Yo solo corría como loco, esquivando carros, arbustos, personas, mientras que a mi lado algunos contemplaban boca abierta el espectáculo. Los vehículos estaban dañados, algunos con las lunas rotas o con los espejos colgando de algún delgado cable o de un pedazo de pegamento. Todos se habían vuelto locos, todos me miraban, yo corría. El pantalón mojado por los charcos que había pisado, la camiseta a mitad quemada por las llamas que ni siquiera la habían tocado. Las sombras de los árboles cayeron encima de mí y me nublaron la vista, aún así yo seguí corriendo. Pasto, más pasto se divisaba en lo infinito de la noche y yo lo pisaba. Hojas, secas por el otoño, amarillentas, yaciendo en el piso, sin vida. La desesperaci ón teniéndome en sus manos, alocándome, mostrándome de alguna manera u otra excitado. Pero no, no era así, era el miedo. La carretera, luces, muchas, viniendo contra mí. Correr, huir de ellas. La noche, encima de mis hombros, acusándome, señalándome con el dedo, insultándome. Un perro negro en mi mirada, el reflejo de la luna en mis manos. Más árboles, saltaba, corría, el aire me sobraba, las fuerzas también. No debía de haber nadie, no, nadie, yo saltaba. La mirada de la noche puesta sobre mí, yo tratando de esconderme o de hallar la forma de escapar. Todos me miraban, todos me insultaban, no podía escapar de ellos, me acechaban. Escondidos detrás de los árboles como si yo no los hubiese visto pero no se acababan, yo seguía corriendo y siempre dos ojos sobresalían de un arbusto o de detrás de un árbol. Luz, otra vez luz. No, es de noche, oscuridad, vamos, pero no, más luz, haciéndose cada vez más fuerte. Me paro, miro. A mi derecha, gente, a mi izquierda, más gente, adelante, luz, atrás, a lo lejos, la casa en llamas. Me doy la vuelta y empiezo de nuevo a correr, un paso, otro, un charco, más hojas. Recuerdos, sufrimientos, heridas, cierro los ojos, el perro negro en mi mente, los abro, no lo quiero ver. Todos me persiguen, no hay salida, volteo a mi derecha, más recuerdos, cierro de nuevo los ojos, el perro desaparece. Corro, corro, me miran, paso, paso, me acechan, huellas, barro, me insultan, me atacan, váyanse, lárguense, y no vuelvan. Delante, más árboles, no más salidas, todos detrás, yo encerrado, al medio de todos. Cojo el reflejo de la luna y la clavo en la noche para luego ver cómo corre la sangre, cómo mi camiseta a mitad negra se tiñe de rojo, y como el dolor comienza a manchar todo a su paso. No más miradas, no más luz, no más recuerdos y la noche sube la mirada para dejar de acecharme y cuidar de las estrellas. © Ernesto Alonso Ortiz Arbulú, 2005 |