No hay duda de que para inteligencia de muchos lugares es menester mucha historia, costumbres, ceremonias, proverbios y aun maneras de hablar de aquellos tiempos en que se escribieron, para saber sobre qué caen y a qué aluden algunas locuciones de las divinas letras.
(Sor Juana Inés de la Cruz)
I. Introducción
Si bien la historia y la poesía fueron artes afines en la antigüedad, en el Perú la conjunción de ambas ha posibilitado que muchos autores hayan asimilado la novela histórica como género para reescribir el pasado. Así, desde el Inca Garcilaso hasta Fernando Iwasaki, la novela histórica ha podido verter la más extraordinaria obra de ficción: La guerra del fin del mundo (1981) de Mario Vargas Llosa, o textos canónicos universales como los Comentarios reales de los Incas (1609, 1617) (1) y la monumental La Florida del Inca (1605), ambas del cronista mestizo Garcilaso de la Vega. Los registros empleados por ambos autores alcanzan las más notables escenas ficcionales para alejarse de aquéllos y constituir bellos ejemplos de la épica americana. En realidad, la primera novela histórica, Gonzalo Pizarro de Manuel Ascensio Segura, fue publicada a manera de folletín en el diario El Comercio en 1844 (Velázquez 2004: 33).
No obstante, habría que insertar ciertas definiciones para entender este subgénero novelístico y su distinción con su fuente primigenia: la historia. Los documentos de los que se valga el autor de este tipo de ficciones no lo obligan a respetar las fuentes, en la medida de que puede reinventar pasajes fidedignos y comprobables para dar mayor relevancia a datos que no trascendieron en la historia de una nación. Por el contrario, más “pródiga y desatada que la historia, la novela histórica insufla vida a acciones posibles, desbroza caminos no hallados, sube a escena actores ficticios que dialogan con seres históricos, concibe planes inéditos, decisiones omitidas” (Araníbar 1999: 228).
De hecho, la presencia del Incario en el imaginario colectivo nacional ha estado presente desde la fundación de la República, en la medida de que permitía configurar la nacionalidad a través del mestizaje. Si bien es exagerado atribuir la búsqueda de una comunidad imaginada a la totalidad de novelas históricas escritas en el país, en Sol de los soles la exactitud de los datos históricos y los reiterados códigos etnohistóricos intentan reflejar el origen del Virreinato del Perú y, por ende, de la nación. Frente a este problema, nos será útil la espléndida hipótesis de Benedict Anderson en Comunidades imaginadas (2006) acerca de cómo las naciones se imaginan a sí mismas (Faverón 2002: 443) y cómo esta “nación imaginada” puede verse también en una ficción histórica.
II. El espacio histórico en Sol de los soles
Los sucesos de Vilcabamba han posibilitado sendos estudios históricos, literarios, antropológicos y aun artísticos (Cummins 2004), en cuanto representa una primera mirada indígena frente a la llegada de los invasores europeos. Los acontecimientos que relata Titu Cusi Yupanqui ante el sacerdote español fray Marcos García establecen categorías de reivindicación del orden andino (Zevallos 2004) y patrones simbólicos de la comunidad hegemónica cusqueña. En efecto, la comunicación escritural, implantada por los peninsulares, aunque no transcribe todo el lenguaje simbólico andino, permite registrar ciertos paradigmas de intercambio sociocultural entre los sujetos que reclama una perspectiva distinta de la occidental. El uso del español legitima la voz del inca, al dirigirse a la comunidad letrada criolla y peninsular.
Sin embargo, a pesar de que quienes se han acercado a los documentos antropológicos e históricos para revalidar su propuesta narrativa no han conseguido los mismos resultados, valdría asignarles un detenido estudio a fin de ratificar su proyecto novelesco. En este segundo grupo, Luis Enrique Tord y Fieta Jarque, partiendo íntegramente de las ciencias sociales, han preferido no aislarse de la historiografía para reproducir novelas “históricamente reales” (2). Centraremos nuestro estudio en Sol de los soles (Premio Nacional de Novela, 1998) de Luis Enrique Tord. Sol de los soles recoge los últimos años del levantamiento de Manco Inca y los ulteriores acontecimientos en Vilcabamba. Para este fin, el autor certifica el uso del quechua y el español como fuentes lingüísticas de sus personajes y sigue detalladamente los testimonios recogidos por Titu Cusi Yupanqui y otros cronistas españoles y andinos. Tras haberse aproximado en El oro de Pachacámac (1985) y Espejo de constelaciones (1991) bajo un exigente afán historiográfico, continuó su persistente rigor documentario con el propósito de conseguir el espacio andino ideal en Sol de los soles (1998).
2.1 El espacio cuzqueño en la novela
El Cuzco colonial contenía las cualidades de una urbe establecida durante los primeros años de la presencia europea en Indias, tan importante como lo eran Lima (capital del Virreinato del Perú) o Santo Domingo (La Española, hoy República Dominicana), a pesar de que “los conquistadores no reprodujeron el modelo de las ciudades de la metrópoli de que habían partido” (Rama 2004: 37). Aunque la construcción ficcional de la ciudad barroca no dependía exclusivamente de los referentes urbanos, como sucederá entre los autores realistas y neorrealistas, sino de la teatralidad y la excesiva carga religiosa, la novela de Tord asume la ciudad desde los modelos pictóricos barrocos de la escuela cusqueña y los documentos históricos de los siglos XVI y XVII.
La necesaria vinculación con la elite indígena y su representación en la novela estaría influenciada por los bellos lienzos coloniales, conservados en el Convento de Santo Domingo (Cuzco) o en el Beaterio de la iglesia de Copacabana (Lima), donde la descripción de Tord recalca los hermosos atuendos señoriales, durante la procesión del Corpus Christi:
Un atractivo especial lo constituían no sólo las danzas que interpretaban los conjuntos de cada comarca, sino las escaramuzas o guazabaras que, a modo de representación ritual de aucayllis, desplegaba cada nación. A ello debe sumarse los hermosos arcos triunfales levantados una lengua antes de llegar a la ciudad que, a más de la diversidad de flores de preciosos y diversos colores, estaban adornados de aves, venados, vicuñas y pumas, que son el origen totémico de sus pacarinas, que es lugar de nacimiento de los antepasados remotos de cada ayllu o comunidad de indígenas (40).
La referencia a las pacarinas asocia los elementos etnológicos con la pretensión histórica del autor y, a la vez, anexar caracteres andinos que los narradores indigenistas incluían en el glosario. Aunque la participación indígena no persigue un fin etnológico, se pueden hallar ciertas referencias de los documentos coloniales, hallados en los archivos generales de Sevilla y Lima, y divulgados en importantes publicaciones peruanas. En otros instantes del discurso, Tord intenta aclarar la validez de la novela con documentos históricos y etnohistóricos recogidos por prestigiosas investigadoras como Ella Dunbar Temple y María Rostworowski. En Vilcabamba, los registros indígenas condicionan la validez de los hechos para depositar pocos recursos ficcionales, de manera que
Arias Maldonado, con calculada astucia, había visto el futuro: a pesar de las dificultades actuales de las dos mujeres, la niña Beatriz Clara sería en pocos años, cuando heredara el patrimonio de su padre Sayri Túpac, una de las princesas más ricas del Cuzco. Y, al tanto o más notable que eso, fuera de sus tíos Titu Cusi Yupanqui y Túpac Amaru, rebeldes y aislados en Vilcabamba, ella era la inmediata heredera de la corona de los incas a raíz del convenio de la Corona con su padre. La conclusión era obvia: quien la desposara ejercería una inmensa influencia política (77).
Manco Inca se aproxima a los recursos indígenas de los valores continuos dentro de su propia hueste, puesto que no se propone la representación simbólica de un sujeto subalterno que aspira a desarticular el orden establecido, sino reclamar por el abuso y la mala administración de los ibéricos. No obstante, al igual que los cronistas españoles y mestizos de los siglos XVI y XVII, el narrador de Sol de los soles inserta una percepción hegemónica para ambos bandos, supeditando la voz andina a la perspectiva occidental. Tord prefiere mostrar distintas voces para sujetos andinos y peninsulares, alternando los testimonios indígenas con los proyectos político-religiosos hispanos en los territorios ocupados por los rebeldes. Incluso, informaciones ulteriores a la muerte de Manco, como la de Iñigo Ortiz de Zúñiga (1562) o Garci Diez de San Miguel (1567) y anteriores a las reformas del virrey Toledo, indagan acerca de la estructura socioeconómica de los ayllus, así como los censos poblacionales de las sociedades quechuas y aymaras. Si bien el autor no se vale de las ‘visitas’, puesto que su propuesta narrativa no refiere a las comunidades de indígenas, sí hace uso del quechua para reafirmar un espacio en conflicto, al igual que los ciclos dramáticos quechuas en torno a la Muerte de Atahualpa.
2.2 El espacio etnohistórico en Sol de los soles
Los levantamientos indígenas tuvieron su par religioso en el taki onqoy en Cuzco, Huamanga, así como en la sierra norte y central de Lima, aunque para su éxito y posterior vigencia tuviera que fusionarse con los cultos cristianos. Los informes de Cristóbal de Albornoz y Francisco de Ávila estaban dirigidos a registrar los cultos locales en las zonas de resistencia entre los naturales, pues los sometimientos religiosos constituían la simbología del poder español en América. Sin embargo —como acota Carlos Araníbar—, en su calidad de fabulador, Tord puede acreditar una “falsa” importancia a este movimiento subversivo andino, convirtiéndolo en un colosal fenómeno religioso y político panandino que por poco le cuesta a España la posesión del Perú (1999: 225).
La novela hace hincapié en el sistema de ceques cuzqueños para ordenar el espacio religioso andino, bajo la figura de los extirpadores de idolatrías en su afán por destruir los antiguos adoratorios prehispánicos, pues “aparecen, como una resurrección, las ubicaciones de los trescientos treinta y tres adoratorios distribuidos en ceques, que significan rumbos o línea imaginaria (…) Y cada ceque era a modo de cuerdas imaginarias, y las huacas los nudos. ¡Era un gran quipu sagrado!” (Tord 1998: 161). Resulta difícil imaginar que Tord no haya consultado los prestigiosos trabajos de Tom Zuidema a fin de legitimar la verosimilitud del discurso narrativo, puesto que su rigor por aclarar los registros y documentos sobre la sociedades prehispánicas es bastante claro; no obstante “la hechiza división cosmológica nativa en tres mundos, ‘el de arriba’, ‘este mundo’ y ‘el de abajo’, remedo y caricatura de la tríada europea cielo-tierra-infierno” (Araníbar 1999: 226).
La representación cosmológica andina imitada por Tord, afín a la enseñanza doctrinaria impulsada en las crónicas de Guaman Poma de Ayala y Santa Cruz Pachacuti o las oraciones del padre Oré, repetida hasta la saciedad por antropólogos e historiadores del mundo indígena, estaría pues más ligada a una cristianización o campaña de extirpación de idolatrías, práctica muy común durante el tiempo recreado en la novela. De esta forma, las religiones andinas fueron destruidas y transformadas por el cristianismo hasta desparecer entre las élites indígenas; contrariamente, los diversos cultos locales se mantendrían inalterables entre las comunidades andinas, pese a que esta riqueza cultural no se refleja en Sol de los soles.
Las precisiones de Tord van más allá, al extremo de registrar, incluso, una que otra danza ritual aún supérstite en el Perú contemporáneo, pues concuerda con las anotaciones de algunos vocabularios quechuas anónimos del siglo XVI y las referencias de los cronistas José de Acosta y Polo de Ondegardo, aun sabiendo que este último “habría quedado aún más abrumado al enterarse de que algunas de esas danzas, como las que nombraban llamallama y huacon, las bailaban durante la fiesta incaica de la cosecha en el mes de Aymuray que coincide con el tiempo de celebración del Corpus Christi” (156). De esta manera, es posible tomar en consideración ciertas informaciones que van acondicionándose a un recurso de cómo entender el sistema socio-histórico y sociocultural incaico y proyectarlo a la nación actual peruana.
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(1) Al respecto, Rolena Adorno afirma lo siguiente: “Garcilaso buscó comprobar los hechos que registró no en la veracidad de la realidad histórica sino en la credibilidad de las narraciones por la tradición cronísticas. Su autorización para hacerlo, y por consiguiente su veracidad, se ubicaron no en el mundo de los hechos militares sino en el de las hazañas narrativas” (2006: 150). Sin duda, el Inca era consciente de que estaba trazando la primera gran obra de ficción americana a partir de la hazaña del capitán español Hernando de Soto en su afán de conquistar la Florida, y con ello viabilizar la inserción de un autor mestizo en las letras peninsulares.
(2) El espacio ficcional puede ser fácilmente confundido, al hablar de narrativa realista, con la imitación de la realidad. Esta primera lectura, entre quienes aspiran a reconocer espacios identificables en las novelas de Mario Vargas Llosa, Enrique Congrains u Oswaldo Reynoso, podría también caer en saco roto en quienes han tratado de hallar acontecimientos fidedignos en una novela histórica. Un texto realista no es una imitación de la realidad, por cuanto las descripciones no provienen del mundo real, sino de la imaginación del autor; en consecuencia, ‘lo real’ está construido por los diferentes símbolos que una comunidad humana determina. Es decir, ciertos espacios urbanos, expuestos por un autor, existen porque los reconocemos o los hemos visto, no obstante el nivel discursivo contiene símbolos distintos a lo que nuestros ojos observan.
Más aún, una novela histórica requiere ser leída como un texto de ficción más, en la medida de que alude a un determinado proceso histórico para reinventarlo. La novela histórica parte de la historiografía, registros acordados por una determinada comunidad o fuentes, para reconstruir el espacio histórico desde esos mismos registros. En este sentido, ‘lo simbólico’ podría adquiere niveles de lectura más restringidos, ya que si bien el mundo representado en estas piezas de ficción obedece a registros preestablecidos, los vacíos históricos pueden ser llenados con argumentos ficcionales o quizá éstos pueden asimismo cubrir la totalidad de la ficción.
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