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Además de estas presencias, el narrador distingue su mundo de la periferia, creando una topografía, en cuyos límites siempre está al acecho una cultura marginal que parece querer abrirse su propio espacio y que amenaza la existencia del orden social del narrador

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La casa de cartón de Martín Adán como documento social

por Richard Parra Ortiz

 

De ociosos y sucias

En La casa de cartón, la experiencia del ocio ejercida por el narrador, por un lado, y la vida privada de un escritor para nada metódico como Ramón, por otro, configuran una actitud hacia la cultura oficial de su tiempo. La novela presenta a Ramón como un sujeto despreocupado por su educación formal. Es, más bien, un muchacho dado a la vagancia, a la seducción y al juego, pero que, aun así, escribe.

Lo que el narrador reconstruye en torno a su amigo es la experiencia de una contemplación ociosa de la ciudad, en la que las bancas parroquiales, los malecones y el tranvía son objetos de atención por ser, precisamente, espacios de encuentro social. La experiencia del ocio también significa ejercer malos modales y buscar una cara linda “de cocinera” en los ventanales de una casa con “gesto de casa decente” (104). En otras palabras, seducir a la servidumbre de las casas de la mesocracia barranquina. Cumple, además, la función de mentor del narrador protagonista: “Bendito sea Ramón, el loco que me enseñó a ver el agua del mar, las hojas de los árboles, las casas en las calles, el sexo de las mujeres” (101). En ese sentido, Ramón es el medio que vincula al narrador con lo urbano (la playa, los árboles, las casas) por medio de la mirada y, específicamente, con el acto de observar a las mujeres. Ramón de esa forma lo introduce a una experiencia visual contemplativa antes que a una propiamente táctil con el paisaje urbano.

La relación con las mujeres es, precisamente, el momento en que el narrador expresa sus juicios sobre lo social. El primer amor del narrador se remonta al tiempo en que éste había adoptado “un alma rusa”, una infantil pose socialista. Con respecto a ello, el narrador describe dicha experiencia política como “grave”, “sombría”, “vasta” y “oscura”. Ahora bien, a este momento socialista de narrador, corresponde un amor que, antes que ser definido como un sentimiento de afecto, es entendido como un “amparo”. Es decir, el narrador considera que mediante el amor favorece, protege, beneficia o defiende al ser amado; por eso escribe: “Mi alma rusa […] amparó la soledad de la muchacha más fea” (28).

Este primer amor, por otro lado, pertenece a una clase aristocrática que rechaza el socialismo y prefiere la tradición criolla; pertenece, además, a una tradición segregacionista, católica, racista e hispánica, porque celebra la condición de “cristiano viejo” (28) de uno de sus novios. Ahora bien, este primer amor, aunque feo, recibe la simpatía del autor. En ese sentido, la belleza del cuerpo no es de gran interés para el narrador; lo que busca es belleza cultural. Aparece aquí otra preocupación del narrador, obvia, pero central en la constitución de la ideología de su escritura: la necesidad de mostrarse amenazado por objetos antiestéticos, por un lado, y por mujeres cuya belleza diverge de un ideal clásico de belleza, por otro. Además, esta fealdad, es asociada a caracterizaciones negativas sobre la higiene (4), el ejercicio libre de la sexualidad, la carencia de una educación letrada y religiosa, la feminidad, la frivolidad, el dudoso origen social y el infantilismo de las mujeres amadas.

El segundo amor hace que el narrador se lamente por su fealdad, su falta de clase, su excesiva feminidad y su frivolidad. Lo primero que rechaza de su segundo amor es su infantilismo. El narrador, un adolescente, construye su identidad de artista rechazando todo lo que hay de infantil en él. Por otro lado, este infantil segundo amor obliga al narrador a rebajarse socialmente. Este destaca que tuvo que participar de conversaciones “estúpidas” e “ininteligibles”; por otro lado, tuvo que someterse al mundo infantil, al juego con muñecas y a la ingesta de dulces. En ese sentido, el narrador califica al muchacho, que también corteja a esta niña, es decir, su rival, como “un muñeco de trapo y celuloide”, con lo que la trivialidad del mundo infantil y arte cinematográfico son puestos al mismo nivel (29).

Este segundo amor abandona al narrador, ya no por un “cristiano viejo”, como el primero, sino por un “malevo” (29), protagonista de tangos. En ese punto, para el narrador, el mundo trivial y estúpido de los niños es asociado también a nuevas manifestaciones de la cultura urbana popular de su tiempo: el cine y el tango. En este sentido, estas manifestaciones están presentadas como factores que podrían propiciar la caída social y cultural del narrador. No hay una celebración de la modernidad y la cultura popular, sino, por el contrario, un rechazo de ella como resultado de un sentimiento de amenaza, de un terror letrado, si se quiere, a perder la cultura aristocrática y el espacio de su producción.

De su tercer amor, el narrador recuerda “sus faltas de ortografía” (30) y que para enamorarla tuvo que leer, por un lado, la poesía culta del católico Luis de León y, por otro, la literatura folletinesca de la italiana Carolina Invernizio. De este modo, la mujer produce que el artista se rebaje según los lineamientos de la cultura letrada que lo ha determinado. Esta imagen supuestamente contradictoria, de un lector de literatura culta y uno de melodramas, produce una especie de monstruo cuyo control es uno de los horizontes de La casa de cartón. Asimismo, se escandaliza y se cuestiona porque no puede creer cómo se enamoró de esta mujer coqueta de piernas “casi cocotas” (28).

De su quinto amor, el narrador recuerda a una mujer “sucia” que casi “lo hizo pecar”. En este caso, la falta de higiene y el pecado vienen de la mano. A diferencia de la primera niña que tenía las uñas sucias por la tinta para escribir y que era cucufata, el quinto amor de el narrador es una mujer que descuida el cuidado del cuerpo, que está sucia y apesta, y que, por lo tanto, es sospechosa de ser un agente de tentación. Aún más, para el joven artista, esta mujer representa “el primer pecado mortal”. Por lo tanto, estética, religión e higiene guardan una relación directa. De nuevo, el narrador recuerda a esta mujer por sus olores. Ya no huele a escuela, como la primera mujer, sino a olores “desagradables”, a “cinema”, a “ropa interior” (30). Es decir, que la fealdad y pecaminosidad de esta última mujer está vinculado a un espacio público nuevo en donde la gente de Lima venía descubriendo nuevas forma de entretenimiento.

Sobre la señorita Muler, presunta amante de Ramón, el narrador se fija, principalmente, en destacar el modo en que aquella se vincula con la cultura letrada de la época, modo que es objeto de sanción estética. En ese sentido, este personaje representa todo aquello que amenaza la educación libresca del joven narrador. Muler es una profesora solterona de escuela fiscal, representante de la frivolidad y el mal gusto, así como objeto de chismoserías y sanción pública. Ejercía, asimismo, prácticas culturales que ya venían amenazando las bellas letras desde el fin del siglo XIX. Era asidua lectora de diarios y parecía estar cautivada más por el mundo de la imagen que por el de la lectura. En tal sentido, no es extraño, entonces, que el narrador afirme que Muler no comprendía la poesía se José María Eguren, pero que sí lo conocía “de vista” (37). Al mismo tiempo, el narrador destaca que esta mujer leía de una forma extravagante, completamente divergente de los hábitos de lectura tenidos por normales: “Ponía un dedo medio perpendicular sobre la página del libro que leía” (37). Por último, Muler es objeto de la sanción moral y la ironía del narrador, debido a su comportamiento sexual licencioso. Muler tenía muchos amantes, entre ellos muchos frailes, y tal vez Ramón, si se lee con picardía la siguiente cita: “Al fin un día Ramón penetró en la subconciencia de la señorita Muler; y un día mi amigo se metió de Fraile” (37).

 

Una masa de cholos y asnos

Debe subrayarse que en La casa de cartón no hay una representación de lo andino en un sentido clásico. Lo que está en juego es la tensión entre la presencia y la ausencia de un sujeto rural, visto como extraño, pero no necesariamente diferente, representados por los inmigrantes andinos que ocupan los márgenes de la casa del narrador (oikós) o, mejor aún, los límites materiales e ideológicos entre las clases medias y las pobres.

Por cuestiones de ubicación de historia literaria, es imperativo observar que esta novela empezó a circular incluida, tangencialmente, en el debate por lo andino. En ese sentido, Mariátegui destacó que esta obra había sido publicada “desde las ventanas de Amauta (la revista que Mariátegui dirigía), tres anchos trapecios como los de Tampuctocco” que, como se sabe, era un lugar sagrado de la mitología incaica. La lectura de Mariátegui no se detuvo en el contenido de la novela, sino en la sensibilidad y estética “revolucionaria” de la misma y solo, por ello, pudo asociarla con la mitología andina (5). Sánchez, por su lado, apuntó una anécdota significativa: que para Tempestad en los Andes de Luis Valcárcel, “primer manifiesto indigenista”. Sánchez, escribió el colofón y Mariátegui la introducción; para la obra de Adán, las cosas fueron al revés.

¿Por qué, entonces, este libro, un texto tan “decadente” y “vanguardista”, merece el mismo tipo de autorización letrada para circular dentro de la cultura al igual que un texto sobre lo andino? Una respuesta cínica se explica por razones publicitarias. La otra, porque entre ambos discursos no había discrepancias profundas. Por lo que se ve, tanto para Sánchez como para Mariátegui, el sentido político radical de las ideas de Tempestad en los Andes no contradecía el formalismo y vitalidad de La casa de cartón.

Siendo casi un adolescente, Martín Adán publicó esta novela en el contexto de la dictadura de Augusto B. Leguía y el acercamiento comercial del país con Estados Unidos. La década de 1920, vale decirse, culminó con una crisis económica que se hizo, especialmente, palpable en Lima. El sector construcción se vino abajo y redujo su personal en un 70%, constituido sobre todo por inmigrantes rurales. “En respuesta, el gobierno urgió a muchos de ellos a que regresaran a sus hogares en el interior” (Klarén 2004: 329). Se vivía un clima de tensión social en el que las masas populares jugaron un rol definitivo. Como consecuencia de ello, solo un par de años después de la publicación de La casa de cartón, después de cometer un golpe de Estado, el comandante de origen andino, Luis Sánchez Cerro, “fue recibido en Lima como un libertador por multitudes estimadas en cien mil personas, la más grande demostración espontánea de masas en la historia peruana” (Klarén 2004: 329). Gran parte del público que apoyaba a Sánchez Cerro lo conformaban “humildes vendedores ambulantes y de mercado, obreros de construcción, barrenderos y trabajadores de industrias artesanales. Muchos eran inmigrantes recientes, caracterizados como grupo por su elevado grado de pobreza y desempleo”. Según Peter Klarén, estos se identificaban con Sánchez Cerro, porque “era un cholo como nosotros” (Klarén 2004: 334). Las masas, en efecto, estaban fuera de control y suponían un potencial agente de cambio social.

Y, en efecto, en La casa de cartón, Adán retrató a muchos de esos personajes marginales. En el primer fragmento, se rememora el campo y el olor de las legumbres; se alude, en ese contexto, a una “cumbre serrana” y a “una huaca” (12). En el segundo fragmento, aparecen una lavandera con sus hijos “color mugre” (12); más adelante, un heladero en su carreta halada por un jamelgo, a quien el narrador designa como “el cholo” de “mejillas de tierra mojada de sangre y la nariz orvallada de sudor” (15). En otro lugar, se alude a una “brisa campesina” y a “una chola bonita”, cocinera, que mira absorta sus pechos y que ha descuidado a su hijo en la cocina por pensar “en sí misma, en sus pechos que mira temblar” (57). En “Los poemas Underwood”, de autoría del joven Ramón, se hace referencia a unos “obreros resentidos” (66). En otro momento, se habla de “barrenderos” que “tienen cabelleras de esteta, ojos de toxicómano, silencios de literato”; y de una “chicuela andrajosa que ensarta en una piola carretes desnudos de hilo” (95). Cuando el narrador retrata los sectores marginales de Lima, los describe haciendo referencia a su condición higiénica y racial. En síntesis, el narrador pone de manifiesto una mirada expresamente prescriptiva y racial de los habitantes de los márgenes de la ciudad. Se configura, asimismo, un afán por clasificar, catalogar y describir a esta población.

Sin embargo, así como hay una mirada prescriptiva de las clases marginales, hay cierto deseo sexual por la misma. El narrador, en tal sentido, expresa su deseo de fugarse con una “cholita” en una mula e irse “a la sierra, tan próxima”, cuyos cimbros le “arañan la piel de la nariz”, haciéndole “bizquear” cuando la mira fijamente. De ese modo hay una intención de sensualizar lo social, definiendo desde ya roles de actividad, para los criollos, y pasividad, para los inmigrantes andinos, en esa virtual relación. Sin embargo, ese deseo por la sierra tiene una dimensión culposa. En ese sentido, agrega el joven narrador: “Yo descendería, con la cholita en mis brazos… en una sima sombría llena de cactos, con una sonámbula seguridad en la pesadilla feliz” (78) (6).

Esta mirada prescriptiva tiene además algo de mirada deshumanizadora. En un fragmento, el narrador describe y califica a unos asnos que, sin duda, son figuras asociadas al mundo del campo: “los asnos, que son lo único aldeano de la ciudad, se han municipalizado, burocratizado, humanizado...!” (96). El hecho de que estos asnos sean, por un lado, “aldeanos” y, por otro, que sean citadinos, hace referencia a la población marginal pobre que vive cerca de la ciudad. Además, el narrador descalifica a estos asnos por sucios, puesto “hacen lo que no se dice, tras un árbol o un poste sin levantar la pata” (95). Asimismo, le molesta sus actividades de ocio que incluyen cantar en las calles por las madrugadas “como los gallos”. La actitud crítica del narrador convierte a esos habitantes en sus bestias de trabajo, estableciendo con ello una unidad entre hombre y animal y entendiendo a su conjunto como una especie de monstruo. Pero esta “bestialización” no solo es social, sino también política. El narrador, irónicamente, se burla de las aspiraciones políticas de estas personas bestializadas: “Los asnos hacen merecimiento para obtener los derechos eleccionarios, los de elegir, los de ser elegidos” (96). Con todo esto, el narrador destaca la profunda penetración en la ciudad de grupos andinos y su adaptación a la vida urbana. Pero también demuestra el tremendo rechazo social que ese hecho le produce. Hay, en efecto, un terror a que la esta gente destroce el paisaje, que contamine el ambiente con su fiesta, con su alcoholismo y que no guarde un comportamiento civil deseable. Dos años después, sin embargo, toda esta gente catapultó a un cholo al “sillón de Pizarro”.

Además de estas presencias, el narrador distingue su mundo de la periferia, creando una topografía, en cuyos límites siempre está al acecho una cultura marginal que parece querer abrirse su propio espacio y que amenaza la existencia del orden social del narrador. A pesar del urbanismo de La casa de cartón, una preocupación profunda de la novela es hacer referencia a los límites entre el campo y la ciudad. Y, en efecto, el narrador divide el espacio en un más allá, constituido por “la sierra” y un “más acá” definido por la ciudad. El límite de aquello lo componen “los cerros” (12).

Por todo lo visto, se puede comprobar que el sistema literario de Adán, aunque renovador en cuanto a su lenguaje, seguía llevando consigo una preocupación profundamente modernista: esto es, el sentimiento de estar amenazado por nuevos sujetos y prácticas culturales que obligan al intelectual a producir todo un sistema nuevo de signos, o bien como respuesta a una vulgaridad que rechazan, o bien para servir como intermediarios entre la cultura y las masas (Montaldo 2005). Martín Adán crea su propio concepto del artista y lo opone a otro tipo de sensibilidad y concepción literaria, encarnada en Ramón. La muerte de este, no explicada en la novela, tiene para mí un profundo sentido estético. Con Ramón muere también el vínculo entre el narrador y el mundo de la calle. Aún más: se rompe el vínculo con el propio acto de narrar. Martín Adán, como se sabe, no volvió a escribir ficciones en prosa. Su poesía, por el contrario, se dirigió a hacia un cultismo radical (Travesía de extramares). Vista a lo lejos, haciendo asociaciones entre literatura y vida, La casa de cartón es la materialización del rechazo frente a la penetración de una cultura nueva en Lima, que terminará por transformar radicalmente el paisaje criollo. En ese sentido, es un intento estético supremo, pero vano, ante una realidad inobjetable: el de una paulatina crisis del orden social criollo.

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(4) El narrador confiesa, asimismo, que sintió la necesidad de intoxicarse del “olor a ella”, del olor de “escuelita, de tinta china, de encierro, de sol de patio, de papel del Estado”. Se destaca la centralidad del olfato para relacionarse con el mundo exterior. Así, el narrador se relaciona con su entorno social, para rechazarlo o quererlo, por medio de los olores. En este caso, el olor de su primer amor no le disgusta porque “huele a cultura”.

(5) Recuérdese que durante los años veinte el indigenismo y la vanguardia fueron movimientos contemporáneos y muy afines en términos políticos. Ser pro indígena era una forma de ser vanguardista en aquella época. Del mismo modo, debe advertirse que la mayoría de los exponentes de dicho tipo de literatura fueron escritores provincianos que se asentaron en Lima y que luego viajaron al extranjero (Abril, Vallejo, Moro, por citar a los más destacados). Para Mariátegui, como editor y padrino de la novela, no había una distancia estética tan extensa entre ambas expresiones culturales.

(6) Por otro lado, propone, como en otros textos de la literatura peruana, como Conversación en la catedral o Un mundo para Julius o Crecer es un oficio triste, la fantasía criolla de poseer sexualmente a la mujer andina.

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Richard Parra Ortiz: Estudió Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Ha publicado artículos sobre Mario Vargas Llosa, Miguel Gutiérrez y Vicente Huidobro. Asimismo, ha dictado conferencias sobre Juan Rulfo, Martín Adán, Vargas Llosa y el Inca Garcilaso de la Vega. Actualmente, cursa el tercer año en el doctorado de Literatura Hispanoamericana en la New York University (NYU), donde también ejerce la docencia.
Trabaja en una tesis sobre el problema de la tiranía en las crónicas coloniales. Sus intereses académicos varían entre la cultura política y literaria del periodo colonial, la obra de Cervantes, así como la cultura criolla peruana de los siglos XX y XXI.

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