LA
FABULOSA LITERATURA HÚNGARA
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En
una de esas largas conversaciones que sostenía
con mi amigo Enrique Vila-Matas, surgió la
pregunta de cuál era considerada la mejor literatura
del mundo. Después de un breve silencio, su
respuesta se dejó escuchar como un estertor.
La literatura húngara, por supuesto. Y entonces
todo quedó suspendido...
Ante
mi falta de conocimiento, no me quedó más
remedio que callar como normalmente ocurre cuando
se desconoce algo. Situación que realmente
odiaba, sobretodo si se daba el caso con Enrique.
A pesar de ello, él no dejaba de ser mi amigo.
Tal vez como acto de solidaridad o de piedad
intelectual Enrique me alcanzó algunos
ejemplares que resultaron ser unas verdaderas joyas.
Todo bajo la condición de devolvérselos
una vez que los leyera.
La
selección no pudo ser más precisa. Entre
mis manos se encontraba la obra de Gyulla Illés,
donde se incluía Gente de las pusztas.
Algo que realmente era digno de venerar. (Recordé
que ya había oído anteriormente de Gyulla
Illés, y que además ya había
tenido la oportunidad de hojear su obra, por eso la
elegí como el primer libro a leer; por no decir,
para devorar.) También se encontraban algunos
nombres que realmente consideré difícil
de nombrar. Deszo Kostolányi, Lászlo
Krasnahorkai, István Orkeny, Miklós
Szentkuthy, Antal Szerb, Lászlo Passuth, Sandor
Marai e Imre Kertész. Este último con
gran inclinación al reconocimiento, según
palabras de Enrique.
Por
mi parte y haciendo mención a este caso
desconocía también sus períodos.
No sabía quién estaba vivo o quién
estaba muerto. Tan sólo tenía la referencia
de que ellos eran más que brillantes. Algo
totalmente fuera de serie.
Ya
en mi privacidad, después de haber leído
a Illés, continué al azar, dando esta
vez con un autor que hasta ahora considero como el
único. El estímulo obtenido a través
de su lectura, me impulsó a escribir bajo su
influencia. El elegido había sido Lászlo
Passuth, cuya novela El dios de la lluvia llora
sobre México, me dejó más
que perplejo, casi iluminado, expedito para dar vuelta
al sentido de mi escritura, y si fuera posible, de
la literatura misma.
Al
comunicárselo a Enrique, aún con esa
emoción de haber encontrado un giro a mi creación,
sólo tuve el desagrado de recibir una carcajada
de su parte. En ese momento lo detesté como
a veces se detestan a los amigos cuando no coinciden
en sus pareceres. Luego preferí tomar ese hecho
como pasajero. Consideré que era lo mejor.
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Mientras escribía bajo esa influencia, el deleite
hacia los escritores húngaros fue en aumento.
A Szentkuthy, Marai y Kertész los leí
al mismo tiempo. Algunas veces no conciliaba el sueño
por estar pendiente de esas historias que variaban
de lo estrepitoso a lo calmo, de lo común a
lo conmovedor. Hasta llegué a obviar la escritura
en una que otra ocasión por avanzar lo más
rápido esas lecturas, hasta lograr llegar a
la última página con la satisfacción
semejante a la de un placer logrado.
Era tan igual como un orgasmo al que luego califiqué
como intelectual. Un orgasmo intelectual que se repetía
una y otra vez con esos escritores y sus maravillosas
invenciones. Por eso decidí buscar más
libros de ellos sin importarme la combinación
de géneros. Ahora, cualquier entrega literaria
de estos grandes me resultaría más que
satisfactoria. Yo soy narrador, pero no niego ninguna
incursión en la poesía o en la dramaturgia,
o en la misma creación de guiones. Me gusta
el cine, pero en estos momentos prefiero quedarme
con las lecturas. Por supuesto que debido a ellas
ya no veo a Enrique.
Tampoco
nos llamamos. Supongo que estará esperando
que cumpla mi palabra de devolverle sus libros; o
tal vez esté sumergido en la escritura como
a veces me sucede, sin acordarse siquiera que aún
tengo sus más preciadas "joyas".
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Entre Marai y Kertész, me quedo con el segundo.
Su condición de judío sobreviviente
ha llegado hasta a conmoverme. Me ha estremecido hasta
los ligamentos, por decirlo de alguna manera. Es directo
y metódico. Diría que hasta reflexivo.
Su escritura es suprema en las formas representativas.
Realmente lo envidio. No sólo he leído
el ejemplar de Sin destino que me prestó
Enrique. Sino también Diario de la galera
y Un instante de silencio en el paredón.
Su libro Yo, otro aún no lo encuentro
en ninguna librería. Hasta he llegado a saber
que está escribiendo otra novela con la misma
temática. Pienso que tengo que conocerlo
En cuanto a Marai también me hubiera gustado
estrecharle la mano, lamentablemente ya está
muerto. Lo supe al revisar alguna información
acerca de ellos. Ambos son buenos escritores. Pero
como ya lo mencioné, prefiero a Kertész.
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Una amiga catedrática al enterarse de mi afición
por los escritores húngaros, me instó
a presentarle un artículo que revelara los
dones de esta literatura. Lo publicaría en
su revista literaria como uno de los artículos
principales. La edición ya estaba casi completa.
Esperarían una semana para que mi trabajo se
incluyera, al igual que un cuento de Enrique Vila-Matas
mi amigo. Pensé que era extraño,
ya que Enrique no escribía cuentos. Hasta el
momento sólo había escrito novelas.
Luego me enteré que se trataba de unas reseñas
que habían tardado en llegar. Como ella misma
dijo, Enrique siempre era impredecible.
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Al darse la publicación de mi artículo,
inmediatamente fui solicitado para presentar una ponencia
en un congreso a realizarse en Budapest. Para ese
entonces ya había presentado mi libro de cuentos
Los olvidados, en homenaje a todos esos escritores
húngaros. A pesar de los esfuerzos, el libro
no fue muy bien acogido. (Aquella vez Enrique no pudo
presentarlo por motivos de viaje.)
Tomando
en cuenta la ponencia, pensé que debía
centrarme en uno sólo. Kertész se presentaba
como el elegido, pero de un momento a otro cambié
de planes y elegí a Kosztolányi. Puse
manos a la obra y en cuatro días logré
un ensayo cuyo tema iba en torno a las cuestiones
del sujeto en Alondra, su libro más
reconocido. Una vez cumplido el trabajo, lo envié
por correo. Dos semanas después me llegaba
formalmente la invitación del congreso de literatura.
En el programa se indicaba la fecha y hora de mi ponencia.
También señalaban el resto de actividades
a realizarse. Mi nombre figuraba como parte de los
escritores invitados. El nombre de Enrique también
aparecía.
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Una
vez en Budapest, y ya encandilado con el Danubio,
me interné en el hotel con el afán de
escribir.
Siempre
he creído que no existe nada mejor que una
nueva ciudad ignota en su totalidad para
que el escritor dé rienda suelta a su creación.
Creo que el oficio de la escritura se complementa
con la sensación de encontrarse en un nuevo
espacio digno de la exploración.
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Supe
que Enrique se iba a hospedar en la casa de un escritor
húngaro. No sabía con exactitud cual.
En lo que iba del congreso no lo había visto
en ninguna ocasión. Pensé que lo encontraría
en la inauguración, pero luego me enteré
que su vuelo se había retrasado. Esto hizo
que llegara a la noche de ese mismo día. A
pesar de eso, Enrique aún no se había
presentado en el congreso.
En
la recepción, la traductora que me designaron
tardó en presentarme a la mayoría de
intelectuales. No podía negar estar desconcertado.
Casi todo era deslumbrante. Había demasiada
gente. Yo me encontraba entre ellos vislumbrando toda
esa convocatoria que sólo se logra a través
de literaturas como la húngara. Muy lejos de
mí logré divisar a Imre Kertész
que iba acompañado por unos estudiantes que
al parecer le estaban haciendo una entrevista.
El
ruido de las voces, conjuntamente con la algarabía
de algunos presentes, hacía que me desorbitara,
sobretodo cuanto intentaba reconocer o entender alguna
palabra por lo menos del idioma húngaro.
Más
tarde me pude dar cuenta que mi traductora no me tomaba
muy en cuenta. Se distraía fácilmente
con la presencia de otros escritores que tal vez consideraba
como más importantes que yo. Fue en uno de
esos momentos cuando en su emoción me arrastró
inconscientemente hasta la entrada del salón
para dar la bienvenida a otro fuera de serie que,
como era de suponer, yo desconocía. Su nombre
era Ádam Bodor, que venía secundado
por el no menos célebre Péter Esterházy.
Entonces ocurrió un hecho que quedaría
en mi memoria. Kertész interrumpió su
propia entrevista para acercarse a saludar a Bodor.
Un abrazo caluroso, y unas palabras inteligibles muy
cerca de sus rostros, mostraban el afecto que se tenían
ambos; o al menos eso parecía. Luego Esterházy
saludó a Kertész, y un sinnúmero
de fotografías se dispararon para que sirviera
de portada al día siguiente en los principales
diarios o revistas culturales de Hungría. Como
era de suponer, los aplausos no se hicieron esperar.
Una
vez apaciguado todo, y bajo mi empecinamiento, mi
traductora logró capturar a Esterházy.
Me lo presentó y entablamos una pequeña
conversación. Hasta llegamos a intercambiar
algunas ideas, teniendo siempre como intermediaria
a esa mujer que no controlaba sus ímpetus al
observar lujuriosamente a mi colega húngaro.
Le hablé de mi libro Los olvidados,
al cual celebró con una mueca que consideré
inolvidable; persuadiéndome luego de que le
obsequie uno, prometiéndome que lo leería
con absoluta detención.
Por
mi parte también prometí lo mismo con
el libro Los verbos auxiliares del corazón,
al cual mi traductora se encargó de describirlo
como una novela realmente maravillosa. Algo que no
se comparaba a lo que anteriormente ella había
leído.
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Al
terminar el primer día del congreso, y al haber
vivido todas esas experiencias juntas, tomé
la opción de continuar con lo había
empezado a escribir en el avión, a pesar de
sentirme realmente extenuado.
Normalmente
me sucede que al tener una idea que puede desembocar
en un cuento o novela, es bueno anotar la primera
frase o imagen que aparecen como un efímero
resplandor o como un trueno. De ese hecho, del que
algunos llaman inspiración o visión
creativa, sucede el verdadero trabajo del escritor.
La continuidad de esa primera idea es la elaboración
de esa completa imaginación, que fácil
o difícilmente puede brindarse el escritor
como un regalo que en primera instancia sólo
le concierne a sí mismo, luego cede este hecho
a sus lectores. Este es un hecho que considero como
el más fabuloso que puede haber dentro de la
escritura, sobretodo si desde la ventana de mi habitación
logro ver las pequeñas luces y la noche mágica
que brinda Budapest.
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Al día siguiente, al terminar mi ponencia,
los aplausos de compromiso apenas se lograron escuchar.
Había poca gente en el auditorio. Hasta los
podía contar en cuestión de segundos
con sólo ampliar mi mirada. Frente a esa mínima
audiencia, no podía evitar sentirme completamente
extraño al ver que nadie daba una pregunta
a lo que había expuesto. En un momento llegué
a creer que mi traductora podría haberme boicoteado,
sobretodo por mirarme con fastidio. De repente por
tratarse de mí o porque la obligué a
conseguirme un ejemplar de la novela de Esterházy
en el idioma que me competía. A lo cual obedeció
de mala gana, trayéndome luego una edición
que en realidad dejaba mucho que desear.
Después
de sentir la libertad de ya no tener ningún
compromiso en
aquel congreso, me liberé de mi traductora
con la seguridad de que ella también pedía
lo mismo. Parecía que ya empezábamos
a odiarnos. Por eso dejé que desapareciera,
al igual que yo lo hice, refugiándome en el
salón de recesos con la seguridad de que podía
arreglármelas sin ella.
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Lo bueno de estos congresos es que a pesar de no ser
una eminencia, aún te consideran como parte
de un grupo de privilegiados. No importa el aspecto
que tengas. Tan sólo es suficiente llevar la
identidad del escritor para que seas parte de ese
círculo de personas a las que puedes odiar
o amar, siempre bajo un profundo respeto. Porque lo
reconozco. En mi juventud, mientras buscaba convertirme
en escritor con mi primera novela, consideraba algunos
escritores como realmente detestables. Ya sea por
la indiferencia que me dieron en el momento que intenté
conciliar algo con ellos, o porque simplemente nunca
se dignaron a mirar debajo de su hombro. Sí,
los odiaba, tan igual como idolatraba a otros que
sí llegaron a ser mis amigos; siempre bajo
un profundo respeto, ya que ellos, odiados o amados,
seguían siendo escritores.
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Tomé el punto de las consideraciones que recibían
los escritores al corroborar todo ese privilegio que
me era dado a pesar de que aún sentía
un sabor amargo al pensar en mi ponencia. Sé
que no llego al calibre de Kertész, Esterházy
o de Enrique. Pero la seriedad que mostraron los concurrentes
al verme entrar a la sala de recesos me fue más
que suficiente para sentirme bien. Un confortable
mueble me esperaba para poder descansar un momento.
A un extremo se encontraba un joven escritor peruano
que saludé con un leve gesto de cortesía.
De seguro que también se encontraba en las
mismas condiciones que las mías, pensé.
A pesar de no ser del todo reconocido, me agradó
que una muchacha completamente fea. Pero eso
no importaba se acercara y me pidiera las clásicas
pautas que todo escritor debe decir para que otro
joven aspirante adquiera el oficio. Al dar mis respuestas,
la muchacha sonreía tan igual como lo hacía
el joven escritor peruano que lograba oír todo
lo yo que decía. Ambos mostraban variantes
de un mismo interés. Ella porque lo tomaba
como una regla a seguir, y él tal vez
porque lo tomaba como algo netamente comparativo.
Al
terminar mi perorata, la muchacha pidió mi
firma en el tríptico que llevaba el programa
del congreso. Justo a la altura donde figuraba mi
nombre con el título de mi ponencia de Kosztolányi.
Pareció ridículo, pero me gustó,
hasta llegué a sonreír, buscando luego
una complicidad con mi sonrisa que parecía
liberada de cualquier mal rato. Al buscar la presencia
del joven escritor peruano para compartir esa aventura,
él ya había desaparecido. Hasta ahora
trato de saber su nombre
Minutos después solicité una bebida
y opté por algo de licor.
Mientras
degustaba de mi copa, leyendo al mismo tiempo la edición
ridícula del libro de Esterházy, sucedió
lo que muy en el fondo tal vez estaba esperando. Enrique
hacía su entrada al salón de recesos,
logrando un gran interés de todos los presentes,
inclusive del mío. Sobretodo porque venía
acompañado de quien yo hubiese dado todo por
haber hablado con él. Imre Kertész venía
a su lado, o mejor dicho, Enrique venía al
lado de Kertész. Ambos hablaban y sonreían
como si se conocieran de mucho tiempo. Entonces surgía
la incógnita en mí de en qué
momento Enrique había aprendido hablar húngaro.
O tal vez se había llegado al acuerdo de que
Kertész hablara otro idioma común con
Enrique. Esa deducción me hizo sentir como
si realmente me encontrara en el extremo. Podía
odiar a Enrique, a pesar de que seguía siendo
mi amigo.
También
podía hacer lo mismo con Kertész, ya
que hasta el momento no había tenido oportunidad
de acercármele. También empecé
a odiar a mi traductora, que a pesar de su esfuerzo
de presentarme a Esterházy, yo hubiese preferido
mil veces a Kertész. Entonces también
comencé a odiarme a mí mismo por ser
y estar como estaba. En el extremo.
Hice el esfuerzo denodado de acercarme, llamando desesperadamente
a Enrique para que me viera. Situación realmente
absurda, ya que al igual que yo, él también
estaba enterado de mi presencia. Lo más seguro
sería que también haya leído
mi nombre en el programa. Algo común que él
prefirió obviar.
Al
imponer mi terquedad, abriéndome paso entre
fotógrafos y estudiantes, logré rozar
entonces el hombro de mi amigo Enrique Vila-Matas
que, al verme, sólo atinó a señalarme
con el dedo índice. Su sonrisa era más
que elocuente, sobre todo por llevar un cigarrillo
en ristre. Con ella, y con ese breve gesto, Enrique
me lo decía todo. Pude descubrir que decía
ser mi amigo pero que en ese momento no se encontraba
dispuesto. Que a su lado estaba Imre Kertész
y nadie más. Que él era Enrique Vila-Matas,
y que en ese momento estaba logrando una verdadera
conmoción. Lo corroboré al ver detrás
de ellos, en medio de su séquito, a mi insoportable
traductora. Mi caso, como siempre había sucedido,
era que yo podía ser un escritor al igual que
él, pero de menor grado. Aún no era
del todo reconocido. Que gracias a él conocí
la fabulosa literatura húngara, y por ende,
me encontraba en ese congreso. Que a veces podía
resultar insoportable y hostigante hasta conmigo mismo.
Que podía ser un perdedor. Que aún,
con la edad que tenía, dependía de las
influencias como pasó con mis cuentos que tenían
tanto de Passuth. Que yo no debí nunca intentar
ponerme a nivel. Que mi escritura, al igual que mi
persona, siempre estarían supeditadas a la
sombra de otro, como aquella que pertenecía
a Kertész o a la de él, justo en el
momento que pasaron por mi lado.
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Ya
de regreso a mi ciudad, y aún con la melancolía
que producen lugares como Budapest, me propuse a ordenar
los estantes de libros que se distribuían por
los distintos espacios de mi casa. En el contestador
automático, la voz de Enrique se repetía
insistentemente con el único fin de saber de
mí y de sus "joyas". Al lado de los
libros que eran de mi propiedad, se encontraban los
suyos, perfectamente cuidados con ese celo que a veces
es difícil de definir. Se encontraban en orden
alfabético para mayor facilidad de hallarlos
en caso de citarlos o de volverlos a leer. Sobre todo
lo segundo, considerado por mi parte como un placer
que siempre recomiendo. En el caso de evitar extravíos,
siempre los marco con algo que me diferencie y que
al mismo tiempo me resulte fácil de reconocer.
En el caso de los libros de Enrique, conscientemente
o tal vez por revancha, había borrado su nombre
como signo de pertenencia. Peculiar hecho del que
hasta el momento no me arrepiento.
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Ahora
más que nunca sigo escribiendo con el único
afán de perfeccionarme. Tal vez por el deseo
de llegar a tener algún día el nivel
de aquella maravillosa literatura húngara.
O tal vez para que en el futuro pueda departir experiencias
con escritores de la talla de Kertész o de
sus otros compatriotas. Aún los sigo leyendo,
a veces hasta me aboco solamente a releerlos. Marcando
y haciendo anotaciones en los márgenes de todos
los libros que ahora poseo, inclusive en los que en
un comienzo no fueron míos, aunque eso ahora
ya no sea tan relevante.
Noviembre
1999
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