TERESA
TRAS LA CURVA
(Tiempo estimado
de lectura: 8')
A
Teresa, con su nombre, porque jamás la inventaré
mejor de lo que es
Tras
la curva, estaba la casa, justo delante del camino
que llevaba al pueblo. Era una casa rosada cercada
de flores, llena de contraventanas abiertas por todas
partes, con el tejado verde y el olfato de su chimenea
asomando entre los pinos.
Cuando llegábamos en coche, lo primero que
buscábamos con los ojos era su estilizada silueta,
encajada en el ventanal de la cocina, esperándonos.
Siempre con las manos blancas hundidas en la artesa
de madera, alzándolas en cuanto nos veía
y provocando una lluvia de nieve en su bola de cristal.
Teresa
sonreía y elevaba el reverso de la mano y desnudaba
su frente de sudor. Había sido muy bella y
para mí era un acto mágico recuperarla
con el cuerpo liso y recién esculpido entre
los tonos blancos y negros de su álbum más
secreto. Y estaba segura de que la metamorfosis había
tenido lugar de repente, en un pasado cercano, en
algún lugar oscuro, sin el cual mi abuela siempre
hubiera seguido siendo joven. Cuando me acercaba a
ella, olía a yema de huevo, un perfume profundo
de óvulo embrionado, aroma de siglos trenzados
para crearla a ella y desde sus quimeras mi mundo.
Antes de la batalla, juntas e incluso demasiado serias,
nos situábamos frente a la mesa arrinconada
y les otorgábamos su justo lugar a los ingredientes:
la harina inundándolo todo, el impaciente cazo
de agua a mano, las desconsoladas claras, la todopoderosa
levadura, el prometedor chocolate en polvo y los reflejos
cristalinos del azúcar. Los demás eran
siempre voces de fondo que los otros arrojaban: los
preparativos para la recolección de ciruelas,
las últimas desgracias de los vecinos, los
ineludibles sobornos de médicos, el ridículo
precio de compra de la fruta recogida, el radical
cambio de las adolescentes en el pueblo, la omnipresencia
de las telenovelas, los viajes a las fronteras vecinas
y los trabajos temporales en las más lejanas...
Mientras, Teresa y yo conversábamos con nuestras
manos y mejillas, porque con la danza de nuestros
dedos venían los efluvios de la masa cruda
que aplastábamos con las palmas y que surcábamos
con la tensión de nuestros dedos, luego nos
llevábamos la pasta a las mejillas y cerrábamos
los ojos. ¿Qué sientes? Me preguntó
un día. Yo bajé los párpados
y dije que la calma del sueño eterno y a Teresa
se le fueron las pupilas lejos y tuve que tocarle
el brazo para que volviera.
En
ocasiones, eran ellos quienes entraban y nos interrumpían
para que ella regresara de sus viajes ancestrales,
como solían decirle cariñosamente. Acaparaban
la mesa del mirador que el paciente esposo le había
adosado a la cocina especialmente para sus fantasías
y empezaban a levitar fuentes de embutidos, de ahumados
y de quesos entre ornamentos de lechuga, las bandejitas
de rábanos, tomates y pepinos troceados, el
cuenco de la ensaladilla, las carnes empanadas, los
platos de col, los caldos y las fuentes de pasta,
la sopa de remolacha, la morcilla y las empanadillas
de alforfón, el pollo asado y el puré
de patata adornado con hinojo, las setas encurtidas,
las tortas de chocolate y las de crema, los crepes
de bayas del bosque, la mantequillera, la salsa de
raíz de nabo, las compotas y la tetera, las
bocas llenas y los estómagos felices, los aromas
y las suculencias entre dientes sonrientes, el pan
de centeno con pepitas de girasol en mi boca, mi vestido
manchado de vitaminas perdidas y entre los platos
sus baladas de poetas, sus citas imprevisibles, sus
chistes y su colección de anécdotas.
Porque cuando a Teresa la rodeaban, ella era la dama
de la corte, la aristócrata que contentaba
el paladar y la sed del alma, quien chasqueaba los
dedos para que sonara la música, las canciones
y los juegos. Porque allí hasta quienes la
superaban en edad, habían crecido con las rimas
de las estrofas que ella absorbía con pajitas
de una simple lectura. Estar con ella era como tumbarse
en el agua y dejarse llevar por mareas de versos y
de abrazos.
Aunque
eso no era todo. Y estaban los otros días,
los de lluvia y cigarrillos mentolados consumidos
junto al cristal, las tazas de café acumuladas
en el cielo gris, cuando empezaban las tormentas de
su alma y nos huía a todos y enmudecía.
Cuando la única presencia que permitía
era la mía, la más voluble, la única
que la acompañaba en sus pesadillas para que
no le temblara el cuerpo, para que los escalofríos
no la sumergieran para siempre entre la nada, para
arrancarle las escamas que brotaban sobre el ámbar
de su piel y las algas que su cuerpo destilaba. Era
yo quien al final la empujaba entre imágenes
al presente, para que se sentara y respirara hondo
y recuperara el oxígeno y expulsara el dióxido.
Luego, despertaba blanca y llena de aire y con pasos
de bailarina iba a hasta la repisa de la chimenea
y rozaba las imágenes de sus hijos ausentes,
se volvía hacia mí y me sonreía
y me decía que había estado con él,
con mi padre, y me narraba las conversaciones que
habían tenido sobre cine y teatro mientras
me abrazaba o dibujábamos animales en el vaho
de los cristales.
Y
así se le fueron pasando los años y
las semanas santas y las navidades y los veranos de
bicicletas y de amores ajenos. Ellos siguieron llegando
para ausentarse y despidiéndose para regresar
de nuevo. Y con ellos yo. A mí me gustaba sorprenderla
la última, escondida entre sus bolsas y sus
coches, desde el ajetreo de la ciudad, dispuestos
a acariciarla y a mecerse en el bálsamo de
su cuello, eternamente necesitados de ella. Su marido,
anegado entre las plantas, al momento, se dirigía
con su dentadura alegre a la leñera para recoger
unos troncos y encender el fuego de la chimenea. Después,
se apoyaba sobre el marco de las llamas y alzaba la
voz entusiasmado.
Yo
siempre tuve siete años y nunca la abandoné.
Nunca hubiera desertado porque ella me creó
para acariciarle el pelo y para que mis ojos la consolaran
de la ausencia de mi padre. Aunque yo a él
jamás lo conocí. Porque yo nunca pude
llegar a nacer, según recordaban ellos entre
susurros, repitiendo que las versiones eran demasiadas
para poder llegar a saber alguna vez la verdad. Y
luego se quedaban observándola, silenciosos
e inmóviles y la creían sentada y sola
con los ojos ausentes junto al marco de la hoguera...
Porque
ellos no saben ni ven en esos instantes que ya forman
parte de la eternidad cómo ella me toma las
manos y me dice que no tema nada ni a nadie y me revela
que el tiempo es una enorme ave de colores que planea
desde lo alto del firmamento y que a veces está
tan ebria de vida que se arroja para volar a ras de
tierra y que lo mejor entonces es cerrar los ojos
y dejarse arrastrar por su vuelo...
Teresa,
moja kochana babcia Teresa, mi amada abuela...
Varsovia-
Moscú, 7 de marzo de 2004
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