EL
BLUE ICE
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—Rosy,
ésta no es ficha. Tiene escrito un nombre.
Renato algo... —dijo el gordo, administrador
del local, en lo que se bebía una cerveza litro
cien, directo de la botella.
—¡Ah! Es de uno de los cojudos que se
acaban de ir... -replicaba ella, mientras se subía
el calzón con el pantalón bailándole
entre las rodillas.
—¿Y qué hago? ¿Lo guardo?
—Bótalo pe’. Qué chucha
hago con eso —Rosy cogió su dinero del
mostrador. Se santiguo y se fue.
Sus pasos se volvían lentos
al caminar por el chicloso suelo del bulevar. La mañana
apestaba a podrido. En la mochila llevaba enrollada
toda esa ridícula sensualidad, con la que llamaba
la atención de los solitarios que acudían
al Blu Ice. Un trapo minúsculo, enganchado
con imperdible, le servía como minifalda. A
veces usaba unos pequeños tops para resaltar
su buen par de tetas, si no, se quedaba con el sostén
y listo.
Ocho treinta a eme. El fichaje estuvo
aceptable. A esta hora su Anita, estaría peleándose
con la miss Susana porque, en su dibujo su perrito
tiene que ser verde. Y seguro que en Trujillo ya hace
rato salió el sol.
Suerte que llegaron al local esos
pitucos. Con todo lo fichado podía pagar los
dos meses que debía por el cuarto. Ése
tal Renato no se parecía al resto de clientes,
era amable, daban ganas de contarle todo lo que le
había quitado Lima. El primer año que
perdió entre, casas de cama adentro y marido
encima, pollerías de cuarta limpiando mesas
o, tratando de terminar la secundaria por la noche.
Quería contarle a Renato cómo
llegó a ese ambiente. Su ambiente, su mundo.
Los promiscuos night club del bulevar de San Juan
de Miraflores. Decirle cómo pasó de
columpiarse y de desvestirse por un sol el baile,
al ritmo de “Angie”, una canción
que le gustaba mucho a su Anita; a sacar tres soles
por una jarra de cerveza y cinco por una de sangría,
allí, en el Blu Ice. Y que según él,
estaba mal escrito porque a “blu” le faltaba
una “e”.
Si no era por ese tremendo bache se
iba hasta la CT. Y en aquel lugar no es muy recomendable
bajarse a esa hora, ni a ninguna otra. Maldiciendo
su suerte, caminó sin despegar la vista del
suelo. La mañana se opacó más.
Anclada en la entrada estaba la vieja Esther, vieja
de mierda, esperando por sus dos meses de alquiler.
Rosy con un gran bostezo contuvo la ira. Sabía
de sobra que ése era un hogar cristiano y que
le hacían un gran favor al alquilarle la habitación,
porque los malos tiempos obligaban a la señora
a hacerse de la vista gorda.
El agua estancada de la casa cristiana
y su pestilencia, perdían notoriedad con el
tiempo, aun así, esa vieja no movería
un dedo para solucionarlo. A pesar del trajín,
le sobraba tiempo para arreglar la cama y tener en
orden el cuarto. Se persignaba muy respetuosa frente
a la imagen de la Sarita y el póster de la
Abencia Meza, porque ambas sabían lo que era
la vida sufrida. Cogió la latita de Kirma,
raspó lo más que pudo hasta llenar un
pocillo con esa masita marrón y puso a hervir
agua. Lo siguiente era desnudarse para Federico Salazar,
que estoico, averiguaba vía microondas acerca
de un nuevo spa-salóndebelleza para mascotas,
inaugurado en San Isidro. Finalmente, Anita visitaba
sus sueños y una sonrisa se anidaba en su rostro.
—¡O’e
gordo! avísame cuando llegue el Renato ¿ya?
—Ya flaca, no te preocupes. Yo mismo les preparo
el privado...
Renato le prometió darse una
vuelta hoy por el local. Era insistente, de eso no
cabía duda, iba a tomar seguido y gastaba regular.
Hasta le dejaba propina. Comenzaron a verse fuera
del trabajo, y él, siempre muy correcto. La
respetaba. Decía que la quería. Incluso
la llevó un par de veces a la casa de una tía
que estaba de viaje. Quedaba en uno de esos barrios
pitucos. Rosy se emocionaba con facilidad, no todos
se iban a portar como el papá de Anita. Ése
sí que era una basura, un gran pendejo.
Le
dieron las siete a eme. Hizo un embudo con las manos
y sopló. Tenía frío. Era otra
de ésas mañanas en las que, la fetidez,
flotaba en el ambiente. Quizás Renato tuvo
que trabajar hasta muy tarde y por eso no pudo ir.
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