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con solemnidad, me preguntó lo que hacía y luego pasó a contarme algunas cosas. Me dijo que tenía un solo hijo, un niño de
doce años que estaba en primero de secundaria, un niño inteligente en plena etapa de madurez y al que habría que instruir
en el arte de la literatura.
—Usted sabe, profesor: Borges, Vargas Llosa, Tolstoi, Dostoievski, Vallejo, El Quijote.
—Sí, ya veo.
Acordamos que las clases durarían dos horas, que serían todos los sábados y que la primera se impartiría el sábado siguiente.
Cuando le pregunté su dirección me dijo que él vivía en un lado y su hijo en otro.
—¿Entonces a cuál casa iré? ¿A la suya o a la de su hijo?
—A la de mi hijo, profesor.
—Bien, entonces deme los datos.
—Pues, mire, profesor, qué le parece si mejor nos encontrarnos el sábado a las nueve en el Hotel Bolívar. Ya de ahí vamos
juntos.
El vocal de la Corte Suprema era un sujeto alto, rechoncho, con anteojos plateados y de aire amable y simpático. Me saludó
con la misma solemnidad que usó la vez que hablamos por teléfono y me pidió que antes de continuar lo acompañe a com-
prar algo.
Caminamos por el Jirón de la Unión. La mayoría de tiendas y comercios estaban aún cerrados. Hablamos del clima y de la
ciudad. Al llegar a Cusco entramos a Metro, donde el hombre compró carne, pollo, fdeos y esas cosas. Cuando salimos detuvo
un taxi y le pidió al chofer que nos lleve a la Plaza 2 de Mayo. Al llegar, caminamos hasta la estación de combis que partían
a Ventanilla y subimos a una.
El viaje duró media hora. En el transcurso el vocal me contó de su trabajo y de su trayectoria como abogado. Me habló de la
revisión de todos los videos de Montesinos y la mafa y que, por cómo se presentaban las cosas, el Perú estaba más o menos
jodido.
Bajamos en uno de esos paraderos zonales que suelen haber en Ventanilla, caminamos un par de calles y al llegar a una
esquina el tipo se detuvo, sacó unas llaves y abrió una puerta de rejas.
La casa era grande, de un solo piso y lo bastante ventilada como para sentirse bien. Cuando entramos el vocal de la Corte
Suprema llamó a su mujer y al niño. Dijo algo así como Mary, Raulito, acaba de llegar el profesor, ¿ya están listos?
Entonces salió una mujer de unos cuarenta años. Estaba vestida con ropa de casa. Era muy blanca, baja, de ojos minúsculos y
de nariz larga. A su lado venía un niño sonriente. Era pequeño, muy pequeño, gordito y con anteojos. Llevaba el cabello corto
y peinado de costado, como normalmente los niños gorditos llevan el pelo.
—Profesor, tanto gusto —dijo la señora con timidez.
—Encantado —dije yo.
—Profesor, hola, yo soy Raúl.
—Hola, Raúl.
—El profesor es de San Marcos, hijo —interrumpió el
padre—. San Marcos: la universidad de los grandes
escritores, poetas, flósofos e historiadores peruanos,
¿verdad, profesor?
—Bueno…
—Vallejo, Vargas Llosa, Bryce Echenique, Basadre, Ri-
va-Agüero, Porras Barrenechea. ¿Alguna otra lumina-
ria famosa que haya salido de las aulas sanmarquinas,
profesor?
—César Calvo.
—Claro, César Calvo, tremendo poeta, ¿no es cierto,
profesor?
—Así es.
—Caramba.
Luego pasé a un ambiente con una mesa mediana y
un par de estantes repletos de discos y adornos. El
vocal de la Corte Suprema me dijo está en su casa pro-
fesor, acá lo dejo con Raulito. Agradecí, tomé posesión
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reseñas
Pitágoras dice que las matemá-
ticas son la última verdad y que
solo hay un Dios.
Encontré esa frase en una hoja
de block de la época en que fui
profesor particular en Ventanilla,
cuando los hechos fnales mar-
caron pautas y puntos de quie-
bre para algo más. Por ejemplo,
para volver a comenzar.
La historia es breve y empezó
una tarde en San Marcos don-
de me encontré con la señora
Poroto en el pasadizo del Re-
pertorio. La señora Poroto es
una mujer que lleva décadas a
cargo del área administrativa
de literatura. Tomó el puesto en
los tiempos de Antonio Cornejo
Polar, y en su primer día de tra-
bajo ordenó todos los papeles
y documentos, fumó su primer
cigarrillo y nunca más volvió a
salir de esa ofcina.
Se trata una mujer irascible, de
mediana estatura y cabello de
color incierto, que fuma ciga-
rrillo tras cigarrillo y con la cual
todos los estudiantes de litera-
tura de San Marcos tienen que
lidiar al momento de gestionar
algún trámite. Tiene una ofcina
grande y bonita donde se ubica
con comodidad, rodeada de sus
ayudantes (dos o tres monos
con peluca que están sentados
frente a una computadora y que
sueñan con ser como ella), quie-
nes la acompañan en su labor.
La señora Poroto aparece de la
nada en el pasadizo del Reper-
torio y se queda a un lado de los
paneles, andando en círculos y
vaivenes. Está solo a unos me-
tros y toda la escena transcurre
en cámara lenta. La observo por
un rato, entre el suelo y las pa-
redes, mientras echa chispas por
los ojos y habla sola. Hasta que
me ve.
—Oiga. Sí, usted, el joven de
patillas, acérquese.
—Dígame, señora Poroto.
—Oiga, acaba de llamar un vo-
cal de la Corte Suprema a la es-
cuela. El señor necesita un pro-
fesor de literatura para su hijo.
Justo salía a buscar a alguien y
mire: lo he encontrado a usted.
—O sea que así por así, señora
Poroto, como quien sale a com-
prar zapatos.
—¿Cómo?
—Nada, señora Poroto.
—Bueno, ¿le interesa o no?
Llamé al vocal dos días después
y le dije quién era. Me saludó
P
rofesor particular en Ventanilla
Blog - Columna
Por Francisco Izquierdo Quea
http://www.elhablador.com/blog/2011/07/11/segregacion-n%C2%B0-1-3/