Eduardo Milán nos dice que la poesía latinoamericana y particularmente la mexicana tendría, por defecto, un lenguaje con demasiado nítido perfil; es decir, el que refleja un yo enfático o ingenuamente persuadido de su valiosa identidad

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Poética mexicana contemporánea

por Pedro Granados
 
 

Poética mexicana contemporánea es el título de un volumen editado por Víctor Toledo en Puebla (BUAP, 2000). Interesantísimo libro que funciona como vitrina tanto de lo que se especula es la poesía de México hoy en día como de los propios crítico-poetas —nativos o avecindados en el país— que también ahora mismo son quizá sus autores más representativos. Los invitados por Toledo a colaborar han sido: José Pascual Buxó (España, 1931), Jaime Labastida (Sinaloa, 1939), Eduardo Milán (Uruguay, 1952), Vicente Quirarte (Ciudad de México, 1954), Javier Sicilia (Ciudad de México, 1956), Víctor Sosa (Uruguay, 1956), José Homero (Veracruz,1965), Ernesto Lumbreras (Jalisco, 1966) y Jorge Fernández G. (Ciudad de México, 1965). Como a simple vista podemos apreciar, y después tendremos oportunidad de comprobar, el editor aclimata voces de promociones distintas y de tendencias, diríamos, también disímiles. Mas, para sorpresa del lector, no permite que éste saque sus propias conclusiones una vez leídas las opiniones y los poemas de los antologados, sino que se encarga de colocar —justo inmediatamente después de la “Introducción”— un “Breve semblante de cal y canto”, donde intenta advertirnos de lo que vendrá luego. En este sentido, este libro es también una marquesina de las ideas del mismo Víctor Toledo (Veracruz, 1957).

José Pascual Buxó y Jaime Labastida, intelectuales de amplia trayectoria, constituyen algo así como los veteranos en esta selección. Como Octavio Paz, aunque con matices diversos, ambos aparecen finalmente inmersos en la tradición del poeta romántico. Sin embargo, entre los dos es Labastida el más elocuente y, de esta manera también, el que se expone más a la crítica. A una pregunta de Clemencia Corte (alumna de Víctor Tirado en la Maestría de Literatura Mexicana en la BUAP), “¿qué poetas han sobresalido en los últimos veinte años?”, Labastida contesta del modo siguiente: “[En vistas a reeditar una antología] me he puesto a revisar los poemas que puedan sostenerse en el mismo plano de igualdad con poemas como “Muerte sin fin” o “Primero sueño” de Sor Juana, y debo decirles que no encuentro ninguno” (51). Tal declaración, es obvio, aunque no deje de ser una respetable opinión, cae por desproporcionada y, sobre todo, por descontextualizada. Mas son otros también los exabruptos; sobre todo aquellos que revelan, por último, ignorancia, desinterés o desdén sobre lo que escriben los más jóvenes: “¿Qué es lo que ocurre entonces con la poesía de hoy? [se pregunta Labastida a sí mismo] La poesía es exclusivamente lírica, ya no hay épica, ya no narra; se deja a la prosa la función de narrar” (53), lo que revela una supina falta de información sobre la hibridez discursiva de la poesía de ahora mismo. O esta otra: “Lo que está haciendo mi buena amiga Griselda Álvarez ahora, poner en sonetos los artículos de la Constitución, no es poesía. Yo le dije a ella que no lo hiciera, pero en fin, lo está haciendo. Eso no es Jurisprudencia ni poesía” (61), lo que muestra una concepción autoritaria de la crítica y una idea esencialista de la literatura, que pasa por alto cosas tan elementales como la teoría de la recepción o la práctica de la experimentación que, al menos desde la vanguardia, es el pan de cada día en la literatura contemporánea.

Y así, podríamos continuar brindando más ejemplos de megalomanía y desubicación, como esta perla: “Hace mucho tiempo me ha llamado la atención el hecho de que en América Latina, a diferencia de México […], hay poetas que a los veinte años anuncian ser genios, a los treinta se reducen a ser solamente hombres de talento y a los cuarenta son mediocres” (63). Si está hablando, sólo por poner un caso, por ejemplo, del Perú —cuya poesía, por lo menos en el siglo XX, no es nada desdeñable a nivel continental—, pareciera ya de mala intención soslayar el absoluto privilegio, en cuanto apoyo del Estado y de otras instituciones como los municipios, que tienen los escritores mexicanos respecto a sus pares peruanos; esto sin admitir que dicho fenómeno sea verificable en un poeta de vocación auténtica y sin profundizar en cuál es el resultado final de la intervención estatal en México; es decir, cuál, en este hipotético caso, de las poesías entre ambos países resulta ser la mejor.

Pasando a la generación del 80 —Eduardo Milán, Vicente Quirarte, Javier Sicilia, Víctor Sosa y el propio Víctor Toledo—, el asunto se hace un poco más complejo por el mejor y más variado enfoque de lo contemporáneo en poesía y, además, por las polémicas implícitas y explícitas entre estos críticos-poetas, particularmente entre el editor de este libro y Eduardo Milán. En aquel “Breve semblante de cal y canto”, Toledo arremete diciéndonos de Milán: “Fue un gran crítico (sobre todo con su participación en la revista Vuelta de los años ochenta) […]. El problema está, últimamente, entre un mal filosofar y un poetizar venido a menos, que da como resultado un escolasticismo neobarroco” (17). Nosotros, sin necesariamente escamotear propiedad a este juicio sobre Milán como crítico (1), no creemos que haya sido oportuno darlo por parte de Víctor Toledo, porque pasa como si fuera un “golpe bajo”; además, porque soslaya algunos interesantes aportes del periodista uruguayo. A nuestro entender, éstos radican fundamentalmente en su crítica oblicua a la poesía contemporánea mexicana e, indirectamente también, quizá a escritores como el propio Víctor Toledo. Primero, al elucubrar sobre la importancia de Nicanor Parra para la poesía latinoamericana de nuestros días: “Esa especie de crítica incisiva de Parra al ser del poeta, al estatuto”(82); segundo, al recordarnos que, según John Keats, “los poetas no tienen identidad” y que para Rimbaud “yo es otro” (82) y, tercero, en su respuesta a la pregunta “Usted dice que la poesía del siglo XX tiene una condición femenina, ¿puede explicarlo?: “El problema de esa femineidad aquí trasciende lo genérico sexual, en el sentido de romper la barrera de la interferencia que significa la interferencia del ego (sic) [que, según José Ángel Valente, no es propicia para el acto místico o poético]” (94). En definitiva, Milán no haría sino decirnos que la poesía latinoamericana y particularmente la mexicana tendría, por defecto, un lenguaje con demasiado nítido perfil; es decir, el que refleja un yo enfático o ingenuamente persuadido de su valiosa identidad (2). Ahora, y ya que Toledo hace explícita —a través de su “Breve semblante de cal y canto” y su reseña a un poemario de José Homero, poeta declaradamente lírico—, digamos, su preferencia por una poesía de corte ético y neorromántico (3), también le caería el guante lanzado por Eduardo Milán.

Entre los otros representantes de la generación del 80 —Vicente Quirarte, Javier Sicilia y Víctor Sosa—, encontramos que, en general, tienen un concepto neorromántico de la poesía y una alta idea —diametralmente opuesta, por ejemplo, a la de Nicanor Parra— del poeta y de su función en la sociedad o, al menos, una idea melancólica de que aquello está en crisis o irremediablemente perdido. Claro, en todo esto, unos con más énfasis que otros. Para Quirarte, la poesía (y los poetas) es cofradía, milicia, perpetua adolescencia, esfuerzo y milagro, “inexplicable forma de felicidad que significa ser traspasado por el rayo y rendir testimonio de esa muerte” (113). Sicilia va incluso más lejos al conectar, de modo más insistentemente que el propio Octavio Paz, poesía con religión: “En la poesía el mundo recupera su sacralidad y su infinito, y nuestra lengua su condición espiritual: el mundo y el hombre no son esto o aquello, sino el ser en su misteriosa trascendencia” (136).

Frente a ambos, la posición de Víctor Sosa, sin ser menos romántica, resulta —sobre todo en comparación con Sicilia— un poco más especulativa. El título de su ponencia reza: “Cambiar la vida (Rimbaud, las vanguardias y la posmodernidad)”; de este modo, piensa que en nuestros días el “sueño ha terminado” y que ya “no hay Abisinias donde reclinar la cabeza, porque ahora el presente es perpetuo y la metafísica ha sido expulsada de la república posmoderna” (165). Mas, sobre todo en su exposición sobre el vacío, queremos leer que va más allá de Paz. Esto es, y no por mejor o peor, su pensamiento no se instala ya en una sociedad preindustrial —edén del romanticismo y del surrealismo— y asume, en su defecto, plenamente la nuestra: la del escepticismo y la carencia. Tratando de explicar el título de uno de sus libros, Sunyata, Sosa nos ilustra: “La física contemporánea, la física moderna, a partir de la mecánica cuántica, coincide con los postulados orientales en el hecho de que nos descubre nuevamente que el mundo está hecho de vacío […] de alguna manera somos un gran vacío” (179). A partir de aquí, aunque figurativamente, estamos a sólo un paso de un gesto crítico muy contemporáneo y no menos polémico. Es el que lidera en nuestros días la obra de Ricardo Piglia, para quien, en resumidas cuentas, el marco mayor de la literatura no es describir lo que de real tenga la ficción, sino lo que de ésta tenga la realidad. Inspirado en la obra de su compatriota Jorge Luis Borges, el punto de vista de Piglia asume la ficción —no la minuciosa realpolitik— como el objeto fundamental de la crítica literaria; hecho que le cuestiona al crítico (y también al poeta) pensar y escribir como si uno estuviera haciendo constantemente el papel de ministro del Interior. Le exige, más bien, abrirse a la conciencia de que la realidad —empezando por el propio sujeto que ejerce la crítica— está atravesada de ficciones; de que, por ejemplo, el Estado es un surtidor de ficciones, y allí se juega el concurso del intelectual frente al poder y a cualquier tipo de manipulación. Obviamente, este gesto tampoco tiene sólo de Borges, sino también de cierto tipo de distanciamiento crítico inspirado en la obra de Bertolt Brecht e influenciado por la deconstrucción de Jacques Derrida y la psicología de Jacques Lacan; todo esto por aquello de obligar al crítico a mirarse ante el espejo, a tratar de reconocer la carpintería previa a su discurso e involucrarse en el hecho de que finalmente él mismo es también un ente de ficción.

 

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