Quién
puede negar la incidencia de Internet en nuestras
vidas. A pesar de que aún no alcanza una difusión
mayoritaria, que penetre en todas las capas de la
sociedad, buena parte de nosotros emplea la web para
comunicarse con nuestros familiares en el extranjero
o en alguna provincia del país, bajar música,
hacer operaciones financieras o simplemente chatear.
Desde sus utilidades más triviales, como enviar
un simple correo electrónico, hasta la búsqueda
de información especializada, Internet no ha
dejado de formar parte de lo social a fines del siglo
XX y principios del XXI.
El
reciente éxito del buscador Google en la Bolsa
de Valores de Nueva York atestigua que económicamente
la web se encuentra en un buen momento, después
de las crisis de las empresas dotcom (1)
entre 1999 y 2000. Si bien es cierto que se puede
mirar con optimismo el futuro de la web con miras
a la obtención de una sociedad de la información
menos jerárquica y más horizontal, aún
quedan pendientes asuntos como la infraestructura,
la conexión y particularmente la relevancia
de sus contenidos.
Como
todo invento moderno, la red tiene ventajas y desventajas,
desde el punto de vista fáustico con que el
pensador estadounidense Marshall Berman (1995) asocia
los dramas contemporáneos. Es decir, el avance
tecnológico plantea al ser humano un dilema
ético que exige algún tipo de respuesta
responsable y coherente, ya que el conocimiento posee
un rostro bifaz: es benéfico o maligno según
las intenciones con que se emplee. Los ejemplos de
esto abundan, sobre todo del lado negativo, si repasamos
los acontecimientos que hicieron violenta la historia
del siglo XX.
¿Dónde
ubicar la literatura, y la literatura difundida por
Internet sobre todo, en este debate mayor sobre la
importancia de la web en nuestros días? No
estamos hablando tan sólo del alcance de librerías
como Amazon.com o la descarga de los e-books, ambos
aspectos cercanos al mercado editorial global, que
funciona más bien como un filtro de la producción
cultural local. Nos referimos a que en nuestra época
la expresión escrita ha alcanzado niveles de
intensidad nunca antes logrados desde el auge de la
prensa a mediados del siglo XIX. Ahora mismo, uno
puede informar e informarse desde la computadora casera
gracias a los bloggs, apuntes periódicos
que dan cuenta de la actualidad política, económica
o cultural. La escritura y la opinión pública
no sólo las ejercen las instituciones y sus
representantes legitimados, sino que ahora cualquier
persona con una computadora y una línea dedicada
puede hacerse fácilmente reconocible por los
lectores que compartan el código idiomático
del emisor. Éstos también retroalimentan
el sitio web y se convierten en portadores de información
a la vez.
En
Historias de cronopios y famas, Julio Cortázar
describe una fantasía en la que los libros
llegarían a ocupar tanto espacio que los hombres
se verían obligados a arrojarlos al océano,
lo que convirtió el agua salada en una pasta
disuelta de páginas y letras. Para evitar esta
ficticia catástrofe ecológica, la tecnología
respondió con los CD. Asimismo, la web ha probado
ser un excelente repositorio para los excedentes de
la producción cultural. Pero nuestra pregunta
es: ¿se puede hablar de una auténtica
cultura desde o hecha en Internet?
En
su artículo “Homo legens” (2),
el escritor ecuatoriano Bolívar Echevarría
sostiene que quienes fungen de detractores de Internet
y las nuevas tecnologías en verdad son aquellos
que sienten nostalgia por un modo peculiar de entender
la cultura, cuando a ésta sólo accedía
una elite determinada, cuya educación evidenciaba
superioridad ante el resto del cuerpo social. Nos
encontramos aquí ante la noción de ciudad
letrada enunciada por Ángel Rama (1984). El
muro levantado por las instituciones letradas –universidades,
medios de comunicación, industrias editoriales,
camarillas de poder– genera expresiones de resistencia
cultural que, o bien son desdeñadas por la
cultura oficial o bien son recicladas (pervertidas,
sería el término más exacto)
para convertirse a su turno en mecanismos de legitimación.
De
ahí que la desconfianza hacia Internet no sea
otra cosa que la angustia frente a la pérdida
de esferas representativas e institucionales que la
potencial expansión de la red desestabilizaría.
Por ello, ya se han producido intentos de asimilar
los contenidos del ciberespacio, como reglamentarlos
desde una usanza jurisdiccional que permite, si no
reprimirlos, al menos mantener cierto “control”
sobre ellos. Otra estrategia reside en condicionar
los sitios web adscribiéndolas a una institución
determinada, como sucede con las versiones en línea
de algunas publicaciones, que se cuelgan de un patrocinador
para obtener prestigio simbólico, pero a la
larga limitan su capacidad crítica y están
condicionados a los requerimientos institucionales
del sponsor.
La
otra opción radica en las iniciativas individuales,
pletóricas de
buenas intenciones, pero cuyas trayectorias muestran
un devenir azaroso, como las revistas literarias peruanas,
que miden el pulso de nuestra historia cultural, como
lo entiende el término de “biografía
literaria” propuesto por el crítico literario
Julio Ortega (3).
En ese sentido, todas las revistas poseen un valor
determinado, desde las más ostentosas hasta
las más sencillas, las especializadas o las
misceláneas, porque otorgan sentido –o,
mejor dicho, sentidos– al quehacer literario
y cultural en el país.
Hacer
una revista de literatura en Internet se distingue
de una de papel fundamentalmente por el tipo de soporte,
pero ambas comparten las preocupaciones y la reflexión
a partir del trabajo con la escritura. Además,
la segunda precede históricamente a la primera,
por lo que en cierto modo aún hay deudas que
se mantienen y tradiciones que se consideran. Es necesaria
esta continuidad por el intercambio simbólico
entre los dos tipos de soporte. Las librerías
en línea o la notación universitaria
MLA para citar artículos en Internet son ejemplos
de este reconocimiento mutuo entre la cultura del
libro y la virtual.
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Notas
(1)
Término que alude a las empresas que otorgan
servicios virtuales, como Yahoo!, que empezaron a
cotizar acciones en la bolsa de valores virtual, Nasdaq,
en el último quinquenio del siglo XX. Sin embargo,
la depresión económica de 1999-2000
llevó a la quiebra a muchos inversionistas
que habían comprado acciones en dichas empresas.
(2)
Hueso
Húmero Nº 44, 2004.
(3)
“Magias parciales del suplemento literario”.
En identidades Nº 1, Año 1, 2002.
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