Escríbale al autor

Ricardo Mendoza
(
Lima, 1973)

 

Nací un 22 de noviembre del año 73, soy el segundo hijo de una familia clase media varada, casi 30 años, en el distrito del Rimac. La primaria y la secundaria transcurrieron sin ningún contratiempo en el colegio “Externado Santo Toribio”, también bajo el puente. Un año después del colegio, a inicios de la década Fujimori, buscaba como cualquier adolescente ingresar desesperadamente a la universidad, cosa que no conseguí tras dos fallidos intentos. Así que decidí postular a un instituto de computación, carrera muy de moda por aquellos años.
Luego de probar sin éxito en dicha institución, opté por estudiar comunicación audiovisual en Toulouse Lautrec, otro instituto debo agregar, donde mi desempeño fue más alentador. Actualmente trabajo de manera independiente como camarógrafo y dedico lo mejor de mi tiempo, aparte de la lectura, a la creación de historias.

 

 

 

 
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EL BLUE ICE
(Tiempo estimado de lectura: 11')


—Rosy, ésta no es ficha. Tiene escrito un nombre. Renato algo... —dijo el gordo, administrador del local, en lo que se bebía una cerveza litro cien, directo de la botella.

—¡Ah! Es de uno de los cojudos que se acaban de ir... -replicaba ella, mientras se subía el calzón con el pantalón bailándole entre las rodillas.

—¿Y qué hago? ¿Lo guardo?

—Bótalo pe’. Qué chucha hago con eso —Rosy cogió su dinero del mostrador. Se santiguo y se fue.

Sus pasos se volvían lentos al caminar por el chicloso suelo del bulevar. La mañana apestaba a podrido. En la mochila llevaba enrollada toda esa ridícula sensualidad, con la que llamaba la atención de los solitarios que acudían al Blu Ice. Un trapo minúsculo, enganchado con imperdible, le servía como minifalda. A veces usaba unos pequeños tops para resaltar su buen par de tetas, si no, se quedaba con el sostén y listo.

Ocho treinta a eme. El fichaje estuvo aceptable. A esta hora su Anita, estaría peleándose con la miss Susana porque, en su dibujo su perrito tiene que ser verde. Y seguro que en Trujillo ya hace rato salió el sol.

Suerte que llegaron al local esos pitucos. Con todo lo fichado podía pagar los dos meses que debía por el cuarto. Ése tal Renato no se parecía al resto de clientes, era amable, daban ganas de contarle todo lo que le había quitado Lima. El primer año que perdió entre, casas de cama adentro y marido encima, pollerías de cuarta limpiando mesas o, tratando de terminar la secundaria por la noche.

Quería contarle a Renato cómo llegó a ese ambiente. Su ambiente, su mundo. Los promiscuos night club del bulevar de San Juan de Miraflores. Decirle cómo pasó de columpiarse y de desvestirse por un sol el baile, al ritmo de “Angie”, una canción que le gustaba mucho a su Anita; a sacar tres soles por una jarra de cerveza y cinco por una de sangría, allí, en el Blu Ice. Y que según él, estaba mal escrito porque a “blu” le faltaba una “e”.

Si no era por ese tremendo bache se iba hasta la CT. Y en aquel lugar no es muy recomendable bajarse a esa hora, ni a ninguna otra. Maldiciendo su suerte, caminó sin despegar la vista del suelo. La mañana se opacó más. Anclada en la entrada estaba la vieja Esther, vieja de mierda, esperando por sus dos meses de alquiler. Rosy con un gran bostezo contuvo la ira. Sabía de sobra que ése era un hogar cristiano y que le hacían un gran favor al alquilarle la habitación, porque los malos tiempos obligaban a la señora a hacerse de la vista gorda.

El agua estancada de la casa cristiana y su pestilencia, perdían notoriedad con el tiempo, aun así, esa vieja no movería un dedo para solucionarlo. A pesar del trajín, le sobraba tiempo para arreglar la cama y tener en orden el cuarto. Se persignaba muy respetuosa frente a la imagen de la Sarita y el póster de la Abencia Meza, porque ambas sabían lo que era la vida sufrida. Cogió la latita de Kirma, raspó lo más que pudo hasta llenar un pocillo con esa masita marrón y puso a hervir agua. Lo siguiente era desnudarse para Federico Salazar, que estoico, averiguaba vía microondas acerca de un nuevo spa-salóndebelleza para mascotas, inaugurado en San Isidro. Finalmente, Anita visitaba sus sueños y una sonrisa se anidaba en su rostro.

—¡O’e gordo! avísame cuando llegue el Renato ¿ya?

—Ya flaca, no te preocupes. Yo mismo les preparo el privado...

Renato le prometió darse una vuelta hoy por el local. Era insistente, de eso no cabía duda, iba a tomar seguido y gastaba regular. Hasta le dejaba propina. Comenzaron a verse fuera del trabajo, y él, siempre muy correcto. La respetaba. Decía que la quería. Incluso la llevó un par de veces a la casa de una tía que estaba de viaje. Quedaba en uno de esos barrios pitucos. Rosy se emocionaba con facilidad, no todos se iban a portar como el papá de Anita. Ése sí que era una basura, un gran pendejo.

Le dieron las siete a eme. Hizo un embudo con las manos y sopló. Tenía frío. Era otra de ésas mañanas en las que, la fetidez, flotaba en el ambiente. Quizás Renato tuvo que trabajar hasta muy tarde y por eso no pudo ir.

 

© Ricardo Mendoza, 2004 descargar pdf

 

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