Nº22
revista de literatura
 
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reseña    

Augusto Higa Oshiro

 

Gaijin

Lima: Animal de invierno, 2014.

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Gaijin o la verdad revelada a los parias

La obra de Augusto Higa presenta dos etapas bien definidas. Por un lado, aquella que incluye los libros de cuentos Que te coma el tigre (1977) y La casa de Albaceleste (1987), junto a las novelas Final del Porvenir (1992) y Japón no da dos oportunidades (1994), que lo establecieron como un referente en el medio literario peruano. Por otro lado, la que surge tras el cambio de siglo, que brinda nuevos aires a su proyecto, e incluye La iluminación de Katzuo Nakamatsu (2008), Okinawa existe (2013), cuentario ganador del premio José Watanabe Varas del año anterior, y la recientemente publicada Gaijin (Animal de invierno, 2014).

Los libros de esta segunda etapa, además, como bien puede deducirse de los títulos mismos, comparten un interés similar: a grandes rasgos, exploran la condición del “sujeto japonés” en un espacio nacional que, en el mejor de los casos, se muestra ambivalente con él, pero que en general suele serle hostil. Desde puntos de vista distintos, los tres libros muestran cómo este sujeto migrante se relaciona con otros grupos sociales, en qué medida preserva desde la memoria su propia cultura, y cómo, con todo ello, construye su identidad.

En Gaijin, por ejemplo, el personaje principal, Sentei Nakandakari, está convencido de que la única forma que realmente posee para integrarse a la sociedad peruana, que lo rechaza con insistencia, es adquirir poder económico. Este hombre que, “como tantos y como muchos”, atravesó el Pacífico en 1923, contratado como bracero para las haciendas norteñas, decide trasladarse a Lima, trabajar de forma incansable en esta ciudad y, con ello, ascender socialmente. Aunque este ascenso no le brinda mayores satisfacciones íntimas, es consciente de que es el punto de partida para dejar de ser “un insignificante”, “un tipo al que no se le concede importancia”, “un cualquiera” (10).

En esta novela corta, sin embargo, Higa parece interesado en llevar al límite la condición marginal del personaje. Si bien Nakandakari consigue, desde el punto de vista estrictamente económico, hacerse de un estatus (posee un sólido bazar en el Mercado Central y un burdel en Paruro que le reporta muy buenos ingresos), nunca consigue integrarse plenamente a su entorno. Los peruanos (“criollos”, “pardos”) se burlan de su inmoralidad y ambición. Los propios japoneses afincados en Lima, por su parte, desaprueban los medios que ha utilizado para conseguir dicho ascenso. Son conscientes de que las conductas de Sentei revisten de oprobio a toda su comunidad, como si se tratara de “el inicio de un cataclismo, sin que nadie lo pudiera evitar, de lamentables consecuencias para nosotros” (13).

Esta no-integración a su propia comunidad y al espacio nacional acentúa su condición de extranjero (a lo que remite la palabra japonesa gaijin). Condición que genera en el personaje un hondo desasosiego, que al inicio él logra controlar con actitud imperturbable –“abstracto, duro, sin latirle el corazón” (9)–, pero que poco a poco lo van minando (se enferma y sufre de terribles pesadillas), hasta conseguir acabar con él (pierde la razón y muere abandonado). La novela se insinúa, en este punto, como la reelaboración mítica de un hombre que, pese a su determinación, no consigue sobreponerse a las fuerzas que lo exceden –los prejuicios sociales, los procesos históricos, por ejemplo.

No obstante, la riqueza de Sentei Nakandakari no reside en esta especie de determinismo. Quizá lo más valioso del mismo sea la clara conciencia que posee del sinsentido de la vida. Este personaje, un poco a lo Katzuo Nakamatsu, parece haber accedido a una verdad privilegiada: no importan las relaciones que cree ni el status al que acceda ni la pasión que le insufle a todo aquello que realice, nada dotará a su vida del sentido esencial, nada lo hará recuperar cierta armonía con el mundo. Esta visión descarnada, contrario a lo que podría suponerse, no lo lleva a la locura, por lo menos no al inicio, sino a una especie de superioridad moral frente a los demás.

Este descubrimiento lo ayuda a resistir todas las fatalidades a que lo arroja su condición de extranjero. Ellos lo desaprueban por romper con las convenciones; él los deprecia porque no han comprendido, como él, que dichas convenciones no le otorgan a la vida mayor sentido del que apenas posee. Por ello, a lo largo de la novela, Sentei es descrito como un hombre arisco, huraño, inconmovible, sin que nadie logre descubrir a qué se deba, tal como se precisa en los capítulos V y VI, respectivamente: “ante esa mirada sorda, nada era posible, fatalista y congénito permanecía irredimible, sentado como una estatua” (36), “observaba el gentío, sin asomo de horror, ni siquiera consternación, en todo caso, inanimado, inerte, apertrechado entre la multitud, puesto que nada importaba, nada interesaba” (47).

Ahora bien, para llevar a cabo todo ello, Higa hilvana una prosa funcional a la profundidad sicológica del personaje (verbigracia, intercala oraciones cortas con otras de muchas subordinadas, descripciones ricas en adjetivos), que alcanza puntos muy altos de belleza. Describe del siguiente modo el deseo que despierta en Sentei la cercanía de una mujer: “Y en todo caso, ella, Misha Arango, como nunca, libraba su risa pajarina, y en su ardorosa espalda, la cabellera lozana emanaba un efluvio de mistura” (26). Asimismo, señala así su actitud:

“Naturalmente, Sentei Nakandakari observó indiferente, sin ninguna aspereza, como si regresara del sueño, sonrió amable, pues no tenía designio, ni ninguna resolución, ni dirección alguna, y era como una piedra cansada, sin que nada importara, en la terrible inutilidad de las cosas” (52-53).

Todos estos recursos estilísticos, que caracterizan ambas etapas de la obra de Higa, le brindan a la lectura de Gaijin un ritmo trepidante. Como bien se ha señalado, la novela “parece avanzar por medio de descripciones más que por acciones” (Miguel Hernández). Esto se debe, quizá, a que existe un interés por brindar a la narración un tono mítico, de resonancias legendarias. Asimismo, a que los sucesos en torno al personaje principal, acaecidos entre las décadas del 30 y 40, sean referidos por una voz que no busca “reconstruir” una acción narrativa sino más bien “referir” una serie de sucesos que ha heredado del pasado, que forman parte de la memoria colectiva de la comunidad japonesa.

En este punto, tal vez resulte necesario considerar dos aspectos técnicos de la novela. Por un lado, el narrador de la historia es presentado en los seis primeros capítulos como una voz colectiva (“en la medida en que nos agobiaba la campaña antijaponesa, 20”). Sin embargo, su identidad es revelada y personalizada de este modo en el capítulo VII: “Mi propio padre Ryochi Onaga se defendió intrépido, pero sucumbió ante la barbarie” (55). Este tránsito de la persona plural a la singular, sin embargo, en lugar de fortalecer la narración, es decir, de esclarecer la figura del “testimonio” que se busca dar, va en detrimento de un tono mayor, colectivo, que en todos los pasajes anteriores proveía a la novela de resonancia míticas.

Por otro lado, el ritmo trepidante que se alcanza hasta el capítulo VII, en lugar de discurrir con naturalidad hacia el siguiente, parece cortarse con cierta violencia. Hasta el momento, se es testigo del ascenso económico de Sentei Nakandakari, y asimismo, del descalabro interior a que lo ha sumido el abandono íntimo de su comunidad y su entorno. El capítulo VIII empieza con la afirmación de que “los negocios marchaban espléndidos” (59), luego refiere la influencia en el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, lo cual lleva a la locura y posterior muerte del personaje, y esto resulta más bien poco desarrollado y abrupto. En este sentido, la novela no cierra por desgaste sino más bien con un recurso ajeno, en parte, a ella.

Pese a esto último, Gaijin es una novela de un estilo rico en figuras y funcional a sus personajes, cuyo mayor acierto, entre otros, consiste en mostrar, a través del ascenso y caída de este paria llamado Sentei Nakandakari, la potencia de una verdad revelada. ¿Podría el hombre aceptar la vacuidad de su vida y, pese a ello, seguir bregando sin volverse loco? Augusto Higa ha construido una novela que entrega al lector todas las herramientas para resolver este misterio por sí mismo.

 
 
 
©Lenin Heredia Mimbela, 2015
 
 

Lenin Heredia Mimbela (Piura - Perú, 1987). Bachiller en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde actualmente cursa la maestría en Escritura Creativa. Ha colaborado con cuentos y artículos críticos en diversas revistas del medio. En 2014, publicó La vida inevitable, su primer libro de cuentos.

 
 
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