Nº 20
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Nurerdín-Kan (1872), primera novela sobre la inmigración china al Perú

 

No hay donde al chino no le halles,
Desde el ensaque del guano,
Hasta el cultivo en los valles;
Desde el servicio de mano,
Hasta el barrido de calles
.
(Juan de Arona 1971: 89)

 

1. Introducción

La inmigración asiática fue el resultado de un cuestionado tráfico de súbditos chinos que llegaron a diferentes territorios del planeta para desempeñar labores de semiesclavitud. El arribo de cien mil chinos al Perú entre los años 1849 y 1874 constituyó el marco central de la recuperación económica del sector agroindustrial y del incremento de la recolección de fertilizante en las islas guaneras, pero también se les confinó a la construcción de ferrocarriles y a la actividad doméstica de las familias criollas. La larga travesía que experimentaron los chinos en bergantines portugueses e italianos concluyó en el arribo al puerto del Callao para trabajar en las áridas colinas norteñas. Las haciendas y plantaciones azucareras fueron el destino final de miles de ciudadanos asiáticos que vieron en sus largas faenas agrícolas el fin de sus días o el irrefutable destino en un país lejano e incomprensible para ellos.

Si bien la introducción de los chinos se realizó en medio de una inhumana relación de trabajo, su aporte a la cultura peruana ha sido más que significativo. Desde la cultura culinaria, pasando por la medicina y las contribuciones científicas hasta las artes plásticas, resulta paradójico, sin embargo, la relativa ausencia de personajes asiáticos en la literatura peruana y menos aún los estudios dedicados a la cultura chino-peruana. Son contados los autores de origen asiático que han creado una obra literaria fecunda, porque solo a partir de la segunda mitad del siglo pasado hemos sido testigos de la presencia de poetas como José Watanabe o narradores como Siu Kam Wen o Augusto Higa. Nuestro interés radica por ello en acercarnos a la que sería la primera novela que registra el arribo de los chinos al Perú: Nurerdín-Kan (1872).

Sorprende, en efecto, que la cultura sino-peruana haya tenido poca relevancia para artistas y escritores, a pesar de que se observa su presencia tenue y fugaz en algunos fragmentos de poemas, narraciones o piezas de teatro. Resulta más que un cliché afirmar, en ese aspecto, que el chino peruano merece un espacio de vital importancia en las letras y las artes peruanas, pero es necesario por ello mismo rescatar una que otra creación literaria que refiera las andanzas de este importante sector de peruanos. Las novelas han servido en muchos casos no solo para definir el marco cultural de las naciones, sino también para construir identidades a partir de un discurso que tuviera como eje a un individuo y su entorno étnico y social. Bajo este paradigma, el marco discursivo de la identidad sino-peruana a partir de un modelo literario nace con Nurerdín-Kan.

Nurerdín-Kan apareció sin firma y a manera de folletín en el semanario El Correo del Perú, en la edición correspondiente al año 1872, y ocupó veintiséis números entre los meses de enero y julio. Este semanario era dirigido por el periodista y dramaturgo trujillano Trinidad Manuel Pérez, integrante de la Bohemia limeña de mediados del siglo XIX y conspicuo admirador de la novedosa tradición literaria de la capital. Por sus páginas aparecieron los más importantes poetas, dramaturgos y periodistas peruanos y latinoamericanos de la época como: Ricardo Palma, Manuel González Prada, Teresa González de Fanning, Juana Manuela Gorriti, Mariano Amézaga, Luis B. Cisneros, Constantino Carrasco, Francisco de Paula González Vigil, Francisco García Calderón, Eugenio Larrabure y Unanue, Francisco J. Mariátegui, Juan A. Ribeyro, Carolina Freyre de Jaimes y la española María del Pilar Sinués de Marco, entre otros.

La presencia asiática en el Perú se remonta a 1849, cuando las primeras embarcaciones procedentes desde el puerto de Macao (entonces importante colonia portuguesa) arribaran a las costas peruanas con miles de inmigrantes chinos. A continuación expondremos algunas líneas generales sobre el proceso de la inmigración china, su recepción dentro de los sectores criollos y el discurso periodístico y académico de finales del siglo XIX e inicios del XX.

 

2. La inmigración china al Perú: aspectos histórico-culturales

2.1. La presencia de los culíes en el Perú: breve reseña histórica

El arribo de los primeros inmigrantes chinos al Perú entre los años 1849 y 1874 constituyó el marco central de la recuperación económica del sector agroindustrial y del incremento de la recolección de fertilizante en las islas guaneras, pero también se les confinó a la construcción de ferrocarriles y a la actividad doméstica en la cocina de las familias criollas. Miles de súbditos del celeste imperio se vieron obligados entonces a arribar a nuestras costas, alejados de sus familiares y de su patria en busca de un futuro a todas luces incierto. Sin embargo, los consignatarios peruanos se encargaron de embaucar a centenares de campesinos pobres en la región de Cantón y regiones próximas con la estrecha colaboración de comerciantes portugueses, quienes desde el puerto de Macao, entonces colonia lusa, se especializaron en el tráfico de inmigrantes asiáticos. Macao era a mediados del siglo XIX una rica ciudad de estilo europeo, que contaba con palacetes, fuentes de agua y salas de juego que constituían una verdadera atracción para los comerciantes y contrabandistas venidos de la China continental (Trazegnies I, 37-38). Muchos de los apostadores que gastaban sus fortunas o lo poco que tenían en estas salas eran engañados por los traficantes, quienes les aseguraban que podían hacerse ricos en lejanas tierras si se aventuraban a cruzar el oceáno. Sin embargo, el imperio de las flores venía experimentando una crisis política y económica desde el siglo XVIII, la cual se agudizó bien entrada la siguiente centuria, obligando a campesinos y comerciantes pobres a enrolarse voluntariamente en las embarcaciones extranjeras (Trazegnies II, 72-75).

Una vez reunidos los consignatarios y el capitán de cada barco, conducían a los chinos a las oficinas para que firmaran un contrato, suscrito en chino y en español, el mismo que detallaba el propio deseo del inmigrante asiático a embarcarse con destino al puerto del Callao y someterse libremente a las órdenes de un hacendado costeño(1). Watt Stweart asegura que “el contrato primitivo que permitía a [Domingo] Elías y [Juan] Rodríguez traer culíes(2) estipulaba que los chinos debían servir a su patrón o amo por un periodo de cinco años a partir de la fecha del contrato descontando el tiempo de enfermedad” (30). La travesía se realizaba en bergantines o fragatas y duraba cuatro meses, donde los chinos eran hacinados en el entrepuente, que casi siempre “ocupaba todo el largo del barco, tenía casi dos metros de altura; lo que cuando menos permitía estar de pie” (Trazegnies I, 77-78). Indudablemente la alimentación repartida para los culíes no era la mejor y muchos de ellos murieron de hambre o por enfermedades; era previsible entonces que ocurrieran motines y levantamientos durante el trayecto, originando que los chinos rebeldes fuesen cruelmente castigados(3). Incluso, se sabe que muchos culíes prefirieron suicidarse antes que continuar el trayecto. Por desgracia, enfermedades como la disentería o hidropesía diezmaron a gran número de los inmigrantes; así, por ejemplo, se conoce que en la travesía de la fragata francesa Enrique IV murieron ciento cuarenta y dos culíes de los cuatrocientos cincuenta y ocho que originalmente partieron (Rodríguez 1984: 68).

El arribo de las embarcaciones a puerto del Callao despertaba el interés inmediato de los hacendados, quienes se aproximaban hasta la cubierta para ver a los chinos que habían solicitado previamente. Se sabe que los culíes que lograban sobrevivir a la travesía llegaban en pésimas condiciones; incluso, “se les ve flacos y escuálidos —aun los más robustos de ellos son a veces un costal de huesos” (Stewart 74). Una vez realizado el desembarco, que por generalmente tomaba 48 horas, e inspeccionados todos los papeles a cargo, se procedía a la venta de los inmigrantes, los cuales eran ofrecidos a un promedio de 420 soles (75). Muchas veces se procedía a una subasta, para lo cual el chino usaba su mejor vestimenta y se le entregaba una frazada, un cajoncito y una olla de fierro para cocinar (76). Sin embargo, el traslado de los asiáticos hacia las haciendas o islas guaneras no estaba exento de violencia hacia los inmigrantes, quienes eran atacados, golpeados e insultados. La población limeña de entonces, en su mayoría clases empobrecidas y afrodescendientes, era bastante hostil contra los recién llegados, a tal punto que “No faltaban mataperros(4) gritando ‘chino Macaco’ al paso de la extraña procesión de hombres amarillos y de ojos rasgados” (77).

Sin embrago, dado que la esclavitud africana y el tributo indígena fueron abolidos cinco años después del arribo de la primera embarcación chinera, ¿a qué respondía entonces semejante trata? Al respecto, muchos terratenientes y políticos peruanos, entre ellos el potentado latifundista iqueño Domingo Elías, promovieron una serie de leyes para importar inmigrantes que trabajaran la tierra, como consecuencia de —argumentaban ellos— la falta de brazos(5). Por ello, la llegada de chinos a Cuba fue la excusa perfecta para importar culíes al Perú. Fue así como el 17 de noviembre de 1849 se promulgó la ley de inmigración asiática que facilitaba la importación de colonos chinos que otorgaba una compensación económica a quienes introducían al menos 50 culíes en una embarcación (Trazegnies II, 85). No obstante, fue el propio Elías quien logró que 75 inmigrantes arribaran al puerto del Callao un mes antes de que se suscribiera dicha norma. En efecto, la embarcación Frederic Wilhelm (Federico Guillermo), de bandera danesa, arribó al primer puerto el 15 de octubre de 1849, con lo que se oficializó definitivamente la importación de chinos culíes al Perú.

Las haciendas y plantaciones azucareras fueron el destino final de estos colonos que debieron soportar el maltrato y la explotación de hacendados, capataces, ex esclavos y hasta chinos, quienes vieron en estos inmigrantes el refuerzo a la ausencia de brazos que padecía la agricultura nacional decimonónica. ¿Pero en qué consistía exactamente el contrato firmado por los culíes? Rodríguez Pastor sostiene que estaban obligados a laborar en un latifundio o plantación durante ocho años a cambio de un salario que llegó a alcanzar los 400 pesos al inicio de la década de 1870(6). Además, el administrador estaba obligado a darles ropa dos veces al año y una frazada cada año, brindarles atención médica, satisfacer su hambre con carne y pescado y libra y media de arroz (1989: 39). Cabe advertir, por ello, que si bien las enfermedades no lograron diezmar a la población asiática en los latifundios, los administradores y amos no entendieron del todo que mantener la salud de los chinos era primordial para sus intereses económicos. Generalmente la atención brindada a los asiáticos fue oportuna cuando los síntomas eran demasiado graves; pero si el dolor era tolerable, los administradores dejaban pasar la enfermedad; como consecuencia de ello, muchos chinos agravaban su estado de salud y al poco tiempo fallecían (Rodríguez 1984: 157). Los registros en las haciendas dan cuenta de distintos tipos de enfermedades, pero las más comunes eran el paludismo, tuberculosis, sífilis, tercianas e hidropesía (158-159). Casi siempre el médico del pueblo más cercano se hacía cargo de la salud de los orientales, pero en la mayoría de los casos el propio administrador velaba por la salud de los culíes; incluso, era más que probable que los chinos apelaran a su acostumbrada solidaridad para cuidar de los enfermos (158).

A diferencia de los esclavos negros, cuya situación obedecía a una esclavitud per se, los chinos gozaban de la libertad de dejar la hacienda una vez terminados los ocho años obligatorios o permanecer en esta, a manera de una recontrata(7). Esta última consistía en seguir realizando las faenas establecidas en el contrato, sin documento alguno que lo avalara, y por un período de entre seis meses o dos años como máximo. El mismo autor asegura que muchos culíes conocían sus derechos como trabajadores en las haciendas y hasta presionaron a sus patrones para hacer cumplir el fin de la contrata (1989: 40). Además, se establecía, bajo control estricto del dueño del latifundio, que el pago debía hacerse por adelantado (44-45). Muchos culíes aprovecharon este sistema para recontratarse hasta ocho veces, pues era en este estado en que podían guardar mayor cantidad de dinero, por cuanto recibían su salario directamente sin la intervención de un intermediario (45).

Pablo Macera, en su agudo estudio sobre las plantaciones azucareras, considera otros aspectos que influyeron en la importación de culíes como su disponibilidad a trabajar más horas en las faenas agrícolas, en comparación con los proletarios criollos o mestizos que laboraban menos días e, incluso, descansaban los domingos (191-192). Si bien la alimentación de los chinos fue bastante precaria, ello no constituyó un impedimento para que dejaran de realizar sus obligaciones en las haciendas. Macera recalca que, a pesar de todas estas desventajas, los chinos laboraban más que varios jornaleros libres; ello habría despertado la desconfianza de los otros grupos étnicos. El historiador agrega que la esperanza de vida de los chinos durante el siglo XIX fue bastante baja, pues se registró “una mortandad de 45%” (227). La faena en las haciendas comenzaba a las cuatro de la madrugada. A esa hora hacían su aparición el amo del latifundio y el administrador en el galpón(8) donde eran esperados por el chino caporal, quien obligaba a los culíes a salir de sus literas. Tras pasar revista y comprobar que ninguno se hubiera fugado, el caporal, látigo en mano, les entregaba picos, palas y una ración diaria de alimentos (Trazegnies I, 135). Era común el uso del cepo, azotes, la cárcel, el encierro en los galpones y hasta la ejecución de aquellos culíes que se resistieran a realizar las labores agrícolas (Rodríguez 1989: 35). Como respuesta a tales castigos, muchos optaron por el suicidio a fin de encontrar consuelo en la otra vida. Era preferible, en suma, cualquier salida frente a la humillación de ser azotado, encarcelado, contraer enfermedades o el compromiso de deudas no contraídas (85).

Pero el suicidio no fue la única alternativa empleada por los asiáticos; muchos de ellos llegaron a asesinar a los caporales y administradores de las haciendas. Watt Stewart recoge una misiva que dirigiera el cónsul de los Estados Unidos, D.J. Williamson, al secretario de Estado de ese país el 2 de setiembre de 1870 en que se da cuenta de horrendos acontecimientos en la hacienda Upacá de Pativilca (Lima):

La primera asonada se dio en la hacienda de H. Canaval, en Upacá, donde trabajan unos 500 culíes. Un tal señor Ballesteros había llegado de Lima con la remesa; enterados los domésticos, difundieron la noticia entre sus paisanos. Mientras el señor Canaval y el Sr. Ballesteros en compañía de otros dos señores, apellidados Antonio Dávila y el Dr. Pareja, estaban comiendo, irrumpieron por varias puertas un número de chinos armados con pistolas, cuchillos y machetes que procedieron a masacrar a los comensales, luego saquearon la casa, robaron cincuenta caballos, organizaron un escuadrón montado, que se encargó del pillaje; sumaban entonces unos 600 hombres (Stewart 103-104).

Rodríguez Pastor enumera diferentes causas que habrían originado el levantamiento de los asiáticos contra la administración terrateniente como: encierros durante todas las noches, exigencias constantes en las labores agrícolas, abstinencia sexual obligatoria, estar ubicados en un país que solo conocían los alrededores de las haciendas, rechazo a su cultura, consumo de opio, alcohol y coca, etc. (1989: 88-89). El autor indica también que muchos de estos crímenes fueron planificados de manera previa, pero otros surgieron intempestivamente, como consecuencia de los chicotes aplicados por los chinos caporales. Como es evidente, los criminales eran castigados inmediatamente con azotes, encerrados o hasta ejecutados. Esta última opción, sin embargo, era la menos usual, porque al pagarse una suma medianamente alta por cada culí y ante la falta de brazos para laborar en las haciendas, los administradores preferían el encierro temporal (90). Si bien la esclavitud africana había finalizado solo algunos años antes, la presencia de los culíes significó la apertura de una herida aún lacerante, que empujó a hacendados y empresarios guaneros a explotar a los miles de asiáticos que laboraban en el agro y en las islas. La respuesta a los abusos ya expuestos desencadenó tumultos y pequeñas revueltas, que aunque esporádicas despertaron el temor de los amos y administradores. Como es de suponer, el cimarronaje también existió entre los culíes, quienes, hartos de los excesos en las haciendas, optaron por escapar “alterando profundamente la organización interna” de los latifundios (100). En ciertos casos, el número de fugas aumentó considerablemente, lo que despertó la preocupación de los administradores. Sin duda, el control en las haciendas empezó a ser cuestionado, por lo que se acentuó la presión sobre los culíes que aún mantenían Rodríguez Pastor recalca que la Guerra del Pacífico posibilitó la fuga masiva de asiáticos, a tal extremo que en la hacienda Pampa Blanca el número de chinos fugados alcanzó el 45%. No obstante, el destacado antropólogo sostiene que durante todo el periodo de permanencia de los chinos en las haciendas el número de fugas fue bajo y hubo algunos que hasta aceptaron los abusos y maltratos ejercidos por los caporales, debido a que los mismos culíes sabían que una vez cumplidos los ochos años de permanencia quedaban libres de toda obligación laboral en el campo (104). Sin embargo, ¿cómo era la vida de un asiático tras haber huido del latifundio? En el mayor de los casos los chinos fugados eran encontrados y devueltos a sus amos, sufriendo castigos ejemplificadoras a fin de no incitar a otros a huir de sus obligaciones estipuladas en la contrata. Pero si el culí no era capturado podía hallar trabajo en una ciudad cercana, ya sea cargando agua o poniendo un pequeño negocio como encomenderías o fondas, y hasta conseguir mujer y tener familia (111).

De otro lado, el destino de los culíes en las islas guaneras no era menos promisorio. En efecto, la sobrecarga de trabajo en el recojo de las heces de las aves quizá no ha tenido entre los chinos la misma significación que la labor agrícola, pero los enormes tormentos que tuvieron que soportar fueron sin duda más crueles. Dado que la economía peruana había experimentado un crecimiento sin precedente gracias a la exportación de este fertilizante, el número de peones en las islas guaneras debía reforzarse; y en esa medida, la presencia de los chinos fue sin duda importante. Watt Stewart menciona que en 1854 un grupo de periodistas británicos denunciaron un caso de cruel explotación en las islas Chincha: “dos docenas de azotes los dejaban sin respiración y cuando los soltaban, al cabo de treintinueve [sic], después de dar unos pasos vacilantes, caían al suelo. Eran llevados al hospital y las más de las veces, si se recuperaban, se suicidaban” (87). La penosa experiencia de los culíes en estas islas se iniciaba con su arribo al puerto de Pisco, donde se establecía el sistema de endeudamiento o “enganche”, que consistía en entregar a cada trabajador ocho o diez pesos que luego les serían descontados de su sueldo (Méndez 10). Si bien la población trabajadora en las islas tenía una variada composición étnica, como chinos, esclavos, presidiarios, campesinos indígenas, chilenos, los primeros fueron incrementando su presencia con el transcurso de los años (13-14).

Cabe destacar que la explotación del guano se había iniciado en 1840, pero, ¿qué hizo posible el arribo de los chinos a las islas? Los asiáticos constituían mano de obra barata, pero además —como señala la historiadora Cecilia Méndez— el Estado había empezado a hacerse cargo de la extracción del fertilizante a partir de 1849, por lo que entabló negociaciones con el rico hacendado Domingo Elías para adquirir de este un importante número de chinos (13). Méndez añade que el salario otorgado a los asiáticos ascendía a ocho pesos mensuales, sin contar alimentación. En opinión de la historiadora, el trato a los chinos en las haciendas y en las guaneras fue igualmente tormentoso, solo que la labor en las islas recibió la atención de periodistas y viajeros (29); sin embargo, Stewart considera que el trabajo de recolección del fertilizante fue el más arduo e inhumano que debieron soportar los asiáticos (86). Por su parte, Rodríguez y Trazegnies se inclinan a favor de la posición de Méndez, pues ambos sostienen que los culíes sufrieron grandes maltratos en sus años de inmigración al Perú.

También es importante mencionar la presencia de chinos, aunque no menos numerosa, en la construcción de ferrocarriles. En efecto, debido a la significación que había dado el gobierno de Balta a la locomotora como nuevo medio de transporte, fue necesario el incremento de mano de obra. Llama la atención, al respecto, la posición de la prensa norteamericana sobre el trato dado a los culíes en los campamentos del empresario Henry Meiggs, a quien se le había asignado un importante grupo de asiáticos, pues en todo momento destaca el buen trato que estos recibían. En ese sentido, Watt Stewart recoge la impresión del científico estadounidense J.B. Steere, para quien los asiáticos estaban “robustos y contentos” (85). Una posición similar tenía el cónsul británico Thomas Joseph Hutchinson:

Pocas cosas durante mi viaje me dieron tanto gusto como la inspección que hice de los 480 ó 500 chinos que laboran en este campamento. Para dormitorio tienen un vasto galpón o cobertizo de madera, en realidad es una casa de madera, muy bien ventilada y cercada, con camas camarote como a bordo… me habían dicho ya que solamente en San Bartolomé habían visto chinos gordos. No es de sorprenderse porque los he visto a la hora de la comida deleitarse con abundantes porciones de arroz y carne… y todo indica aquí que los chinos no tendrían de qué quejarse si fueran tratados en todo el Perú como son tratados por los empleados del Sr. Meiggs (85-86).

No es nuestra intención juzgar si fue benigna la relación laboral entre Meiggs y los culíes, pues no contamos con las fuentes suficientes para acercarnos con mayor precisión, pero es innegable que decenas de asiáticos murieron durante la construcción del colosal proyecto ferroviario y hasta hoy pueden apreciarse las inscripciones en chino que dan cuenta de ello. Algunas fuentes mencionan que se necesitaron diez mil hombres para la construcción del ferrocarril central, de los cuales cinco mil eran culíes. Rodríguez Pastor precisa que fueron entre cinco mil y seis mil los chinos que llegaron al Callao en 1871 y 1872 para trabajar directamente en el tren Lima-La Oroya. Sin duda, ante semejante número de asiáticos a su cargo, Meiggs se convirtió en el mayor poseedor de chinos en el país, ya que su obra contaba con las mejores disposiciones de parte del Estado (2000: 50). Se sabe también que en los últimos años del tráfico de culíes se incrementó ampliamente el ingreso de inmigrantes, pues en solo cuatro años llegaron más de 25.000 individuos, es decir, la cuarta parte de todos los que arribaron desde 1849 (51). Es probable que al finalizar su trabajo en la obra de Meiggs, los sobrevivientes hubiesen podido integrarse a la vida urbana haciendo diferentes tipos de labores, pues contaban con algún conocimiento de ingeniería; sin embargo, se trata solo de conjeturas.

Un aspecto realmente interesante es la vida del asiático al terminar su condición de culí, tratando por todos los medios de insertarse dentro de la sociedad peruana. Frente al rechazo generalizado en las urbes costeñas, los chinos lograron consolidar su presencia en Lima como pequeños empresarios, estableciendo fondas, chinganas, encomenderías, servicio doméstico, comercio ambulatorio o pulperías (Yamawaki 75). Ya en mayo de 1859 el diario El Comercio daba cuenta de la presencia de asiáticos en la calle Capón, quienes vivían en condición de libres en los alrededores del mercado central de la capital, pero no se brinda un número preciso de los individuos que empezaban a formar el futuro Barrio Chino (Rodríguez 2000: 144). Los exculíes advirtieron de inmediato la alta concurrencia de personas al mercado, por lo que no dudaron en establecerse allí y formar un pequeño negocio. Se trataba de inmigrantes anónimos que buscaban un espacio donde desarrollar un modo de vida esperanzador, luego de los años de penurias soportados en las haciendas, islas guaneras o ferrocarriles.

La faena agrícola en las haciendas algodoneras y azucareras requería, en efecto, del mayor número posible de trabajadores, lo que desencadenó una ingente concentración de mano de obra y la rápida acumulación de chinos en las plantaciones costeñas. El número de jornaleros trajo consigo además la inmediata aparición de una cultura asiática en las ciudades donde se concentraba la población china. Fue así como los chinos empezaron a incrementar sus negocios en los alrededores del mercado central y ampliando sobre todo los establecimientos de comida en las calles aledañas. En seguida, veremos su recepción en el sector letrado criollo y en los sectores populares, para finalmente analizar su presencia en el discurso literario decimonónico.

2.2. Hegemonía criolla y subalternidad asiática

Como se había expuesto en el acápite anterior, el arribo de miles de chinos hacia las costas del Perú significó el alivio de la economía agroexportadora y de venta de fertilizantes; sin embargo, su rechazo por parte de la comunidad criolla hegemónica fue inmediato. El discurso excluyente de los sectores letrados limeños en el siglo XIX atribuyó cualidades negativas al asiático, recurriendo a una imagen de superioridad de una minoría esencialmente blanca como rechazo a la ausencia de inmigrantes europeos. Al poseer el dominio socioeconómico sobre los grupos subordinados, el discurso de dominación convierte a los últimos en súbditos (Weber 185). La consolidación de la comunidad étnica blanca dependía entonces de la representación discursiva de los sujetos subordinados, a través de caracteres que deslegitimaran su pertenencia a esa comunidad, estableciendo prejuicios xenófobos heredados o prolongando las “marcas de la esclavitud” (Velázquez 2005: 74) en los asiáticos. El rechazo a los chinos obedecía pues a la propia inferioridad adquirida por la comunidad hispánica colonial, en la medida de que los sectores criollos soñaban con colonos europeos arribando a las costas peruanas.

La mentalidad modernizadora de los hombres del siglo XIX propulsó la inmigración de personas de origen europeo para “la colonización de la Montaña” (García Jordán 963), pero esta no se hizo efectiva en vista de las magras condiciones que había propiciado el Estado peruano a fines de la década de 1830. Pero tras el arribo de los primeros inmigrantes chinos no fue del agrado de la minoría blanca. Ciertamente, la posición de los intelectuales criollos acentuaba los defectos de los recién llegados, temiendo las terribles consecuencias que traería consigo la continuidad de los rezagos de la esclavitud en el Perú. Como señala García Jordán, en 1856 el gobierno peruano se opuso tenazmente a mantener la trata de asiáticos y anuló la entrada de chinos: “Que la introducción de colonos asiáticos, a más de convenir al país por ser una raza degradada, va dejenerando en una especie de trata de negros, que puede continuar sin ultraje de la humanidad ni violencia de los principios de libertad e igualdad proclamados por el Gobierno” (965). Pero la situación económica del país obligó al Ejecutivo a mantener el ingreso de culíes a fin de continuar con los proyectos emprendidos por el Estado y el sector privado. No obstante, el gobierno de Castilla antepuso algunas razones para negar el acceso a los ‘colonos’ asiáticos: “… pervierten su carácter, degradan nuestra raza e inoculan en el pueblo y especialmente en la juventud, los vicios vergonzosos y repugnantes de que casi todos están dominados” (966).

Esta caracterización de los fenotipos asiáticos resultaría del desconocimiento del sector dominante ante la cultura y conducta de los chinos; de allí que el modelo discursivo con que se construye a los inmigrantes proceda de categorías radicalmente opuestas a las del sector hegemónico, en su intención de condenar su interacción con los demás grupos sociales existentes en el país. El temor que generan los culíes en los sectores dominantes obedecería acaso al propio temor que generó en su momento el levantamiento de los afrodescendientes en las haciendas o el constante estado de disturbio que provocaban los indígenas a lo largo del periodo virreinal. Al respecto, Teun van Dijk sostiene que “el discurso político, la cognición y la toma de decisiones no son independientes ni autónomos, sino que interaccionan de múltiples maneras con los de otras élites y, además, con otras modalidades de xenofobia más extendidas y populares” (156). El discurso modernizador de la élite se amparó en el cientificismo, por cuanto necesitaba de una base ideológica que orientara su cimiento en separar al hombre civilizado del bárbaro y “preconizó la construcción de una nación culta, civilizada y con características similares al resto de países desarrollados” (García Jordán 968).

Así, por ejemplo, José Antonio de Lavalle, diplomático, escritor y colaborador de La Revista de Lima, ironiza las cualidades del sujeto asiático y condena la interacción de razas, porque es “dado a vicios solitarios y contra natura, rara vez se mezcla con las otras razas, y cuando lo hace, produce seres cuya parte moral e intelectual aún no han podido observarse en el Perú; pero qué físicamente son monstruosos” (Del Castillo 176-177). Lavalle cuestiona la interacción del asiático con los demás grupos sociales anteponiendo códigos transgresores que deslegitiman su presencia en la urbe. Dichos códigos están relacionados con la fealdad y la deformación de los valores humanos, pues su sexualidad contaminaría a los otros sujetos con quienes interactúa. Añade que la debilidad del chino constituye una razón para prescindir de su utilidad como fuerza de trabajo en las haciendas costeñas: “… el chino es más sumiso que el negro: lo es también que el chino es más hábil que el negro, para cierta clase de trabajos que demandan prolijidad y esmero; pero es innegable que es mucho menos robusto, mucho menos enérgico, y mucho menos capaz de amoldarse a la civilización del país” (176). No cabe duda que el proyecto civilizador propuesto por Lavalle incluía al sujeto europeo como reafirmación de nación desarrollada y depositario de la vida holgada que aspiraban los grupos dominantes. De alguna manera, la exportación del guano ayudó a reafirmar el poder terrateniente sobre las demás capas sociales y aumentó su hegemonía política y económica, además de modernizar las instituciones del Estado e incorporar un dominio a todas luces burocrático (Denegri 21). Sin embargo, la afirmación del poder terrateniente se dio no solo en el campo político, sino sobre todo dentro del ámbito doméstico, entendiendo este último como la sujeción de un orden patriarcal vertical, donde los sujetos sometidos a un orden superior ven relegada de su condición de masculinidad frente a ese orden dominante. En consecuencia, la debilidad del asiático se opone a la fortaleza y robustez del afrodescendiente, pero se reconoce su inteligencia como valor de humanidad que no posee el último.

Clemente Palma, el reconocido escritor e hijo del tradicionista, presentó en 1897 una tesis de bachillerato en Letras titulada El porvenir de las razas en el Perú, en que denostaba del raciocinio del asiático, creyendo encontrar en este una “raza de una imaginación extravagantemente hiperbólica, de un espíritu eminentemente sutil a pasado rozando las formas de pensamiento filosófico sin llegar a ser una raza intelectual” (7). Palma se vio fuertemente influenciado por el pensamiento de Ernest Renan y Gustave Le Bon, propulsores del etnocentrismo científico, doctrina amparada en el racismo cultural o lingüístico que realza el rol que cumplen las producciones literarias como forjadoras de la nación. De allí que fundamente su visión de superioridad de la raza blanca y de subordinación de las otras, en la medida de que la primera ha surgido como origen de la ciencia y la filosofía, aspectos regidos por la naturaleza y que modelan el espíritu de la humanidad (Todorov 137). Sobre las razas Renan afirma: “La vida que repugna a nuestros trabajadores haría feliz a un chino, a un fellah, a seres que nada tienen de militares. Que cada quien haga aquello para lo que está hecho, y todo irá bien” (137). No obstante, al sostener sus apreciaciones sobre el mestizaje entre la sociedad peruana y los asiáticos, Palma muestra su descontento y arguye: “Aunque esta raza se cruza difícilmente y los frutos de este cruzamiento tienen poca vida, constituye una alarma por los vicios que enseña a nuestro pueblo, por las enfermedades que, aún sin fecundar a las mujeres, dejan en el seno de ellas” (36).

La degeneración de la raza amarilla constituye para Palma razón suficiente para su deportación y enfatiza su escasa fertilidad, en tanto aliciente para que sea apartado de criollos y mestizos (Portocarrero 233). Todorov se detiene en el pensamiento de Renan y presenta algunos postulados en los que se apoyaría Palma para sostener su tesis:

La misma lengua china posee una “estructura inorgánica e incompleta”…, y “nosotros encontramos que la civilización china es incompleta y defectuosa”… “La China… siempre ha sido inferior a nuestro Occidente, incluso en sus peores días”… Pero, ¿qué es lo que justifica que se escoja a una de ellas como norma? Renan no se detiene en esto; se mueve dentro de la evidencia y no busca argumentos. Estas razas intermedias(9), no solamente son poco productivas; encierran también un peligro potencial para las razas superiores (134).

Además, la suciedad y enfermedades que le atribuye responderían a un rechazo de las prácticas urbanas, propias de sociedades civilizadas donde los asiáticos estaban excluidos. Al respecto, las críticas hacia los establecimientos ocupados por los chinos circulaban por los diferentes diarios limeños, que en opinión de El Comercio daban mal aspecto a la ciudad: “… una casa inmediata a la fábrica o destilación de licores, la cual está destinada por los chinos de la vecindad a un uso bajo, y el dueño de ella debería pedir protección a la policía, ya que no puede poner un hombre exclusivamente destinado a estorbar… que tan hermosa casa se convierta en lupanar” (Rodríguez 2000: 151).

Quizá la posición más tolerante para con el asiático fue la de Pedro Paz Soldán y Unanue (Juan de Arona), quien en su monografía titulada La inmigración en el Perú (1891) construye una visión panorámica y analítica del proceso migratorio, tomando en cuenta a los diferentes grupos humanos que arribaron a nuestras costas(10). Juan de Arona entiende por inmigración el aporte económico y cultural de cada grupo humano, sin menoscabar en defectos o categorías que establezcan estereotipos acordes con la mirada criolla; por el contrario, problematiza la situación de los inmigrantes de acuerdo con el marco socioeconómico y político de la época. En efecto, La inmigración en el Perú es el primer ensayo en que se esbozan con claridad los hechos ocurridos durante la estancia de los culíes en las haciendas e islas guaneras y se aproxima a una vertiente más fidedigna, tratando en todo momento de reivindicar el rol del sujeto antes que de la raza. Por ello, legitima al sujeto asiático como verdadero rostro de la inmigración en el Perú: “introdujeron multitud de menudas y nuevas industrias, que lo abaratan todo, y que debido á ellos y sus fonditas de ínfimos precios se acostumbró nuestra plebe á comer en manteles y á usar cubiertos y vasos” (1971: 89). Es probable que lo expuesto por Arona exprese un reconocimiento a la labor desempeñada por el asiático en el auge económico del país y de los terratenientes y empresarios guaneros, por lo que no elude la perspectiva criolla y presenta sus apreciaciones desde ambas perspectivas. Pero también critica el maltrato hacia los culíes, distinguiendo ciertos aspectos que son contrarios a los de los peruanos: “El chino es superior á cuanto le rodea en su esfera, y sus vicios no son tanto más horrendos, cuanto más extraños que los de cierta morralla que se llama hijos del país” (1971: 98).

En consecuencia, la mirada de la élite peruana hacia los chinos durante el siglo XIX tuvo dos vertientes antagónicas. Es sabido que la perspectiva criolla no siempre fue reacia a la introducción de los asiáticos, por cuanto los intereses económicos de ciertos clanes familiares posibilitaron su importación, ello explica por qué la operación interpretativa de Arona fue innovadora: en primer lugar, incorpora al sujeto asiático dentro de la población peruana y reivindica su presencia como partícipe de la actividad económica del país; y en segundo lugar, describe sus características fenotípicas sin atender reflexiones teóricas foráneas. A diferencia de Clemente Palma o José Antonio de Lavalle, quienes consideraban al asiático como decadente y falto de intelecto, y por lo tanto debía ser excluido del modelo republicano, Juan de Arona revela a los lectores finiseculares el rol protagónico de los chinos para el futuro de la nación y aceptarlos como miembros de una comunidad mayor: el Estado republicano.

2.3. Los chinos y los sectores populares

Uno de los aspectos más interesantes en el proceso de la inmigración china fue sin duda su recepción entre los sectores populares limeños. Y es que muchas de las apreciaciones expuestas por la élite criolla en relación con la presencia de los asiáticos tuvieron amplia acogida en la esfera pública, logrando influenciar en el discurso popular y hasta en el entorno iletrado. La exclusión racial y el rechazo hacia los inmigrantes tuvieron sin duda un fin político que caló hondamente en los grupos mayoritarios, pero también sembró el odio y la violencia a través de un naciente discurso nacionalista. Al respecto, Teun van Dijk afirma que “las definiciones políticas de eventos y temas étnicos puede, a su vez, influir en el debate público y la formación de opiniones” (81). En efecto, el asiático despertó la animadversión de la plebe tras los hechos ocurridos en la Guerra del Pacífico, pues se sabe que muchos de ellos apoyaron al ejército invasor en su paso por las haciendas costeñas. Sin embargo, ¿qué ocurrió durante el proceso migratorio? ¿Cómo reaccionó la plebe frente a las faenas laborales de miles de chinos en las haciendas y en las guaneras?

La participación del asiático en el desarrollo de la agroexportación cañera y algodoneras, así como en la recolección del fertilizante, despertaron el rencor de los lugareños, pues le atribuían la falta de empleo y “se acusaba al intruso de ser el culpable de que no mejoraran de condición económica, porque la abundancia de inmigrantes introducía una competencia inevitable, en la que el chino por su sobriedad resultaba al fin imponiéndose en muchas de las actividades” (Choy 164). Además, muchos ex culíes que se establecieron en Lima optaron por abrir sus propios negocios, expandiendo en breve tiempo su situación económica. El comercio de abarrotes, la preparación de platos con insumos peruanos y la venta de opio contribuyeron a la escala monetaria de los chinos, pero no su escala social. Los estratos inferiores de la Lima republicana mantuvieron siempre sus recelos frente a los inmigrantes, pues estos se presentaban como una dura competencia para los comerciantes limeños: menores costos para los mismos productos (Muñoz 169). La hostilidad hacia los chinos empujó a obreros y trabajadores desempleados a agredir a los chinos en protesta por la llegada de una nueva embarcación procedente de Macao en 1909, destruyendo las fondas y encomenderías de los asiáticos establecidos en Lima (Ruiz 105). El mercado central de Lima reunió a un importante número de asiáticos, quienes comercializaban productos de primera necesidad, lo que atrajo a cientos de compradores, especialmente mestizos empobrecidos, indios y afrodescendientes. Pero estas relaciones interétnicas se agudizaron con el paulatino auge económico de los orientales, pues —como señala Chikako Yamawaki— los limeños asentados cerca del Barrio Chino veían en los ex culíes la causa principal de su pobreza y se negaban a adquirir sus productos por el temor a que continuaran enriqueciéndose (103).

Otro de los aspectos que causaron rechazo en la población limeña fueron las salas de juego instaladas alrededor del mercado central y los fumaderos de opio. Los establecimientos de venta de opio estaban colmados de desperdicios y emitían un hedor bastante desagradable, pero aun así atraían a compradores no orientales que empezaron a compartir sus efectos alucinógenos (Rodríguez 1989: 220). Sin embargo, el comercio de este producto se había iniciado en los barcos en que eran trasladados los culíes hacia el puerto del Callao, siendo ofrecidos por los consignatarios a fin de que pudieran olvidar los recuerdos de la lejana China. Una vez radicados en el mercado central los asiáticos iniciaron los fumaderos ante la curiosa mirada de miles de limeños, ávidos por acercarse al naciente “vicio amarillo” (Muñoz 173). Fue tal el éxito del alucinógeno entre la población de Lima que el Estado instituyó un estanco del opio y multó a los chinos que contrabandeaban el producto (Rodríguez 221). Pero el temor que sugerían las pocilgas donde funcionaban los fumaderos era el descontrol que podía ocasionar en los limeños, conocidos por su apego a los vicios y las malas virtudes (Muñoz 173).

Humberto Rodríguez asegura que las fondas se convirtieron en la primera alternativa de negocio de los asiáticos, alcanzando en 1869 un 37% de las actividades comerciales que desarrollaron en la capital y hasta un 50% en 1872 (2000: 227-228). Quizá por ello la población menos pudiente aceptó la cocina elaborada en dichos establecimientos, tanto por su bajo costo como por la rapidez de su preparación(11). Era común entonces ver a obreros y artesanos colmando estos locales atendidos por chinos portando delantales inmundos y malolientes y vociferando un español tan mal pronunciado que provocaba la hilaridad de los comensales. Pero si bien las fondas orientales comenzaron a desplazar a las picanterías limeñas, estas empezaron a perder a sus acostumbrados clientes tras las denuncias de falta de higiene y enfermedades que se producían en el interior (229).

Otro sector importante en su relación con la Lima multiétnica del siglo XIX fueron sin duda los afrodescendientes. Es fácil imaginar a ex esclavos vengarse de años de oprobio lacerando las espaldas de centenares de culíes en las plantaciones costeñas, ya que las condiciones pactadas en los contratos permitían la subordinación de los chinos frente a los demás actores sociales que poblaban el Perú. En palabras de Juan de Arona, “Los negros en la esclavitud no tuvieron más tiranos que los blancos, los chinos, á los blancos y á los negros” (1971: 93). Esta lucha interétnica posibilitó un conflicto constante entre los dos grupos sociales a fin de asegurar para sí la permanencia en el espacio regido por los criollos: de un lado, los negros, debido a su experiencia en la actividad agrícola y la confianza depositada por los amos; y del otro, los chinos, por su mayor número y su disposición a laborar mayores jornadas, ya que “ninguno quería ser parte del fondo de la clasificación social” (Cosamalón 165).

Los sectores populares siempre brindan una relación de interacción más dinámica, pues el matiz que se construye a partir de ellos consigna un intrincado conjunto de mentalidades y costumbres diferentes. La Lima del siglo XIX era, en efecto, una variada composición de personajes que no constituían una homogeneidad cultural, sino una amalgama de pieles e idiosincrasias muchas veces ajenas entre sí. Muchos viajeros y periodistas extranjeros aseguraban que los chinos vinieron al Perú a complicar aún más la pintoresca imagen étnica de una ciudad multirracial (Cosamalón 165) y sufrieron el rechazo y la marginación de todos los sectores. ¿Pero cómo respondieron los chinos ante los ataques de la prensa y de otros sectores de la población? Es sabido que la China imperial, enterada de los agravios a sus connacionales, envió al Perú un ministro plenipotenciario para observar de primera mano las condiciones en que vivían los súbditos del emperador y reclamó al Estado una respuesta inmediata por dichos vilipendios. Aunque resulte paradójico, dichas agresiones ayudaron a construir una imagen más cercana del asiático por parte de la plebe, pues, además de integrarse al sector popular, supo hilvanar su cultura originaria con la producción popular urbana hasta amalgamarla y proyectar una heterogeneidad similar a la peruana.

2.4. La construcción ficcional del sujeto asiático en el siglo XIX

Como se ha visto líneas arriba, el arribo de miles de asiáticos a las costas peruanas se produjo en medio de terribles muestras de opresión y miseria, causada por poderosos hacendados y empresarios guaneros, pero también por la elite intelectual y los sectores populares limeños. No obstante, la representación ficcional de estos y de otros sujetos orientales fue mayormente escasa durante el siglo XIX, debido a poco conocimiento que se tenía de su idiosincrasia, lo que generaba desconfianza entre los grupos sociales capitalinos. Los pocos ejemplos con que contamos sobre los culíes en el Perú durante el periodo en mención remiten a una imagen de debilidad, suciedad y barbarie, contraria a lo que proponía la “civilizada” colectividad criolla. Es verdad que los cuadros costumbristas y posteriormente realistas y positivistas dominan el escenario literario decimonónico, donde algunos grupos sociales empiezan a tener mayor presencia dentro del imaginario limeño, como los afrodescendientes e indígenas, configurándose un proyecto nacional excluyente de la plebe, del cual los asiáticos no formaban parte. ¿Qué presencia tuvieron entonces los chinos en las producciones literarias del siglo XIX?

La adscripción del asiático dentro del imaginario popular limeño se incrementó durante los albores de la Guerra del Pacífico, tal como puede verse en muchos panfletos y anuncios en algunos periódicos limeños como El Comercio o El Murciélago. Entre las menciones que refieren a los asiáticos cabría resaltar algunos poemas de corte satírico y el drama “El santo de Panchita” (1858) de Manuel Ascensio Segura, en el cual se culpa a los asiáticos de un hecho fatídico a partir de un prejuicio generalizado en el rumor de la plebe criolla. La mirada de los personajes Segura se concibe dentro de los cánones culturales de los sectores populares y avala los prejuicios en torno a la imagen desfavorable de los chinos:

FELICIANA: (…) Y, además, amigo mío,
sépalo usted, por si no
ha llegado a su noticia,
que esa yerba la traen hoy
envenenada.
BRUNO: ¡Canastos!
Pero ¿quién la envenenó?
FELICIANA: ¿No sabe usted quién? Los chinos,
los macacos de Cantón,
esa gente excomulgada
que nos traen en montón
y que allá por la Pelota
un templo tienen o dos
donde adoran al demonio
con cachos y ¡qué sé yo! (Segura 368).

El fragmento nos muestra el desconocimiento común que expresaba la sociedad limeña del XIX acerca de la cultura y la religión chinas(12), adscribiendo categorías heréticas o demoníacas que confunden y excluyen al sujeto asiático del discurso letrado criollo. Sin duda el juicio religioso era el más acertado para descalificar y anteponer criterios de marginación, dados los fuertes vínculos religiosos persistentes en el imaginario capitalino decimonónico. Si bien la presencia de los culíes era bastante temprana para emitir un juicio de inclusión, no dejar de sorprender el uso de semas como: /ex comunión/, /demonio/ y /demoníaco/. Dichas categorías fueron también empleadas por la élite en su concepción homogeneizadora de la cultura religiosa peruana en desmedro de otros cultos, además de suscribir su visión intolerante frente a otras creencias. Al respecto, Fernando Armas recoge un fragmento de un anónimo titulado La herejía de la libertad (1875), donde los católicos enfatizan que “no queremos la diosa-razón, estúpida en el cholo, fea y manca en el moreno, ñata y babosa en el chino” (81).

En su interesantísimo estudio La inmigración en el Perú, el poeta y periodista Juan de Arona publicó una serie de poemas costumbristas dedicados a los chinos. A diferencia de otros autores, Arona intenta incorporar al asiático dentro de los cuadros de costumbres criollas recurriendo a imágenes cotidianas de la sociedad limeña. El conocimiento del proceso migratorio le permite al autor observar una serie de categorías propias de la plebe limeña y de los propios orientales, a fin de legitimar una estrategia discursiva renovadora: la conquista del Perú marginal. Si bien Arona subraya las condiciones degradantes que debieron soportar culíes durante su estancia en nuestro país, enfatiza la dura asociación del chino en el espacio sociocultural peruano:

No hay donde al chino no le halles,
Desde el ensaque del guano,
Hasta el cultivo en los valles;
Desde el servicio de mano,
Hasta el barrido de calles.

Aún de la plebe es sirviente,
Y no hay servicio ¿lo oís?
Que él no abarque diligente.
—¿Y la gente del país?
—¡Está pensando en ser gente! (1971: 89-90)

El poema está estructurado a manera de una quintilla de dos estrofas y ocho sílabas con dos rimas consonantes. Indudablemente el asiático domina el espacio poético y se le describe como parte de una amalgama social, donde el rumor y la crítica ácida dan forma al corpus lírico. El texto ironiza el entorno que comparte el personaje con otros grupos sociales, para lo cual se vale de cánones costumbristas e imágenes cotidianas que dan cuenta de las categorías más comunes del chino. De hecho, al igual que Palma, Arona rompe “las fronteras entre lo oral y lo escrito y lo culto y lo popular” (Cornejo Polar 1994: 112), sin tomar en cuenta evidentemente la tradición colonial, sino que se enfrasca en un problema que compete a la población y al Estado. El poeta añade además un diálogo que ahonda el cuestionamiento del asiático por parte de la plebe, aporta un recurso innovador: qué opina la nación peruana del inmigrante. La respuesta es más que elocuente, pues esta señala la aceptación parcial del chino, aunque reconoce su habilidad en las labores agrícolas, guaneras o domésticas.

Dentro de la producción poética de finales del XIX cabría señalar también al poeta José Santos Chocano, quien, en su intento de ilustrar las constantes luchas entre negros y chinos, atiende este conflicto a partir de la presencia de ambas castas en las haciendas costeñas. Su poema “Negro y amarillo”, publicado en Iras Santas (1895), no solo condensa las imágenes generadas por la mayoría de la población limeña, sino también el uso de un lenguaje más cotidiano y libre de metáforas exóticas. Por ello, prefiere centrarse en un discurso que represente el imaginario popular respecto de los estratos más bajos de la ciudad, antes que alejarse del vulgo no erudito:

Es la hacienda refugio consagrado
de las razas ungidas por el crimen,
que con la lampa, el pico y el arado
se alzan, se transfiguran, se redimen.

Siempre jadeantes, la lección aprenden
el trabajo vil, negros y chinos:
el giro de los émbolos atienden,
cortan la caña y limpian los caminos.

Cuando cansados al hogar sencillo
vuelven y se amontonan a la puerta,
de cenicienta luna con el brillo,
mudos admiran la extensión desierta

Y acaso sienten la nostalgia inmensa,
dibujando un recuerdo en la penumbra,
que siente el incensario que no inciensa
y que siente la antorcha que no alumbra

Quizás el negro cruzándose de brazos,
espera siempre que su gloria vuelva,
soñando en los recónditos regazos
de una africana y majestuosa selva…

Quizá el chino, en cuclillas, como un brujo,
con apostura extraña y gesto impropio,
finge suave y exótico dibujo
en la voluta lánguida del opio…

Y siempre entre sus sueños soberanos
siente así, pensando en sus dos destinos,
el rugir de los leones africanos
o el aletear de los dragones chinos (Rodríguez 2000: 344)

La estructura del poema está dada por un cuarteto serventesio endecasílabo de siete estrofas y rima paroxítona. Es posible advertir que el poeta se aproxima con minuciosidad a los personajes, otorgándoles caracteres que la plebe asumía como reales entre asiáticos y afrodescendientes, comparándolos con bandoleros o cimarrones. Pero si bien el texto no constituye un alegato contra el papel de ambas castas, el yo poético consigue transmitir el ambiente de sumisión al que eran doblegados. Estas particularidades se asumen como propias de un estado de opresión, mientras la voz poética corrobora esa presencia a través de imágenes cotidianas. Así, el poeta recurre a ciertas unidades lexicales como “lampa”, “pico”, “arado”, porque reproducen las faenas del trabajo agrícola y representan las armas que utilizaban los hombres del campo (sinécdoque). Asimismo, la alegoría “antorcha que no alumbra” remite al destino fatal de asiáticos y afrodescendientes, estableciendo relaciones intertextuales entre la esclavitud y el discurso poético. Además, el autor encuentra en la brujería un calificativo idóneo para el oriental, asumiendo con ello que el alucinógeno contribuía a elevar el carácter irreligioso del chino. A semejanza de la pieza dramática de Segura, que denostaba de las creencias asumidas por los asiáticos, Chocano considera “extraña y gesto impropio” sus actividades religiosas, condenando el consumo del opio. El poema finaliza con un metasemema básico, pues se compara a los orientales con “el aletear de los dragones”, superponiendo en el verso la nostalgia por el espacio originario y la voluntad de reunirse con el mundo perdido. Se reemplaza entonces el aspecto más inhumano de la realidad con la creación simbólica del origen, es decir, el recuerdo de la madre, obligando al “otro” a reconstruir la imagen de su identidad a partir de la memoria y el idilio de la patria.

Los textos citados sugieren, en consecuencia, distintas construcciones discursivas del asiático, pero con un punto de vista en común: el desconocimiento de las prácticas culturales chinas. Si bien los autores muestran estos mundos representados a partir de los códigos socioculturales establecidos por los sectores populares, se evidencia también la molestia que el otro genera en el sujeto hegemónico (Žižek 47). Es común que el rechazo al asiático se realizara por el ámbito religioso en vista de que en el siglo XIX se consolida el poder religioso como parámetro ideológico de la naciente república y bastión de la hegemonía criolla. A pesar de que muchas de estas categorías también pueden aplicarse al afrodescendiente —como en el poema de Chocano—, ambas castas eran vistas de manera semejante por la producción discursiva del XIX, pues con él se pretendía influenciar en los lectores sobre el temor que generaban dentro del proyecto nacional en ciernes.

 

3. Etnicidad y género en Nurerdín-Kan

Dentro de las publicaciones aparecidas en El Correo del Perú, la novela Nurerdín-Kan (1872), que Alberto Tauro atribuye a Trinidad Manuel Pérez, sobresale sin duda por la originalidad de su temática y la rica variedad de sus personajes. La novela apareció entre los números 4 y 29, correspondientes a las fechas del 27 de enero y 27 de julio de 1872:

Capítulo I: Nº 4 (Sábado 27 de enero de 1872: 29-30)
Capítulo II: Nº 5 (Sábado 3 de febrero de 1872: 37-38)
Nº 6 (Sábado 10 de febrero de 1872: 45-46)
Capítulo III: Nº 7 (Sábado 17 de febrero de 1872: 53-54)
Capítulo IV: Nº 8 (Sábado 24 de febrero de 1872: 61)
Capítulo V: Nº 9 (Sábado 2 de marzo de 1872: 69)
Capítulo VI: Nº 10 (Sábado 9 de marzo de 1872: 78)
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Capítulo VII: Nº 12 (Sábado 23 de marzo de 1872: 92-95)
Capítulo VIII: Nº 13 (Sábado 30 de marzo de 1872: 101)
Capítulo IX: Nº 14 (Sábado 6 de abril de 1872: 109-110)
Capítulo X: Nº 15 (Sábado 13 de abril de 1872: 117-118)
Capítulo XI: Nº 16 (Sábado 20 de abril de 1872: 125-126)
Capítulo XII: Nº 17 (Sábado 27 de abril de 1872: 133-134)
Nº 18 (Sábado 4 de mayo de 1872: 142)
Capítulo XIII: Nº 19 (Sábado 11 de mayo de 1872: 150-151)
Capítulo XIV: Nº 20 (Sábado 18 de mayo de 1872: 158-159)
Capítulo XV: Nº 21 (Sábado 25 de mayo de 1872: 166-167)
Nº 22 (Sábado 1 de junio de 1872: 174-175)
Nº 23 (Sábado 8 de junio de 1872: 182-183)
Nº 24 (Sábado 15 de junio de 1872: 190)
Nº 25 (Sábado 22 de junio de 1872: 198-199)
Capítulo XVIII: Nº 26 (Sábado 6 de julio de 1872: 205-206) (13)
Capítulo XIX: Nº 27 (Sábado 13 de julio de 1872: 213-214)
Capítulo XX: Nº 28 (Sábado 20 de julio de 1872: 213-214)
Capítulo XXI: Nº 29 (Sábado 27 de julio de 1872: 230)

¿Pero cómo podríamos resumir la historia de esta singular novela? Tras la muerte de su amada, Ofelia, Nurerdín-Kan decide abandonar su patria, la India, y trasladarse al puerto chino de Macao, entonces colonia portuguesa. Hasta allí eran conducidos centenares de súbditos del celeste imperio, en su mayoría campesinos infelices y endeudados procedentes de Cantón y regiones próximas, hacia lugares bastante lejanos y sin conocer el destino que les aguardaba. La zarpada de un barco convocaba la presencia de multitudes alrededor de los muelles, temerosos de ver cómo sus familiares se perdían en el horizonte, pero la mañana del 30 de junio de 1860 fue distinta: los traficantes portugueses e italianos se sorprendieron ante la aparición de Nurerdín-Kan, cuyas facciones y vestimenta llamaron su atención. Estaba dispuesto a abandonarlo todo, creyendo fervientemente en ofrecerse como uno más de los chinos y enrolarse en el bergantín Doria, comandado por el capitán Giacomo Castelli, inhumano navegante italiano especializado en la captura de asiáticos. Ante la insistencia del indio de ser admitido en la embarcación con rumbo al puerto del Callao, el patrón del barco desestimó su petición argumentando la negativa del capitán de consentir la presencia de tan extraño personaje. La decisión del joven indio tomó mayor asidero al enterarse del lugar en que arribaría el Doria, pues, si bien desconocía en absoluto la realidad el Perú, la lejanía de sus costas podría significar el abandono de sus penas de amor.

El iracundo capitán Castelli, aficionado al lucro, lacónico y autoritario, se niega en un primer momento a embarcar a Nurerdín, pero, tras dialogar con el armador del barco y examinar con detenimiento sus condiciones físicas, cree necesario ofrecerlo al consignatario. Interesado por el dinero que puede significarle su compra en el Perú, da su venia para que el joven indio realice su ansiado viaje al Callao. Minutos más tarde de haberse realizado el negocio, el padre de Nurerdín consigue llegar al puerto de Macao, mas su propósito es en vano. El Doria ya había partido con rumbo a lejanas tierras.

El trayecto fue sumamente hostil para el indio y los chinos, quienes eran transportados en una estrecha bodega, húmeda y pestilente. Nurerdín se mostró incrédulo ante semejante espectáculo y su desconfianza aumentó al oír el lamento de uno de los asiáticos. En efecto, Achón(14) empezó a sufrir terribles dolores durante el trayecto y debió soportar la indiferencia del capitán y del piloto del barco. El joven indio se apiadó de sus reclamos y fue en busca de una jarra de agua, la cual solo pudo hallar en la cámara de Castelli. Al acercarse ante el capitán, este le reclamó por haber salido de la bodega sin el consentimiento de las autoridades del bergantín. Las explicaciones de Nurerdín no satisficieron del todo a Castelli, quien inmediatamente se dirigió a la bodega para inspeccionar por sí mismo los hechos. Pero aunque Nurerdín pudo conseguir la ansiada agua y tras ser bebida por el chino, este exhaló su último suspiro. El capitán ordenó entonces que el cadáver fuese arrojado al mar.

Sin embargo, el ambiente dentro de la bodega comenzó a empeorar ante la escasez de alimentos y el contagio de la peste. Castelli ordenó en consecuencia que los culíes salieran a cubierta para que pudieran reconfortar su salud. Varios de los asiáticos que eran transportados con dirección a las áridas costas peruanas habían terminado su viaje en el mar, pues la peste había diezmado a buena parte de la población. El joven indio aprovechó el instante de esparcimiento para entablar amistad con Aloe, uno de los chinos que también había salido al aire libre, quien le confesó su interés de rebelarse contra la tiranía de Castelli, asesinarlo y regresar a Macao. De pronto, revólver en mano, el capitán decidió que los culíes debían regresar a la bodega y apuntó sobre la cabeza de uno de los infelices. Nurerdín creyó conveniente salir en defensa de los asiáticos y se enfrentó a Castelli pidiéndole que dejara de maltratar a los culíes. Aloe se lanzó contra el capitán, pero los marineros fueron en ayuda de Castelli y lograron reducir al rebelde. Mas, cuando el italiano ordenó a sus súbditos darle veinticinco latigazos, Nurerdín prestó auxilio a Aloe y detuvo al capitán, quien cobardemente incriminó a los marineros para que lo ayudasen. Entonces cuarenta y cinco culíes se amotinaron en el barco y salieron en defensa de ambos personajes. El italiano pudo escapar de la amenaza asiático y dispuso que otros marineros dispararan contra todos los rebeldes. Los cadáveres de los chinos que yacían sobre la embarcación fueron arrojados al fondo del mar, mientras que Nurerdín y Aloe se lamentaban de que sus brazos fueran atravesados por un balazo. Los días siguientes transcurrieron con serenidad hasta el arribo del Doria en el puerto del Callao.

No obstante, ¿qué razón explicaba el destino de los culíes a tan lejanas tierras? Don Remigio Trueba, propietario de uno de los latifundios más prósperos de la costa norte del Perú, había realizado los trámites respectivos para importar trescientos culíes desde la lejana China, debido a la falta de brazos en la agricultura nacional. De origen español y sirviente del virrey La Serna, fue desterrado de hasta la entonces colonia peninsular tras la derrota de Ayacucho. Luego de haberse disipados los tumultos del primer caudillismo militar, regresó al Perú con el ánimo de hacer fortuna pudiendo adquirir la hacienda Las Palmas, destino final de los culíes. Sin embargo, Trueba tenía fama de laborioso y “buen” cristiano, pero a la vez era bastante cruel con sus siervos. Ya en Lima, entabló amistad con algunas monjas ibéricas, las cuales le entregaron a su cuidado una pequeña niña. Trueba se entregó por completo a los cuidados de Rosa, criolla de cabellos rubios, a quien satisfacía todos sus caprichos, educándola en todos los menesteres que cualquier señorita de bien ansiaba aspirar, como la lectura de novelas románticas. La niña había crecido en una montaña cercana a la hacienda, donde recibió los cuidados de Leonarda, afrodescendiente que tuvo una hija contemporánea de Rosa, María, cuyo color más blanco que el de la madre hacía pensar que no lo era. El tiempo hizo que el latifundio aumentara su producción y con ello la fortuna de Trueba y la necesidad de adquirir más trabajadores.

Don Remigio decidió preparar su viaje hacia Lima para recibir a los nuevos culíes que laborarían en Las Palmas. Acompañado de Rosa, la aya de esta, Belica y José, pequeño mulato que realizaba las tareas domésticas en la casa-hacienda, efectuó el camino sin ninguna complejidad en un vagón de primera clase. Sin embargo, la lectura de estas novelas cobraba mayor dimensión para Rosa cuando discutía sobre estas con míster Hudson, hacendado británico que había adquirido la plantación azucarera El Manzano, anexa a Las Palmas, quien procuraba atraer la atención de la hija de don Remigio a través de conversaciones literarias.

El desembarco del Doria se produjo sin contratiempos. Castelli invitó a Trueba y a su hija a que entraran al bergantín para que comprobaran el estado en que había llegado la reciente adquisición. El italiano advirtió no obstante la actitud rebelde de Aloe y solicitó que fuera sometido bajo buena custodia. Rosa no evitó su espanto ante la situación tan oprobiosa de los asiáticos y exigió explicaciones al capitán, quien no dudó en relatarle el amotinamiento de los chinos. Mientras la muchacha continuó inspeccionando el estado de los inmigrantes, advirtió la presencia de Nurerdín-Kan, cuyo nombre y aspecto lograron atraerle momentáneamente. Don Remigio también sintió interés por contratar los servicios del joven indio y lo adquirió por una suma cuatro veces mayor que la de un chino. Por su parte, Nurerdín tampoco ocultó su sorpresa ante la joven criolla, en quien creyó ver a su amada Ofelia.

Obligado por ciertas tareas administrativas, don Remigio debió tardar unos días más su estancia en Lima antes de regresar a Las Palmas, no sin asegurarse de enviar algunos culíes a la hacienda. Nurerdín-Kan fue uno de los siervos que el latifundista español consideró necesario que debía permanecer a su lado. De otro lado, enterada de la presencia de hija de Trueba en Lima, Elena, su amiga y confidente, aprovechó para visitarla y charlar acerca de los pretendientes de Rosa y el espíritu que la inducía a entender el amor de una forma mucho más encendida que el común de las jóvenes limeñas. Su mente, sin embargo, no mostraba el mayor interés por el latifundista inglés a pesar de que este procuraba atraerla a su mente en todo momento.

¿Pero quién era míster Hudson? Sin duda la afinidad por la agroexportación azucarera era una característica principal en su personalidad, la cual había menguado debido al maltrato a sus siervos. Hombre mayor en edad, pero torpe en asuntos amorosos, había alcanzado una vasta simpatía por las costumbres, hecho que se comprobaba en su afinidad a la crianza de gallos de pelea. Una tarde de otoño, mientras disfrutaba de un delicioso banquete junto al doctor Tomás de Loayza y Valdez, le confesó la estima que sentía por el Ajiseco(15), su gallo más preciado, el cual fue mortalmente herido en un combate. Tomás de Loayza, por su parte, no dudó en admitir su afecto a la poesía, la cual debió compartir con la medicina, pues su abuela, único sostén durante su infancia y juventud, lo había forzado a seguir estudios de dicha ciencia para que no pasara hambres. Pero aunque la predicción de su abuela se cumplió de alguna manera, porque llegó a ser médico titular de un pueblo, el amor por la poesía no desapareció del todo.

Con motivo de las celebraciones del 9 de diciembre, fecha en que se conmemoraba la consolidación definitiva de la independencia del Perú, Rosa y doña Belica se reunieron en casa de Elena, quien vivía en los altos del portal de Botoneros. Hasta allí se dirigieron también don Remigio y míster Hudson; mientras que el mulato José tuvo a su cargo la conducción de Nurerdín-Kan y seis chinos hacia la Plaza Mayor para que apreciaran un castillo de fuegos artificiales. Los asiáticos despertaron la hilaridad de los transeúntes, quienes no cesaban de emitir estruendosas carcajadas y los insultaban llamándolos “macacos”. Sin embargo, al producirse el estallido de los fuegos el gentío se volcó hacia la plaza ahuyentando a los culíes, quienes atónitos no supieron qué hacer, y perdieron el rastro del indio. Guiados por José, los chinos fueron abandonados en la calle Mantas, de donde aparecieron docenas de mataperros, quienes dieron una golpiza a los chinos. Mientras Asén resultó herido, los cinco restantes huyeron despavoridos hacia la calle Arzobispo, para ser atacados por otro grupo de mataperros. Desde el balcón, la mirada atónita de la familia Trueba, Elena y Hudson contemplaba con estupor estos hechos. El escenario de semejante golpiza era a todas luces horrendo. Animado por los sentimientos de compasión de Rosa, el hacendado inglés decide ir hacia la plaza en su intención de ayudar a los asiáticos; sin embargo, su lentitud permite a Nurerdín-Kan aparecer en escena y reducir a un importante número de mataperros. Si bien la mirada de Rosa consigue surtir efecto en la valerosa decisión del joven indio, este logra liberar a los culíes de tan desdichada amenaza en apenas diez minutos. La imagen de Nurerdín apareció desde entonces en la mente de la hija de Remigio Trueba.

Una noche, mientras se realizaban los preparativos del viaje y los chinos fumaban opio en el traspatio de la casa, apareció Asén, quien, envilecido por los golpes de los mataperros, confesó al joven indio que había sido llevado a un hospital. Los galenos, asombrados por la extrema delgadez del asiático, no pudieron impedir que Trueba ordenara la salida de Asén con rumbo a la ciudad. Durante su estancia en el nosocomio, el chino debió soportar la indiferencia de médicos y pacientes, además de lamentar las penurias a las que eran agobiados los culíes. La conversación giró luego sobre el viaje que debían realizar a lado de su nuevo patrón, no sin ocultar sus temores y frustraciones que les esperaban. De pronto se oyó la voz de doña Belica ordenando Manuel(16), uno de los chinos a cargo del servicio doméstico, que se ocupara de servir el té a la familia Trueba y a míster Hudson.

Todo parecía tranquilo en Las Palmas, cuando los siervos de la familia Trueba, entre ellos Justo García, mayordomo principal de Las Palmas, parecían angustiados ante la proximidad de la caravana proveniente desde Lima. La presencia de bandoleros en los caminos desde y hacia Lima se había incrementado durante esos años, integrados mayormente por exesclavos que asaltaban a hacendados o viajeros que circulaban en carruajes. Ño José, el bandido del Olivar, y Ño André, celebrados asaltantes en la ruta hacia Las Palmas, aguardaban el paso de la comitiva. Ñó José persuadía al resto de bandidos para que no tocaran ni un pelo de Rosa, puesta esta había sido la única en detener a los caporales mientras recibía un castigo de su expatrón, don Remigio.

Era enero de 1861 cuando la comitiva tomó por fin camino a la hacienda. Nurerdín, en tanto depositario de la confianza de Trueba, y Aloe comandaban la expedición, seguido por los seis culíes. Unos pasos más atrás iban Rosa, don Remigio, míster Hudson, doña Belica y el mulatito José. El hacendado británico aprovechó entonces la cabalgata para continuar sus pláticas literarias con Rosa. Cerca de Las Palmas un grupo de bandoleros, liderados por Ñó José, inició su ataque contra los chinos. Las piedras lograron herir mortalmente a uno de los asiáticos, a la vez que los cinco restantes estaban estremecidos. Don Remigio ordenó entonces cubrir con piedras el cadáver y retomaron los pocos pasos que restaban hacia su destino final. Eran la seis de la tarde cuando la comitiva atravesó las puertas de Las Palmas y era recibida por Justo García. El mayordomo de la hacienda tenía también la fama de ser un hombre cruel con los siervos, producto de su apego a asnos y caballos durante su infancia, y por ser hijo de un arriero. Justo había sido expulsado de la escuela por patear a sus compañeros e imitar relinchos, produciendo el temor de estos. Decidido a abandonar el arrieraje, Justo viajó a Lima y se dedicó a fabricar látigos. Algunos años después, interesado por la vida miliar, se unió al ejército de donde fue expulsado por mala conducta. Consciente de que su destino era abandonar la capital, viajó al norte donde fue contratado en una conocida hacienda: Las Palmas.

Se organizó una pequeña recepción en la casa de los Trueba para recibir a sus propietarios y el nuevo destino de esta, tras la llegada de los asiáticos. Justo aclaró las dudas de don Remigio, proporcionándole datos sobre el cultivo del algodón y el buen comportamiento de los chinos, cuya eficacia obedecía al látigo y la imposición.

En este punto se interrumpe la narración. Si bien es posible advertir que la historia continúa, no hemos encontrado mayores referencias a la continuidad de la novela en otra publicación. Al respecto, Alberto Tauro considera algunas interpretaciones a este hecho, como la falta de inspiración del autor para desentrañar la trama o haber desenredado censura tras haber agitado “el avispero de la murmuración pacata” (51). De alguna manera nos inclinamos por la segunda opción propuesta por Tauro, en la medida de que es posible que los hacendados y empresarios guaneros habrían vetado la continuidad de la novela por considerarla contraria a los intereses nacionales. Cabe señalar, en ese sentido, la publicación de cartas dirigidas a El Correo del Perú, acerca de la necesidad de legitimar el papel de los hacendados peruanos y la contratación de asiáticos para trabajar la tierra.

En efecto, una misiva anónima, que respondía a la firma de Un Agricultor Peruano, daba cuenta de la incomodidad del sector agrícola frente a la divulgación de ciertas publicaciones en que se fantaseaba sobre la presunta esclavitud de los chinos: “Escritores que nunca visitaron el pais, que de su tierra han pasado á Lima, ignorando completamente la situacion social, moral y económica del Perú, se entregan a fantásticas pinturas á fin de arrancar engañosamente un aplauso á los incautos” (328). Más adelante, el mismo autor condena la falsa dicotomía maldad/bondad vs. hacendados/chinos que desean imponer los defensores de los asiáticos: “pintando á los hacendados como hienas, y á los chinos como inocentes corderos, ha seguido un escándalo en las haciendas, acaso la desaparicion de una familia entera”. Se advierte, a partir de esta imagen, el interés por empujar a los culíes hacia una rebelión contra sus patrones, en la medida de que se temía constantemente un levantamiento similar al ocurrido en una hacienda cercana de Lima. ¿Era esta rebelión la que se quería mostrar en la ficción?

3.1. Culíes en el siglo XIX: la representación del sujeto asiático en Nurerdín-Kan

La representación del sujeto asiático en la narrativa peruana es relativamente escasa, lo que obedecería a la exclusión impuesta por la élite intelectual en su intento por restringir la inserción de nuevos grupos dentro del discurso ficcional peruano. Esta delimitación del espacio discursivo constituyó sin duda el principal referente que legitimaría la apropiación simbólica de un corpus textual durante gran parte del siglo XIX por parte del sujeto criollo. De allí que la incorporación de indígenas y afrodescendientes estuviese acompañada por una exageración de sus caracteres físicos y espirituales, a fin de proteger los valores de la naciente republicana peruana y exaltar los ideales de la nación, como portadora de una comunidad homogénea. Como apunta Deborah Poole, tras el triunfo electoral de Castilla en la década de 1840, los criollos asumen la tarea de dar forma al rostro cultural y étnico de la joven nación peruana (186). Bajo esa perspectiva y como consecuencia de su reciente ingreso al país, los culíes fueron caracterizados con códigos similares a los de los indígenas y afrodescendientes; así, por ejemplo, Manuel Atanasio Fuentes los describe como “ni tan robustos ni tan vigorosos para recios trabajos, ni tan sufridos ni sumisos como los africanos” (Poole 191).

Los culíes retratados en Nurerdín-Kan están condicionados por la percepción mercantilista de los traficantes chineros y consignatarios criollos, por cuanto se les identifica como pusilánimes y poco vigorosos, visión que habían impuesto anteriormente los intelectuales criollos sobre los indígenas (Kristal 54). Es probable que la finalidad de esta caracterización haya sido facilitar la docilidad de los asiáticos y conseguir mayores réditos en su venta. Así, por ejemplo, cuando estallan los castillos en la Plaza de Armas de Lima y los mataperros salen en busca de los asiáticos, “El primer movimiento de los chinos al oir los rugidos de esa tempestad que sentian aproximarse y cuyos rayos estaban seguros, vendrian á estallar sobre sus cabezas, fué el de huir” (1872: 166). Esta interpretación podría atribuirse también a su condición de extranjeros, pero también a su manipulación como objetos dominados por una autoridad preestablecida (Foucault 157). La docilidad de los culíes respondería entonces a una jerarquización hegemónica del hacendado frente al subalterno, en la medida de que el encierro en los barcos determinaba la sujeción de los asiáticos. De esta manera, se aspiraba modelar un cuerpo que fijara y reaccionara ante las órdenes de una autoridad económica y política, puesto que si bien no se menciona directamente la participación política del terrateniente, se le atribuye un claro poder de jerarquización bastante amplio.

No obstante, la rebelión en el barco por parte de Aloe y su constante rechazo a admitir la jerarquización impuesta, supondría una clara excepción a lo establecido en el párrafo anterior. En efecto, la actitud del culí insurrecto se correlaciona con el deseo de libertad imperante en las sociedades campesinas, anhelantes de despojarse del yugo del amo (Hobsbawm 2001b: 46). Pero si bien la dependencia de los asiáticos tenía su origen en la aguda crisis económica por la que atravesaba el celeste imperio (aspecto que no se menciona en la novela), el deseo de libertad de Aloe, al igual que otros motines producidos en los barcos chineros, se correlacionaría con el vínculo entre el bandolerismo y el derrocamiento de los emperadores chinos (25), considerando a estos últimos un rol similar al de los consignatarios y capitanes de las embarcaciones, y se culpaba a las clases dirigentes de la situación paupérrima y de hambre a que estaba sometida la sociedad (Trazegnies 1995: II, 68) ocasionando la insurgencia de los culíes.

No obstante, si asumimos que Nurerdín-Kan es una novela romántica, no sorprendería entonces que los diálogos expresados por los asiáticos tuvieran similitud con los de cualquier criollo o mestizo, dado que el autor desconocía la fonología del idioma chino. Si bien el narrador asume la intervención de los personajes sin diferenciar a los interlocutores con parlamentos claramente definidos, creemos que la personalidad antes descrita da a los culíes cierta independencia respecto de la participación del narrador. En efecto, los chinos actúan y dialogan entre sí, aunque es fácil advertir conversaciones airadas y cultas, que por momentos escapan de la verosimilitud:

—Una palabra que pronunciemos, decia este jóven á su interlocutor, hará estallar, no lo dudes, el odio profundo y el deseo de venganza que la crueldad de ese infame ha hecho brotar en el pecho de nuestros compañeros……
—No te exaltes, ¡oh jóven! interrumpió dulcemente Nurerdin. Yo bien sé que nos bastaría lanzar un grito, para que nuestros compañeros de infortunio se precipitaran á beber la sangre en las entrañas de ese espíritu maléfico a quien llaman el capitan. Mas ¿crees tú, por ventura, que es digno de corazones valientes el satisfacer su venganza en unos cuantos miserables que apenas tienen una mezquina fuerza que oponernos?...... Oh! no!......
—¿Y será preciso resignarse, continuó violentamente el jóven chino, á soportar por mas tiempo los horrores de su brutalidad?...... Pues que!…… no ves diariamente como nuestros infelices compañeros gimen y lloran, cual cobardes mujeres, atormentados por el látigo cruel de ese infame? ¿No has visto cómo el desgraciado Laut-Chon, pereció ayer entre los más acerbos dolores, víctima de la crueldad con que le azotaron, porque habia buscado el olvido de sus penas entre el perfume del opio? (1872: 61).

La verosimilitud del diálogo expuesto no pasa exclusivamente por la representación fidedigna del idioma, sino por construir un ambiente bastante cercano al de la realidad, en la medida de que se describen acciones que transcurrían alrededor del tráfico de chinos. Si bien el castigo violento contra los culíes y el consuelo del opio eran, en efecto, actos constantes en los barcos y en las haciendas, constituyen auténticos cuadros que pretenden advertir la profunda investigación del autor respecto de estos hechos. El fragmento seleccionado tiene como base una interlocución entre Nurerdín-Kan y Aloe que permite diferenciar a ambos personajes del resto de asiáticos y se les atribuye caracteres de sublimación, como perfección/insubordinación o belleza/fortaleza, tratando de alejarlos de la percepción cotidiana que se tenía de los culíes.

A pesar de que la imagen habitual que se asumía del sujeto asiático distaba muchísimo de lo que podrían haber encontrado los consignatarios en China, la narración no oculta los caracteres de fealdad e inferioridad que algunos traficantes les adjudicaban a los súbditos del celeste imperio. En muchos casos, estas descripciones buscaban legitimar la superioridad de la raza blanca sobre otras, asumiendo estas categorías como modelos preestablecidos de belleza y coquetería (Oliart 280). Así, por ejemplo, al arribar al puerto del Callao, tras los miles de millas de viaje desde China, Castelli no duda en asignar categorías degradantes al sujeto femenino asiático durante su conversación con Rosa Trueba, y ensalza la belleza de esta por sobre las primeras, anteponiendo un estereotipo común de la mujer europea:

… Usted siempre tan guapa, niña Rosita… Oh! Si V. fuera á China, de seguro que la hacian reina….. Sí, sí, de seguro; no se ria V…… la hacian reina indudablemente, porque esas endemoniadas chinas son mas feas que el mascaron del “Doria” (1872: 109).

Con los términos /fealdad/ y /demoniaco/ se pretende desacreditar la presencia de la mujer asiática y rechazar su feminidad, asumiendo con esto último un repudio a su capacidad reproductora, dado que los propios chinos preferirían poseer a una mujer blanca. Se apela entonces a la cosificación de la mujer, en cuanto forma difamatoria de aquellos sujetos que no pertenecen al círculo criollo hegemónico. Es verdad que el número de mujeres que llegó junto a los culíes fue bastante escaso, pero la sátira empleada por Castelli subraya esa inexistencia y condiciona sus fenotipos a un nivel inferior al de las afrodescendientes e indígenas, en la medida de que se les niega su participación en la escala social limeña. Como vimos en el caso del drama de Segura, la apreciación que se tenía de los chinos se asociaba con códigos religiosos, lo cual era bastante común durante el siglo XIX; de hecho, es fácil hallar casos similares en otros textos contemporáneos. Por cierto, los valores estéticos decimonónicos destacaban la belleza de la mujer limeña (blanca, de acuerdo a la mirada criolla hegemónica) buscaba compararla con la europea, a fin de legitimar su belleza entre los inmigrantes italianos o alemanes (Oliart 186).

De otro lado, el narrador agrupa a los chinos como un solo cuerpo, mostrándolos como un personaje colectivo, a excepción de aquellos cuya presencia requiere diferenciarse del resto. En efecto, Achón y Aloe emergen de entre los culíes para cumplir roles antagónicos, pero cuya voz se hace necesaria para graficar la diferencia paradigmática dentro de cualquier grupo humano. Achón personifica al asiático sumiso y dispuesto a cumplir las órdenes de sus patrones, consciente de que su destino se ve delimitado por condición de siervo y solo le resta acatar el castigo y el dolor que las autoridades del Doria han establecido:

Los quejidos volvieron á repetirse cada vez mas angustiosamente.
En ese momento la campana del buque anunció la media noche.
Nurerdin, que seguia escuchando, oyó entonces que hablaban dos chinos de su derecha.
—Quien se queja? preguntaba el uno.
—El pobre Achón probablemente quiere volverse a nuestra patria, respondió el otro.
—Hace tres días que está enfermo y no ha querido decirlo á nadie (1872: 53).

El fragmento hace hincapié en un personaje desahuciado y sin ánimo de luchar contra el autoritarismo impuesto en el bergantín. En Achón se advierte el dominio de los traficantes chineros, puesto se le utiliza como herramienta de disciplina y temor ante cualquier levantamiento. El personaje ha sido manipulado entonces por la autoridad para manejar a los otros chinos y sojuzgarlos, a cambio de mantener el contrato y la vida de los trescientos culíes que son conducidos al Callao. Castelli, sabedor de su poder en el barco, manipula a los asiáticos a través de Achón y establece en él el modelo de disciplina que le permitirá mantener ese poder. El capitán italiano es propietario y dependiente de Achón, porque sabe que con él puede conservar o perder su supremacía en el Doria. En efecto, tras la muerte del culí y ordenar que el cadáver fuese arrojado al mar, los chinos empiezan a dudar de la autoridad de Castelli y deciden amotinarse. ¿Es que el cuerpo de los asiáticos ha perdido su docilidad? El poder del italiano debe enfrentarse entonces al espectro de Achón, que ha podido introducirse entre los culíes y desconocer el control autoritario de Castelli, es decir, “su presencia espectral y casi fantasmática, da pie a una ansiedad intolerable” (Žižek 112).

La figura antagónica del asiático desparecido se traduce efectivamente en un culí rebelde: Aloe, quien encarna el rechazo a la autoridad preestablecida en el Doria. Aloe pretende redimir a Achón a través de la venganza y consigue establecer un motín que genera temor y desconcierto en la embarcación. Al ser arrancado de su tierra natal y convertido en presa de un destino incierto, el insurrecto desea liberarse de ese rumbo y ve que con buenos ojos cualquier acto de venganza. En efecto, como señalan Guzmán, Fals Borda y Umaña Luna, “la vida del desarraigado sume al nuevo antisocial en ambientes ocasionales inciertos y precarios, muy distintos a los que tenía en su hogar” (Hobsbawm 2001b: 86). En el caso de Aloe, al ser provocado por Castelli y posteriormente por míster Hudson, sumado ello a las precarias condiciones del Doria y desconcertante panorama que ha de mostrarse en la hacienda Las Palmas, se desata en él una furia incontrolable:

—Pero ¿qué haríamos despues de muerto el capitán?
—Volveriamos a nuestra patria.
—Y no piensas que allí  encontraríamos un castigo inexorable.
—Nos haremos piratas, y en la estación infinita del oceano, seremos libres y felices.
Nurerdin guardó silencio.
El chino pareció querer descubrir en la frente de su interlocutor los pensamientos que se agitaban en su cerebro. El indio, por su aspecto y por la misma altivez de su carácter habia llegado á subyugar á sus compañeros, mirándole todos con una mezcla de afecto y de temor (1872: 61).

—Es desgracia! exclamó D. Remigio, respondiendo á sus propios pensamientos. Yo que necesitaba tener en la hacienda precisamente cuatrocientos chinos!……
—Y hemos perdido cincuenta……[dijo Castelli]
—Y luego, hay que deshacerse de ese miserable que ha provocado la sublevacion.
—Ah! de Aloe! Si, señor inmediatamente. ¡Es un chino malvado!
—¡Jesús! quien se va á hacer de ese condenado! agregó doña Belica (109)

Eric Hobsbawm sostiene acertadamente que el bandolerismo equivale a libertad (2001b: 46), y en el caso de Aloe, ser pirata es ser libre. Siguiendo al historiador inglés, la afirmación del rebelde se equipara con la imagen del bandolero social, quien está al margen de la ley y es identificado como criminal (33). La ley es impuesta, claro está, por los traficantes de chinos y los hacendados, y a ella deben someterse los culíes, a fin de solventar con su trabajo la aletargada producción algodonera en Las Palmas. Pero, a diferencia del bandolero social, que hace del campesino su presa preferida, Aloe tiene sed de justicia y actúa como vengador, porque ve en la venganza la única salida a los males de los culíes. Aunque los tumultos y los asesinatos no eran actividades comunes en muchas de las haciendas costeñas (Rodríguez 1989: 93), la actitud de Aloe se inserta en la de aquellos chinos que practicaron el cimarronaje y algunas revueltas.

Pero sin duda el caso más interesante es el de Nurerdín-Kan, joven indio que viaja como polizonte en el Doria. Nurerdín cumple la función de testigo en el relato y presencia los acontecimientos sucedidos en la embarcación, relatándonos bajo su perspectiva los crímenes y abusos contra los culíes. Advertimos entonces que el narrador apenas si interviene para describir mínimamente algunos detalles y cede a Nurerdín su presencia para adentrarnos en la vida privada de los culíes. Pero, ¿por qué un indio debe tener presencia en un barco peruano y participar de las actividades en una hacienda costeña? ¿Acaso se trata de una mirada exótica? Edward Said sostiene que la mirada occidental hacia oriente ha tenido el matiz de elevar a las culturas árabe e india por sobre otras, por cuanto aquellas dieron origen a la cultura occidental (113). Los viajeros británicos que llegaron a la India a principios del siglo XIX tuvieron la idea de mejorar las prácticas culturales que habían realizado en Europa y, para dicho fin, estudiaron sus producciones científicas y artísticas para adecuarlas a sus intereses (117). Al respecto, era bastante común por aquella época la lectura de relatos de viajeros europeos por el continente asiático. Por ello, al observar claramente a Nurerdín, Rosita Trueba no puede ocultar su sorpresa y exclama: “Las razas del Indostan son bellas é inteligentes, según aseguran algunos viajeros que he leido (1872: 110)”.

La descripción alude a la mirada que se tenía comúnmente de los habitantes del oriente visto por los europeos, pues hasta antes del siglo XIX se tenía una idea bastante vaga de estos y de su cultura. Said señala que el oriente descrito por los viajeros procedía del discurso, y este hacía viable su existencia (137), es decir, la descripción que se hace de Nurerdín a lo largo de la novela proviene de ese discurso imaginado de los europeos. Rosa, al igual que muchos franceses e ingleses, cree ver en el joven indio la proyección que los europeos tenían del “otro”, civilizado por la costumbre y ciencia occidental. Los testimonios de los europeos que hace el narrador de Nurerdín-Kan prevalece el carácter exótico de la fisonomía india, resaltando el fenotipo y las virtudes físicas del personaje, a la vez que no duda en relacionarlo con los héroes clásicos de la antigüedad:

Alto y delgado, sus miembros tenian sin embargo algo de la flexibilidad elegante y vigorosa del tígre de Bengala; sus ojos negros y rasgados despedian desde la profundidad de sus movibles pupilas ese fuego misterioso y centelleante, que fascina y magnetiza con sus rayos: su tez morena, el delicado perfil de su nariz, su labio superior ligeramente abultado y sus cabellos negros y abundantes daban, en fin, á nuestro héroe un aspecto noble y guerrero (1872: 30).

Al comparar a los chinos con Nurerdín-Kan, el narrador exalta la belleza del indio y formula severas críticas contra el atuendo de los culíes. A pesar de que todos los que trabajan en la hacienda utilizan la misma indumentaria, el narrador revela el modelo eurocéntrico establecido para someter a los asiáticos, pues se considera que ellos poseen un cuerpo desproporcionado y muy distante de los códigos estéticos que le pertenecen a Nurerdín: “Como Nurerdin, el jóven chino vestia el mismo prosáico traje de occidente; pero con la diferencia, que el esbelto indio le llevaba con soltura casi elegante, mientras que Aloe parecia embarazado en el ancho y raido sobre-todo que el inglés [mister Hudson] resucitó de entre su ropa vieja para engalanar á su criado” (1872: 158). La visión que se tiene de Aloe y de los chinos es bastante negativa, puesto que no se asumen sus diferencias particulares y, por el contrario, se les atribuye códigos grotescos y risibles. Las categorías asumidas por el narrador contienen en suma los mismos códigos empleados por la élite ilustrada y reproducen una estructura del poder, basada en los cánones de belleza (Nurerdín) y de lo grotesco (Aloe). Estas categorías presentan una evidente mirada negativa del otro, pues se busca difamar los rasgos físicas de los chinos, tratando de buscar en las diferencias frente al sujeto hegemónicas aquellas particularidades que mantienen su dominio en el relato.

En otro pasaje de la novela, cuando los chinos son trasladados al centro de la ciudad para observar la celebración por el 9 de diciembre (entonces la fecha nacional más importante del país), se encienden los castillos y los mataperros aprovechan para rienda suelta a su enfurecimiento contra los culíes. La batalla con los enfurecidos muchachos está perdida desde el principio para los chinos, pues la cobardía preestablecida por el narrador los acorrala ante un destino siniestro. Nuevamente, la figura del joven indio se impone sobre los asiáticos, liberándolos de sus crueles agresores, insistiéndose en su superioridad como héroe predestinado por la tradición romántica de la que se vale el autor de la novela:

Los mataperros han perdido por un instante la pista de los asiáticos; pero, así como una faja perceptible para el ojo del pescador señala en la superficie el camino que siguen los peces nadando en el seno de las ondas, así, un rumor que se elevaba de todos lados al ver que los chinos querian escabullirse entre la turba, denunciaba á los mataperros el camino de sus víctimas.
Los desventurados asiáticos, jadeantes de fatiga, se precipitan hácia la esquina del Arzobispo con el instinto de un animal acosado que busca su cueva; pero allí son detenidos por una segunda turba de muchachos que se ha formado; vuelven entónces sobre sus pasos los infelices chinos y corren por el átrio de la Catedral en direccion de la esquina de Bodegones.
(…)
Nurerdin-Kan, que ha oido levantarse el grito amenazante de “¡A los macacos, palos con los macacos!”; que ha corrido buscando por todas partes á sus compañeros; que, desde léjos, les ha visto defenderse, huir en seguida hácia el palacio arzobispal y correr luego en direccion de Bodegones, llega, en fin, precisamente cuando los desventurados chinos iban tal vez á sucumbir, estenuados de fatiga y sofocados casi entre los anillos inexorables de esa hidra de mil cabezas que se llama el populacho (1872: 174-175).

El fragmento nos muestra tres personajes claramente definidos: Nurerdín, como protector de los asiáticos; y los asiáticos, a quienes se les compara con “un animal acosado”, lo que justificaría aún más la hegemonía del indio sobre los culíes, ya que se establece la dualidad protector/animal, determinando así la supremacía colonialista decimonónica(17). Estos valores de hegemonía/subalternidad cobran más relevancia si se tiene en cuenta que todo se origina en un espacio central de la ciudad y en una fecha trascendental para la nación, ante la atenta mirada de personajes criollos (don Remigio, Rosa Trueba, míster Hudson, doña Belica, etc.), que actúan como espectadores de la escena. El tercer personaje está dado por los mataperros, que actúa como un ente articulador de la anterior dualidad, pues su agresividad permite la compasión de Rosa y la acción valerosa y predestinada de Nurerdín. Este complejo panorama de conflictos y pasiones viabiliza la estructura social que presenta la novela sobre la Lima del siglo XIX, en la medida de que los chinos son víctimas de las clases populares, y a la vez la clase dominante incentiva su marginación, atrayéndolos hacia un espacio dominado por la plebe: las calles y las plazas. Es allí cuando se acentúa el poder hegemónico del joven indio, pues es el único que posee las cualidades físicas de liberar a los chinos de su cruel destino:

El indio está trasfigurado: sus ojos despiden las siniestras vislumbres de un felino —vislumbres magnéticas y terribles; tiene erizados los cabellos y sus manos se crispan de rabia. Nurerdin-Kan, en una palabra, es en aquel momento la personificacion de Duchmanta, el héroe fabuloso del poema indio(18), en un rapto de coraje.
Los chinos están precisamente bajo el balcon que ocupan D. Remigio y su familia, cuando se presenta Nurerdin.
Al verle, el hacendado le llama por su nombre y le hace señas de que procure defender á sus compañeros.
El indio no necesita esa indicacion: levanta sin embargo la cabeza, vé á Rosa, en cuya frente está retratada la mas cruel ansiedad, y obliga á los chinos á que se detengan.
Así lo hace, en efecto, y entónces los muchachos, creyéndoles rendidos, ván á arrojarse sobre el grupo.
Pero Nurerdin-Kan lanza, mas que un grito, un rugido espantoso, salvaje; se precipita sobre el mataperro que mas se ha adelantado, lo coge por la cintura entre sus manos de bronce y le despide á diez pasos de distancia, con la misma facilidad que si se tratara de un guijarro miserable. La misma suerte corren dos, tres y cuatro de los mas osados. Nurerdin se encoge y se precipita con la elasticidad de una serpiente y pone fuera de combate á cuantos tienen la desgracia de caer bajo su mano.
Los mataperros principian á cejar, aterrados al ver á ese hombre que ha presentado de repente como salido de las entrañas de la tierra. Contemplan despavoridos ese rostro crispado y horriblemente bello, cuya nacionalidad no pueden ni adivinar siquiera, y principian á huir (182).

La diégesis nos muestra a un personaje sublimado por la divinidad religiosa hindú, que lo protege y exalta frente a quienes pretender violentar su espacio. Nurerdín-Kan emerge entonces en el relato como un caballero andante(19) que combate a los explotadores de los indefensos asiáticos, y se mimetiza con los dioses de la tradición védica. Esta apropiación de la simbología hindú es, sin duda, ajena a nuestra tradición literaria, pero responde a una preponderancia de lecturas europeas, a manera de una apertura del espacio letrado limeño. En efecto, aunque llama la atención que un escritor peruano del siglo XIX conociese las leyendas exóticas hindúes, este exotismo pudo ser leído a través de las producciones discursivas de Flaubert o Chateaubriand. Al respecto, la hermosura y la osadía de Nurerdín se relacionan con los códigos románticos de los poetas y escritores franceses que escribieron sobre Oriente, pues se trata de construcciones “sólidamente enraizadas en una dimensión imaginaria irrealizable” (Said 234). Edward Said añade que “los peregrinos franceses del siglo XIX no buscaban una realidad científica, sino una realidad exótica y, sobre todo, atractiva” (234-235) del mundo que habían perdido frente a la colonización británica. El joven indio impone su belleza sobre todos los sectores subalternos y los doblega a través de esta. Sin duda esta imagen exótica del mundo oriental, a partir de las cualidades físicas de Nurerdín, exalta el descubrimiento de otras culturas, gracias a la llegada de nuevos libros que ponían de manifiesto a sociedades inimaginables para el lector común limeño. Nurerdín-Kan es, en consecuencia, producto de esos mundos desconocidos que los liberales pretendían ingresar mediante la lectura de los viajeros franceses. De allí que, en las líneas siguientes, el autor condene la expansión inglesa en las ex colonias de su rival europeo:

La fuerza y la hermosura imponen siempre á las multitudes. Lo desconocido, lo original, los contiene.
Nurerdin llevaba sobre su frente el sello de hermosura de esa raza de héroes o de sábios, que la civilizacion británica vá borrando desgraciadamente del Indostan (1872: 182).

Como puede apreciarse en este acápite, la presencia del sujeto asiático contiene no solo una fuerte denuncia social contra el maltrato hacia los culíes, sino que se incide en la condición de subalterno  de estos frente a otros sectores sociales. La presencia de Nurerdín-Kan, como testigo de los hechos narrados en el relato, articula el espacio diegético como sujeto hegemónico que se superpone a los chinos, pues proviene de una cultura catalogada como superior y su belleza se impone sobre el resto de sus pares masculinos. Los evidentes códigos románticos expuestos en la novela tienen como paradigmas la cosificación del sujeto (culíes) y la perfección humana (Nurerdín), pero también la apropiación de símbolos exóticos mostrados por los europeos en los relatos de viajes. Nurerdín-Kan intenta aproximar a los lectores hacia un mundo posible de representación, a partir de un modelo de reivindicación de la sociedad, similar al de otras producciones discursivas contemporáneas como La cabaña del tío Tom (1851) de Harriet Beecher Stowe, en Estados Unidos; o Sab (1841) de Gertrudis Gómez de Avellaneda, en Cuba, en las cuales se configuran modelos abolicionistas, que tratan de persuadir al lector sobre la inmoralidad y la condena de las prácticas esclavistas. En suma, la vertiente de nuestra novela en estudio pretende construir un lector modelo capaz de decodificar la condena del tráfico de culíes, pero sin incidir en el conocimiento del mundo cultural de los asiáticos.

3.2. La representación del sujeto criollo(20) en Nurerdín-Kan

Como ya se ha aclarado en los capítulos previos, con el arribo de los chinos a Las Palmas, hacienda ubicada en el norte del Perú, se buscaba suplir la falta de brazos en las plantaciones azucareras y algodoneras, ocasionada tras la abolición de la esclavitud africana. El propietario de Las Palmas, don Remigio Trueba; y del Manzano, míster Hudson, habían adquirido del puerto chino de Macao trescientos culíes para que laboraran en el cultivo algodonero de sus respectivos latifundios. El relato describe a Remigio Trueba como un hombre diligente en su trabajo, logrando hacer de su latifundio uno de las más prósperas de la coste norte del país(21) y poseyendo una hermosa casa-hacienda, con “elegantes miradores, departamentos ricamente amueblados, salones de baño, billares, biblioteca, cuadros, todo aquello en fin, que el buen gusto y la riqueza pueden reunir de espléndido y de confortable” (1872: 69). Las propiedades descritas en la cita dan cuenta de una comunidad doméstica dominada por el poder patriarcal y patrimonial de Trueba, así como la centralización de su dominio a partir de la acumulación de objetos que ostentan lo ilimitado de su presencia (Weber 756). En efecto, la posesión del patrimonio del hacendado incluía a los esclavos o siervos bajo su mando y el espacio cerrado de ese poder y el reconocimiento de su dominación a partir de la afirmación de dependencia de los siervos a partir del castigo físico:

(…) algunas ligeras nubes habian empañado á veces la fama de piedad de que disfrutaba entre los que le veian frecuentar el templo. Un amigo y paisano suyo, por ejemplo, le habia dicho una vez.
—Compadre, tengo un chino que se me ha echado á perder: todos los dias se juega la plata de la plaza(22), y quisiera corregirlo.
—Bien, compadre; nada hay mas fácil, habia contestado D. Remigio: mandémelo V. á la hacienda.
Al dia siguiente el chino jugador estaba en Las Palmas, y dos meses después volvió á la casa de su patron, escuálido y demacrado como un cadáver. Interrogado por la familia
Yo casi nada comer en la hacienda, habia contestado el chino; mis paisanos flacos casi nada comer tampoco; mucho pegá el señó (1872: 69).

La legitimación del poder adscrito a Trueba tiene indudablemente un origen feudal y se ampara en la apropiación de los derechos de sus siervos, tomando como referencia su poder patrimonial y de sojuzgamiento hacia estos. El poder del señor se basa entonces en un régimen despótico y puede ser catalogado como precario, por cuanto “queda a merced de la voluntad de obediencia y de la fidelidad puramente personal de los que se encuentran en posesión de los medios administrativos” (Weber 206). La imagen despótica del hacendado español que nos ofrece la novela tendría relación con el deseo de consolidar la conciencia criolla nacional, a partir del rechazo a la imagen paterna hispánica(23). De otro lado, es posible advertir en Trueba el pánico que originaban entre los hacendados el accionar de los bandoleros, grupos de asaltantes de caminos, integrado mayormente por exesclavos(24), que causaban terror a quienes representaban la riqueza y la explotación en el sistema agrario, pero también para buscar venganza ante un maltrato dirigido contra un esclavo (Aguirre 264). Sin embargo, al tratarse de robos, se intentaba expropiar objetos que les permitieran algunas ganancias: caballos, dinero, joyas, etc.

—Aquí me tiene V. robado y molido, mister Hudson, exclamó el español con tono dolorido. Aun no llevábamos una hora completa de camino, cuando se presentaron seis negros, exigiéndonos el dinero y los caballos. Quise resistirme, y entonces uno de ellos me ha dado en la cabeza un golpe terrible con la culata de su bocon… Caí desmayado, y no me acuerdo de mas……
—¿Y no venia V. armado, señor Trueba?
—Mis pistolas las traia uno de los chinos que me acompañaban, y que fué el primero en huir (1872: 86).

La descripción del chino que acompaña a Trueba durante el asalto de los bandoleros contiene los mismos peyorativos descritos en el acápite anterior. Cabe advertir, no obstante, que si bien los negros cimarrones optaban también por castigar a los asiáticos, la cita solo se centra en relacionar el poder económico del español y el rechazo de los exesclavos hacia su personalidad despótica. Al respecto, Carlos Aguirre señala que los asaltos recibidos por los hacendados obedecían a la influencia que estos podían tener sobre las autoridades políticas de la región, tratando con ello de contener cualquier abuso cometido contra otros esclavos o alguna denuncia de robo o asalto (265). Este punto advierte la imagen contradictoria del despiadado hacendado peninsular, pues, por un lado, se describe su carácter tiránico hacia sus siervos y, por el otro, su perfil pávido frente a los bandoleros. Esta representación satírica del hombre acaudalado se corrobora entonces con la sugerente propuesta de Jorge Basadre, de considerar al siglo XIX como “el siglo de la extinción del sistema colonial español, y del acercamiento ideológico de las clases medias urbanas hacia otros países europeos” (Oliart 270). Este acercamiento se hizo latente en otros aspectos, como la renovación de los valores culturales limeños (léase, escuela romántica, masificación de la prensa y la lectura, y explosión de la moda y usos femeninos), a lo que se añadió un nuevo modelo de mujer, representada en la novela a través de la hija de Trueba.

Rosa Trueba, hija del don Remigio, es descrita como una joven entregada apasionadamente a la lectura de novelas románticas y poseedora de un carácter servicial hacia los asiáticos. De allí que sea posible resaltar las ideas liberales del autor de Nurerdín-Kan, por cuanto se trataría de la primera novela que resalta la aparición de un sujeto femenino letrado, ávido del consumo de la lectura y del conocimiento literario que ya imperaba en los salones limeños decimonónicos. Rosa se muestra como un sujeto erudito que dialoga con el discurso modernizante europeo y es capaz de debatir sus conocimientos acerca de las más altas producciones discursivas:

—Le estoy profundamente agradecida, mister Hudson, continuó Rosa, por haberme prestados estas tan entretenidas novelas.
—Tienen, sin embargo, un gran defecto, murmuró tímidamente el inglés.
—Y en qué consiste?
—En ser novelas románticas.
—Cómo! mister Hudson ¿y V. qué piensa del romanticismo? preguntó la jóven animándose instantáneamente.
—El romanticismo es un delirio de nuestros locos vecinos los franceses, que ha venido á estregar el buen gusto en nuestra época.
La jóven guardó silencio por algunos instantes, mirando al inglés con una mezcla indefinible de lástima y de desprecio, al mismo tiempo que jugaba indolentemente con un riquísimo medallon de oro, suspendido de su cuello por una cinta color de rosa.
—Pero en fin, prosiguió; supongo que al menos V. creerá que lo que se llama el romanticismo encierra siempre la poesía mas sublime y seductora; tipos fantásticos, increibles, cierto; pero tipos amables, poéticos; hay exageracion en el romanticismo, sin duda; pero siempre se nota en él el vuelo de la fantasía y la aspiracion á lo perfecto; á veces resultan mónstruos, pero tambien se crean querubines. Hé aquí el romanticismo, hé aquí tambien la poesía… Y luego ustedes mismos, los ingleses, han sido los primeros románticos. Shakespeare y Byron son dos genios de Inglaterra y… los dos románticos.
Mister Hudson estaba asombrado, aunque no era la primera vez que oia espresarse á Rosa con tanta instruccion y habilidad (1872: 86).

La inserción de un sujeto femenino letrado puede entenderse como la aspiración de un modelo de enseñanza a través de la lectura, es decir, la joven Trueba personificaría la representación de la comunidad imaginada de lectores que veían en las novelas la construcción de un Estado-nación, la proyección de los ideales y los valores de una sociedad modernizadora. Rosa es consciente de la modalidad seductora e imaginativa de las novelas románticas que consume, pero encuentra en ellas un espacio de debate sobre la formación del individuo a partir de su pertenencia a una comunidad letrada; de allí que míster Hudson comparta con Rosa la lectura de mundos representados con total libertad. Al respecto, Fernando Unzueta señala que las “novelas también incluyen grupos de discusión que comentan periódicos, literatura y textos políticos que han leído, y hasta cierto punto representan una incipiente esfera pública que se va formando en el continente, tanto en los foros públicos de los cafés, academias y asociaciones, como en los salones de las casas privadas”. Unzueta agrega que algunas novelas románticas decimonónicas latinoamericanas (especialmente Martín Rivas de Alberto Blest Gana) buscan romper el modelo del “ángel del hogar” con que es representado el personaje femenino, optándose por un sujeto más racional que sentimental. Es probable que el autor de Nurerdín-Kan se haya aproximado a la novela de Best Gana, publicada originalmente en 1862, para diseñar el carácter de Rosa; sin embargo, a diferencia de Leonor, protagonista de Martín Rivas, la hija del propietario de Las Palmas debe asociar su imagen racional con la de protectora de los asiáticos. Un ejemplo de ello lo observamos en la escena del arribo del Doria al puerto del Callao, cuando Rosa contempla el deteriorado estado de salud de los culíes:

—Segun veo, señor Castelli, observó la jóven, es muy disculpable la conducta con los chinos.
—Cómo! señorita!……
—Vamos, niña! tú no entiendes estas cosas, exclamó D. Remigio profundamente contrariado con la relacion que acababa de hacerle el capitan.
—Pues qué? no estás oyendo papá que esos infelices no bebian agua en dos dias?
—Teníamos vientos contrarios, señorita, replicó Castelli mirando con impaciencia á Rosa, y no era posible arribar á ningun puerto.
—Pero, insistió la jóven, debian estar sumidos en la mayor desesperacion al ver que la peste se declaraba á bordo, sin que hubiese un solo médico para curarlos de esa terrible enfermedad…… porque creo que no lo hay…… no es cierto, señor Castelli?
—Cierto, señorita (1872: 109).

El rechazo de Rosa hacia los maltratos proporcionados por el capitán italiano demuestra su carácter sentimental y de defensa a favor de los asiáticos, entendiendo como ‘sentimental’ el carácter remarcado por las emociones y los sentimientos que el discurso romántico quiso imponer en el sujeto femenino. En efecto, al igual que otras mujeres del siglo XIX como la señora Shelby, de La cabaña del tío Tom, que se opone tenazmente a la venta de sus esclavos en manos de crueles traficantes de negros; o Esmeralda, de Nuestra señora de París de Víctor Hugo, quien se apiada de los maltratos recibidos por Quasimodo; Rosa se muestra contraria al tráfico de culíes en el que estaba inmerso su padre. De allí que este cuestione la incomprensión de Rosa sobre la necesidad de incrementar el número de hombres en la hacienda. Castelli representaba, ciertamente, a los inmigrantes de italianos que arribaron a las costas peruanas durante el siglo XIX a buscar fortuna; aunque, a diferencia de los asiáticos, estos ascendieron rápidamente en la sociedad limeña, debido a su origen europeo e imagen viril que estos transmitían a la sociedad criolla decimonónica. Al respecto, José Antonio de Lavalle sostenía en 1859 que “Nada convendrá más que la introducción de europeos. Inteligencia, civilización, robustez, energía y hermosura física se encuentra reunidos en ellos” (Del Castillo 173), anteponiendo con ella la necesidad de incorporar a estos hombres en el espacio económico nacional. Además, Humberto Rodríguez Pastor encuentra un postulado interesante en la relación entre culíes e italianos, pues considera que “a pesar de que hubo algunas poquísimas muestras de una falta de aprecio de parte de los sectores pudientes por los italianos, estos ascienden socialmente; estas muestras de desafecto, desconsideración y hasta racismo fueron generalizados con los chinos” (2000: 493), relegándolos en puestos sociales similares a los de los afrodescendientes e indígenas. La descripción que la novela nos ofrece de Castelli  se opone rotundamente a una necesidad perentoria de poblar las haciendas peruanas con individuos de esa naturaleza. Contra el inmigrante italiano también existieron prejuicios de la elite letrada criolla, se señalaba reiteradamente su falta de educación, su bajo rango social y su voluntad de triunfar exclusivamente en la dimensión económica. Esto coincide con el carácter de Castelli. Sin duda nada más alejado de las condiciones sociales del país, ya que su carácter despótico contradice muchos de los postulados sobre inmigración, imperantes en la segunda mitad del siglo XIX.

Aislado casi del trato social, y privado siempre de los dulces atractivos de la vida doméstica, que dulcificaban las costumbres y hacen flexibles los caracteres, su corazon se habia helado al soplo del huracan, y sus facciones habian adquirido esa rigidez impasible del hombre acostumbrado á luchar con los elementos. El capitan Castelli no tenia otra idea que la del lucro, ni otro instinto que el de la autoridad. Alto y nervioso, sus ojillos grises despedian llamas, cuando, con el rebenque en la mano, hacia temblar á sus subordinados (1872: 37).

Mister Hudson era propietario de la hacienda El Manzano, colindante a Las Palmas. Hudson, terrateniente de origen británico, estaba prendado de Rosa Trueba, a quien complacía cualquier vanidad solo con la mirada de esta. No obstante, como ya habíamos apuntado para el caso de los asiáticos, la figura del indio Nurerdín-Kan resalta por sobre la de Hudson, en la medida de que a este se le describe como poco valeroso. En efecto, durante las celebraciones del 9 de diciembre, al caer los asiáticos en manos de los mataperros y oír los reclamos de la joven Trueba, el hacendado inglés considera innecesario tomar partida por aquellos:

—¡Dios mio! ¡pobres hombres! habia exclamado Rosa queriendo descubrir entre la muchedumbre quienes [los chinos] eran los amenazados.
(…)
Rosa dirijió entónces una mirada á su padre y viendo que permanecia impasible, aunque siguiese con la vista á los asiáticos, se volvió con ojos suplicantes hácia Mr. Hudson.
El inglés comprendió á la jóven, y tomando su sombrero dijo:
—Señoritas, permítanme ustedes un instante, que voy á hacer apartar á esa canalla.
—Sí, sí, vaya V., amigo mio, esclamó Trueba.
(…)
Pero en ese instante la escena habia cambiado (1872: 175).

Lejos de observarse una actitud decidida para repeler el ataque de los mataperros, el relato se centra en recalcar la actitud pusilánime de míster Hudson. Sin embargo, el temor expresado por los hacendados ante el tumulto popular era un tema bastante común en el siglo XIX, ya que estos intentaban negociar algún beneficio a través de sus actos vandálicos (Hobsbawm 2001a: 151). El historiador inglés Eric Hobsbawm sostiene que en las sociedades preindustriales de los siglos XVIII y XIX los ricos y poderosos constituían el destino central del ataque de las turbas urbanas, pues los consideraban responsables de su condición de pobres. Ello explica el terror de Trueba y Hudson a enfrentarse a los mataperros, pues estos representarían la canalización de las protestas y disgustos de las clases populares, al identificarlos como los promotores de la presencia de los asiáticos en la ciudad.

El prototipo del hacendado representado en la novela consistiría, por tanto, en una suerte de denuncia frente a un “mal gobierno” de los latifundistas extranjeros, anhelando con ello la inserción de una administración criolla de la tierra. Se trata, pues, de una reivindicación independentista de los intereses económicos en las haciendas, a fin de proteger a los asiáticos e indígenas, en tanto sujetos desvalidos e indefensos. Evidentemente, el autor cuestiona el papel de los hacendados y caporales convirtiendo a Nurerdín-Kan en nuestra primera novela de marco abolicionista, inspirado probablemente en La cabaña del tío Tom, emulando un carácter de denuncia pero condesándola con motivos románticos.

3.3. Bandolerismo y seducción: la representación del sujeto afroperuano en Nurerdín-Kan

La representación de los afroperuanos en la novela atribuida a Trinidad Manuel Pérez está signada por estereotipos sociales, comunes en los textos costumbristas y románticos en que se otorgaban roles típicos a hombres y mujeres, con el propósito de legitimar su inferioridad dentro de la sociedad limeña del siglo XIX. Es fácil advertir, por tanto, cómo se les caricaturiza con modelos que van desde el cimarrón o bandolero en el caso de los hombres hasta la sensualidad y dulzura en las mujeres, además de su ya conocida labor doméstica que impartían como amas en las haciendas. Generalmente aparecen cumpliendo funciones negativas (ladrones) o labores de menor rango incrementando el desprecio hacia ellos por parte de las elites letradas (Oliart 276-277), pero también como bufones, como José, el pequeño siervo de la familia Trueba, en quien recaen divertidas escenas que incrementarían

La condición de los afroperuanos durante el virreinato dependía de su trabajo y esfuerzo como esclavos, lo cual determinaba su posición dentro del régimen colonial, hecho que les aseguraba el desprecio y el maltrato en las labores que desempeñaba, pero también su constante lucha por alcanzar la libertad. Carlos Aguirre sostiene que los esclavos no fueron agentes pasivos, sin iniciativa de acción, ya que tuvieron varias alternativas frente al sistema esclavista, como la compra de su libertad, el cimarronaje y el bandolerismo (245-247). De hecho, los asaltos producidos en las haciendas eran atribuidos a exesclavos que buscaban vengarse de sus antiguos dueños o de los caporales. Aguirre agrega que el bandolerismo “representó una fuente permanente de conflictos y temores, fue un tema central de los debates políticos y sociales” (257), por cuanto generaba inestabilidad y molestia en los poderes del Estado. En su trascendental trabajo acerca de la relación entre bandoleros y novelas en América Latina, Juan Pablo Dabove señala que el bandolerismo fue incorporado a la narrativa de los orígenes del Estado-nación como el origen de la violencia del propio Estado (285). No obstante, añade una reflexión de por sí sugerente para entender la participación de la insurgencia popular en la construcción del modelo nacional, entendiendo este modelo como un rechazo a las categorías exóticas impuestas por las potencias europeas para entender la realidad latinoamericana: “the Latin America lettered city built an image of rural society (…) using the same order of tropes that the intellectuals from the European metropolis used to construct the ‘Orient’ as the object and prey of colonial adventures” (287). En consecuencia, el bandidaje irrumpe en este escenario para rechazar el sistema institucional establecido por la autoridad hegemónica: “it hides the dimensión of violence that the state repression of banditry entails (uprooting a weed is not violence: it is a procedure)” (288).

La presencia de los bandoleros Ñó José y Ñó André en Nurerdín-Kan constituye, en efecto, un rechazo a la representación del Estado criollo dentro de la sociedad rural peruana, personificada por Remigio Trueba en tanto hacendado y eje continuador del dominio hispánico, aun presente en el sistema económico nacional. La personalidad de ambos bandoleros contiene rasgos denigratorios y monstruosos desde la visión jerárquica criolla:

(…) Es de pequeña estatura, de anchas espaldas y mirada de fuego; sus arqueadas piernas revelan  al hombre de á caballo, y sus labios gruesos, notablemente entreabiertos, permiten ver una dentadura de irreprochable regularidad, aunque manchados por el tabaco. Un sombrero de paja, de alas enormes, cubre su monstruosa cabeza, y un poncho de lana que le llega casi hasta los pies, oculta un par de pistolas y dos puñales que tiene atados á la cintura por medio de una vieja faja de seda encarnada.
La repugnante figura de este bandido, dibujada con el tinte sombrío de Salvator Rosa, habria sido de un gran efecto en el claro-oscuro de un lienzo, y tan solo la vista de su siniestra catadura, hubiera bastado para aterrorizar á una mujer é infundir miedo en el hombre mas audaz (1872: 206).

La imagen del bandolero en la novela recibe connotaciones atemorizantes y revela las categorías usuales con que se describía a este tipo de personajes: /pequeña estatura/, /mirada de fuego/, /labios gruesos/, /monstruosa cabeza/. Estos caracteres se condicen con los efectos de terror que producen en la población criolla, si entendemos que la diégesis está narrada por un punto de vista hegemónico. Al respecto, Dabove señala que “the monstrosity of the bandit has little to do with grotesqueness or ugliness (…). The bandit’s monstrosity also has little to do with his cruelty or the character of his passions” (288). Estos elementos de fealdad resaltan su condición de fuera de la ley, pero a la vez cuestionan su temeridad, convirtiéndolos en seres atemorizados por las fuerzas del orden. En efecto, tras haber atacado a los culíes y hacendados, y estar enterados de la presencia de la “patruya de campo”, Ñó José y los otros bandidos prefieren abandonar el asalto:

—Con que viene ecortado po la patruya de campo, repitió el gefe.
—Así dice el mayordomo.
—Quizá é mentira; y solo lo ha dicho pá hacé corré la vó y darno miedo.
—Ñó José tiene razon, dijeron en coro los tres negros apoyando á su gefe.
—Entonce, muchachos, al camino; y si las fuerza son mayore…
—No é cobardia el retiro, exclamaron los bandidos poniéndose en marcha (1872: 206).

Como puede colegirse del fragmento, otro aspecto importante en Nurerdín-Kan es el uso del lenguaje entre los afroperuanos en su intento de conseguir un discurso verosímil. El narrador reproduce la voz de los negros, a través de la deformación lingüística del español, enfatizando la estructura fonética de un hablante campesino. De esta manera, los hablantes reducen algunas consonantes, convirtiendo en monosílabos algunos términos bisílabos, logrando con ello enfatizar un dialecto afroperuano que se registra aún en ciertas comunidades de la costa sur del Perú: /pá/ por /para/, /ñó/ por /señor/ o /é/ por /es/, además de prescindirse de las letras r y s al final de cada palabra(25). El lenguaje de los bandoleros está cargado, además, de manifestaciones lingüísticas propias de hablantes afrohispánicos, pues, como señala John Lipski, esta operación fonética se produce en comunidades aisladas y que sufren de marginación lingüística. En el caso de los bandoleros de Nurerdín-Kan, al estar al borde de la ley y agrupados en partidas de bandidaje, los expone a una categorización fonética marginal y condenada por la mirada hegemónica del narrador. Sin embargo, en ello radica, contrariamente, la riqueza formal del texto, pues reproduce la voz de una comunidad excluida del proyecto discursivo decimonónico. La novela se inscribiría en este aspecto junto a otras de su tiempo, en la medida de que procura inscribir a un mayor número de sujetos apelando a sus propios códigos lingüísticos.

En cuanto al sujeto femenino, es interesante notar, dentro de los cánones del género, cómo el lenguaje de los hombres difiere del de las mujeres, pues estas emplean un discurso alejado de los prejuicios raciales, en tanto buscan, desde una posición más cercana al ámbito doméstico, un mayor apego hacia sus amos. Esta cercanía a las damas criollas las hacía merecedoras de su confianza y de su entorno más íntimo, por lo que aquellas esclavas que se desenvolvieron en labores domésticas estaban mejor vistas dentro del sistema sociocultural republicano, imperante todavía en la segunda mitad del siglo XIX. Veamos, por ejemplo, una conversación entre María, la joven mulata, y Leonarda, su madre:

—Hola Marica, bueno dia; ¿cómo etás? dijo saludando á la muchacha.
Esta levantó indolentemente la cabeza sin contestar al saludo.
—Gua! Qué tiene Marica?...... Dónde etá tu mamá?
—Qué se ofrece? preguntó Leonarda, saliendo de la segunda tienda.
—Bueno dia, ña Leonarda.
—Buenos días...... ¿Quiere usté una copa.
—Sí, pero que eté bien llenesita. ¿Cómo se siente la muchacha?
—Pobre Marica!......
—Ya le he dicho á usté que no me la llame Marica.
—Ah!...... Mariquita.
—Maria.
—Gua! Todo no e lo mismo? (1872: 198-199).

Al igual que otros discursos decimonónicos, en que se enfatizan los mismos códigos del sujeto femenino afrodescendiente, se preservan estas descripciones, heredadas del imaginario étnico colonial, por cuanto, en su intención de poseer la belleza corporal de las esclavas más jóvenes, los amos no dudaban en intercambiar bienes o buen trato en las labores domésticas (Hünefeldt 8). Indudablemente, estas categorías se extendieron durante todo el siglo XIX y gran parte del XX, convirtiendo al sujeto femenino afroperuano en el objeto deseado por la élite criolla, entendiendo su condición de esclava como factor de docilidad y sin amparo legal alguno. El espacio doméstico representaba, por consiguiente, el escenario de vejación y control absoluto del sujeto hegemónico criollo por sobre la mujer afroperuana, llegando incluso a reemplazar a la dama criolla, pues “no sólo cumpliría con las tareas domésticas, sino que además se autoalimentaba, podía producir excedentes para el amo y eventualmente más esclavos” (Hünefeldt 10). No obstante, las aspiraciones del ascenso social y la tan ansiada libertad empujaron a muchas esclavas a admitir el dominio del amo por encima de ellas. Pero, a pesar de que la relación amo-esclava jamás poseyó amparo legal ni legitimaba a la esclava como dueña del espacio doméstico, justificó su condición de sensuales y provocativas dentro del espacio urbano.

En Nurerdín-Kan, María, hija de Leonarda, ambas afroperuanas y a cargo de las labores domésticas en casa de los Trueba, son descritas desde diferentes ángulos: en la primera se resalta su belleza y sensualidad, mientras que en la segunda se enfatiza su resentimiento y rechazo hacia los hacendados. El autor se detiene en María y describe minuciosamente aquellos caracteres que realzan su sensualidad y ardor, propios del sujeto afroperuano decimonónico:

Su tez de enfermizo mate, tenia sin embargo toda la pureza del marfil, y su nariz —aunque pequeña y algun tanto aplastada como la tienen siempre los individuos de ciertas razas— imprimia en el semblante de nuestra jóven aquel sello de gracia y de voluptuosa aspiracion —perdónesenos la frase— enteramente característico de la mulata. Sí: la muchacha que acabamos de poner en escena, y cuyo nombre tal vez habrán adivinado ya nuestros lectores, era un tipo de esa raza, que posee toda la inteligencia de la blanca y todas las pasiones de la negra; raza que tiene en sus venas la sangre ardiente del Africa (…); raza que es incapáz de sentir la fruicion de un casto amor, pero que, en cualquier sentido que se dirijan, sus pasiones son siempre extremadas y terribles; raza sensual, ante todo, pero llena de ingenio y de ambicion (1872: 198).

El narrador no duda, entonces, en oponer los códigos femeninos más resaltantes entre criollas y afrodescendientes, estableciendo claras diferencias entre ambas. En efecto, mientras en Rosa se prefiere realzar su belleza e inteligencia, en María se destaca su sensualidad, presumiéndose con ello que el espacio letrado estaba destinado exclusivamente al sujeto hegemónico blanco. La novela hace hincapié, sin embargo, en la atracción que ejerce María sobre Ñó José, quien debe contentarse con mantenerse al margen de su propósito de poseer a la muchacha. Apoyándonos en la perspectiva de Patricia Oliart, observamos que “rara vez la afroperuana es representada como pareja del hombre negro” (283), lo que evidenciaría que el carácter sensual de María estaría dirigido hacia uno de los hacendados o un personaje cercano al círculo criollo (¿el doctor Tomás de Loayza y Valdez?).

Finalmente, otro de los personajes afroperuanos es José, el pequeño criado de Rosa Trueba, quien ironiza la fealdad de los asiáticos, empujándolos hacia un escalón más bajo en este entramado social que intenta reflejar la novela, hecho que podría suponer el evidente rechazo de la sociedad afroperuana hacia los chinos:

El negrito habia vuelto á salir y contemplaba á cada chino como si fuera un animal grotesco: reíase á caquinos, interrumpiéndose solo para exclamar
—Jesú! qué feo! Jesú! qué horrible…… Ja, ja, ja.
Los asiáticos le lanzaban miradas terribles.
Por fin, el consentido negro no pudo contenerse, y acercándose á un chino mas feo que los demás, le jaló de una oreja y echó á correr jadeante de buen humor (1872: 118).

El dominio del afroperuano sobre el culí se entiende como un rechazo hacia su pasado subalterno y el traslado del primero hacia un escalón más elevado de la sociedad, esto es, la presencia del asiático permite al afrodescendiente ascender en la distribución social del espacio étnico limeño descrito en la novela. La fealdad a la que se hace alusión en el fragmento demostraría entonces que el negro ha abandonado el último escalón de la jerarquía étnico-social, lo que a su vez atemorizaría al sector criollo. El mulatito, empero, genera cierta desconfianza en Trueba, pues su condición de hijos de exesclavos no es asumida por los Trueba con la mayor certeza; antes bien, se le relega y castiga constantemente por su actitud torpe y grotesca. José es descrito como bufón y descortés en el círculo criollo, asegurando con ello el rechazo del afrodescendiente en el espacio étnico-social limeño, pues la torpeza de sus actos lo conduciría a fracasar en su intento por incorporarse en el escenario económico y político nacional.

La novela en mención tiene el mérito de exponer, efectivamente, el entramado étnico y social de la Lima del siglo XIX, pero sin haber incorporado al indígena como eje central de la nacionalidad peruana. Nurerdín-Kan representa, pues, un primer paso de construcción de una novela romántica que incorporase los ideales nacionales de inmigración y rechazo del sector popular hacia un nuevo sujeto: el asiático. La necesidad de integrar al chino como sujeto en un mundo representado no está exento, sin embargo, de los prejuicios del imaginario colectivo decimonónico, pero ello enfatizamos la intención del autor de presentar un discurso de denuncia social, apelando a la presencia de los individuos más representativos del sistema social imperante en la Lima del XIX. No ha sido nuestra intención demostrar la autoría de Trinidad Manuel Pérez ni argumentar las razones de por qué no concluyó la novela, sino, por el contrario, de dar a conocer un estudio del primer texto que inserta plenamente al asiático dentro de la producción literaria peruana. Si bien Alberto Tauro (1976) había iniciado una primera aproximación al analizar brevemente la presente novela, esperamos haber podido añadir algunas reflexiones que permitan clasificarla como un magma que incorpora un sistema étnico y social sumamente complejo.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

FUENTES PRIMARIAS

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1 El destacado antropólogo Humberto Rodríguez Pastor ha reproducido un contrato similar al que firmaron los culíes en el puerto de Macao, en el que se advierte el total desconocimiento de parte de los chinos sobre las deplorables condiciones que les esperaba a estos (1984: 59-61). Asimismo, se constata que los hacendados se comprometían a brindar alojamiento, una buena ración de alimentos, cuidados de salud, etc., aspectos que mayormente no cumplían.
2 Rodríguez Pastor afirma que el término culí o coolie proviene de koli o kuli, grupo originario del oeste de la India. Se empleó este vocablo para referir a aquellos individuos de la India, China, Filipinas o Corea que dejaban sus lugares de origen para alquilarse como jornaleros. Cabe indicar que fueron los ingleses los iniciadores del tráfico de culíes en 1806, trasladando 192 chinos hacia la isla de Trinidad; posteriormente, también fueron llevados a otros lugares de América, Congo, Australia, Japón e incluso Francia. El antropólogo sugiere que en China se conocía como culí a cualquier persona no especializada que se desempeñaba en cualquier uso, condición que fue cruelmente aprovechada por los traficantes europeos (2000: 21-22).
3 En el artículo “Motín del ‘Encarnación’”, Juan Pérez de la Riva detalla con crudeza el motín producido en el busque español Encarnación (Rodríguez 1984: 66). Se detalla que un grupo de chinos, de los 325 que zarparon originalmente, penetró sorpresivamente la cámara de la nave y asesinaron al intérprete. Luego intentaron dar muerte al capitán, pero este, ensangrentado pudo huir a su camarote y tras coger su revólver logró echar a los revoltosos. Para cuando el capitán logró retomar el control del barco muchos chinos habían conseguido huir lanzándose al mar. El saldo fue treinta culíes fallecidos.
4 Sobre el vocablo mataperro, Juan de Arona afirma lo siguiente: “El gamin de París y el pilluelo o granuja de España. Lo natural sería decir un mataperros como se dice un pelagatos; pero el uso nuestro no lo quiere. Por extensión se llama mataperro al arrastrado, al cochambroso, al maltraído y a todo ente despreciable; y también al badulaque, al haragán” (1938: 278).
5 Emilio Choy menciona que el término ‘brazo’ indicaría la ‘cosificación’ de los chinos, anteponiendo su estereotipo de esclavos antes que de seres humanos.
6 Rodríguez Pastor señala que el pago a los chinos se dio en dos etapas: en un inicio fue de 250 pesos, pero en los últimos años de la trata de amarillos, este se incrementó hasta entre 400 y 450 soles (1989: 39).
7 Pablo Macera sostiene, sin embargo, que los chinos libres habrían liderado los levantamientos en las haciendas. De allí que el Congreso de la República discutiera la conveniencia de mantener la recontratación obligatoria (222).
8 Se conocía como galpón al alojamiento que albergaba a los culíes durante su estancia como semiesclavos en las haciendas. Generalmente, eran cobertizos hechos de adobe o de un material bastante endeble, pues al estar ubicados en la costa, no requerían de mucha protección frente a la escasez de lluvia o un invierno demasiado crudo. Sin embargo, el frío lograba penetrar en las noches debilitando a muchos de los inquilinos. Estos albergues contaban además con escaso mobiliario, carecían de baños y apenas si lograban abrigar a sus ocupantes (Stewart 88).
9 De acuerdo con Todorov, Renan divide a los seres humanos en tres grandes grupos: 1) raza inferior, constituida por los negros del África, los indígenas de Oceanía y los indios de América, a quienes denomina no perfectibles; 2) raza intermedia, integrada por los asiáticos o amarillos (chinos, japoneses, mongoles), susceptible de ser civilizada; y 3) raza superior, conformada por los europeos, o raza perfecta.
10 Sin embargo, Arona fue bastante crítico con los afrodescendientes y cholos, a quienes identificaba como ladrones, gente de mal vivir y enfermizos.
11 Rodríguez Pastor señala tres aspectos principales que caracterizaron a los asiáticos como expertos cocineros: 1) en la China imperial era costumbre que los hombres se dedicaran a la cocina; 2) durante su trabajo en las haciendas se les entregaba solo una olla y un puñado de arroz, lo que los obligó a preparar su propios alimentos; y 3) los chinos que llegaron al Perú requirieron de pocos insumos para elaborar sus platos (2000: 226).
12 Los chinos que llegaron al Perú, en su mayoría campesinos o desempleados, profesaban ritos budistas, taoístas y hasta confucionistas, mientras que otros veneraban a Di, ser supremo, o Shang Di, señor de las alturas. Era común entre los chinos celebrar también el año nuevo, las cosechas, así como el respeto y la devoción familiar (Lausent 1992: 979).
13 Entre los números 22 y 25 no se indican los capítulos XVI y XVII, por lo que se ha preferido dejar en blanco.
14 Humberto Rodríguez Pastor recoge algunos nombres asignados a chinos, tanto en el registro de la Corte de Justicia de Lima entre 1850 y 1870, como en la relación de culíes fallecidos en la hacienda de Palto. Estos nombres son los siguientes: Asín, Ají, Atán, Asenson, Achón, Aquí, Asán, Linsó, Asac, Achoó, Atiam, Chinchi, Yon, Ayau, Asén, Achén, Alao, Alpán, Acuán, Apao, Ambó, Afón, Alión, Llamín, Acam, Achá, Achía, Achín, Ajén, Aló, Aloy, Alluat, Añí, Aqué, Ayín, Fichón. Pero también se recogen otros nombres, de origen español como: Francisco, Manuel, Domingo y Pedro (Rodríguez 1984: 40-43 y 168).
Fernando de Trazegnies asegura que el nombre correcto de los chinos era Ah Sing, en lugar de Asín; Ah Feh, en lugar de Afé; o Ah Chang, en lugar de Achán; etc. En realidad, el equivalente en español del término ‘Ah’ era ‘don’, pero los consignatarios limeños creyeron que formaba parte del apellido de los culíes (I, 71).
15 Es difícil suponer si Abraham Valdelomar leyó esta novela para utilizar este mismo nombre para el rival del Caballero Carmelo.
16 Era común que a los chinos se les impusiera un nombre y apellido españoles.
17 En su clásico estudio sobre la era del capital (1848-1875), Eric Hobsbawm sostiene que la segunda mitad del siglo XIX significó la penetración cultural británica en las sociedades del Indostán, formándose “una pequeña minoría selecta inclinada a las cosas inglesas, a veces tan lejana de las masas indias que incluso llegó a perder la fluidez al hablar su lengua vernácula” (2007: 133); mientras que “China fue cada vez más un barco abandonado camino a la desintegración” (142).
18 Saccíntala (nota del autor de la novela). Se trata de un episodio del famoso poema Mahábharata, en que se relatan los amores de Sakuntala y Duchmanta
(http://letras-uruguay.espaciolatino.com/blixen_hyalmar/los_amores_de_sakuntala_y_duchma.htm )
.
19 En su introducción al Amadís de Gaula, Juan Manuel Cacho define al caballero andante como caballeros sin fortuna o vasallos sin feudo que se ven alejados del núcleo familiar por propia voluntad (Rodríguez de Montalvo 159-160). Pero, a diferencia del Amadís, Nurerdín no posee un amor cortesano, sino que se vislumbra ante la belleza de la hija del hacendado y considera justo enfrentarse a los consignatarios o gente de mal vivir, a fin de proteger a los oprobiosos culíes. Recordemos que Nurerdín abandona a su padre para olvidar la muerte de Ofelia, pero cree ver a esta en la figura de Rosa Trueba. Además, Nurerdín y Rosa coinciden en sus sentimientos de predilección por socorrer a los asiáticos, y la sonrisa de esta lo empuja a enfrentarse a los temibles mataperros. Cabría añadir a ello el finísimo atuendo que el joven indio lucía en la India, pero que luego le será arrebatado por el capitán Castelli.
20 Si bien solo Rosa Trueba puede ser calificada como criolla, ya que es la única nacida en Lima, ampliamos esta categoría a los europeos representados en esta novela: don Remigio (español), mister Hudson (inglés) y el capitán Castelli (italiano) del bergantín “Doria”.
21 Peter Klarén señala que, terminada la dominación española en la primera mitad del siglo XIX, algunos pequeños agricultores se posesionaron de las hectáreas que habían abandonado los peninsulares. Conforme avanzó el siglo, estos agricultores se convirtieron en acaudalados hacendados, incrementando la población de los pueblos circundantes y su riqueza (113-114).
22 Como se ha explicado en el capítulo 1, los chinos culíes recién llegados a las haciendas tenían fama de hombres entregados a los juegos y a los vicios.
23 Deborah Poole asegura que la oposición a la metrópoli permitió a los criollos construir un Estado-nación amparado en una comunidad imaginada de peruanos (183), consolidando el modelo independentista basado en un discurso nacional contrario al pasado colonial y aceptado por la élite limeña a partir del combate del 2 de mayo de 1866. En efecto, la victoria de la armada binacional peruano-chilena fue celebrada y entendida como la consolidación definitiva de la independencia del Perú, pues significó la fuerza militar de un país en ciernes. Muchas publicaciones coincidieron en este hecho y hasta se publicaron cantos patrióticos y dramas alusivos a este hecho.
24 Este punto será ampliado en el siguiente acápite.
25 En un sugerente libro que estudia el habla negra en el Perú, Fernando Romero sostiene que las alteraciones producidas en la gramática castellana por los afrodescendientes obedecía a ciertos rasgos fónicos que ya eran característicos de las poblaciones africanas originarias. Así, el empleo de algunas consonantes derivaría a la confusión de letras muy similares en la pronunciación de la lengua empleada por los africanos traídos al Perú y que se ha expandido por varias provincias con fuerte presencia negra. Es común hallar por ello el empleo de la /d/ por la /r/, la eliminación de la /r/ y de la /s/ al final de cada palabra (Romero 116-118). Refiere también que los sonidos fónicos africanos contienen un fuerte carácter oral
 
 
© Johnny Zevallos, 2012
 
Johnny Zevallos (Huacho - Perú). Estudió Literatura en la UNMSM. Ha publicado relatos y artículos de crítica literaria en las revistas Apeiron, Ajos & Zafiros, El Hablador, entre otras. Asimismo, ha colaborado en el suplemento cultural Identidades del diario oficial El Peruano y en el diario La Primera.
 
 
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