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El nido en el alero

por Fernando Isasi Cayo

 

 

El amanecer me despierta con un trinar desordenado. Es ese el primer contacto con la naturaleza que me rodea. Afuera, el campo se extiende en un exabrupto de agrestes colinas vadeadas por un riachuelo silencioso que se empecina en alcanzar un río mayor para perder su tranquilidad. Nada hay como remontar la colina más cercana a mi casa y observarlo discurrir bajo un cielo celeste que acarrea nubes sabe Dios hacia dónde.

Me levanto sin apuro porque, fuera de la ciudad, se depende de las señales que da el cielo y no de las que dan los periódicos con sus titulares de letras grandes y negras. Me levanto sin apuro decía y apenas me refresco la cara con el agua que dejé al sereno desde la noche anterior. Es una sensación amigable aquello de contrastar la temperatura del agua amanecida y la de mi cuerpo todavía convaleciente del sueño.

Al lado de mi casa los árboles parecen reconocerme y me saludan con esa voz que les da la brisa. Alzo la mirada y les agradezco desde ya la sombra perfumada que me darán al mediodía, cuando el sol ya se acostumbró a andar por estos lares. Nunca he llegado a comprender cómo es que aquí se llevan tan bien el verde con el azul si en la ciudad parecen enemigos.

Sin más paz que poder alcanzar, recuerdo el trinar desordenado y busco su razón de ser. Mi mirada alzada no encuentra respuesta en los árboles más cercanos e imagino que serán abrigados en árboles más distantes; pero, un leve piar me asombra al notar que nace en el alero del tejado de mi casa. Me pregunto a qué ave perdida se le ocurrió la desdichada idea de construir su nido en lugar tan dislocado. Dislocado soy yo que no conozco de sus dramas ni de sus pesares y menos de aquello que, como en los humanos, producen tamañas decisiones.

Quizá el alero de mi casa sea un hogar codiciado por las aves, quizá sea tan sólo un lugar de tránsito para mejores bienestares pero, entonces, no sería la primera vez que los descubro; quizá, por penúltimo y no por último porque uno nunca sabe, sea porque les inspiro confianza. No sé qué pensar hoy cuando me he despertado con esta metafísica tan impregnada de naturaleza.

Regreso a casa intranquilo para hacerme de mi honesto desayuno: leche caliente y pan campesino con manteca rancia. En la oscuridad de la mesa trazo las actividades del día; cuidar la huerta, podar las ramas más altas del manzano, aceitar los goznes de la puerta trasera, subir a la colina para mirar el riachuelo y ver pasar los camiones por el camino polvoriento y lejano. No estoy seguro de poder cumplir con todas ellas, quizá sólo termine haciendo lo del riachuelo y lo de los camiones; total, en el campo uno es dueño de su tiempo y sólo se esclaviza del sustento y del abrigo.

Esta vez los trinos fueron más ruidosos y me sobresalto porque han de estar padeciendo las acechanzas del buho. Tomo una hogaza de pan y salgo apuradamente vociferando insultos. Me estalla en la cara el sol oblicuo de la mañana y el silencio de los pájaros, sólo impasible el rumor de los árboles. Miro hacia el alero, los semicírculos oscuros de las tejas y no acierto con el origen de los trinos. Despedazo en el suelo la hogaza en diminutas migas y creo mejor esconderme detrás del carromato inservible, cojo de una rueda. Tiro una piedra en la copa del árbol que cobija al buho y desde el rumor del follaje emprende vuelo desconocido, un punto oscuro que se desplaza lentamente en el cielo despejado. Sobrevienen ruidos aislados, un graznido, una explosión lejana, quizá un festejo en algún pueblo vecino, una voz que hace eco entre los cerros llamando a alguien, advirtiendo algo. El sol entibia mis espaldas mientras espero alguna señal sobre el nido de los trinos.

Si me hubiese visto mi mujer en este trance habría pensado que algo me pasa en la cabeza. “Qué haces allí agazapado!” No habría podido explicarme sin alarmarla. “Debieras reparar la puerta trasera por una buena vez...”. Hubiese tenido que abandonar mi espera sobre los trinos. Dios me perdone, pero ahora en mi viudez hago lo que se me viene en gana, sin sus recriminaciones y sin el apoyo de mis hijos que se fueron a trabajar a la ciudad. Juan Diego, Ricardo qué estarán haciendo a esta hora, mirando el mar? Me asusta el horizonte tan lejano.

Finalmente, una sombra más clara aparece debajo de las tejas arriba de la ventana; es apenas un pico gris y dos pequeños resplandores nerviosos que otean mi presencia. Desconcertada después de mis vituperios, asoma el cuerpo erguido y se dispone a volar. Un aleteo rápido y eficaz le permite cerciorarse de la ausencia de peligro; retorna, desciende rasante y descubre las migas. Se sirve de mi señuelo con martilleos breves del pico mientras, alternadamente, voltea a los lados dando saltos. Coge varios trozos de miga y retorna a su nido.

Breve vida tienen las aves, dicen; pero a ésta no le adivino los años. No parece ser de este lugar por su aspecto inseguro, por el tiritar de sus plumas en este otoño. Da la impresión de estar huyendo de no sé qué parajes. Si se desplazara segura, si no tiritara con este tiempo tibio, posiblemente estaría dialogando con sus congéneres en los cañaverales de valles más bajos. Ahora entre sus crías debe sentir alivio por haber sido capaz de conseguir alimento y repartir calor en este medio tan desconocido. Cómo recuerdo las sequías y todos mendigando, mirando el cielo! Los soldados desarrapados confiscando lo poco que quedaba, los bueyes flacos, las gallinas viejas, los cuyes tímidos, todo bicho que tuviera sangre caliente! Sólo se libraban las serpientes. Y de las plagas, qué decir de las plagas flagelando nuestros sembríos y nosotros incendiando todo lo que tuviera clorofila para después vivir como este pájaro con sus críos, tiritando nuestra hambre! Y peor aún las montoneras de Cáceres y las cuadrillas de los chilenos compitiendo en quién arrasaba más campos para que no comiera ni el uno ni el otro ni nosotros, entrenados en fabricar trampas! Pero eso lo contaban mis bisabuelos... Hoy, bajo este sol tibio, es lo del nido en el alero debajo de mi ventana y yo con las alas todavía incompletas en el alma.

 

© Fernando Isasi Cayo, 2006

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Fernando Isasi Cayo: (Lima-Perú, 1973) Diplomático de profesión. Estudió Literatura en la Universidad Católica, en la cual, en 1971, obtuvo un premio de los Juegos Florales, en el género de cuento. “El nido en el alero”, es parte de Historias portátiles , libro actualmente en preparación.

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Para citar este documento: http://www.elhablador.com/cuento12_3.htm
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