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Johnny Zevallos Estupiñán
(
Huacho, 1974)

 

Bachiller en Literatura por la UNMSM. Ha publicado relatos y artículos de crítica literaria en las revistas Apeiron y Ajos y zafiros. Ha participado, además, en distintas ponencias sobre literatura en la UNMSM y PUCP.

 

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LA SECTA
(Tiempo estimado de lectura: 18')


1

El incienso se expandía por entre las columnas de la iglesia. El sacerdote balanceaba el cofre que lo contenía por entre los feligreses, a la vez que la humareda se elevaba hasta cubrir los candelabros sostenidos desde la bóveda. Las voces no dejaban de cantar un extraño salmo en latín. La escasa luz que ingresaba al templo impedía ver el rostro del sacerdote; el hábito (probablemente franciscano o alguna de esas órdenes) confundía aún más su semblante. De improviso, Diego sintió la mano de uno de los fieles sobre su codo; éste le señaló la bolsa de los diezmos. Dejó inmediatamente una moneda en él. No obstante, para su sorpresa, el sacristán le prodigó una pieza de cobre. Se asemejaba a una moneda de dos maravedíes que circulaban en la ciudad. En el anverso se mostraba un extraño emblema: el Ave Fénix sosteniendo un cordero de tres patas; mientras que en el reverso, tres círculos pequeños remarcaban los vértices de un triángulo. Se preguntó si a todos les habría tocado el mismo obsequio. Pensó que lo mejor era no tomar atención a tan insólito hecho.

Una vez terminada la ceremonia, el gentío fue abandonando el templo. Diego salió entre ellos, pensativo por tan inusitado obsequio. ¿Es que se trataba de alguna contraseña? De seguro que tendría algún significado, de lo contrario, ¿por qué tanta discreción? Por aquellos años, cualquier duda conducía inevitablemente al temor. ¡Pero se la habían dado precisamente en la iglesia! Los murmullos le ayudaban en su razonamiento.

Conocía casi a la perfección la mayoría de las monedas europeas y americanas, pero ninguna se asemejaba a la del óbolo. Apenas llegaría a casa, se dispondría a revisar su biblioteca. Tomaría el sexto volumen sobre Esoterismo. Allí se consignaba todo (o casi todo) acerca de las constelaciones: el Ave Fénix y el cordero de tres patas, tres círculos y un triángulo. Sabía sus nombres latinos y sus significados, los revisaría página por página. No había recorrido ni cuatro cuadras, fuera de la iglesia, cuando, en su reflexión, observó los círculos y el triángulo grabados en la acera. Los vio más grandes, aunque para su extrañeza no había nada más en todo el resto del suelo. El labrado estaba frente a una vivienda común; éste coincidía exactamente con el centro del vano de la puerta. Diego siguió de largo. En su mente circulaban tan sólo sus volúmenes de Esoterismo. Un Ave Fénix y un cordero, no tenían nada de insólito. ¡Pero estaban juntos!, resonó aún más extraño en su juicio. No había llegado a la esquina cuando decidió, por un instante, abandonarlo todo y regresar a observar con detenimiento la acera. Sintió temor de sacar la moneda entre los transeúntes. Finalmente, decidió que seguiría caminando. Después de todo, el libro aclararía todas sus dudas. Sin embargo, la curiosidad pudo más que sus ansias de conocimiento. Aunque, a decir verdad, la curiosidad es en sí misma un ansia de conocimiento. Se dio la vuelta y regresó; ya habría tiempo para averiguarlo.

Se detuvo frente a la vivienda. Realmente, era como cualquiera de las construidas en el entorno; además, la puerta se hallaba cerrada. Cogió la argolla de la cerradura y golpeó. Esperó un momento, pero creyó que cometía una impertinencia y se retiró. Antes de que doblara la esquina, la puerta se entreabrió; salió una mujer. Llevaba el rostro cubierto por un velo negro que le llegaba hasta la cintura. Disimulaba. Continuó la misma dirección de Diego. Se detenía en cada esquina para entrever sus próximos pasos. Las sombras que proyectaban los balcones encubrían con facilidad su argucia. Andaba sigilosamente; procurando, en todo momento, no mostrar el semblante. Los toldos que remarcaban las tiendas de la plazuela eran, para la mujer, una ayuda perfecta. Fingió caminar hacia el surtidor. Se persignó, en señal de agradecimiento. Desde allí contempló la residencia donde Diego había ingresado. Advirtió que se hallaba cerca de otra iglesia, aunque más pequeña por cierto, igual de concurrida que la basílica. Todo estaba claro. La mujer se unió a un gentío en una esquina de la plazuela; fingió que preguntaba algo. Desapareció.

2

Prodigiosa carta tenéis vos;
leedla que os la manda Dios,
quien, en la Ciudad de los Reyes,
impuso soberanamente sus Virreyes:
La Ley de Gracia introduzgo hoy
¡Dichoso vos! que dicha Ley soy.
No hay oscura materia que tenga
ante mí, papel que en sí no convenga.
La inferior de las almas es la riqueza
siendo rescatadas para la naturaleza
por el hombre, sabia creación del Mundo.
Así, el Ave Fénix emerge segundo
cruzando mares, piélagos y vientos,
todos ellos poderosos elementos.
¿Quién no creyó ver en ella la guerra:
padecer, gemir, sentir en agua y tierra,
el desconsuelo y la pobreza,
la desnudez y la bajeza?
Que peor pecado y condena no haya,
pues mil pecados la Providencia soslaya.
Compite en número con las estrellas
y en hermosura con flores bellas,
los prodigios de Nuestro Señor;
quien, no sin sagrado rigor,
reclamando Gracia y obediencia
como cordero hizo santa presencia.
La herejía hoy entre nos impera;
y si la Ley del Criador rompiera,
sois vos, della, curioso lector
quien deba ocuparse sin rencor.
Con vil y falso conocimiento
toman de Él su Sacramento,
los enemigos de la Santa Fé.
Como impuros siempre juzgué
a quienes dudaron del Cuerpo de Dios,
ocupado por Su carne y Su voz.
Dicen ser de Lutero seguidores;
desconfiad dellos, divinos lectores.
Y si reconocéis entre ellos a Calvino,
no dudéis en enfrentar el destino
que Nuestro Señor encomienda;
pues para obtener de Él enmienda
a Zwinglio también debéis encarar.
Las Leyes del Cielo pretenden evitar,
aquellos que en el Sol y las estrellas
colman el Santo Nombre con querellas.
Ptolomeo descubrió para la Gloria
de Dios, sin embargo, oda aleatoria
esta carta la Providencia os manda.
La puerta abierta, sabia demanda
para admirar tan divina filosofía,
hermosa sustancia libre de herejía.
Habéis llamado —motivo de esperanza.
¡Entrad! Os espera la Santa Alianza,
pues ni entre Aristóteles y Platón
hubo en el Mundo más razón
que la consagración de la Palabra.
¡Dirigíos ya!, no esperad a que se os abra.

3

Lo que parecía ser una carta no llevaba firma alguna. La encontró debajo de la puerta, contigua al zaguán. Anochecía. La escasa luminosidad vertida por el candelabro relucía el pavimento con dificultad. Se disponía, como acostumbraba todas las noches, a salir en busca de otros libros que le aclararan con mayor perspicacia alguna duda; sólo que esta vez se trataba del sentido de la moneda. Por otra parte, la incesante lectura sobre Esoterismo lo había reducido a horas retraído en su biblioteca. Veía desde su asiento cómo la arena caía en el interior del reloj. El tiempo transcurría silenciosamente. La carta había llegado hasta sus manos enrollada con un listón rojo perfectamente anudado. Diego dudó en abrirla; creyó que la dañaría. El papel se veía angosto. Constató, al final de la misma, el triángulo y los círculos a manera de rúbrica; ¿era demasiada coincidencia? El sello y la tinta aún estaban frescos. La letra afortunadamente era legible; sólo que los sentidos de la misiva sugerían una complejidad cada vez más extrema. ¿Una carta en versos rimados? Nunca antes había visto algo igual. Le llamó la atención el hecho de que hubiera sido escrita en un papel tan angosto. La epístola, sin embargo, no tenía, cómo se percató, de un destinatario. Más aún, no conformaba un poema perfectamente logrado, ni era la intención de quien la escribió. Había en ella una manera de construir un lenguaje inspirado, mas no divino. Quien lo hubiera hecho, habría necesariamente de conocer con profundidad temas ligados a la astronomía, la teología y aun esoterismo (o algo similar).

Diego decidió que lo mejor era leer la carta con mayor calma. Lo primero que pensó fue en los indicios más cercanos. El nombre de Lutero era la señal de donde podía partir; de hecho, el sacerdote germano representaba la herejía entera. Disponía, por lo tanto, de dos claves bien articuladas: por un lado, Lutero, Calvino y Zwinglio; y por el otro, la herejía. Sin duda los tres herejes encarnaban las tres garras del Ave Fénix. Pero, ¿por qué precisamente un Ave Fénix? No se trataba del resurgimiento de la Iglesia, sino, todo lo contrario: una regeneración deformada, la enemistad de todos los hombres por una ideología. De allí la actitud temerosa del cordero.

4

Lo único que le pidieron para ingresar en el interior de la vivienda fue el listón rojo. Advirtió cómo el recinto compartía las mismas características de todos (o casi todos) los solares de la ciudad. Al menos eso fue lo que Diego pudo comprobar desde el zaguán. Las paredes circundantes al patio sobresalían por su tonalidad oscura. Observó una serie de papeles pegados en ellas, en los que se evidenciaban diversas oraciones elevadas a la Divina Providencia. Aunque no pudo saber con certeza su contenido, cada una parecía ser distinta; la oscuridad se lo impedía. Los candelabros no iluminaban del todo los ambientes; apenas diez de las treinta velas estaban encendidas. En ese momento, un hombre se acercó hasta él para indicarle la dirección que debía tomar. "Por aquí, por favor, dijo con suma discreción sin que Diego entendiera el porqué. No todos tienen la suerte de ver lo que usted está contemplando. Los demás están ciegos; son pocos los que tienen la suerte de tener los ojos bien abiertos. ¿Recuerda lo que le sucedió a la mujer de Lot? Cuídese, no vaya a sucederle a usted lo mismo". Desde atrás, el hombre se asemejaba a un monje. Diego lo dedujo no sólo por la caperuza, sino por el tono pausado con que dirigía cada una de sus palabras. Cada expresión tenuemente pronunciada iba acompañada por una respiración bastante intensa. "Se preguntará, seguramente, ¿por qué le hemos escrito precisamente a usted?, interrumpió el sujeto. Sabemos lo de su interés por la astronomía y las nuevas ciencias que pretenden eludir la Omnisciencia de Dios. No crea que le hemos elegido al azar. El sacristán al que entregó el óbolo sabía perfectamente quién es usted. A propósito, ¿por qué decidió entrar a la iglesia? No va a decir que no estaba enterado, de lo contrario no se hubiera atrevido a tocar la puerta." El joven titubeó por un momento ante la perorata del supuesto monje; luego añadió: "Mi interés no proviene de la incredulidad ni mucho menos de la herejía; y si tomé la decisión de ir a la iglesia fue por cumplir con mis obligaciones. Asistí a una basílica porque allí se reúne una mayor cantidad de fieles. Eso no tiene nada de malo. Además, ¿cómo es que el sacristán sabía quién soy realmente, si no sólo a mí me han dado el óbolo?" "Usted es bastante perspicaz. Muchos han podido tener cierto conocimiento sobre el óbolo, sin embargo no todos tienen la posibilidad de recibir la carta." Hubo un breve silencio. Se internaron aún más en la vivienda, la luminosidad aminoraba. El monje condujo a Diego hasta el segundo patio, donde abrió una de las cuatro puertas circundantes. Difícilmente se podría precisar cuál fue exactamente la que abrió, puesto que para ese momento la visibilidad era casi nula. Diego puso énfasis en el tiempo. Era de noche. A lo mejor, la situación sería distinta si hubiese venido de día. De igual forma, le hubiese sido complicado deducir cuál de las puertas se había abierto: los patios estaban techados; de tal manera que siempre se vivía en una permanente oscuridad. El joven pudo comprender, por fin, el porqué de los tonos oscuros en las paredes: el color debía ayudar a imposibilitar el hallazgo de alguna salida, de tal manera que nadie predeciría el camino con exactitud si intentara huir de allí. "¿Y si alguien pretendiera hacerse pasar por quien recibió la carta?, dijo reanudando la conversación. Es decir, quien realmente la recibió podría haber mandado a otro." "Cuando le mencioné aquello de que quién es quién, me refería a que todos sabíamos perfectamente quién era usted. Es imposible que nos hayamos equivocado. Como no nos equivocamos al deducir que usted iría precisamente a esa iglesia. Como ve, todo encaja." En ese momento, el supuesto monje le sugirió que no hiciera más preguntas. Debían pasar a uno de los ambientes.

Una vez dentro, la habitación se advertía oscura. La presencia de una silla, sin nada más alrededor, recalcó para sí en sorpresa. Pudo comprobar que el reclinatorio estaba vacío y que tan sólo un candelabro de tres velas iluminaba el espacio. En las paredes, unas siglas en latín estaban talladas en madera, las cuales decían muy claramente:

ILUMINAT ET ELIMINAT

El mensaje era claro. Diego dedujo casi inmediatamente que todo ello tendría que ver con el Índex. De seguro conocerían gran parte de su Biblioteca, sabían de los títulos que leía y, además, del ensayo que escribió. Lo primero que imaginó fue hallarse frente a un Tribunal; de hecho, lo que asemejaba ser una vivienda, debía ser en el fondo uno de los Tribunales del Santo Oficio. Supuso verse interrogado con preguntas acerca de sus libros y cómo hizo para que llegaran hasta él. No le aceptarían cualquier alguna, pues la más mínima serviría en su contra. Teniendo en cuenta la intensa rigurosidad con que se revisaban las mercancías venida de Europa y, el extremo cuidado que se efectuaba en las exportaciones españolas, desde los puertos de la península, ¿cómo pudo evadir la intensa seguridad implantada en los puertos?

5

Ya en la siguiente estancia, el hombre sugirió a Diego que esperara en la puerta. Encendió los cuatro cirios ubicados indistintamente. Al parecer sabía perfectamente dónde estaba cada uno de ellos, pues no se tropezó con ninguno. Levantó una alfombra que cubría parte del piso y, tras ella, alzó una pequeña puerta. Diego comprendió el ademán del supuesto monje: le había indicado que se acercara. Una vez cerca, ambos bajaron hacia lo que parecía ser un sótano. Descendieron a través de una escalera de piedra, similar a las celdas que albergaban a los frailes en los conventos. Lo extraño de todo era que no se trataba en sí de un sótano, sino de una serie de caminos alternos. El eco de las pisadas se propagaba por todas direcciones. Se podía oír con facilidad los rastros: profundos, extraños, disidentes.

—¿Qué espera? —dijo la misma voz—. ¿Por qué se detiene? Dése prisa que ya casi llegamos.

Difícil recordar el instante, el momento preciso en que sucedió, no obstante una ráfaga de luz se apoderó de sus ojos. Lo que en un principio acaeció como una línea, se abrió repentinamente cegándolo por unos segundos. Habían llegado al lugar esperado.

La sala no era lo suficientemente amplia como para albergar un juicio. Sin embargo, lo que un primer momento se hizo notar a la manera de un congreso, a los que estaba habituado a asistir, se desvaneció de improviso. Decenas de miradas controlaban cada uno de sus movimientos. El crucifijo flotaba en medio de la pared. La sombra que proyectaba, producto de los candelabros, arremetía la estancia. Uno de los hombres que presidía la ceremonia hizo notar su descontento. Pidió silencio. Pronunció algunas palabras en un dialecto desconocido. Parecía una señal, una contraseña; similar a la moneda, pensó. Dedujo que no había escapatoria.

6

—Juan Diego de Castro y Zuázola.

—Sabemos que es un comerciante de libros —dijo el inquisidor con tranquilidad. Había esperado que Diego concluyera en decir su nombre. No obstante se sorprendió al no oír el cargo que ejecutaba—. Eso lo puede condenar a diez años de prisión. Sin embargo, no es el único cargo que se le imputa; ¿lo sabía?

—Conozco a muchos en el Cabildo -Diego pensó firmemente en su respuesta. Estaba dispuesto a colaborar en lo que fuese posible-. El oidor mismo me pidió un ejemplar de la Biblia de Lutero. Su Ilustrísima no se imagina quiénes más solicitan libros como ésos.

—Eso ya lo sabemos, señor. Lo que no llegamos a entender es por qué precisamente a usted. Sin embargo, deseo pasar lectura a las siguientes penas.

Diego oyó esas palabras con cierta esperanza. No se iría de allí sin esclarecer los nombres de quienes habían colaborado con él.

—Por Orden Real y por su Ilustrísima se dispone lo siguiente —leyó el nuncio no sin cierta precaución—. Primera pena: Posesión de libros prohibidos Segunda: Difusión de la herejía. Tercera: Ofensa a funcionarios de la corte real. Cuarta: Verter falsos testimonios contra la moral. Quinta: Acometer injurias contra el Santo Oficio. Sexta: Usura y recaudación por contrabando.

Para cuando llegó a la cuarta pena, Diego sintió que todo era un montado juicio, del cual sería difícil huir. Sus manos adoptaron extrañas sensaciones que les eran confusas explicar. Sudaba a chorros. La sangre transcurría al interior de su cuerpo con una velocidad insólita. Las palpitaciones de su corazón eran inconstantes.

—No se preocupe, señor —prosiguió el inquisidor—. Le recordamos que tiene usted derecho a un abogado. Sin embargo, con esas penas acumuladas es difícil que obtenga ciertos beneficios. Que pase el Oidor.

—Pero, su Ilustrísima —dijo Diego. Su preocupación había aumentado sobremanera. Le era incomprensible lo que sucedía—. El señor Oidor no puede ser juez y parte en la escena del crimen.

—Quédese tranquilo —afirmó su Ilustrísima—. Don Francisco de Mejía suplica su anuencia. Después de todo, se ha ofrecido voluntariamente a socorrerlo.

—Agradezco a Su Ilustrísima y a don Diego de Castro por tan alto honor —dijo el Oidor—. ¡Qué duda cabe! Los libros son fuente de inspiración y de sabiduría. La Biblia, por ejemplo, es un remanso pero a la vez una comunión de escenas únicas en la vida del hombre. Pero también hay libros que conllevan al placer, al hedonismo, a la ofensa. En suma, al pecado. El señor Diego de Castro, conocedor de esas malas artes, no estaba al tanto de lo que hacía; creo que se ha trastornado por las irresolutas lecturas que su alocada inspiración le han llevado.

—Quiere decir usted, señor Oidor —interrumpió el magistrado—, que el joven iluminado está poseído por la locura.

—Efectivamente, Su Ilustrísima —respondió Francisco de Mejía—. Sin duda. Creo que sus palabras podrían confundir y complicar aún más su caso. Por esa razón, su Señoría, pido ante usted que no le permita la palabra en sus próximas intervenciones.

—Estoy de acuerdo —dijo el nuncio—. Es lo más sensato.
Diego parecía no comprender lo que allí sucedía. ¿En verdad lo estaba ayudando o es que pretendía salvarse el pellejo? Sus palpitaciones habían disminuido; presintió, sin embargo, ciertos escalofríos en el cuello y los hombros. La mirada del Cristo dominaba la estancia; lo dominaba a él, como si fuese uno más de sus verdugos.

—No es sólo eso —continuó el Oidor—. Todo lo que ha escrito es, por lo demás, producto de la esquizofrenia. ¿Quién, sino, se atrevería a decir que el aliento de Dios se oye en la boca de los hombres? —el Oidor había traído los manuscritos de uno de sus libros—. Juzgue Usted mismo su Ilustrísima. Mientras el joven accedió venir por cuenta propia a esta sala, según se me ha informado, accedimos a su biblioteca, la misma que es todo un pandemonio de ofensas a la Iglesia y a Dios, su Señoría.

—Prosiga, usted —dijo el inquisidor— da gusto oír juicios tan veraces y, especialmente, saber que está dispuesto a colaborar con al Defensa de Dios.

—Estoy aquí, sin embargo, para hacer una defensa del comerciante de libros —reanudó su discurso el Oidor—. Debo prevenir que la pena aplicada lo más benigna posible. Sé que es difícil acceder a mi pedido, pero creo la locura misma se lo impide.

—¿Específicamente en qué está pensando, señor de Mejía? —dijo su Ilustrísima—. Le agradeceré que sea breve y conciso.

—Así lo haré, su Señoría. Debo pedir, en primer lugar, su reclusión perpetua en la celda más alejada del Santo Oficio, previas penas de tormento para que compense su absolución a la hoguera.

—¿En qué penas, precisamente, está pensando?

—Evidentemente, en una pena pecuniaria; así como, de ser posible, alguna de tormento: quizá, la garrucha —el inquisidor respondió con una venia.

Diego se imaginó atado de manos en la espalda y elevado por una soga y una polea, hasta que se le dejase caer violentamente. Había oído que los dolores eran agudísimos. No podía seguir soportando esta injuria a la que había sido llevado.

—Creo que es pertinente que intervenga en mi favor —interrumpió Diego—. Yo no estoy loco. Este proceso me parece desatinado; creo que se trata de una ofensa.

Tanto su Ilustrísima como el Oidor prestaron oídos sordos a Diego. La decisión había sido tomada con rapidez.

—Lleven al reo a su celda —dijo el inquisidor—. Es suficiente por hoy.

Diego era consciente que el proceso había sido injusto. Pero, ¿por qué a él? De un momento a otro pasó de comerciante de libros a reo contumaz; porque, después de todo, en eso se había convertido. Pensó que tanto el Virrey como el Oidor, y el resto de funcionarios actuaban al margen de la ley de Dios. Era comprensible que el hombre actuara fuera de sus leyes, ¿pero en un estado que se reconocía como religioso: los propios sacerdotes renegaban del Altísimo? El camino hasta la prisión que lo aguardara hasta mañana, en que se efectuaría la lectura oficial de su pena, lo sintió húmedo y frío. Ya casi no sentía la sangre correr por sus piernas. Los nervios hacían dificultoso su trayecto. El alguacil que lo condujo, lo empujaba en su andar. Sintió agudos dolores en la cintura y en la espalda. Recordó a cada uno de los funcionarios que visitó: el Virrey, el Oidor, el Obispo de Arequipa, algunos terratenientes y dueños de minas en Huancavelica y Potosí, el Curaca de Lima, los representantes de las Audiencias de Cuzco y Quito, algunos Corregidores de Cuzco y Trujillo. Todos ellos habían solicitado libros en varios ocasiones, salvo el Curaca quien se había acercado tan sólo dos días atrás. ¿Quién de ellos lo habría traicionado?

7

A la mañana siguiente, el Oidor junto a su Ilustrísima llegaron para colocar el sambenito a Diego, pronunciarían su Auto de fe en la Plaza de la Inquisición. Tras abrir, la puerta el cuerpo colgaba de una de las vigas. Al parecer, se había ahorcado con los lazos de sus zapatos, pues estos estaban anudados alrededor de la gruesa caña que atravesaba el techo de la celda.

—Nos ahorró el trabajo —dijo el inquisidor—. Creo que no pudo con sus propios pecados. Ahora está en paz con Dios.

—Esos pecados no eran la locura, sino su pretensión de comerciar con el Curaca del Cercado —dijo el Oidor—. Si los indios reconocieran esas lecturas, la corona se vería afectada su Ilustrísima.

—Tiene usted razón. Gracias al poder de Dios y de sus ingeniosas palabras, lo motivaron a una sabia decisión. ¡Qué gran idea! Llamaré al alguacil para que retire el cuerpo. Ya se verá lo de su entierro.

 

© Johnny Zevallos, 2004 descargar pdf

 

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