En nuestra era multimedia, inundada por soportes distintos y complementarios como el audio, el video y el texto, cabría preguntarse: ¿qué lugar ocupa la experiencia estética? En otras palabras, ¿qué dimensión ocupa dicha experiencia —ver una película, asistir a un recital de poesía o comprar un libro en un supermercado— en las preocupaciones del hombre contemporáneo? Esa pregunta, formulada por el teórico de cine Jacques Aumont al inicio de su libro La estética hoy, es crucial no sólo para revelar una visión del mundo marcada por el predominio de lo mediático, sino para entender el desempeño de géneros tradicionales como la novela en la sociedad de consumo contemporánea. Siguiendo las disquisiciones de Aumont, la novela (la expresión emblemática de la modernidad junto con el cine) ha llegado a tal punto de filiación y saturación mercadotécnica que sólo sirve como plataforma de una serie de productos y bienes afines a los intereses de las industrias culturales y, por ende, del sistema de producción del capitalismo avanzado. Por ello, el estilo y la trama de esta novela debe ser fácilmente legible para poder ser adaptada a los formatos de consumo masivo como el cine, la televisión o el DVD.
En ese horizonte de lectura se puede entender la reacción a esta oleada masificadora por parte de algunos escritores que han vuelto a hacer de la novela el espacio singular para hacer confluir en ella muchas preocupaciones y reflexiones sobre nuestra época. Si bien los grandes narradores de historias son el cine y la televisión —formatos como el documental han demostrado ser el mejor vehículo para canalizar, por ejemplo, certeras críticas a la situación política actual—, la novela ha comenzado a recuperar esa capacidad de ser el espejo de nuestros días. Aunque es bien cierto que ese terreno recuperado se ha debido, en algunas casos, más a factores extraliterarios que a los aspectos netamente intrínsecos de la obra propiamente dicha.
En esa mixtura, en esa combinación de factores exteriores e interiores, se puede situar el trabajo del francés Michel Houellebecq, uno de los más reconocidos novelistas contemporáneos. Otro novelista, el irlandés John Banville, ha trazado un más que interesante perfil sobre la trayectoria del francés, iniciada con un enjundioso ensayo sobre el autor de relatos fantásticos H. P. Lovecraft, titulado H.P. Lovecraft: contra el mundo, contra la vida; y secuenciada con cinco novelas, como Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales, Lanzarote, Plataforma y, la que hoy nos ocupa, La posibilidad de una isla (Alfaguara, 2006). En poco más que una década, Houellebecq ha demostrado no sólo ser un escritor diestro en el arte de narrar. También se ha encargado de generar polémica. Banville nos recuerda que
Pocos han sido los escritores que, en época reciente, han hecho tanto ruido en el mundo como Houellebecq. Es inevitable compararlo con Salman Rushdie, ya que Houellebecq también ha provocado la ira del mundo musulmán. En 2002 fue llevado a juicio en Francia por un grupo de poderosas instituciones musulmanas, incluidas la Federación Nacional de Musulmanes Franceses y la Liga Mundial Islámica, que le acusaron, amparados en una oscura disposición de la legislación francesa, de proferir insultos raciales y de incitar al odio religioso después de la publicación en la revista Lire de una entrevista en la que Houellebecq declaró que el Islam era una religión peligrosa y “estúpida”.
La comparecencia de Houellebecq ante el tribunal provocó sensación, escándalo y risa a partes iguales. Rechazó las imputaciones que se le habían hecho señalando que él no había criticado a los musulmanes, sino sólo a su religión, algo que tenía el derecho de hacer en una sociedad libre. Preguntado si se había dado cuenta de que sus observaciones podrían haber contravenido el código penal francés, respondió que no porque nunca había leído tal código. “Es excesivamente largo”, observó, “y sospecho que contenga muchos pasajes aburridos”. Todo esto parecería mera comedia, una animada anotación más en los anales de la agitada vida literaria francesa, si no tuviéramos el ejemplo de Rushdie y la fatwa y si los medios de comunicación de Francia, y numerosos intelectuales franceses, no hubieran, en el mejor de los casos, guardado silencio; y en el peor, no se hubieran puesto del lado de los acusadores de Houellebecq.
Es cierto que Houellebecq buscó la atención desde los primeros momentos. Ya desde el ensayo sobre Lovecraft, algunos escritos sobre su concepción sobre la literatura y, a fondo, en Ampliación del campo de batalla, sus asertos sobre la sociedad contemporánea ingresaban en el campo de lo políticamente incorrecto. Gradualmente, esta toma de posición antisistémica se va acentuando a medida que publica con mayor regularidad, hasta desembocar en el juicio por racismo contra los musulmanes. Houellebecq, enfrentado a las consecuencias reales de su ficción, ve la realidad como ésta: aburrida, sosa y juega con ella de manera cínica. Era un juego peligroso, debido al momento que en ese entonces se vivía en Francia (la aparente sociedad tolerante y multicultural que se derrumbó en 2005 con los disturbios de esos mismos musulmanes marginados por el sistema político francés), pero Houellebecq, a nuestro juicio, apostó por la sinceridad. ¿Por qué hacer pared con el pacto políticamente correcto, de aceptar al otro de la boca para afuera? No es gratuito que, en consecuencia, se haya granjeado numerosos enemigos, habida cuenta su éxito editorial a su edad.
Por ello, cada aparición o publicación nueva de Houellebecq era tomada como todo un acontecimiento. Ya es famosa la anécdota de que una primera versión de La possibilité d' una île (La posibilidad de una isla) fue encontrada en un parque por un crítico literario, mucho antes de que el libro apareciera en librerías. La atmósfera que cultivó la prensa en esos días de abril de 2005 ayudó a que la novela se convirtiera en un gran éxito de ventas.
Suele ocurrir que el mercado o los aparatos mercadotécnicos crean grandes fantasías con el fin de estimular el consumo. En el marketing literario, esto suele suceder con suma frecuencia. Así, la más reciente novela de Houellebecq fue fraguada como una suerte de novela cyberpunk con incisivos apuntes sobre la vida, la muerte y la clonación, dada la relación que mantuvo durante un breve tiempo con el movimiento raeliano, uno de los bluff mediáticos más recordados del año 2004, quienes predicaban haber clonado a un ser humano por primera vez en la historia. Y si bien dicha estrategia cundió en Europa —y suponemos que cundió de una forma más allá de lo esperado—, no ocurre lo mismo en América Latina. Aunque la novela se ha traducido con relativa rapidez al castellano (bajo el sello de Alfaguara), ésta no ha causado mayor impacto mediático en esta parte del mundo, salvo algunos escasos comentarios acerca del texto y el recuento de los escándalos asociados a la personalidad de Houellebecq.
¿A qué se debe esta lejanía? Podríamos enumerar numerosos factores. En primer lugar, más allá de que pertenezca o no a la ciencia ficción (género que halla empatía en algunos países hispanoamericanos como Argentina o Brasil antes que en otros), no se ha tocado en su verdadera dimensión los temas y subtemas implícitos en La posibilidad de una isla y que bien pueden atañer a la actualidad de las sociedades latinoamericanas en su conjunto. ¿Y por qué? Precisamente, porque uno de los nudos de la trama de esta novela consiste precisamente en atisbar las consecuencias extremas de la globalización y su paso del dominio público al privado. Pero no nos adelantemos.
La posibilidad de una isla relata la historia de Daniel, un exitoso cómico francés, que con no poco humor negro retrata la vida de sus congéneres empleando un despiadado cinismo. Decepcionado de la vida y del amor, decide unirse a la secta de los elohimitas. Esta agrupación de toque New Age propone la reencarnación del cuerpo mediante la clonación del ser humano. Aunque en nuestra época este procedimiento es aún técnicamente imposible, una serie de acontecimientos eslabonados hará posible el surgimiento de una nueva religión mundial. Finalmente, la clonación es alcanzada. La disposición capitular del libro alternará las voces de los distintos descendientes de Daniel: el original (que a partir de ahora denominaremos Daniel1) emite un relato de vida —una autobiografía, a efectos de la verosimilitud de la historia— que será comentado o ampliado por sus sucedáneos, los clones Daniel24 y Daniel25. Ambos ofrecen sus respectivos puntos de vista del relato de Daniel1 casi dos milenios después de los hechos narrados por este último.
Lo interesante de La posibilidad de una isla es una narración en la que se concatenan los distintos aspectos, comentados y relatados, de la vida de Daniel1: un fuerte desapego a la vida, una crítica a la razón moderna y la aparición de una religión basada en postulados racionales antes que irracionales. Todo este recorrido nos lleva a un mundo donde los clones sucesores de los humanos aguardan la desaparición final con ansia y resignación. Sin embargo, la concatenación de acontecimientos entre los puntos de vista del presente y del futuro originan la interrelación entre tres instancias, a saber: el intelectual-humorista, la búsqueda de la juventud y la problemática de la clonación (metáfora contemporánea si la hay). Houellebecq vincula entre tres conceptos para ofrecernos una novela duramente premonitoria.
Un observador acucioso
Los narradores implícitos de las novelas de Houellebecq siempre se han caracterizado por su visión descarnada de la humanidad. El ingeniero de Ampliación del campo de batalla no era muy respetuoso de sus amigos y, además, era misógino. El narrador de Las partículas elementales sólo está interesado en obtener dinero a costa de los placeres de los demás. Daniel1 no parece ser la excepción: es un humorista consagrado, miembro de la elite artística de Francia. Experto en el one man show , Daniel1 exhibe con vehemencia y ferocidad las heridas de la sociedad contemporánea. Son estos puntos de vista los que Daniel1 esgrime como crítica frente a la modernidad y la idiosincrasia actuales, ante las cuales se volverá un convencido de que sus parodias sólo reflejan una civilización en total decadencia. Tal como él lo describe:
Había empezado con números breves sobre las familias reconstituidas, los periodistas de Le Monde , la mediocridad de las clases medias en general. Me salían muy bien las tentaciones incestuosas de los intelectuales maduros frente a sus hijas o nueras, con el ombligo al aire y la tanga asomando del pantalón. En resumen, yo era un agudo observador de la realidad contemporánea (…). En suma, yo era un buen profesional; sólo estaba una pizca sobrevalorado. Tampoco era el único.
No quiero decir que mis números no fueran divertidos: divertidos sí que eran. Ciertamente, yo era un agudo observador de la realidad contemporánea; lo que pasa es que me parecía tan elemental, pensaba que en la realidad contemporánea quedaba tan poco por observar: habíamos simplificado tanto, aligerado tanto, roto tantas barreras, destrozado tantos tabúes, tantas esperanzas equivocadas, tantas aspiraciones falsas; realmente quedaba tan poco… (20-21).
Las últimas cuatro líneas denotan uno de los puntos centrales de la obra de Houellebecq en general: ¿en qué momento el ser humano comienza a deshumanizarse? Esa pregunta es respondida con un halo de nostalgia y escepticismo baudelerianos (no en vano Daniel1 cita unos versos de Las flores del mal ). Desde Marx, a partir de la frase “todo lo sagrado es profanado”, pero sobre todo en Nietzsche, se inicia una crítica severa a las perturbaciones que provoca la penetración de la modernidad capitalista en la realidad. Como señala Marx en el Manifiesto comunista , en un cortísimo período de tiempo la burguesía ha hecho lo que ninguna otra clase social ha podido en la historia de la humanidad. Al emprender, de manera revolucionaria, la conquista del mercado mundial, “la burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acontecimiento”. Es muy probable que Daniel1 se lamente por los efectos de la modernidad secular provocada por la burguesía, cuyo grado de penetración en la realidad contemporánea resulta de gran magnitud que hace del pacto social lo que Guy Debord llamaba la “sociedad del espectáculo”, donde todo se convierte en un simulacro, lo anormal o discontinuo se normaliza, y no hay nada nuevo por descubrir.
Sin embargo, Daniel1 invoca esta crítica al interior del sistema. Daniel1, como todo humorista cáustico, forma parte del engranaje de este sistema “espectacular”. Asiste a shows , elabora guiones de películas, vive como un artista exitoso cualquiera. Incluso se da el lujo de comprarse una residencia en Almería (España). Su crítica cáustica al sistema proviene de una postura cínica: “A fin de cuentas, la mayor ventaja del oficio de humorista, y más generalmente, de la actitud humorística en la vida, es poder portarse como un cabrón con toda impunidad, e incluso rentabilizar cómodamente la abyección, tanto en éxito sexual como económico, todo ello con la aprobación general” (22).
Y a eso es lo que se dedica. El imperativo del placer gobierna sus actos y no hay nada más prioritario que follar. No obstante, tal como está estructurado el relato de vida de Daniel1, esta opinión básica se va sometiendo a interpolaciones con reflexiones más o menos coherentes sobre el destino del ser humano. Su sinceridad, por momentos, es brutal y, quizás para algunas mentes políticamente correctas, chocante. En cierto modo, como muchos han señalado, sus palabras nos recuerdan el escepticismo radical de Émile Cioran, pero quizás sería mucho más interesante recordar que, en la tradición de la novela francesa, muchos personajes como Daniel1 caminan entre la lucidez y la locura. Después de todo, es un humorista —quizás el último refugio de la buena conciencia de la sociedad—, pero a esta clase de personas no hay que tomárselas demasiado en serio. Por lo demás, ¿quién lo hace? Para Daniel1, efectivamente no se puede esperar mucho del corazón humano:
Desde el punto de vista social estaban los ricos y estaban los pobres y había unas cuentas y frágiles pasarelas; el ascensor social, tema sobre el que era obligado ironizar; la posibilidad, más seria, de arruinarse. Desde el punto de vista sexual estaban los que despertaban el deseo y los que no lo despertaban: un mecanismo exiguo con algunas complicaciones de modalidad (la homosexualidad, etcétera), en cualquier caso, fácil de resumir en la vanidad y en la competencia narcisista que los moralistas franceses ya habían descrito con tanto tino tres siglos antes. Claro, además estaban las buenas personas, las que se encargan de la producción efectiva de las mercancías, las que para colmo —de manera un poco cómica o, si lo prefieren, patética (pero yo era, ante todo, un cómico)— se sacrifican por sus hijos; las que no tienen ni belleza en su juventud, ni ambición más tarde, ni riqueza en ningún momento; las que sin embargo suscriben de toco corazón —incluso los primeros, con más sinceridad que nadie— los valores de la belleza, la juventud, la riqueza, la ambición y el sexo; las que, por decirlo de algún modo, sirven para ligar la salsa. La gente así, lamento decirlo, ni siquiera es un tema. A veces metía a algunas buenas personas en los números para darles diversidad, realismo; la verdad es que estaba empezando a hastiarme seriamente. Lo peor es que me consideraban humanista; un humanista chirriante, de acuerdo, pero humanista… (21-22).
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