Las fachadas de Barranco armonizan con extraña elegancia: abundan los colores arriesgados, pero el conjunto no provoca un efecto pintoresco. Camino con pisadas de turista y describo el cielo de Lima con los adjetivos de siempre: gris, ceniciento, cerrado. Hay sol, pero es como si no lo dejaran cumplir su función.
Compro un diario cualquiera, tienen tantos: no se descarta un alza de combustibles, el FMI recomienda al Perú que baje la inflación, Eva Ayllón prepara un nuevo show. También hay decenas de noticias para mí crípticas que leo con atención, como resolviendo grandes misterios: interrogarán al “Doc” por caso Cuatro Suyos, colombiano Vargas puede vestirse de celeste, la “misilera” está condenada.
Me quedo con la historia de una mujer de Trujillo que pintó la fachada de su casa con los colores de la bandera chilena. El motivo del gesto fue, según ella, que durante quince años mantuvo una relación con un chileno. Era un homenaje y no una afrenta, pero los vecinos reclamaron ante lo que consideraron, sobre todo en vísperas de fiestas patrias, una provocación, y el jaleo fue tal que tuvo que ir el alcalde a pedirle que cubriera la estrella solitaria con pintura azul. La historia no ha terminado pues los vecinos ahora piden que la mujer cubra el azul con rojo: que convierta la bandera chilena en bandera peruana.
Hay un agravante curioso: en el lugar funciona un expendio de bebidas alcohólicas que la enamorada ha bautizado botillería, como en Chile, y no licorería, como en Perú. La foto muestra a la mujer sonriendo y agitando una banderita peruana en señal de arrepentimiento. En el fondo se ve una casa pequeña ya sin la estrella pero con los colores chilenos en perfecta proporción. Es una fachada impensable en Barranco, pienso, a modo de chiste incierto. Cierro el diario, busco banderas peruanas y encuentro quince, dieciséis.
Luego recuerdo, de puro diletante, la frase de Cesare Pavese: “Nos hace falta un país, aunque sólo sea por el placer de abandonarlo”. Por la noche veo a amigos que me regalan libros que he leído pero no tengo: Dichos de Luder, del gran Julio Ramón Ribeyro, y la primera edición de El libro de Dios y de los húngaros, de Antonio Cisneros, quien acaba de publicar un nuevo poemario, Un crucero a las Islas Galápagos.
Consigo el libro nuevo de Cisneros, lo hojeo y lo guardo para más tarde, en calidad de piedra preciosa, mientras tanto recupero la imagen del poeta leyendo, en 2001, desde un balcón de La Moneda, los “Cuatro boleros maroqueros”, uno de sus mayores hits: “Para olvidarme de ti y no mirarte/ miro el viaje de las moscas por el aire/ Gran Estilo/ Gran Velocidad/ Gran Altura”. Entonces estaba —Cisneros— completamente borracho y fue genial la salida antisolemne: es lo más cerca que he estado de ver a los Rolling Stones.
De lo que se deriva que, no sé muy bien por qué, no fui a los conciertos de los Rolling Stones en Chile. Y ahora recuerdo que hay un libro que se llama Los Rolling Stones en el Perú y decido leerlo alguna vez. Las conclusiones del viaje son, como siempre, medio raras: que me gusta mucho Lima, que me gusta el sonido de la palabra huachafo, y que me parece excelente que la gente, por amor, pinte las casas con los colores de otro país. Aunque la fachada quede un poco fea, claro.
© Alejandro Zambra, 2009
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Alejandro Zambra: (Santiago de Chile, 1975) Escritor, autor de los poemarios Bahía inútil (1998) y Mudanza (2003); y de las novelas Bonsái (2006) y La vida privada de los árboles (2007). Profesor de la Universidad Diego Portales. |
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