Escríbale al autor

Victoria Guerrero
(Lima, 1971)

 

Estudió literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado De este reino (1993), Cisnes Estrangulados (1966) y El mar, ese oscuro porvenir (2002). Actualmente estudia un postgrado en literatura en la Universidad de Boston

 

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SANACIÓN

Mi cuerpo es una imagen de lo estéril
Carmen Ollé

A Luz María

A veces salgo y digo: “no hay nadie”, por decir algo, por invocar una mentira, aunque yo permanezca adentro, solitaria, mirando mi ombligo crecer bajo la tarde. Los amigos vienen a cada momento. Se acercan y me abrazan suavecito para que mi ombligo no reviente. Puedo ver que tienen miedo cada vez que me levanto para seguir la corriente de mi orina amarillenta y rojiza. Ese arroyuelo por el que mi vagina se columpia días y noches bajo un cuerpo transparente.

Todos traen cosas pequeñas entre las manos, cosas que no puedan hacerme daño. Desean que permanezca inmóvil, pero es imposible ante tanto líquido que se arroja sin remedio. Ellos no lo pueden beber. Yo no lo puedo beber, se me escurre entre los dedos temblorosos y no me conformo.

Yo voy y vuelvo, entro y salgo, y ellos siguen allí husmeando mi riachuelo de mentiras. Tiro portazos, pataleo desde mi círculo de agua. Siento el murmullo de las olas incubando su chillido en mi vientre. Me atraganto de pastillas y de ciudades y de llantos estúpidos que todo lo deshojan y espantan.

Descorazonadoramente simulo mi propio suicidio. Los más optimistas me alumbran con su espanto. Al fin se retiran para dejarme otra vez en mi crepúsculo subterráneo.

Devuelta a mi agujero luminoso, mi cuerpo es una esfera, un gran río que se agita sobre un acantilado de sombras. Ellas olfatean aquel trozo enrarecido sin pestañear. Siguen su camino deslizándose por una habitación vacía, iniciática, donde se rasgan unos labios como velos del amor.

Seguramente nadie más regresará hoy, me digo. Entonces me bajo el pantalón para seguir con el ritual de la pérdida. Es imposible negar el líquido. Quisiera mear todas las ciudades para sentir mi rastro cada vez que titubeo sobre una acera extraña. O tal vez retener el amargo surtidor hasta que mi vejiga se quiebre repleta de su espuma y tenga que correr para sentir cómo bajan las mareas y se amansan por la noche.

Furtivamente, zumbando como un golpe cálido que atraviesa el mundo, aparece la diosa pequeñita de trenzas negras y con sus manos diminutas se asoma sobre mi vientre, extrae la máscara que lo cubre y con sus hermosos ojos negros sorprendidos me sana.

 

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