TRATADO
DE CINCHADA FUTBOLERA
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—Chicos, ¿qué van a hacer ahora?
—Recién salimos a la hora libre.
—¿Ya
jugaron algún partido?
—Todavía no.
—Bueno, vayan a la cancha. Juegan contra el
primero de la tarde.
El campeonato de fútbol del Don Orione había
comenzado unos días antes, y todavía
no se había armado el fixture, de modo que
por una casualidad, sin haber sido convocado, 5°B
iba a debutar. Hubo que improvisar, porque Eduardo
Linceo, el 6, no quiso jugar y Sergio Cerrini, el
3, faltó. Entonces, con Vázquez; Albornoz,
Linares, Clementz y Gómez Amarilla; Palavecino,
Gabriel Linceo, Martínez y Castro; Otero y
Escobar, 5°B salió a la cancha.
Esperaba
una división del turno tarde, algo novedoso
en la tradición del colegio.
De
movida, en uno de los primeros ataques de 5°,
Escobar pasó entre los centrales y pisando
el área la mandó a guardar con un tiro
bajo cruzado. No pasaron muchos minutos hasta que
Palavecino desbordó por la izquierda dejando
el tendal a su paso y levantó la cabeza para
ver la llegada de Linares por el medio del área,
sin marca. Entonces se produjo el reencuentro con
la enamorada colectiva.
—Toma,
Leo, hacelo.
Linares levantó la derecha para bajarla, pero
le dio con la rodilla. Paduano, el gordo que fue al
arco, salió para achicar, pero la hermosa muchacha
se le escurrió como la arena entre los dedos,
describió una parábola que por un instante
detuvo varios corazones y los hizo revivir cuando
volvió a su verdadero amor.
Los siguientes goles fueron llegando con solo buscarlos.
Para cerrar el primer tiempo Palavecino quedó
mano a mano con Paduano y su zurdazo sutil lo dejo
desparramado como ballena varada. Apenas iniciado
el segundo Palavecino la clavó en el ángulo
superior con un derechazo cruzado desde afuera del
área. Castro, de penal, hizo el quinto, y Escobar,
aprovechando otra falla defensiva, cerró la
cuenta. La única clara de primero fue antes
del tercer gol, uno que quedó mano a mano con
Vázquez y a la carrera la levantó por
sobre el achique del arquero, pero la pelota dio en
el travesaño y pasó el peligro. Poco
antes del fin de la hora libre terminó el partido,
con una goleada que ninguno esperaba conseguir.
En el aula esperaba la de Biología, una flaca
de rasgos orientales que no los quería y a
cuya clase siempre llegaban tarde. Se sentaron, sacaron
las carpetas y siguieron la lección. En un
momento Escobar se cambió las zapatillas, y
la china lo miró mal pero no le dijo nada.
Y todo se desencadeno cuando Otero fue a abrir una
ventana para renovar el aire viciado por haber transpirado
la camiseta y se peleó con Isabel Rojas, que
jetoneó para conseguir que la china los eche
a todos del aula con la amenaza de pedir un parte
de amonestaciones, frase tan gastada en esos cinco
años que había perdido todo poder. Juntaron
unas monedas para comprar una gaseosa y salieron al
patio.
—Che,
ahora dejémonos de joder y juguemos así
todos los partidos.
—Sí, tenemos que ser campeones.
—Esos de la tarde tan buenos que parecían
les hicimos seis.
—Hasta
Linares hizo un gol -dijo Martínez-.
Yo tendría que haber hecho uno aunque sea.
En esa frase, “hasta Linares hizo un gol”,
se resumía el no espíritu de equipo
que tenían, que hacía que perdieran
casi siempre que jugaban en la cancha de once contra
otras divisiones. Pero para profundizar hay que detenerse
en cómo se paraban y se movían en la
cancha, y todo va a ser claro.
El grueso de los pibes se mantuvo los cinco años
de escuela, entre 1996 y 2000, año en que eran
quince. Habían formado su base futbolística
en el 97: en la cancha de once, de medidas reglamentarias
mínimas, 90 por 45 metros, se paraban con un
4-4-2 atípico, mezcla de estilos, con defensores
que hacían marca zonal y volantes que se desplegaban
al estilo europeo, en abanico, con un diez clásico
en su juego aunque arrancaba volcado hacia el costado
izquierdo. El método era revolucionario, pero
faltaban intérpretes.
La formación base era esta: Albornoz; Vázquez,
Linares, Eduardo Linceo y Cerrini; Palavecino, Gabriel
Linceo, Martínez y Castro; Otero y Escobar.
Clementz era 8 suplente, Jiménez era 5 suplente
y Gómez Amarilla y Arce no jugaban nunca. De
mayor a menor así jugaban los titulares:
Marcelo Palavecino era la manija del equipo que, vaya
paradoja, tenía a dos de los cinco mejores
jugadores del colegio pero era una calesita sin muñecos.
Diez clásico, como Aimar, imposible de borrar,
la pisaba, gambeteaba, tiraba caños, hacía
rabonas, jugaba al servicio del grupo sin egoísmo
y hacía golazos.
Arrancaba
sobre el costado izquierdo, unos metros más
adelante de Gabriel Linceo, desbordaba hasta el fondo
o hacía la diagonal buscando el área,
con la categoría de un diez bien argentino
disfrazado de media punta.
El verdadero volante izquierdo, el 11, era Gabriel
Linceo, amigo y socio futbolístico de Palavecino.
Conductor sobrio, con un juego similar al de Figo,
era difícil de marcar. Otro de los cinco jugadorazos,
no era lujoso como el diez. Gambeteaba, la distribuía
con clase, se movía en un sector paralelo al
de Palavecino y era efectivo con sus remates secos
desde media distancia.
Santiago Otero se revelo en quinto como el nueve goleador,
algo pescador. Hasta cuarto fue volante derecho, pero
en el último año cambió su puesto
con Castro y encontró su lugar. Se movía
por todo el frente de ataque y hacía la diagonal,
jugando más cerca del área que Escobar.
Con la globa en los pies no hacia maravillas ni pasaba
papelones, pero en las cercanías del arco era
letal.
Gustavo Vázquez, el 4, era la salida del equipo
desde el fondo con la pelota dominada. Desde su posición
hacía una diagonal larga hacia el mediocampo,
para asociarse con Gabriel Linceo y Palavecino. Su
mayor virtud era el juego aéreo, sobre todo
en el área rival.
Sergio Cerrini, el lateral izquierdo, no se proyectaba
mucho. Sobrio, elegante y preciso a la hora de marcar,
no necesitaba jugar fuerte para quitar. Tenia gran
capacidad para estar en el momento justo y evitar
goles en la línea que provenían de jugadas
con pelota parada.
Eduardo Linceo, el 6, era el más veloz del
equipo. Tenaz, perro de presa, se pegaba como estampilla
al contrario que tenia la pelota y no lo dejaba avanzar,
pero el quite no era su fuerte. Al igual que Linares
no tenía talla para ser zaguero, pero ninguna
división rival jugaba a desbordar para tirar
centros a la olla, así que por ese lado no
tenían problemas.
La posición de Leonardo Linares era la de 2,
y con Linceo conformaba una zaga impasable, además
de cubrir el hueco que dejaba Vázquez cuando
subía. Lento, firme, brusco en la marca pero
sin juego desleal pese a sus golpes (“es el
ultimo recurso”, decía cuando pegaba),
con Linceo hacían diez o mas quites bravos
en el área y sus cercanías. Obsesivo
del gol, en los cinco años hizo cerca de treinta
pese a salir desde el fondo.
Si estos siete eran los que sumaban, los otros cuatro
tiraban abajo todo lo bueno:
Pedro Escobar era tan contundente en el área
rival como egoísta. El 7 bajaba hasta el círculo
central para recibir pelotas enviadas por Castro o
Martínez, llegaba hasta el fondo o entraba
al área en diagonal, sin dársela a nadie.
Por cada gol que hacía desperdiciaba tres o
cuatro por no habilitar a un compañero mejor
ubicado, y muchos partidos perdidos se debieron en
gran parte a él.
Pablo Martínez significaba para el equipo lo
mismo que Verón para la Selección: dar
changüí. Jugaba de cinco, casi sin cruzar
la mitad de la cancha, moviéndose por delante
de los marcadores centrales y bajaba pa |