Se acercaba la Semana Santa y Carlitos Chávez nos contó que se iba a pasarla a Jauja, a la casa de unas viejas tías que la habían dejado abandonada. Nos ofreció recibirnos pues iba a estar solo por allá. En un primer momento la idea no nos convenció pero luego de que Mohamed, el Árabe, nos dijera que tenía diponible el auto para ir, nos decidimos a aceptar la invitación.
Así que nos embarcamos en el auto: el Árabe, Vidal, Charly Bates y yo. El viaje, de unas cuatro horas, se pasó más o menos rápido. Vidal iba adelante y atrás Charly Bates conmigo, situación que en algún momento empecé a lamentar pues no suelo aguantar mucho rato estar al lado de un tipo que no para de hablar y de contar historias en las que él, y sólo él, es el gran protagonista.
No hubo incidentes en la ruta y gracias a las buenas indicaciones que nos diera Carlitos pudimos dar rápido con la casa de las tías, ubicada un poco lejos del centro de la ciudad. Por fuera lucía aún entera, aunque se notaban el paso inclemente de los años y la falta de cuidados, pues contrastaba con otros inmuebles cercanos, construidos en la misma época, los cuales aparecían mucho mejor tratados por sus ocupantes.
Carlitos salió a recibirnos apenas nos escuchó llegar y nos hizo pasar. El interior de la casa sí se mostraba completamente desamparado. Para empezar, no había luz eléctrica y los pocos muebles que quedaban dificilmente podrían soportar el peso de nuestros cuerpos sin desfondarse de una buena vez. El ambiente se notaba rancio y pesado, haciéndose difícil la respiración. Encontramos algunas camas cuyos colchones nos provocaron un natural rechazo, así que decidimos que dormiríamos allí pero dentro de los sacos de dormir que previsoramente habíamos traído con nosotros.
Una vez que nos ubicamos, salimos a dar un paseo por la ciudad. A esa hora, antes de la caída del sol, el cielo nos mostraba un rojo intenso y los colores de la campiña circundante, así como la bondad reconocida de los aires de la villa de Jauja, nos convencieron de la buena decisión que habíamos tomado para venir. Terminamos el paseo en un restaurante local donde disfrutamos de la gastronomíade la zona y, ya entrada la noche, retornamos a la casa.
El clima interno resultaba fantasmagórico, las velas repartidas de manera estratégica en el salón de la casa alargaban nuestras sombras y las de los objetos circundantes, creando una atmósfera propicia para concentrarnos quizás en historias de ultratumba. Nos juntamos en el centro de la sala y consumimos alcohol y algunas hierbas, lo cual levantó nuestro ánimo y nos puso en disposición de divertirnos.
Entonces fue que el Árabe encontró un objeto de metal, parecido a una lámpara, el cual empezó a golpear de manera rítmica con una llave. El sonido metálico proveniente de ese improvisado instrumento concentró nuestra atención. Charly Bates aprovechó y sacó su famosa flauta, poniéndose a tocar melodías dispares siguiendo el ritmo de la percusión.
No puedo decir cuánto tiempo duró esta operación, ¿una hora? ¿dos?, lo que recuerdo es que Vidal y Carlitos estaban arrobados, en una especie de trance, escuchando la música que fluía sin cesar. Los dos ejecutantes parecían fuera de sí y dejaban salir su inspiración sin ningún tipo de control, coordinando silencios y arrebatos, como si lo hubieran practicado cientos de veces.
En algún momento, se me presentaron algunas imágenes de Charly, tocando su intrumento y siendo adorado por todos aquellos que habitualmente lo escuchaban, entre ellos, Clelia, mi dulce Clelia. En otro instante, influido por la música, los vi otra vez a los dos, abrazados, besándose apasionadamente, mientras que a mí nadie me miraba. En ese minuto lo odié más que nunca, como Salieri a Mozart, mientras nos dejaba a todos atontados con el sonido de su flauta.
Cuando todo acabó y nos sumíamos en un silencio revelador, decidí salir de la casa, no podía soportar más la presencia de Bates. Di varias vueltas por el vecindario, entre calles oscuras y silentes, rumiando mi rabia. Cuando regresaba me topé con el auto estacionado del Árabe y decidí que algo tenía que hacer.
A la mañana siguiente, Viernes Santo, luego de desayunar, entre todos acordaron hacer una excursión a un pueblo vecino, a unos 30 km de distancia. Pretexté un malestar estomacal y pedí que no me obligaran a acompañarlos. Luego de mucha discusión aceptaron y me dejaron en casa. Regresé a la cama y me volví a dormir.
Pasado el mediodía llamaron a la puerta. Era la policía. Con gesto contrito un oficial me rogaba que lo acompañara al lugar de un accidente, donde, al parecer, no había sobrevivientes. Como imaginé, achacaban el mismo al mal estado de la carretera y quizás a un exceso de velocidad. Llegados al lugar, tuve que cumplir con el penoso deber de reconocer los cadáveres de mis compañeros.
He tenido que hacer declaraciones, cumplir con muchas formalidades y relatar una vez tras otra las peripecias de nuestro viaje hasta el momento en que me separé de mis amigos. No les ha quedado dudas de que se trata de un fatal accidente, del cual he salido librado por un oportuno dolor de estómago.
Cuando regrese a la capital aprovecharé del velorio para consolar a Clelia, quizás esta vez me tome un poco más en cuenta. De paso, me he quedado con la flauta de Charly Bates que se había quedado regada entre sus cosas.
La próxima semana, de todas maneras, empiezo mis clases de flauta.
© Carlos Germán Amézaga, 2009 |