LA
SECTA
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1
El
incienso se expandía por entre las columnas
de la iglesia. El sacerdote balanceaba el cofre que
lo contenía por entre los feligreses, a la
vez que la humareda se elevaba hasta cubrir los candelabros
sostenidos desde la bóveda. Las voces no dejaban
de cantar un extraño salmo en latín.
La escasa luz que ingresaba al templo impedía
ver el rostro del sacerdote; el hábito (probablemente
franciscano o alguna de esas órdenes) confundía
aún más su semblante. De improviso,
Diego sintió la mano de uno de los fieles sobre
su codo; éste le señaló la bolsa
de los diezmos. Dejó inmediatamente una moneda
en él. No obstante, para su sorpresa, el sacristán
le prodigó una pieza de cobre. Se asemejaba
a una moneda de dos maravedíes que circulaban
en la ciudad. En el anverso se mostraba un extraño
emblema: el Ave Fénix sosteniendo un cordero
de tres patas; mientras que en el reverso, tres círculos
pequeños remarcaban los vértices de
un triángulo. Se preguntó si a todos
les habría tocado el mismo obsequio. Pensó
que lo mejor era no tomar atención a tan insólito
hecho.
Una
vez terminada la ceremonia, el gentío fue abandonando
el templo. Diego salió entre ellos, pensativo
por tan inusitado obsequio. ¿Es que se trataba
de alguna contraseña? De seguro que tendría
algún significado, de lo contrario, ¿por
qué tanta discreción? Por aquellos años,
cualquier duda conducía inevitablemente al
temor. ¡Pero se la habían dado precisamente
en la iglesia! Los murmullos le ayudaban en su razonamiento.
Conocía
casi a la perfección la mayoría de las
monedas europeas y americanas, pero ninguna se asemejaba
a la del óbolo. Apenas llegaría a casa,
se dispondría a revisar su biblioteca. Tomaría
el sexto volumen sobre Esoterismo. Allí se
consignaba todo (o casi todo) acerca de las constelaciones:
el Ave Fénix y el cordero de tres patas,
tres círculos y un triángulo.
Sabía sus nombres latinos y sus significados,
los revisaría página por página.
No había recorrido ni cuatro cuadras, fuera
de la iglesia, cuando, en su reflexión, observó
los círculos y el triángulo grabados
en la acera. Los vio más grandes, aunque para
su extrañeza no había nada más
en todo el resto del suelo. El labrado estaba frente
a una vivienda común; éste coincidía
exactamente con el centro del vano de la puerta. Diego
siguió de largo. En su mente circulaban tan
sólo sus volúmenes de Esoterismo. Un
Ave Fénix y un cordero, no tenían nada
de insólito. ¡Pero estaban juntos!, resonó
aún más extraño en su juicio.
No había llegado a la esquina cuando decidió,
por un instante, abandonarlo todo y regresar a observar
con detenimiento la acera. Sintió temor de
sacar la moneda entre los transeúntes. Finalmente,
decidió que seguiría caminando. Después
de todo, el libro aclararía todas sus dudas.
Sin embargo, la curiosidad pudo más que sus
ansias de conocimiento. Aunque, a decir verdad, la
curiosidad es en sí misma un ansia de conocimiento.
Se dio la vuelta y regresó; ya habría
tiempo para averiguarlo.
Se
detuvo frente a la vivienda. Realmente, era como cualquiera
de las construidas en el entorno; además, la
puerta se hallaba cerrada. Cogió la argolla
de la cerradura y golpeó. Esperó un
momento, pero creyó que cometía una
impertinencia y se retiró. Antes de que doblara
la esquina, la puerta se entreabrió; salió
una mujer. Llevaba el rostro cubierto por un velo
negro que le llegaba hasta la cintura. Disimulaba.
Continuó la misma dirección de Diego.
Se detenía en cada esquina para entrever sus
próximos pasos. Las sombras que proyectaban
los balcones encubrían con facilidad su argucia.
Andaba sigilosamente; procurando, en todo momento,
no mostrar el semblante. Los toldos que remarcaban
las tiendas de la plazuela eran, para la mujer, una
ayuda perfecta. Fingió caminar hacia el surtidor.
Se persignó, en señal de agradecimiento.
Desde allí contempló la residencia donde
Diego había ingresado. Advirtió que
se hallaba cerca de otra iglesia, aunque más
pequeña por cierto, igual de concurrida que
la basílica. Todo estaba claro. La mujer se
unió a un gentío en una esquina de la
plazuela; fingió que preguntaba algo. Desapareció.
2
Prodigiosa
carta tenéis vos;
leedla que os la manda Dios,
quien, en la Ciudad de los Reyes,
impuso soberanamente sus Virreyes:
La Ley de Gracia introduzgo hoy
¡Dichoso vos! que dicha Ley soy.
No hay oscura materia que tenga
ante mí, papel que en sí no convenga.
La inferior de las almas es la riqueza
siendo rescatadas para la naturaleza
por el hombre, sabia creación del Mundo.
Así, el Ave Fénix emerge segundo
cruzando mares, piélagos y vientos,
todos ellos poderosos elementos.
¿Quién no creyó ver en ella la
guerra:
padecer, gemir, sentir en agua y tierra,
el desconsuelo y la pobreza,
la desnudez y la bajeza?
Que peor pecado y condena no haya,
pues mil pecados la Providencia soslaya.
Compite en número con las estrellas
y en hermosura con flores bellas,
los prodigios de Nuestro Señor;
quien, no sin sagrado rigor,
reclamando Gracia y obediencia
como cordero hizo santa presencia.
La herejía hoy entre nos impera;
y si la Ley del Criador rompiera,
sois vos, della, curioso lector
quien deba ocuparse sin rencor.
Con vil y falso conocimiento
toman de Él su Sacramento,
los enemigos de la Santa Fé.
Como impuros siempre juzgué
a quienes dudaron del Cuerpo de Dios,
ocupado por Su carne y Su voz.
Dicen ser de Lutero seguidores;
desconfiad dellos, divinos lectores.
Y si reconocéis entre ellos a Calvino,
no dudéis en enfrentar el destino
que Nuestro Señor encomienda;
pues para obtener de Él enmienda
a Zwinglio también debéis encarar.
Las Leyes del Cielo pretenden evitar,
aquellos que en el Sol y las estrellas
colman el Santo Nombre con querellas.
Ptolomeo descubrió para la Gloria
de Dios, sin embargo, oda aleatoria
esta carta la Providencia os manda.
La puerta abierta, sabia demanda
para admirar tan divina filosofía,
hermosa sustancia libre de herejía.
Habéis llamado motivo de esperanza.
¡Entrad! Os espera la Santa Alianza,
pues ni entre Aristóteles y Platón
hubo en el Mundo más razón
que la consagración de la Palabra.
¡Dirigíos ya!, no esperad a que se os
abra.
3
Lo
que parecía ser una carta no llevaba firma
alguna. La encontró debajo de la puerta, contigua
al zaguán. Anochecía. La escasa luminosidad
vertida por el candelabro relucía el pavimento
con dificultad. Se disponía, como acostumbraba
todas las noches, a salir en busca de otros libros
que le aclararan con mayor perspicacia alguna duda;
sólo que esta vez se trataba del sentido de
la moneda. Por otra parte, la incesante lectura sobre
Esoterismo lo había reducido a horas retraído
en su biblioteca. Veía desde su asiento cómo
la arena caía en el interior del reloj. El
tiempo transcurría silenciosamente. La carta
había llegado hasta sus manos enrollada con
un listón rojo perfectamente anudado. Diego
dudó en abrirla; creyó que la dañaría.
El papel se veía angosto. Constató,
al final de la misma, el triángulo y los círculos
a manera de rúbrica; ¿era demasiada
coincidencia? El sello y la tinta aún estaban
frescos. La letra afortunadamente era legible; sólo
que los sentidos de la misiva sugerían una
complejidad cada vez más extrema. ¿Una
carta en versos rimados? Nunca antes había
visto algo igual. Le llamó la atención
el hecho de que hubiera sido escrita en un papel tan
angosto. La epístola, sin embargo, no tenía,
cómo se percató, de un destinatario.
Más aún, no conformaba un poema perfectamente
logrado, ni era la intención de quien la escribió.
Había en ella una manera de construir un lenguaje
inspirado, mas no divino. Quien lo hubiera hecho,
habría necesariamente de conocer con profundidad
temas ligados a la astronomía, la teología
y aun esoterismo (o algo similar).
Diego
decidió que lo mejor era leer la carta con
mayor calma. Lo primero que pensó fue en los
indicios más cercanos. El nombre de Lutero
era la señal de donde podía partir;
de hecho, el sacerdote germano representaba la herejía
entera. Disponía, por lo tanto, de dos claves
bien articuladas: por un lado, Lutero, Calvino y Zwinglio;
y por el otro, la herejía. Sin duda los tres
herejes encarnaban las tres garras del Ave Fénix.
Pero, ¿por qué precisamente un Ave Fénix?
No se trataba del resurgimiento de la Iglesia, sino,
todo lo contrario: una regeneración deformada,
la enemistad de todos los hombres por una ideología.
De allí la actitud temerosa del cordero.
4
Lo
único que le pidieron para ingresar en el interior
de la vivienda fue el listón rojo. Advirtió
cómo el recinto compartía las mismas
características de todos (o casi todos) los
solares de la ciudad. Al menos eso fue lo que Diego
pudo comprobar desde el zaguán. Las paredes
circundantes al patio sobresalían por su tonalidad
oscura. Observó una serie de papeles pegados
en ellas, en los que se evidenciaban diversas oraciones
elevadas a la Divina Providencia. Aunque no pudo saber
con certeza su contenido, cada una parecía
ser distinta; la oscuridad se lo impedía. Los
candelabros no iluminaban del todo los ambientes;
apenas diez de las treinta velas estaban encendidas.
En ese momento, un hombre se acercó hasta él
para indicarle la dirección que debía
tomar. "Por aquí, por favor, dijo con
suma discreción sin que Diego entendiera el
porqué. No todos tienen la suerte de ver lo
que usted está contemplando. Los demás
están ciegos; son pocos los que tienen la suerte
de tener los ojos bien abiertos. ¿Recuerda
lo que le sucedió a la mujer de Lot? Cuídese,
no vaya a sucederle a usted lo mismo". Desde
atrás, el hombre se asemejaba a un monje. Diego
lo dedujo no sólo por la caperuza, sino por
el tono pausado con que dirigía cada una de
sus palabras. Cada expresión tenuemente pronunciada
iba acompañada por una respiración bastante
intensa. "Se preguntará, seguramente,
¿por qué le hemos escrito precisamente
a usted?, interrumpió el sujeto. Sabemos lo
de su interés por la astronomía y las
nuevas ciencias que pretenden eludir la Omnisciencia
de Dios. No crea que le hemos elegido al azar. El
sacristán al que entregó el óbolo
sabía perfectamente quién es usted.
A propósito, ¿por qué decidió
entrar a la iglesia? No va a decir que no estaba enterado,
de lo contrario no se hubiera atrevido a tocar la
puerta." El joven titubeó por un momento
ante la perorata del supuesto monje; luego añadió:
"Mi interés no proviene de la incredulidad
ni mucho menos de la herejía; y si tomé
la decisión de ir a la iglesia fue por cumplir
con mis obligaciones. Asistí a una basílica
porque allí se reúne una mayor cantidad
de fieles. Eso no tiene nada de malo. Además,
¿cómo es que el sacristán sabía
quién soy realmente, si no sólo a mí
me han dado el óbolo?" "Usted es
bastante perspicaz. Muchos han podido tener cierto
conocimiento sobre el óbolo, sin embargo no
todos tienen la posibilidad de recibir la carta."
Hubo un breve silencio. Se internaron aún más
en la vivienda, la luminosidad aminoraba. El monje
condujo a Diego hasta el segundo patio, donde abrió
una de las cuatro puertas circundantes. Difícilmente
se podría precisar cuál fue exactamente
la que abrió, puesto que para ese momento la
visibilidad era casi nula. Diego puso énfasis
en el tiempo. Era de noche. A lo mejor, la situación
sería distinta si hubiese venido de día.
De igual forma, le hubiese sido complicado deducir
cuál de las puertas se había abierto:
los patios estaban techados; de tal manera que siempre
se vivía en una permanente oscuridad. El joven
pudo comprender, por fin, el porqué de los
tonos oscuros en las paredes: el color debía
ayudar a imposibilitar el hallazgo de alguna salida,
de tal manera que nadie predeciría el camino
con exactitud si intentara huir de allí. "¿Y
si alguien pretendiera hacerse pasar por quien recibió
la carta?, dijo reanudando la conversación.
Es decir, quien realmente la recibió podría
haber mandado a otro." "Cuando le mencioné
aquello de que quién es quién, me refería
a que todos sabíamos perfectamente quién
era usted. Es imposible que nos hayamos equivocado.
Como no nos equivocamos al deducir que usted iría
precisamente a esa iglesia. Como ve, todo encaja."
En ese momento, el supuesto monje le sugirió
que no hiciera más preguntas. Debían
pasar a uno de los ambientes.
Una
vez dentro, la habitación se advertía
oscura. La presencia de una silla, sin nada más
alrededor, recalcó para sí en sorpresa.
Pudo comprobar que el reclinatorio estaba vacío
y que tan sólo un candelabro de tres velas
iluminaba el espacio. En las paredes, unas siglas
en latín estaban talladas en madera, las cuales
decían muy claramente:
ILUMINAT
ET ELIMINAT
El
mensaje era claro. Diego dedujo casi inmediatamente
que todo ello tendría que ver con el Índex.
De seguro conocerían gran parte de su Biblioteca,
sabían de los títulos que leía
y, además, del ensayo que escribió.
Lo primero que imaginó fue hallarse frente
a un Tribunal; de hecho, lo que asemejaba ser una
vivienda, debía ser en el fondo uno de los
Tribunales del Santo Oficio. Supuso verse interrogado
con preguntas acerca de sus libros y cómo hizo
para que llegaran hasta él. No le aceptarían
cualquier alguna, pues la más mínima
serviría en su contra. Teniendo en cuenta la
intensa rigurosidad con que se revisaban las mercancías
venida de Europa y, el extremo cuidado que se efectuaba
en las exportaciones españolas, desde los puertos
de la península, ¿cómo pudo evadir
la intensa seguridad implantada en los puertos?
5
Ya
en la siguiente estancia, el hombre sugirió
a Diego que esperara en la puerta. Encendió
los cuatro cirios ubicados indistintamente. Al parecer
sabía perfectamente dónde estaba cada
uno de ellos, pues no se tropezó con ninguno.
Levantó una alfombra que cubría parte
del piso y, tras ella, alzó una pequeña
puerta. Diego comprendió el ademán del
supuesto monje: le había indicado que se acercara.
Una vez cerca, ambos bajaron hacia lo que parecía
ser un sótano. Descendieron a través
de una escalera de piedra, similar a las celdas que
albergaban a los frailes en los conventos. Lo extraño
de todo era que no se trataba en sí de un sótano,
sino de una serie de caminos alternos. El eco de las
pisadas se propagaba por todas direcciones. Se podía
oír con facilidad los rastros: profundos, extraños,
disidentes.
¿Qué
espera? dijo la misma voz. ¿Por
qué se detiene? Dése prisa que ya casi
llegamos.
Difícil
recordar el instante, el momento preciso en que sucedió,
no obstante una ráfaga de luz se apoderó
de sus ojos. Lo que en un principio acaeció
como una línea, se abrió repentinamente
cegándolo por unos segundos. Habían
llegado al lugar esperado.
La
sala no era lo suficientemente amplia como para albergar
un juicio. Sin embargo, lo que un primer momento se
hizo notar a la manera de un congreso, a los que estaba
habituado a asistir, se desvaneció de improviso.
Decenas de miradas controlaban cada uno de sus movimientos.
El crucifijo flotaba en medio de la pared. La sombra
que proyectaba, producto de los candelabros, arremetía
la estancia. Uno de los hombres que presidía
la ceremonia hizo notar su descontento. Pidió
silencio. Pronunció algunas palabras en un
dialecto desconocido. Parecía una señal,
una contraseña; similar a la moneda, pensó.
Dedujo que no había escapatoria.
6
Juan
Diego de Castro y Zuázola.
Sabemos
que es un comerciante de libros dijo el inquisidor
con tranquilidad. Había esperado que Diego
concluyera en decir su nombre. No obstante se sorprendió
al no oír el cargo que ejecutaba. Eso
lo puede condenar a diez años de prisión.
Sin embargo, no es el único cargo que se le
imputa; ¿lo sabía?
Conozco
a muchos en el Cabildo -Diego pensó firmemente
en su respuesta. Estaba dispuesto a colaborar en lo
que fuese posible-. El oidor mismo me pidió
un ejemplar de la Biblia de Lutero. Su Ilustrísima
no se imagina quiénes más solicitan
libros como ésos.
Eso
ya lo sabemos, señor. Lo que no llegamos a
entender es por qué precisamente a usted. Sin
embargo, deseo pasar lectura a las siguientes penas.
Diego
oyó esas palabras con cierta esperanza. No
se iría de allí sin esclarecer los nombres
de quienes habían colaborado con él.
Por
Orden Real y por su Ilustrísima se dispone
lo siguiente leyó el nuncio no sin cierta
precaución. Primera pena: Posesión
de libros prohibidos Segunda: Difusión de la
herejía. Tercera: Ofensa a funcionarios de
la corte real. Cuarta: Verter falsos testimonios contra
la moral. Quinta: Acometer injurias contra el Santo
Oficio. Sexta: Usura y recaudación por contrabando.
Para
cuando llegó a la cuarta pena, Diego sintió
que todo era un montado juicio, del cual sería
difícil huir. Sus manos adoptaron extrañas
sensaciones que les eran confusas explicar. Sudaba
a chorros. La sangre transcurría al interior
de su cuerpo con una velocidad insólita. Las
palpitaciones de su corazón eran inconstantes.
No
se preocupe, señor prosiguió el
inquisidor. Le recordamos que tiene usted derecho
a un abogado. Sin embargo, con esas penas acumuladas
es difícil que obtenga ciertos beneficios.
Que pase el Oidor.
Pero,
su Ilustrísima dijo Diego. Su preocupación
había aumentado sobremanera. Le era incomprensible
lo que sucedía. El señor Oidor
no puede ser juez y parte en la escena del crimen.
Quédese
tranquilo afirmó su Ilustrísima.
Don Francisco de Mejía suplica su anuencia.
Después de todo, se ha ofrecido voluntariamente
a socorrerlo.
Agradezco
a Su Ilustrísima y a don Diego de Castro por
tan alto honor dijo el Oidor. ¡Qué
duda cabe! Los libros son fuente de inspiración
y de sabiduría. La Biblia, por ejemplo, es
un remanso pero a la vez una comunión de escenas
únicas en la vida del hombre. Pero también
hay libros que conllevan al placer, al hedonismo,
a la ofensa. En suma, al pecado. El señor Diego
de Castro, conocedor de esas malas artes, no estaba
al tanto de lo que hacía; creo que se ha trastornado
por las irresolutas lecturas que su alocada inspiración
le han llevado.
Quiere
decir usted, señor Oidor interrumpió
el magistrado, que el joven iluminado está
poseído por la locura.
Efectivamente,
Su Ilustrísima respondió Francisco
de Mejía. Sin duda. Creo que sus palabras
podrían confundir y complicar aún más
su caso. Por esa razón, su Señoría,
pido ante usted que no le permita la palabra en sus
próximas intervenciones.
Estoy
de acuerdo dijo el nuncio. Es lo más
sensato.
Diego parecía no comprender lo que allí
sucedía. ¿En verdad lo estaba ayudando
o es que pretendía salvarse el pellejo? Sus
palpitaciones habían disminuido; presintió,
sin embargo, ciertos escalofríos en el cuello
y los hombros. La mirada del Cristo dominaba la estancia;
lo dominaba a él, como si fuese uno más
de sus verdugos.
No
es sólo eso continuó el Oidor.
Todo lo que ha escrito es, por lo demás, producto
de la esquizofrenia. ¿Quién, sino, se
atrevería a decir que el aliento de Dios se
oye en la boca de los hombres? el Oidor había
traído los manuscritos de uno de sus libros.
Juzgue Usted mismo su Ilustrísima. Mientras
el joven accedió venir por cuenta propia a
esta sala, según se me ha informado, accedimos
a su biblioteca, la misma que es todo un pandemonio
de ofensas a la Iglesia y a Dios, su Señoría.
Prosiga,
usted dijo el inquisidor da gusto oír
juicios tan veraces y, especialmente, saber que está
dispuesto a colaborar con al Defensa de Dios.
Estoy
aquí, sin embargo, para hacer una defensa del
comerciante de libros reanudó su discurso
el Oidor. Debo prevenir que la pena aplicada
lo más benigna posible. Sé que es difícil
acceder a mi pedido, pero creo la locura misma se
lo impide.
¿Específicamente
en qué está pensando, señor de
Mejía? dijo su Ilustrísima.
Le agradeceré que sea breve y conciso.
Así
lo haré, su Señoría. Debo pedir,
en primer lugar, su reclusión perpetua en la
celda más alejada del Santo Oficio, previas
penas de tormento para que compense su absolución
a la hoguera.
¿En
qué penas, precisamente, está pensando?
Evidentemente,
en una pena pecuniaria; así como, de ser posible,
alguna de tormento: quizá, la garrucha el
inquisidor respondió con una venia.
Diego
se imaginó atado de manos en la espalda y elevado
por una soga y una polea, hasta que se le dejase caer
violentamente. Había oído que los dolores
eran agudísimos. No podía seguir soportando
esta injuria a la que había sido llevado.
Creo
que es pertinente que intervenga en mi favor interrumpió
Diego. Yo no estoy loco. Este proceso me parece
desatinado; creo que se trata de una ofensa.
Tanto
su Ilustrísima como el Oidor prestaron oídos
sordos a Diego. La decisión había sido
tomada con rapidez.
Lleven
al reo a su celda dijo el inquisidor.
Es suficiente por hoy.
Diego
era consciente que el proceso había sido injusto.
Pero, ¿por qué a él? De un momento
a otro pasó de comerciante de libros a reo
contumaz; porque, después de todo, en eso se
había convertido. Pensó que tanto el
Virrey como el Oidor, y el resto de funcionarios actuaban
al margen de la ley de Dios. Era comprensible que
el hombre actuara fuera de sus leyes, ¿pero
en un estado que se reconocía como religioso:
los propios sacerdotes renegaban del Altísimo?
El camino hasta la prisión que lo aguardara
hasta mañana, en que se efectuaría la
lectura oficial de su pena, lo sintió húmedo
y frío. Ya casi no sentía la sangre
correr por sus piernas. Los nervios hacían
dificultoso su trayecto. El alguacil que lo condujo,
lo empujaba en su andar. Sintió agudos dolores
en la cintura y en la espalda. Recordó a cada
uno de los funcionarios que visitó: el Virrey,
el Oidor, el Obispo de Arequipa, algunos terratenientes
y dueños de minas en Huancavelica y Potosí,
el Curaca de Lima, los representantes de las Audiencias
de Cuzco y Quito, algunos Corregidores de Cuzco y
Trujillo. Todos ellos habían solicitado libros
en varios ocasiones, salvo el Curaca quien se había
acercado tan sólo dos días atrás.
¿Quién de ellos lo habría traicionado?
7
A
la mañana siguiente, el Oidor junto a su Ilustrísima
llegaron para colocar el sambenito a Diego, pronunciarían
su Auto de fe en la Plaza de la Inquisición.
Tras abrir, la puerta el cuerpo colgaba de una de
las vigas. Al parecer, se había ahorcado con
los lazos de sus zapatos, pues estos estaban anudados
alrededor de la gruesa caña que atravesaba
el techo de la celda.
Nos
ahorró el trabajo dijo el inquisidor.
Creo que no pudo con sus propios pecados. Ahora está
en paz con Dios.
Esos
pecados no eran la locura, sino su pretensión
de comerciar con el Curaca del Cercado dijo
el Oidor. Si los indios reconocieran esas lecturas,
la corona se vería afectada su Ilustrísima.
Tiene
usted razón. Gracias al poder de Dios y de
sus ingeniosas palabras, lo motivaron a una sabia
decisión. ¡Qué gran idea! Llamaré
al alguacil para que retire el cuerpo. Ya se verá
lo de su entierro. |