector exigente. Tal vez quede la sensación de que se pudo contar más, que se pudo explayar en otros personajes como el esposo o los hijos a pesar de que el centro sigue siendo Ana Magdalena Bach. Igual es una novela que causa sensaciones, sobresaltos y sorpresas. Es una novela de Gabo y eso hay que celebrarlo, por eso la salida de En agosto nos vemos es el acontecimiento literario de la década.

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Datos del libro reseñado:

Gabriel García Márquez

En agosto nos vemos

Random House, 2023

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Reseña: Estos ensayos no tienen principio ni fin (2022) de Pamela Medina

Alguna consideración de fondo sobre el equilibrio de cinco ensayos

Por Cesar Augusto López

Sin temor a equivocarnos, con las vanguardias, la pretendida relación directamente proporcional entre lenguaje y realidad fue puesta en cuestión de mil maneras. En ese sentido, la idea de representación o mímesis, en el burdo sentido de la imitación de la realidad, fue minado, hecho trizas, porque se reconoció que los artistas siempre realizan variaciones con el material que conformará sus producciones. La palabra, la pintura, la piedra, la madera, entre otros, y sus distintas junturas, serían suspendidos selectivamente en paralelo y contra la inasible realidad. El arte no repetiría a las cosas ni serviría a algún fin programado, sino que, por su libertad, pondría en tela de juicio una diversidad de cuestiones entendidas como inconmovibles. La fundación del arte moderno se ciñe a la expresión del artista, a su independencia y a la liberación de su práctica. Jorge Eduardo Eielson, como tantos otros poetas peruanos contemporáneos, siempre tuvieron en claro esta premisa de trabajo.  

Sobre la base general que acabamos de explicar, intentaremos atender y entender el conjunto de trabajos, sobre Eielson, que desplegaría Pamela Medina en Estos ensayos no tienen principio ni fin. Valga aclarar que, fuera de los cinco textos, se cuenta con una presentación, agradecimientos y la respectiva bibliografía. En primer lugar, es importante destacar la factura del libro con su clara aspiración a ser un libro objeto y, por ende, un hecho estético. Sin duda, hubo un trabajo arduo en la construcción de este y su mayor valor tiene que ver con lo osado de su presentación en un espacio acostumbrado al academicismo, como deja entrever la autora (p. 12). En otras palabras, el libro se revela ante la imposición o anquilosamiento de la formalidad universitaria, en resumidas cuentas. Definitivamente, esto se consigue con la forma del libro y con creces. Quizá ese es el objetivo principal del conjunto, como se anuncia en un epígrafe, tomado de Maurice Blanchot, en el que se menciona la relación entre lealtad metódica y claridad en los objetivos del libro. En otros términos, lo disruptivo o subversivo del libro tiene que ver con su forma como principal punto de apoyo a su crítica contra las limitaciones de los academicistas.

En el aspecto más saltante, Estos ensayos no tienen principio ni fin cumplen con su razón de ser. No obstante, el contenido del texto adolece de ciertos principios básicos para abordar la obra de Eielson, como se lo propone o como pretende seguir en una expansión de la lectura y no de la literatura (p. 11). Así, se abandona el arte literario por un fin en que la letra desbordaría sus límites hacia otros campos de comprensión. Si la forma del libro clásico es desbordada, la cuestión de la letra no consigue compaginarse con ese deseo, desde la discusión que propusimos al inicio de nuestra reseña. El peso de la representación, como premisa de reflexión, de una u otra forma, vencería. Pero citemos in extenso:

El problema de expandir la lectura, y no de expandir la literatura, es que, en la relación entre la obra de un autor y su estudioso, o entre el lenguaje y el metalenguaje, solo nos hemos fijado en el cuarto que el creador desordena, pero no en los pasos que intentan recomponer ese desorden que antes era orden o de ese orden que antes era desorden […] dudo mucho que la compleja obra de Eielson sea solo un objeto de estudio o admiración. Es, en realidad, la forma de entender un problema, que afecta a nuestros modos de leer y comprender… (pp. 15-16)

Fuera de lo enrevesado que puede ser el pasaje citado (no es el único, ya que el texto está plagado de muchos de estos y bastante oscuros, sobre los que faltó, con certeza, trabajo de edición), queremos enfatizar que Medina busca reconstruir un proceso creativo que, al parecer, no ha sido tomado en cuenta. Sus ensayos, según entendemos, atienden al meollo del caos previo al objeto estético eielsoniano. Sin embargo, aquello que se desprendería de su propuesta no va más lejos o no nos descubre nada en torno a los productos artísticos, puesto que son formas de entender o atender problemas y afectarían nuestra cognición, nuestra percepción del mundo. El arte, hace mucho tiempo, anda desprendido del ánimo cientificista o de la contemplación griega; el arte es en sí mismo una dimensión crítica por la exploración de sus materias, las cuales, en su ordenamiento estético, pondrían, inevitablemente, en tela de juicio la realidad.

Lo que acabamos de explicar es que el texto aún depende de una mirada conservadora del arte, porque incluso emplea la palabra “estético” como bello (p. 24) y no como sentir. De aquí nuestra observación inicial y nuestra concordancia con Eielson, más que con su estudiosa. A partir de lo mencionado, es posible que el lector pueda sentir una clara tensión en el discurso y en el proceso argumentativo de los ensayos, pero esto no tiene que ver con la obra del artista estudiado, sino con los límites de fondo que son el punto de partida del contenido del libro. Tenemos expuesta una visión, la de Medina, poco problemática del arte para un autor, Eielson, que problematiza el mismo, pero desde los campos estéticos que transita. Por este motivo, bajo su entender, la autora piensa el poema como ecuación (p. 33) y deja de lado que las ecuaciones son retos de resolución. No se plantean problemas matemáticos para no convertirse en pruebas de explicación, contrario al poema que no anda interesado en ello. La comparación y subsunción de la poesía a la matemática es, ciertamente, discutible. Al fin y al cabo, la palabra poética “no crea ni ordena o media, al contrario, permuta, desarma, confunde y escamotea lo que representa (26). Repetimos que ni siquiera representa, en consonancia con la premisa de esta reseña. Podemos percibir contradicciones de fondo en el punto de vista de la ensayista. Incluso, esta afirma que la poesía sería un puente entre matemática y lenguaje (p. 40). Podemos estar de acuerdo, pero también sucede lo mismo con otras disciplinas estéticas e, incluso, no estéticas. Se matematiza la poesía en el ensayo, pero ¿no será que la matemática se poetiza, en realidad, como se podría hacer lo mismo con la economía o la química? Hasta donde puede llegar nuestro entendimiento, el poema trastoca realidades, más que lo inverso. Cuídese, lo que afirmamos, de que las ciencias no tengan un grado de poeticidad, una estética particular. Esto también es obvio, por la necesidad de la metáfora en su explicación de realidades complejas.

Otro de los asuntos que se abre a la problematización en el libro es el estatuto de lo ontológico y su localización en la poética de Eielson (p. 53). Este tema requiere una batería potente de explicaciones y justificaciones, las cuales no se presentan, con la delicadeza respectiva, a lo largo y ancho del texto. Por ende, el proceso interpretativo acumula una gran cantidad de términos y usos que pueden confundir al lector por la velocidad y poca minucia con las que se presentan. Incluso existe una confusión conceptual cuando se menciona al demiurgo, artesano por excelencia, y se lo coloca como inferior a un editor, el cual se presenta con el mismo estatuto de aquel que trabaja de cerca con su material para, casi inmediatamente, saltar hasta el poeta como programador. Medina explica así: “Difícilmente, el poeta demiurgo podría ver sus poemas como siluetas sobre el papel o sus versos teñirse de amarillo” (p. 54). Al parecer, se nos presenta un demiurgo poco dispuesto a la labor manual cuando es todo lo contrario, si revisamos un poco el Timeo. Pero podemos estar equivocados, el asunto de fondo es que la ensayista no coloca una referencia a su afirmación, lo cual nos permite discrepar de ella y apelar a la tradición para evitar suposiciones o afirmaciones temerarias.

En el tercer ensayo, sobre la novelística del autor, o el ensayo cuatro, sobre la corporalidad o la propuesta final, sobre la ensayística eielsoniana, siempre se rodea el asunto ontológico no sin ciertas contradicciones básicas, ocasionadas por un punto de vista clásico de la ensayista contra una clara exploración de las formas, tanto en el libro como en su razón de ser. Esto implica que, para cuestionar rotundamente un estamento, entiéndase el intelectual o, peor aún, el intelectualista, es necesario demostrar un manejo solvente de sus limitaciones, unas que ya fueron apuntadas a inicios del siglo XX, pero que Medina parece no reconocer como verdadera fuente de su postura y que solo roza de vez en vez.

Pamela Medina

Bajo todo lo mencionado, las oscilaciones o lo indecible de los ensayos no sería producto de un desprendimiento y riesgo interpretativo, sino de las tensiones que se generan por no cruzar bien a la otra orilla de lectura que se nos propone. Vaste indicar la consideración de que la matemática (!) corporalizaría a la poesía (p. 54). Idea muy polémica, pero que no sería sospechosa, si hubiera un buen punto de partida en contra de la tradición representativa (término que se repite mucho en el quinto movimiento del libro) y se jugara, como Eielson hacía, con la palabra. Así los hechos, no encontraríamos una conclusión final contundente, ya que esta brilla por ser absolutamente evidente (p. 155). De este modo, las palabras vertidas en Estos ensayos no tienen principio ni fin no se encuentran a la altura de la conformación material, muy elogiable, por cierto, del objeto bibliográfico que el lector, más que nosotros, sabrá juzgar, pero que consideramos un aporte magro al caudal de interpretaciones sobre la obra de Eielson.

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Datos del libro publicado:

Pamela Medina

Estos ensayos no tienen principio ni fin. Textos para perder la orilla sobre la obra de Jorge Eduardo Eielson

Ediciones MYL, 2022, pp.165.