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(2) Ciertos caudillos militares fueron el leitmotiv de las mejores páginas libelistas de Hidalgo. La figura y actuación del general Óscar R. Benavides, por ejemplo –presidente del Perú en dos períodos (1914-1915 y 1933-1939)–, le inspiraron líneas como estas: “¡Qué sensación de menoscabo humano, de mengua jerárquica de la especie, la que da el general Benavides! Yo siento náuseas recordando el trayecto de ese payaso. Quiso imitar a los héroes, y sólo consiguió hacer su parodia. Hace unos años, en el Caquetá, se fué a practicar ejercicios de tiro sobre la zona colombiana, y él creyó que había ganado un combate. Hizo la guerra en caricatura. Ahora cree que gobierna, sin darse cuenta de que es sólo un lacayo con mando. Se cree un valiente, pero es apenas su opereta. Benavides es un bufón enojado. El estruendo de sus cóleras, en mi Perú, lo repiten los horizontes como el eco de la risa. Su psicología es la de ciertos homosexuales: exagera las apariencias de su virilidad, por miedo a que se descubra el secreto de su ignominia. Truena como Júpiter, pero se agacha como una rana y se escurre como una gallina. Sostengo que es un bravo de cartón. Nada lo asusta tanto como sus galones y sus charreteras, pues cuando se mueve o camina, tiemblan, y entonces él supone que está temblando él mismo. Tiene apariencias de energía, mas en rigor es instrumento de sus miedos. Por miedo come, de miedo respira, vive en el miedo. La historia lo reconocerá como el inventor de la legalidad que atropella la ley. Si yo fuera dictador y me diese por los abusos, pondría mis glándulas en la mesa para escribir mis decretos. Benavides tiene vacía la entrepierna, y por eso prefiere escudarse en la legalidad. No engaña a nadie, y se ha de ver cómo una bala de justicia deposita su vida, al lado de otras excrecencias, en el más recóndito amor de las cloacas. Óscar R. Benavides es una resta, el producto más ínfimo de la resta, lo que de ella queda cuando se descarga sucesivamente sus cantidades hasta del uno, es decir, el cero. Es el arquetipo del casi-hombre, del pseudo-hombre. Por eso desciendo hasta su nombre y lo escupo”. Ver Alberto Hidalgo, Diario de mi sentimiento, pp. 275-276.
(3) Refiere Estuardo Núñez:
“Su línea de combatiente literario [de Alberto Hidalgo] empieza
en las ya lejanas páginas de la revista Anunciación (1915),
editada en Arequipa”. Estuardo Núñez. “Alberto
Hidalgo o la inquietud literaria”. En: revista Letras, órgano
de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSN, Lima, 1968,
N° 80-81, p. 149. (5) Este libelo (ver Anexo 1), quizá el más logrado que escribiera Hidalgo, y por lo mismo, modélico, mereció estas lucidas palabras de Marco Aurelio Denegri –desde hace mucho, notorio y eficaz difusor de la obra de Alberto Hidalgo: “Archidenigratorio y fecal desde el título, Sánchez Cerro o el excremento es la demostración cumplida de que insultar es un arte. Arte que por cierto desconocen el patán vociferante de cantina, el zafio tahúr de reñidero y el barrista pintarrajeado y gritón del Estadio Nacional. Los tales profieren denuestos y lanzan injurias, pero sin orden ni concierto, sin metaforizar, sin gracia ni inspiración. Pero cuando un poeta notable como Hidalgo vitupera y ultraja, lo hace con tanto acierto, intensidad y contundencia, que sus vituperios y ultrajes interesan vivamente y su lectura nos complace. También nos sacude, claro está. En resumen, Sánchez Cerro o el excremento es una obra maestra de la infamia”. Marco Aurelio Denegri. “La libelística de Hidalgo”. En Domingo. Revista del diario La República, Lima, 17 de octubre de 2004, N° 331, p. 13. El general Luis Miguel Sánchez Cerro (presidente del Perú, 1930, 1931-1933) y su Unión Revolucionaria derrotaron al Partido Aprista –que tenía en su lista de diputados a Alberto Hidalgo– en las elecciones generales de 1931, convocadas por el presidente de la Junta de Gobierno y antiguo pierolista, David Samanez Ocampo. El Partido Aprista desconoció tal victoria alegando fraude, pese a que Sánchez Cerro había logrado una votación mayor a la suma de las obtenidas por sus contrincantes. El aprismo desarrolló, entonces, una agresiva oposición tanto en el Congreso como en las calles. Cuando tal oposición cobró forma de una desatada violencia, el gobierno de Sánchez Cerro –por intermedio del Congreso– aprobó la represiva “ley de emergencia”. Algunas severas medidas fueron la deportación de dirigentes apristas y el encierro en El Frontón de Haya de la Torre. Pero la más grave consecuencia de tan delicada situación fue la “revolución” aprista de Trujillo, que significó la muerte de varios oficiales y la posterior eliminación de apristas en la ciudadela de Chanchán. Paralelamente, un joven aprista, José Melgar Márquez, atentó contra la vida de Sánchez Cerro en Lima. Todo lo anterior marca el contexto histórico en el cual Alberto Hidalgo escribió (mientras era militante aprista) su célebre libelo Sánchez Cerro o el excremento (1932). En 1933, finalmente, Sánchez Cerro sería asesinado en el antiguo hipódromo de Santa Beatriz, cuando el Perú se alistaba a zanjar por la vía militar un diferendo limítrofe con Colombia. Federico more, otro incendiario y valioso libelista, le dirigió estas palabras (1935) a uno de los actores de la barbarie que atravesara el Perú a comienzos de la década de los treinta: “Señor don Víctor Raúl Haya de la Torre […] escribo, para decirle a usted, una vez más –deseoso que no sea la última vez– cuán graves daños le ha causado usted al Perú. No se figure usted que voy a hablarle de la sandez doctrinaria del Apra, ni de la inmoralidad de sus dirigentes, ni de la inconciencia de sus prosélitos multitudinarios. No. Todo eso lo callamos por sabido. Le escribo para decirle que sobre la acción pública de usted, tan breve y tan luctuosa, tan efímera y tan infortunada, pesan dos cargos mortales. Ha suprimido a los rebeldes y ha creado a los asesinos. A los grupos de hombres libres y activos los ha reemplazado usted con bandas de facinerosos […] Si hubiese usted logrado corromper a los hombres y convertir en asesinos a varones de treinta años, acaso le perdonásemos su actuación. Es decir, no se lo perdonaríamos; pero la comprenderíamos. Por lo menos, se trataría de crímenes de hombres. Pero ha corrompido usted a los niños. Es usted un violador de conciencias adolescentes. Observe usted lo pavoroso que es todo esto. Para desgracia del Perú, frente a usted surgieron, en época felizmente concluida, otros tan violentos, tan sanguinarios, y tan inconscientes como usted. Y el Perú estuvo a punto de convertirse en una batahola de matarifes dentro de un camal […] Quizá habría sido preferible que nunca lo tomáramos a usted en serio. Pero como usted es megalómano y quiere que lo tomen en serio, se ha convertido en gangster y lo ha conseguido. Ya lo tomamos en serio […] Usted podrá creer que un hombre que ha producido tantas calamidades tiene grandeza. Y esto es mentira. Tiene dramaticidad, como la tienen un incendio, un ciclón o un naufragio. Es usted deplorable y dramático como un terremoto. A usted, el Perú nunca podrá darle el poder. Es imposible, así como es imposible que la naturaleza le conceda al huracán la dirección del mundo […] Por culpa de usted, le hemos perdido el respeto a lo respetable. Nos ha envilecido usted en grado verdaderamente aprista […] Ha encenegado usted a los niños, ha pervertido usted a los adolescentes, ha entristecido usted a los jóvenes, ha desconsolado usted a los hombres maduros y ha ensombrecido usted los últimos años de los viejos […] Mi indignación contra usted llega a este punto: antes que ser su amigo, prefiero ser oligarca […] Que caigan sobre usted las desdichas provenientes del súbito engreimiento de los tontos y de la repentina prepotencia de los criminales”. Federico More. Andanzas de Federico More. Compilación a cargo de Francisco Igartua. Lima, Editorial Navarrete, 1989, pp. 115-118. (6) “Era su maestro en esta actitud polémica don Manuel González Prada, tal vez el único de los autores viejos que él respetó. No hubo perdón, dentro de su crítica acerada, ni para Alberto Ureta, la más alta cifra lírica de la generación anterior”. Estuardo Núñez, op. cit., p. 149. (7) Hidalgo es categórico en la valoración del estilo: “En situación de dislate se hallan quienes enjuician el estilo como una cosa sin importancia, prescindible y algunas veces estorbosa para la realización de la obra. Sin embargo, es postura muy socorrida de críticos. Admito que si se juntan fondo y estilos buenos, más subidos son los quilates del diamante, digo del fruto intelectual. Pero lo exterior, el estilo, las formas, pueden, y los ejemplos abundan, llenar los vacíos de ideas, de grandes sentimientos, el movimiento de las pasiones y hasta el tamaño de los argumentos. El arte es sólo formas. Todo lo demás que dentro de él se pone es apenas relleno, con el cual el arte no gana, aunque sí pruebe las posibilidades del artista para otros trabajos de la inteligencia. Soy partidario del arte por el arte, el arte al servicio de la nada, el arte al servicio de sí mismo”. Ver Alberto Hidalgo, Diario de mi sentimiento, p. 141. (8) José Carlos Mariátegui. 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Lima, 29ª edición, Biblioteca Amauta, 1974, pp. 303-304. (9) Jardín zoológico. Arequipa, Tipografía Quiroz Perea, 1919, pp. 271-272. (10) Antología poética. Arequipa, Unsalibros El Pueblo/4, 1997, p. vii. (11) Magda Portal. “Hace un año y ahora”. En Taller 2: Homenaje a Alberto Hidalgo. Publicación bimensual del taller literario Haravicus, Lima, 1968, año I, N° 2, p. 15. Importa esta opinión de Magda Portal, en tanto se opone a aquellos que llanamente han expresado que Hidalgo atacaba a “personalidades” sólo para darse a conocer o llamar la atención (ver Anexo 2). (12) Edgar O’Hara. “Alberto Hidalgo, hijo del arrebato”. En Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Lima, 1987, año XIII, N° 26, pp. 97-98. (13) La palabra “panfleto” (y sus derivados) tenía un sentido peyorativo por tratarse de un anglicismo (pamphlet), que remitía al escrito toscamente injurioso. Por lo anterior, los que se aplicaban a tal especie preferían usar para sus ataques el título de “libelo” o “sátira”. (14) Sobre este punto, el escritor colombiano Vargas Vila expresaría algo análogo en carta fechada el 21 de febrero de 1921 y dirigida a Pedro Emilio Coll: “Por la pureza maravillosa del estilo [se refiere al libro Muertos, heridos y contusos], sin aleaciones de retórica vetusta; por el desenfado señorial de los juicios, como de quien tiene harta autoridad mental para emitirlos; por el acrobatismo elegante de los vocablos haciendo equilibrio sobre la cuerda tensa del insulto sin caer nunca del lado de la vulgaridad; por ese dominio absoluto sobre la palabra que permite aristocratizar la violencia del dicterio –que es el secreto de los grandes libelistas–; por la pasión ardiente, casi selvática, que circula por las páginas del libro, como una sangre de jaguar; por la noble actitud de justicia caballeresca que hace de él un panfleto literario en noble justa estética, y, no un libro de Crítica, de esos que la imbecilidad pare siempre a las puertas de la Academia […] estreche usted la mano, en mi nombre, a nuestro hidalgo amigo, el escritor Hidalgo…” Ernesto Daniel Andía. Diagnosis de la poesía y su arquetipo. Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1951, pp. 311-312. (15) Muertos, heridos y contusos, pp. 8-9. (16) O’Hara, op. cit., p. 97. (17) A juicio de Abelardo Oquendo, en el libelo o la retórica del agravio: “no es tanto la agresión lo que la hace atractiva sino cómo se agrede, pues el arte de injuriar es, fundamentalmente, formal, como todo arte. En otras palabras: el protagonismo pasa de lo que se dice a la manera como se dice. De ser mero vehículo de contenidos a los cuales se dirige la atención del receptor, el lenguaje atrae esa atención hacia sí mismo y la distrae de aquello a lo que el mensaje se refiere. Cuando este fenómeno se produce estamos en los predios de la literatura y el discurso empieza a ser regido por valores que no son precisamente los de la verdad ni necesariamente los del razonamiento. Si es eficaz, el discurso se celebra entonces sin importar lo que diga, porque ha logrado, como la poesía, la suspensión del juicio en el receptor […] Cuando se lee al Hidalgo libelista el lector no se para a considerar la razón o sinrazón de sus dichos, pasa por alto tantas arbitrariedades y calumnias evidentes cuanto pecados de lesa humanidad, como el racismo, y momentáneamente se deja seducir por la imaginación y el ingenio con que el autor engalana la infamia […] La de libelista es una faceta indesligable de la personalidad de Hidalgo y es básica para comprenderlo” (Abelardo Oquendo. “Hidalgo, no sólo un libelista”. En la sección cultural del diario La República. Lima, 7 de setiembre de 2004). (18) La importancia del genio de Hidalgo en su producción libelista es resaltada por el mismo autor: “No soy, precisamente, un crítico. Considero que la crítica es necesaria, aún más, de impostergable presencia en la dirección de un movimiento literario, pero me siento incapacitado para hacerla, porque soy un hombre de pasiones y ausente de inclinación al análisis. Cierto es que en la lista de mis libros aparece frente al título de algunos la etiqueta de “crítica”; pero esa es una mera comodidad de clasificación libresca. En el fondo, todo su contenido es puro panfleto. Son panfletos hasta los capítulos de elogio, panfletos invertidos, pues están hechos para molestar a terceras personas”. Ver Alberto Hidalgo, Diario de mi sentimiento, p. 182. Con respecto al último aserto de Hidalgo, un claro ejemplo de panegírico que encubre ataques a terceros es el dedicado a Eguren. En este caso, esos “terceros” son el público limeño y Clemente Palma: “Pero un día, allá por el año de 1911, en el Barranco, pueblo próximo a Lima, apareció un hombrecito de ojos turbios, de cabellos sueltos y lacios, ligeramente retorcidos, de andar tranquilo y grave, de miradas hondas y largas, como perdidas en un horizonte de misterio. Traía en una de las manos un libro y en la otra un corazón. El hombrecito se llamaba José M. Eguren y el libro Simbólicas. Las gentes de su tierra, acostumbradas a los sermones rimbombantes de Santos Chocano, a las avemarías rimadas de José Gálvez, a los chistes grotescos de Leonidas Yerovi y otros rimadores, no le entendieron, ¡qué le iban a entender! Eguren volvió a su refugio, ¡santo refugio el suyo! Allí, en el silencio, casi en el olvido, arrullado por las olas de un mar misterioso y sombrío, siguió laborando. Transcurrieron algunos años. De repente, alguien lanzó esta voz: ‘En el Barranco vive un poeta estupendo’. Las miradas de cincuenta mil personas, henchidas todavía de furor tauromáquico y de miel lujuriosa, se dirigieron hacia la casita donde vivía Eguren. El poeta les arrojó su libro. El público, imbécil siempre, no comprendió lo que decía este hombre y retornó, sediento de salvajismo, a sus plazas de toros y a sus burdeles. Entre la muchedumbre estaba un escritor de talento, pero aborregado y puerco. Tenía gran prestigio entre los de su raza: le decían ‘el crítico oficial’. Era Clemente Palma. Este no comprendió o fingió no comprender a Eguren. Y en un periodiquín que él dirige y que él sólo lee, se burló del poeta, le mordió como perro, pero no pudo alcanzarle ni a los talones. La razón es clara: no es patrimonio de los zambos conocer a los grandes hombres”. Ver Alberto Hidalgo, Muertos, heridos y contusos, pp. 48-49. (19) Una de sus más recurrentes víctimas fue Clemente Palma. La razón de tal “preferencia” quizá encuentre elucidación, en principio, por tratarse del hijo del más connotado adversario de su admirado Manuel González Prada: Ricardo Palma. En segundo lugar, está un comentario –que evidentemente le sentó pésimo a Hidalgo– que escribió Clemente Palma en Variedades con motivo de la aparición del poemario de tono futurista Arenga lírica al emperador de Alemania (Anexo 3). Al autor de Cuentos malévolos Hidalgo le dirigió párrafos como éstos: “El doctor Clemente Palma ha resollado por la herida. Ha respondido al juicio que hice de su persona y obra en mi libro Hombres y bestias, diciendo, sin nombrarme por supuesto, que mi ‘baba corrosiva le ha manchado los zapatos’ y que como he de acabar en una cárcel tendrá paciencia para esperar a reemplazarlos con los que yo fabrique cuando purgue mis culpas. ¡Qué tal tipo! Le ha parecido demasiado audaz, al doctor Palma, que un mozo de veintitantos años le abofetee el rostro de mico sucio. Le ha parecido demasiado audaz, porque es la primera vez, según entiendo, que en el Perú se tiene la valentía de rebelarse contra la gravedad mestiza de los que se han creído y se creen autoridades literarias. Pero era ya necesario que los jóvenes encañonáramos nuestra rebeldía contra estas fortalezas convencionales que se alzan en medio del camino para interrumpirnos el paso. Y por cierto que mi vanidad personal se infla hiperbólicamente cuando me fijo en que soy uno de los que van a la vanguardia del ejército demoledor. Con el único título de ser autor de un libro de cuentos, escritos entrando a saco en el cercado ajeno, es que se presentó este señor en el campo de las letras exhibiendo armas de crítico. Y, ¡claro!, para vengar sus fracasos literarios se dedicó a fastidiar a los que iban delante. Siempre con sus chistecillos de barrio bajo, su estilo aglutinado y petulante, su socarronería malsana y sus reticencias cobardes y humildosas. Nunca elogió francamente, nunca supo alentar, nunca estimuló. Cuando decía algún ditirambo lo acompañaba de peros. ¿Y esto por qué? Porque cuando encontraba algo bueno, se ponían a ladrar desaforadamente los canes de su envidia. Y entonces eran derrames de bilis, de sordas cóleras, de bajos sentimientos, sus artículos preñados de sandez. Además, hay que tener en cuenta que este bicho es un alarmante caso de hipertrofia de severidad. Pero los garrotazos que propina no hacen victimas, felizmente. Los a quienes nos atacó –después de habernos elogiado– hemos continuado escribiendo sin hacer caso de sus majaderías, sin escuchar sus consejos; hemos seguido trabajando incansablemente y escuchando, mal que le pese, voces de aplausos y aliento que honrarían a cualquiera: tal la valía de quienes nos las han prodigado. No debería extrañarme de la bajeza de sus sentimientos, conociendo, como conozco, antecedentes suyos. Además, el ser miserable le viene de raza. Blanco-Fombona nos ha contado la historia de cómo vino al mundo don Ricardo Palma, su padre, en estas breves y justicieras líneas que reproduzco con el objeto de vulgarizarlas más, si cabe: ‘En los ejércitos de la Gran Colombia que pasaron al Perú con el Libertador, había muchos negros de nuestras africanas costas. Conocida es la psicología del negro. La imprevisión, el desorden, la tendencia al robo, a la lascivia, la carencia de escrúpulos, parecen patrimonio suyo. Los negros de Colombia no fueron excepción. Al contrario: en una época revuelta, con trece años de campamentos a las espaldas, y en país ajeno, país al que en su barbarie consideraban tal vez como pueblo conquistado, no tuvieron a veces más freno ni correctivo sino el de las cuatro onzas de plomo que a menudo castigaban desmanes y fechorías. Una de aquellas diabluras cometidas en los suburbios de Lima por estos negros del Caribe fue la violación; un día o una noche, de ciertas pobres y honestas mujeres. De ese pecado mortal desciende Ricardo Palma’. Y si a esto se agrega su bastardía –la de Clemente Palma–, bastardía de que él parece avergonzarse, se tiene que nos encontramos ante un perfecto representativo del hombre ruin. Y este perfecto representativo del hombre ruin es quien desde las columnas de una revistilla que dirige, hipócritamente, pues no me nombra, ha pretendido asustarme con sus ladridos de despecho, de desvergüenza y de cinismo. Pero se ha equivocado el zopenco. Cuando se es joven no se le teme a ningún zambillo fabricado de contrabando; cuando se es joven no se tiene pelos en la lengua y menos en la pluma; cuando se es joven se tiene el brazo fuerte y el espíritu altivo. Tome nota de ello el señor Palma, que puede que le convenga”. En: De muertos, heridos y contusos. Libelos de Alberto Hidalgo. Lima, Sur Librería Anticuaria, 2004, pp. 135-138. (20) A alguien, por ejemplo, como el poeta Alberto Guillén, quien quizá tuvo una mera influencia de la obra y talante de Hidalgo, este último acusó ni más ni menos que de plagiario. Es necesario recordar que Alberto Guillen había publicado en su libro La linterna de Diógenes (1923) estas frases que supuestamente le habría dicho Julio Cejador, al inquirírsele sobre algunos escritores peruanos: “–¿E Hidalgo?–. –Muy agresivo, pero muy inofensivo –dice Cejador–. A mí me dio una paliza terrible, desaforada, propia para deslomar a un gigante. Pero cuando vino a España y vio que yo escribía La historia de la Literatura…–. –¿Le hizo un elogio?–. –Ni más ni menos. Hidalgo es un estafadorcillo de la fama”. A manera de respuesta, Alberto Hidalgo escribiría primero: “A mis libros les he dejado practicar la costumbre de incluir en una de sus primeras páginas la lista de todos ellos. No son sino esos. Es preciso que funcione esta declaración, pues en Madrid, y con la complicidad de Rufino Blanco-Fombona, se ha publicado mi libro Muertos, heridos y contusos, cambiándole su título por el de La linterna de Diógenes y reemplazando mi firma habitual con un seudónimo: Alberto Guillén. Todo el mundo sabe, especialmente en cuanto lo lee, que ese libro es mío; pero como se ha hecho cortes y agregaciones a Muertos, heridos y contusos considero alterada su esencia y, por lo tanto, le quito mi paternidad. Ruego, pues, a mis lectores y amigos estimar apagada esa linterna”. Ver Diario de mi sentimiento, p. 46. A fin de reforzar su acusación de plagio contra Alberto Guillén, Alberto Hidalgo recordaría, luego, esta anécdota: “Hallándome, hacia fines de 1931, de paso por Santiago de Chile, recibí un día la visita de dos poetas peruanos: José Santos Chocano y Alberto Guillén. La conversación recayó de pronto en el tema de los procedimientos literarios. Ellos expusieron los suyos, más o menos coincidentes, y, en especial, Guillén dejó constancia de que sus trabajos iban a la imprenta tal y como salían de su pluma, entendiendo así sentar plaza de poeta fácil, dotado de fluidez, de soltura. Cuando les referí mi manera, ambos quedaron perplejos, quizá pensando que yo era un anormal, un semialienado. Chocano, luego, expresó con claras palabras su asombro por mi método de elaboración, por mi técnica, diré, si bien encontró la cosa enteramente verosímil. En otras entrevistas, Chocano, que jamás alcanzó a entender por completo algunos poemas de Descripción del cielo, me dijo explicarse así lo que él llamaba mi “nebulosidad” u “obscuridad”. La conducta de Guillén fue bien distinta: se le iluminaron de súbito los ojos, una curiosa alegría lo invadió y todo él se puso radiante. Es que había entrevisto la posibilidad de insistir en una socorrida costumbre suya, una de las que mejores resultados le habían dado siempre: la de plagiarme. Tal cosa lo comprendí sólo unos meses más tarde, cuando leí una suerte de reportaje que le hicieron en Arequipa, a su llegada, y en cuyo transcurso refirió como propio de él mi sistema de trabajo. Pues hasta en eso, en el detalle, en lo insignificante, me copiaba el pobre Guillén. No creo que haya muerto de tifoidea u otra enfermedad vulgar: debe haber muerto de hidalguitis crónica”. Alberto Hidalgo. Tratado de poética. Buenos Aires, Ediciones Feria, 1944, p. 66. (21) Ver Ernesto Daniel Andía, Diagnosis de la poesía y su arquetipo, p. 296 (ver Anexo 4). (22) Diario de mi sentimiento, p. 23. (23) En Revista Cultura Peruana, Lima, marzo de 1960, volumen XX, N° 141. (24) Alberto Hidalgo. Antología poética, p. 347. (25) Hidalgo agraviaría no sólo a Victoria Ocampo, sino también arremetería contra otros escritores argentinos –más allá de los altercados con Borges– con un encono tan desatado que denota un ajuste de cuentas: “Estos ricos que escriben, este Carlos Reyles, esta Victoria Ocampo, este Enrique Larreta, este Armand Godoy, no son escritores, no son sino eso, unos ricos que escriben, lo cual es muy distinto de hablar de escritores ricos, según sería el caso de Maeterlinck, ante cuyo genio me inclino. Determinantes de la corrupción de la crítica. Pagan los elogios que se les hace, sostienen revistas para darse aureola literaria, sobornan cuanta conciencia es débil. Trabajan a favor de su vanidad y contra el arte; pero el tiempo les pagará con olvido, magnífica moneda. Para Godoy aspiro un cáncer; a Reyles le deseo una lepra; a Larreta sólo le ansío un cretinismo agudo, lo cual es satisfacerle el gusto, pues es su ambición desde hace unos años, y a la Ocampo espero que le acontezca una salpingitis u otros trastornos ocasionados por ‘fellatio’ o ‘cunnilingus’. Diario de mi sentimiento, pp. 359-360. |
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