En
la última semana de agosto de 1939, mientras
que los rumores de guerra invadían París,
un joven profesor de letras, Vincent Degraël, fue
invitado a pasar algunos días en una propiedad
de los alrededores de Le Havre, que pertenecía
a los padres de uno de sus colegas, Denis Borrade. La
víspera de su partida, mientras que exploraba
la biblioteca de sus anfitriones en búsqueda
de un libro de aquellos que se había prometido
leer desde siempre, pero para los que generalmente no
hay tiempo más que para hojear negligentemente
frente al fuego antes de ir a jugar la cuarta del bridge,
Degraël tropieza con un delgado volumen titulado
El viaje de invierno, cuyo autor, Hugo Vernier,
le era absolutamente desconocido, pero cuyas primeras
páginas le causaron una impresión tan
fuerte que apenas si se tomó tiempo de excusarse
frente a su amigo y sus padres antes de subir a leerlo
en su habitació n.
El viaje de invierno
era una especie de narración escrita en
primera persona, y situada en una región semi-imaginaria
cuyos cielos pesados, bosques sombríos, muelles
colinas y los canales cortados por exclusas verdosas
evocaban con una insistencia insidiosa los paisajes
de Flandres o de las Ardenas. El libro estaba dividido
en dos partes. La primera, más corta, retrataba
en términos sibilinos un viaje de rasgos iniciáticos,
en el cual parecía que cada etapa había
estado marcada por un fracaso, y al término del
cual el héroe anónimo, un hombre del cual
todo hacía suponer que era joven, arribaba al
borde de un lago ahogado en una bruma espesa; un barquero
lo esperaba allí, el cual lo conduce hacia una
isla escarpada en medio de la cual se eleva una construcción
alta y sombría; apenas el joven había
posado su pie sobre el estrecho puente que constituía
el único acceso a la isla cuando una pareja extraña
aparece: un viejo hombre y una vieja mujer, ambos cubiertos
por largas capas negras, que parecían surgir
de la neblina y que se venían a colocar uno a
cada lado suyo, lo tomaban de los codos, lo estrechaban
fuertemente contra ellos; casi fundidos los unos a los
otros, escalaban un sendero golpeado por el viento,
penetraban en el descanso, subían la escalera
de madera y llegaban hasta un cuarto. Allí, tan
inexplicablemente como habían aparecido, los
viejos desaparecían, dejando al joven en medio
del cuarto. La pieza estaba apenas amoblada: una cama
recubierta de una sábana a flores, una mesa,
una silla. El fuego alumbraba en la chimenea. Sobre
la mesa una comida había sido preparada: una
sopa de vainitas, una macreuse
(1). En lo alto de la ventana
del cuarto, el joven veía la luna emerger de
entre las nubes; luego se sentaba a la mesa y comenzaba
a comer. Y era con esta comida solitaria que se acababa
la primera parte.
La segunda parte constituía ella sola casi las cuatro quintas partes del libro y parecía rápidamente que la corta narración que la precedía no había sido sino el pretexto anecdótico. Era una larga confesión de un lirismo exacerbado, entremezclado de poemas, de máximas enigmáticas, de encantos blasfematorios. Apenas había comenzado a leerla cuando Vincent Degraël siente una sensación de malestar que le fue imposible definir precisamente, pero que no hizo sino acentuarse a medida que pasaba las páginas del volumen con una mano cada vez más temblorosa: era como si las frases que tenía frente a sus ojos se le hicieran inmediatamente familiares, se pusieran irresistiblemente a recordarle alguna cosa, como si a la lectura de cada una viniera a imponerse, o más bien a superponerse, el recuerdo a la vez preciso y difuso de una frase que hubiera sido casi idéntica y que hubiera leído ya antes; como si esas palabras, más tiernas que las caricias o más pérfidas que los venenos, esas palabras a la vez límpidas o herméticas, obscenas o calurosas, deslumbrantes, laberínticas, y oscilantes sin cesar como la aguja temerosa de un compás entre una violencia alucinada y una serenidad fabulosa, remarcaran una configuración confusa donde se creería encontrar entremezclados Germain Nouveau y Tristan Corbière, Villiers y Banville, Rimbaud y Berrearen, Charles Cros y Léon Bloy.
Vincent Degraël,
cuyo campo de interés cubría precisamente
esos autores —él preparaba desde hacía
algunos años una tesis sobre “la evolución
de la poesía francesa de los parnasianos a los
simbolistas”— creyó de pronto que había
podido efectivamente haber ya leído aquel libro
al azar en una de sus búsquedas, luego, más
verosímilmente, que él era víctima
de una ilusión de dejà vu o,
como cuando el simple trago de un té nos lleva
de improviso treinta años atrás a Inglaterra,
él había necesitado de una nada, de un
sonido, de un olor, de un gesto —quizás aquel
momento de hesitación que él había
remarcado antes de extraer el libro de su estante donde
estaba clasificado entre Verhaeren y Vielé-Griffin,
o bien la manera ávida con la que él había
recorrido las primeras páginas— para que el recuerdo
engañoso de una lectura anterior viniera palimpsésticamente
a perturbarlo hasta volver imposible la lectura que
estaba haciendo. Pero bien pronto la duda no fue más
posible y Degraël debió rendirse a la evidencia:
quizás su memoria le jugaba malas pasadas, quizás
no era sino un azar el que Vernier pareciera tomar de
Catulle Mendès su “chacal solitario que frecuenta
los sepulcros de piedras” (2), quizás podía tenerse en cuenta los encuentros
fortuitos, las influencias presentidas, los homenajes
voluntarios, las copias inconscientes, la voluntad de
pastiche, el gusto de las citas, las coincidencias felices;
quizás podía considerarse que expresiones
tales como “el vuelo del tiempo” (3),
“neblinas del invierno” (4),
“oscuros horizontes” (5),
“grutas profundas” (6),
“vaporosas fuentes” (7),
“luces inciertas de los salvajes arbustos” (8),
pertenecieran de pleno derecho a todos los poetas y
que era por consecuencia totalmente normal encontrarlas
en un párrafo de Hugo Vernier como en las estrofas
de Jean Moréas, pero era absolutamente imposible
no reconocer, palabra por palabra o casi, por simple
azar de la lectura, aquí un fragmento de Rimbaud
(“Yo veía francamente una mezquita en el lugar
de una fábrica, una escuela de tambores hecha
por ángeles” (9))
o de Mallarmé (“el invierno lúcido, temporada
del arte sereno” (10)),
allá de Lautréamont (“Yo observaba en
un espejo esta boca asesinada por mi propia voluntad”(11)
), de Gustave Kahn (“Deja expirar la canción…
mi corazón llora / Tizne que se arrastra alrededor
de las claridades. Solemne / El silencio ha subido lentamente,
causa pánico / Los ruidos familiares de onda
personal” (12))
o apenas modificado, de Verlaine (“en el interminable
tedio de la planicie, la nieve lucía como la
arena. El cielo era color cobrizo. El tren se deslizaba
sin un murmullo…” (13)),
etc.
Era las cuatro de la mañana
cuando Degraël acaba la lectura de El viaje
de invierno. Había reparado en una treintena
de similitudes. Había ciertamente otras. El libro
de Hugo Vernier no parecía ser sino una prodigiosa
compilación de poetas de fin del siglo XIX, un
popurrí desmesurado, un mosaico en el cual casi
cada pieza era obra de alguien diferente. Pero en el
momento en que se esforzaba en imaginar a este autor
desconocido que había querido encontrar en los
libros de otros la materia misma de su texto, donde
tentaba representar hasta el límite este proyecto
insensato y admirable, Degraël sentía nacer
en él una sospecha terrible: acababa de recordar
que al tomar el libro de su estante, había maquinalmente
notado la fecha, movido por ese reflejo de joven investigador
que no consulta jamás una obra sin levantar los
datos bibliográficos. Quizás se había
equivocado, pero él había creído
leer: 1864. Lo verifica, su corazón batiendo.
Había leído bien: eso querría decir
que Vernier había “citado” un verso de Mallarmé
con dos años de adelanto, plagiado a Verlaine
diez años antes de sus “Pequeñas arias
olvidadas” (14),
¡escrito de Gustave Kahn cerca de un cuarto de
siglo antes de él! ¡Eso querría
decir que Lautréaumont, Germain Nouveau, Rimbaud,
Corbière y no pocos otros no eran sino los copistas
de un poeta genial y desconocido que, en una obra única,
había sabido encontrar la substancia misma de
la cual se nutrirían después de él
tres o cuatro generaciones de autores!
A menos, evidentemente, que la fecha de impresión que figuraba en el libro fuera falsa. Pero Degraël rehúsa enfrentar esta hipótesis; su descubrimiento es demasiado hermoso, demasiado evidente, demasiado necesario para no ser verdadero, y ya él imaginaba las consecuencias vertiginosas que provocar ía: el escándalo prodigioso que constituiría la revelación pública de esta “antología premonitoria”, la amplitud de sus resonancias, la enorme puesta en cuestión de todo aquello que los críticos y los historiadores de la literatura habían imperturbablemente profesado desde hacía años y años. Y su impaciencia era tal que, renunciando definitivamente al sueño, se precipita en la biblioteca para tratar de saber un poco más acerca de este Vernier y de su obra.
No encuentra nada. Los pocos diccionarios y repertorios presentes en la biblioteca de los Borrade ignoran la existencia de Hugo Vernier. Ni los padres de Borrade ni Denis pueden informarle inmediatamente: el libro había sido comprado en una subasta, hacía diez años, en Honfleur: había sido adquirido sin prestar gran atención.
En toda la jornada, con la ayuda de Denis, Degraël procede a un examen sistemático de la obra, yendo a buscar los fragmentos dispersos en decenas de antologías y de recopilaciones: encuentran casi trescientos cincuenta, repartidos entre casi treinta autores: los más célebres como los más oscuros poetas de fin del siglo, y quizás incluso algunos prosistas (Léon Bloy, Ernest Hello), parecían haber hecho de El viaje de invierno la biblia de donde habían extraído lo mejor de ellos mismos: Banville, Richepin, Huysmans, Charles Cros, Léon Valade se codeaban con Mallarmé y Verlaine y otros ya ahora caídos casi en el olvido y que se llamaban Charles de Pomairoils, Hippolyte Vaillant, Maurice Rollinat (el ahijado de George Sand), Laprade, Albert Mérat, Charles Morice o Anthony Valabrègue.
Degraël anota cuidadosamente en un cuaderno la lista de autores y la referencia de sus citaciones, y vuelve a París, completamente decidido a seguir a partir del día siguiente sus búsquedas en la Biblioteca Nacional. Pero los hechos no se lo permitieron. En París, su hoja de ruta lo esperaba. Movilizado a Compiègne, se encuentra, sin haber tenido verdaderamente el tiempo de entender por qué, en Saint-Jean-de-Luz, pasa a España, de allí a Inglaterra y no retorna a Francia sino hacia finales de 1945. Durante toda la guerra, había transportado su cuaderno con él y había logrado milagrosamente no perderlo. Sus búsquedas no habían avanzado mucho evidentemente, pero él había hecho de por sí un descubrimiento para él capital: en el Museo Británico había podido consultar el Catálogo general de la librería francesa y la Bibliografía de Francia, y había podido confirmar su formidable hipótesis: El viaje de invierno, de Vernier (Hugo), había sido editado en 1864, en Valenciennes, en la casa Hervé Hermanos, Imprenta-Librería, y, habiendo sido sometido al depósito legal como todas las obras publicadas en Francia, depositado en la Biblioteca Nacional, donde el código Z 87912 le había sido atribuido.
Nombrado profesor en Beauvais, Vincente Degraël consagra desde entonces todos sus períodos de descanso a El viaje de invierno.
Las búsquedas más profundas en los diarios íntimos y la correspondencia de la mayor parte de poetas de fines del siglo XIX lo persuadieron rápidamente de que Hugo Vernier había, en su tiempo, conocido la celebridad que merecía: notas como “recibí hoy una carta de Hugo”, o “escribí una larga carta a Hugo”, “leído V.H. toda la noche”, o incluso el célebre “Hugo, solamente Hugo” de Valentin Havercamp, no se referían en ningún modo a “Víctor” Hugo, sino a ese poeta maldito que tenían todos en sus manos. Las contradicciones impresionantes que la crítica y la historia no habían podido jamás explicar encontraban así la única solución lógica, y es evidentemente pensando en Hugo Vernier a quienes ellos debían El viaje en invierno, que Rimbaud había escrito “Yo soy otro” y Lautréamont “La poesía debe ser hecha por todos y no por uno”.
Pero mientras más ponía en valor el lugar preponderante que Hugo Vernier debía ocupar en la historia literaria de Francia hacia finales del siglo pasado, menos le era posible presentar pruebas tangibles: porque no pudo jamás poner de nuevo la mano sobre un ejemplar de El viaje de invierno. Aquél que había consultado había sido destruido —al mismo tiempo que la villa— cuando los bombardeos de Le Havre; el ejemplar depositado en la Biblioteca Nacional no estaba en su lugar cuando él lo solicita y no es sino al cabo de largas marchas y contramarchas que puede enterarse que ese libro había sido enviado, en 1926, a un encuadernador que no lo había recibido jamás. Todas las investigaciones que haría hacer a decenas y centenares de bibliotecarios, de archivistas y de libreros resultaron inútiles, y Degraël se persuadió bien pronto de que los quinientos ejemplares de la edición habían sido voluntariamente destruidos por aquellos mismos que se habían inspirado en él.
Sobre la vida de Hugo
Vernier, Vincent Degraël no obtuvo nada, o casi
nada. Una pequeña nota inesperada, desempolvada
de una oscura Biografía de hombres notables
de Francia del norte y de Bélgica (Verviers,
1882), le descubrió que había nacido en
Vimy (Paso de Calais) el 3 de setiembre de 1836. Pero
las actas de estado civil de la municipalidad de Vimy
se habían quemado en 1916, al mismo tiempo que
sus copias depositadas en la prefectura de Arras. Aparentemente
ningún certificado de defunción había
sido presentado.
Durante casi treinta años,
Vincent Degraël se esforzó vanamente por
recolectar las pruebas de la existencia del poeta y
de su obra. Cuando él murió, en el hospital
psiquiátrico de Verrières, algunos de
sus antiguos alumnos se decidieron a clasificar el inmenso
conjunto de documentos y de manuscritos que él
dejaba: entre ellos figuraba un grueso cuaderno de registros
recubierto de tela negra y cuya etiqueta lleva, cuidadosamente
caligrafiada, El viaje de invierno: las ocho
primeras páginas reconstituían la historia
de sus vanas investigaciones; las trescientas noventa
y dos otras estaban en blanco.
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1Preparación hecha de carne seca.
2 Seul chacal hantant des sépulcres de pierres.
3 Le vol du temps.
4 Brouillards de l'hiver.
5 Obscur horizon.
6 Grottes profondes.
7 Vaporeuses fontaines.
8 Lumiéres incertaines des sauvages sous-bois.
9 Je voyais franchement une mosquée à la place d'une usine, une école de tambours faite par des anges.
10 l'hiver lucide, saison de l'art serein.
11 Je regardai dans un miroir cette bopuche meurtrie para ma propre volonté.
12 Laisse expirer la chanson…mon cœur pleure / Un bsitre rampe autour des clartés. Soleennel / Le silence est monté lentement, il apeure / Les bruits familiers du vague personnel.
13 Dans l'interminable ennui de la plaine, la neige luisait comme du sable. Le ciel était couleur cuivre. Le train glissait sans un murmure…
14 Ariettes oubliées.
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