EL
DICCIONARIO DE LOS RECUERDOS
(Tiempo estimado de
lectura: 16')
“La
mejor manera de librarse de una tentación es
caer en ella”
Oscar Wilde
I
Ayer, hasta antes de ese inédito suceso (que
motivó el parto de este verídico e íntimo
relato), mi estado corporal arrojaba una terna de
breves diagnósticos: mi atolondrada cabeza
lucía exenta de inquietudes, mi estómago
vagamente irritado y mis pies bastante fatigados.
Acababa de regresar de la soporífera misa dominical
a la que asisto, puntualmente, todos los fines de
semana, en compañía de mi inefable abuelo
Santiago… Y tengo que confesar que los domingos
no son nada generosos conmigo: después de empujarme
no menos de cincuenta minutos escuchando de pie la
impetuosa prédica de un curita rollizo, me
tengo que someter a una maratónica caminata
que me deja, literalmente, hecho añicos.
«Las caminatas me ayudan a sentirme vivo»,
me repite varias veces mi abuelo, mientras intenta
trotar sin éxito. Vivimos exactamente a trece
extensas cuadras de la acogedora parroquia que regenta
el padre Nicanor Escudero; y, gracias a este proverbial
y saludable vicio de mi añoso abuelo, ya me
conozco de paporreta hasta las más sutiles
imperfecciones de las maltratadas aceras que nos conducen
a casa... Pero (recalco que) ayer no fue un domingo
común y corriente… Fue más bien
un domingo sui géneris, un día que me
trajo remembranzas que parecía tener olvidadas
por entero; pero que siguen allí: revueltas
en alguna caprichosa esquina de mi empolvado e intangible
baúl de recuerdos.
Los domingos, lo común es que, apenas llegados
a casa, tomemos una pequeña siesta para recuperar
las fuerzas (y las ganas de vivir). Pero, ayer al
abuelo se le ocurrió inventar una actividad
de índole cultural. «A partir de hoy
vamos a enriquecer nuestro vocabulario», me
dijo mientras me entregaba un pesado mamotreto de
color rojo. Cuando le eché una ojeada a la
tapa ––que presentaba unas raquíticas
letras de color mármol––, lo identifiqué
al instante: era el diccionario Karten que muchas
veces utilicé para desarrollar las tormentosas
tareas que me dejaba en el colegio mi exigente profesor
de Lengua y Literatura, Pedro Torres.
«He notado que te expresas con mucha jerga»,
me dijo señalándome y frunciendo el
ceño con ínfulas inquisidoras. Luego
me advirtió que utilizando un lenguaje vulgar
no llegaría muy lejos en la vida, y me invitó
a aprender una nueva palabra cada día para
robustecer mi vergonzosa dicción. «Esto
va a ser como un jueguito educativo ––me
dijo, levantando ligeramente la voz––.
Tomas el diccionario, abres una página al azar
y lees el significado de la primera palabra sobre
la que descansen tus ojos, ¿entendido?»
Cuando estaba a punto de decirle que su juego me parecía
bastante idiota, me sacó el libro de las manos
y empezó a efectuar las tareas que me había
indicado: tomó el libro, abrió una página
al azar y me preguntó:
––¿Tú sabes el significado
de la palabra ilibio?
––No ––le dije rascándome
la cabeza y sintiéndome un completo ignorante.
––Ilibio es un insecto coleóptero,
que habita en las aguas estancadas ––me
dijo calmosamente, luego cerró el diccionario
con una energía innecesaria, me lo entregó
y dictaminó––: Ahora te toca a
ti.
Hasta ahora no entiendo por qué me asusté:
sí, sentí que un insondable miedo se
apoderó de mí. Parece absurdo, pero
cuando tuve el diccionario en las manos no quise abrirlo.
Creo que mi abuelo no lo percibió en mi rostro,
porque hizo tronar los dedos de su arrugada mano y
me apuró:
––¿Qué es lo que estás
esperando? ––me preguntó con inocultable
molestia.
––Nada, sólo estaba pensando…
––alcancé a murmurar.
Abrí el diccionario casi a la mitad, y la primera
palabra que mis ojos auscultaron ¡ya la conocía!
Me sentí sabio, invencible, infinitamente feliz.
––¡Ya la conozco! ––le
dije sonriendo a mis anchas.
––No importa ––me dijo moviendo
la cabeza––. Lee su significado de todas
maneras.
––Paja: caña de trigo, cebada y
otras gramíneas, una vez seca y sin grano.
Apenas terminé de leer el significado de la
palabra me empecé a reír. Al abuelo
le desagradó mi descontrolada y copiosa hilaridad
y resolvió cortarla al instante:
––¡Silencio! ––me dijo,
enervándose y deformando la cara––.
Me puedes decir cuál es el motivo de tu risita.
––Ninguno ––le dije un poco
atemorizado––. Lo que pasa es que ése
no es el único significado de la palabra paja.
No sé si el abuelo alcanzó a asimilar
lo que traté de darle a entender; pero me consuela
saber que mi inútil comentario sirvió
para ponerle fin a la adormecedora actividad en la
que nos habíamos enfrascado. «A veces
no te entiendo, muchacho del Señor...»,
me dijo antes de encender su puro. Empezó a
fumar y a comentar sobre lo mal que andaba el país
por culpa de todos sus compatriotas.
«La paja es la masturbación», pensé
mientras oía al abuelo despotricar contra el
país y los politicastros. A los pocos minutos,
dejé al abuelo con el pretexto de ir al baño.
Fui al escusado con el diccionario en las manos. Quería
masturbarme, hacía semanas que no lo hacía.
«¿Sabrá el abuelo lo que es correrse
la paja? ––me pregunté inocentemente––.
¡Claro que lo sabe!… Es más, estoy
seguro que todavía se masturba…»
Muchas preguntas frívolas acerca de la masturbación
empezaron a aletear por mi cabeza y me quitaron las
ganas de tocarme. Ese diccionario me había
traído viejos recuerdos. Y por eso, en vez
de masturbarme, recordé como se gestó
mi primera masturbación.
II
Fue en segundo de media, el año en que mi chistoso
e inolvidable amigo Marín Medina ––apodado
«el Cabezón», por su prominente
testa––, me preguntó solapadamente
después de una anodina clase de Educación
Sexual:
–– Oye Duarte, ¿tú ya te
jalas la tripa?
–– ¿La tripa? No hables sonseras
Cabezón ––le respondí medio
atontado. Yo no le entendí nada, creía
imposible poder jalarme un órgano que estaba
encerrado en las cavidades de mi cuerpo; me pareció
una pregunta bastante idiota. «¿Me estará
jugando una broma?», me pregunté sin
encontrar respuesta.
––No te hagas el gil ––me
dijo el Cabezón, con una mirada severísima
y bajando el tono de su voz––. ¿Alguna
vez te has corrido la paja?
Allí recién me di cuenta que se refería
a la masturbación. Yo, asustado y más
confundido aún, le dije que no, que nunca en
mi vida lo había hecho. Pero, de pronto, sentí
un hormigueo en toda la piel, me invadió una
morbosa curiosidad por saber si él lo había
hecho, y, casi inmediatamente, le pregunté
(notoriamente aturdido):
–– ¿Tú sí te has
pajeado, Cabezón?
–– ¡Claro, es rico! Se siente de
puta madre ––me respondió orgulloso,
y empezó a sonreír pícaramente.
Yo le advertí que eso era malo y que de seguro
él era el único de la clase (y tal vez
del colegio) que había llevado a cabo tan repudiable
acto. El Cabezón me miró con infinito
desdén. Me dijo que era un pobre cucufato y
que no era digno de ser su amigo, luego me comparó
con los más torpes e idiotas de la clase, entre
ellos, el mejor exponente era mi lerdo compañero
Joaquín Carrillo.
–– ¡Me das asco, mierda! ¡Eres
un idiota! ––recuerdo que me decía
muy convencido––. Hasta el imbécil
del Carrillo se la corre.
Me aseguró que yo era uno de los pocos infelices
que «no gozaba jalándome la tripa».
Yo traté de aparentar firmeza, quería
ocultar mis nervios pero no podía hacerlo.
Mi bochorno era algo incontenible. Respiré
hondo antes de decirle que todo lo que él fanfarroneaba
eran puras mentiras y lo amenacé con acusarlo
con el profesor:
–– ¡Basta! ¡Cállate!
––le decía para que ya no me molestase––.
Ahorita me paro y le digo al Hermano Gabriel para
que te castigue por morboso.
Él, cansado de mi obcecada incredulidad, me
dijo que era un pobre maricón y me retó
a hacer una rápida encuesta: me ordenó
preguntar a todos los de mi alrededor si es que se
masturbaban:
–– ¡Pregunta! ¡Pregúntales
pues, estúpido! ––me increpaba,
alterado––. Al Cuadros, al Álvarez
o al Rivera. Para que veas que también se pajean,
tú eres el único que no se la corre…
¿No te das cuenta? Eres un anormal.
Sentí temor, me temblaban las piernas. En esos
insufribles momentos yo acusaba un enorme vacío
en el estómago y se me empezó a secar
la boca. Crucé nerviosamente los brazos y le
dije que yo de ninguna manera efectuaría esa
engorrosa pregunta; eso para mí era una total
e inaceptable falta de respeto, y que no, no lo haría.
El Cabezón me empezó a hacer muecas
como si yo fuese un ser repelente, algo peor que una
carroña viviente…
Después,
inexplicablemente empezó a reírse con
muchos bríos. Finalmente, me hizo un movimiento
despectivo con su mano derecha (como mandándome,
sin preámbulos, directo al tacho de la basura
que descansaba en una esquina del aula), y se puso
a conversar con Lino Cuadros acerca de lo inepto que
yo era.
Mientras lo miraba con un odio creciente, intuí
que él tenía la razón y que yo
era el único equivocado: me había eclipsado.
Me hizo sentirme un infeliz... un cobarde, un afeminado.
En esos amargos (o tal vez lúcidos) instantes
recordé que cada vez que ojeaba placenteramente
la sección de Amenidades ––la penúltima
hoja–– de la revista Caretas, donde siempre
aparecían guapas señoritas semidesnudas
con enormes traseros y exuberantes pechos, me daban
ganas de tocarme el sexo. (Yo trataba de entender
por qué el hecho de ver tan rutilantes formas
femeninas me hacía sentirme bastante ‘contento’.
¿Eran, tal vez, los primeros indicios de la
excitación y del más diáfano
placer erótico?)
La caliente e inquietante conversación con
el Cabezón, me dio el decisivo empujoncito
anímico que necesitaba para tomar la inolvidable
determinación: ¡el sábado me la
tengo que correr!
Y así fue: una tarde sabatina, encerrado en
mi habitación, y en medio de innumerables e
insinuantes fotos ––que rigurosamente
seleccioné y recorté ocultamente de
varias ediciones de Caretas––, me corrí,
por primera vez (y en forma satisfactoria), la paja…
Hasta antes de ese remoto día, el hecho de
frotarse el pene con la mano resultaba para mí,
un asqueroso acto sólo digno de los peores
violadores y de los más repudiables pervertidos
sexuales. Pero luego, por pura conveniencia personal,
sólo lo consideré un simple y perdonable
pecadillo que, entre otras cosas, te condenaba a ir
al baño para lavarte las manos (una vez terminada
la placentera y solitaria faena).
Desde aquel sábado, extinto por el irremisible
paso de los años, guardo una relación
muy visceral con ese enorme diccionario: siento que
cada palabra que hay allí me traerá
inmediatamente un recuerdo (o me llevará a
hacer cosas que nunca hice por absurdos e inconfesables
temores).
Es, pues, el diccionario de los recuerdos, de mis
recuerdos, y nada más.
Arequipa, 06 de diciembre
de 2003
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