SANACIÓN
Mi
cuerpo es una imagen de lo estéril
Carmen Ollé
A Luz María
A
veces salgo y digo: “no hay nadie”, por
decir algo, por invocar una mentira, aunque yo permanezca
adentro, solitaria, mirando mi ombligo crecer bajo
la tarde. Los amigos vienen a cada momento. Se acercan
y me abrazan suavecito para que mi ombligo no reviente.
Puedo ver que tienen miedo cada vez que me levanto
para seguir la corriente de mi orina amarillenta y
rojiza. Ese arroyuelo por el que mi vagina se columpia
días y noches bajo un cuerpo transparente.
Todos
traen cosas pequeñas entre las manos, cosas
que no puedan hacerme daño. Desean que permanezca
inmóvil, pero es imposible ante tanto líquido
que se arroja sin remedio. Ellos no lo pueden beber.
Yo no lo puedo beber, se me escurre entre los dedos
temblorosos y no me conformo.
Yo
voy y vuelvo, entro y salgo, y ellos siguen allí
husmeando mi riachuelo de mentiras. Tiro portazos,
pataleo desde mi círculo de agua. Siento el
murmullo de las olas incubando su chillido en mi vientre.
Me atraganto de pastillas y de ciudades y de llantos
estúpidos que todo lo deshojan y espantan.
Descorazonadoramente
simulo mi propio suicidio. Los más optimistas
me alumbran con su espanto. Al fin se retiran para
dejarme otra vez en mi crepúsculo subterráneo.
Devuelta
a mi agujero luminoso, mi cuerpo es una esfera, un
gran río que se agita sobre un acantilado de
sombras. Ellas olfatean aquel trozo enrarecido sin
pestañear. Siguen su camino deslizándose
por una habitación vacía, iniciática,
donde se rasgan unos labios como velos del amor.
Seguramente
nadie más regresará hoy, me digo. Entonces
me bajo el pantalón para seguir con el ritual
de la pérdida. Es imposible negar el líquido.
Quisiera mear todas las ciudades para sentir mi rastro
cada vez que titubeo sobre una acera extraña.
O tal vez retener el amargo surtidor hasta que mi
vejiga se quiebre repleta de su espuma y tenga que
correr para sentir cómo bajan las mareas y
se amansan por la noche.
Furtivamente,
zumbando como un golpe cálido que atraviesa
el mundo, aparece la diosa pequeñita de trenzas
negras y con sus manos diminutas se asoma sobre mi
vientre, extrae la máscara que lo cubre y con
sus hermosos ojos negros sorprendidos me sana.
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