LA
CASA DE ZARUMILLA
A
Kike
Otra
vez la cocina amanece vacía, repleta de sí
misma. Unas migajas de pan tiradas en el suelo anuncian
la muerte de la gata. El animal no ha cesado de lamer
la mano del amo. Su aullido se oye a lo lejos, bajito,
desde un lugar oculto, atrapado por el tiempo.
El
techo de la sala cae un día tras otro, un día
tras otro, pero buscar el alimento diario siempre
es anterior a todo derrumbe. Dentro de su propia esfera,
el amo da vueltas con los brazos abiertos y lee un
libro de Mester Eckard. Recuerda a la gata huyendo
de toda luz, escondida detrás del neumático
de un auto descompuesto.
La
poesía es ese verso loco de la carencia. Un
insecto acurrucado sobre su propia cabeza mientras
agoniza detrás de una pared derruida. Este
es el gran engaño de lo real: abrir el congelador
inservible y besar en los ojos al animal que chilla
cada vez más bajito.
Despertarse
junto a la poesía y no encontrar nada sino
el papel en blanco como los ojos blancos de la gata.
Hay que abandonar el cuerpo, extraviarlo, para que
brote un verso como un alimento del padecimiento.
Un verso que nos hunda bajo su resplandor de fuego.
Un verso para aplacar la miseria.
Arrastrándose
de espaldas a la Av. Perú, la gata impide el
tránsito limpio de miles de autos que glorifican
la velocidad. Pronto, la eterna angustia del derrumbe
y el porvenir se encadenan. El amo persigue al animal
abriendo la niebla con sus brazos. El eterno basural
de las esquinas es el refugio del hambriento.
Sin
embargo, el techo sigue cayendo, multiplicándose
infinitamente sobre sus cabezas. Es el cielo devorándose
a sí mismo. Al fin, sólo llueve polvo
dentro de la casa. Amo y gata, mano y amor extendiéndose.
Brazos que mecen al animal como a un recién
nacido. La poesía sirve para esto, ¿di,
Kike?
©
Victoria Guerrero, 2004
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