VIERNES
DE MIÉRCOLES
(Tiempo estimado de
lectura: 9')
A
Salvador Ciríaco
Tengo
mala suerte con las mujeres. No sé por qué.
Juro que lo he pensado mil veces sin poder dar con
la causa. Feo no soy. Tampoco soy apuesto; creo hallarme
en todo caso en un punto medio. Conozco individuos
francamente feos, tontos, y sin dinero, que andan
con agraciadas mujeres. No es que yo aspire únicamente
a eso, el hecho es que ando siempre solo. Nadie sabe
con qué envidia observo a las parejas entrar
sigilosamente a los hostales. Me paro en una esquina,
como haciendo hora, aunque mi único motivo
es espiarlos cuando ingresan a retozar en tales santuarios.
Confieso que la envidia me consume, me roe las entrañas
horriblemente, pero nada me mueve de mi posición.
Sé que a algunos esto les resultará
escandalizador o chocante, mas no oculto lo que hago.
Por
suerte la urbe está llena de mujerzuelas. Sin
sus providenciales auxilios no sé qué
sería de mí. Sin exageración
alguna puedo afirmar que invierto en ellas la mayor
parte de lo que gano sacrificadamente. El dinero me
ha permitido acostarme con todo tipo de mujeres; pequeñas,
altas, lánguidas, exuberantes, fogosas, indolentes,
jóvenes, maduras, blancas u oscuras. Sin embargo,
nunca he quedado plenamente complacido. Con esto no
me refiero a un tipo de capricho sexual insatisfecho,
sino a la desazón que siento por pagarle a
una mujer por sus favores. Pasan los años,
y aún no puedo acostumbrarme a ello. En fin,
no es eso lo que quería referir ahora.
Podría
decirse que mi apetito sexual es ingobernable. Si
por alguna razón paso varios días de
abstinencia, empiezo a temblar, mi carácter
se torna irascible, y no logro concentrarme en nada.
Entonces, cuento mi dinero y raudo me procuro los
servicios de alguna mujer de vida airada. De no tener
efectivo disponible pido prestado a quien sea, o vendo
algún objeto mío con tal de satisfacer
mi furia venérea. Sé que esto me está
llevando a la ruina total, pero no puedo evitarlo.
Hace
poco, nomás, tuve uno de mis ataques. Enseño
en un colegio particular y fui a dar clases en un
completo estado de excitación física
y mental. Observaba con desmedida fruición
a mis alumnas; apetecibles adolescentes todas. La
clase que intenté dictar fue un total desastre;
confundí los datos, olvidé los conceptos,
tartamudeaba, sudaba copiosamente. No podía
evitar bajar la mirada y clavar los ojos en los pechos
de las alumnas. ¡Qué bocados tan exquisitos!
¡Y cuán lejanos! Para acrecentar mi infortunio,
uno de mis alumnos me sorprendió mirándole
el trasero a una de sus compañeras, mientras
ésta salía al baño. El bastardo
comenzó a cuchichear con sus amigos. Todos
ellos empezaron a mirarme con ojos acusadores. ¡Miserables!
Empecé a gritar, a gesticular sin concierto
alguno tratando grotescamente de ganar aplomo, pero
todo fue inútil; había perdido para
siempre el poco respeto que aún me tenían.
Cuando al fin sonó el timbre de salida huí
velozmente, bajo mil murmuraciones y las miradas suspicaces
de mis alumnos. Eran las dos y media de la tarde.
A mitad del patio, detuve a uno de mis colegas, conocido
por su buen corazón, y le dije con tono desesperado:
-Hermano,
necesito tu ayuda.
-¿Qué
pasa?
-Mi
madre está muy enferma, grave.
-¿Qué
tiene?
-No
sé, ni los médicos lo saben con precisión.
Ahora está en el hospital y le están
haciendo algunos exámenes, pero está
muy mal...
-Qué
desgracia, pero, ¿en qué te puedo ayudar?
-Necesito
un préstamo. Tú sabes, hay que comprar
medicinas y me he quedado sin un centavo.
-¿Cuánto?
-Ciento
cincuenta -contesté temeroso de que mi colega
me dijera que no. Se quedó pensando y luego
dijo:
-Sólo
te puedo prestar ochenta. Lo siento, pero no tengo
más.
La
perspectiva de alguna acompañante de asegurada
calidad se esfumó. Sin embargo, pensé
que peor era nada y le dije:
-No
importa, dámelos. Bendigo cualquier clase de
ayuda en esta hora de prueba.
Mi
colega sacó los ochenta y me los dio.
-Te
los pago a fin de mes -prometí.
-Está
bien. Ojalá tu madre se mejore pronto.
-Dios
te escuche -respondí-. Nos vemos.
-¡Fuerza!
-me dijo, estrechándome ambas manos.
Salí
impaciente del colegio.
Con
ochenta soles en el bolsillo no me quedaba otra cosa
que limitar mi itinerario por el centro de la ciudad.
Tomé un ómnibus y bajé en Wilson.
Pero aún era muy temprano. Decidí entrar
al restaurante vegetariano Krishna. Almorcé
cualquier cosa. No había parado de sudar y
de seguro los comensales, al verme, pensaron que me
hallaba enfermo o algo así. Me pregunto a veces
qué me lleva a almorzar ahí. La comida
no me convence, es más, esa carne de soya parece
jabón. Creo que me simpatizan los cuadros de
esos pintorescos dioses de la India, sobre todo el
de cabeza de elefante. Realmente no puedo dejar de
reírme cuando lo veo.
Estuve
algo más de media hora en el restaurante Oriental.
Me dirigí luego a un cine en donde proyectaban
un par de películas porno. Una de ellas ya
la había visto, pero entré de todos
modos. El lugar apestaba. Salvo la película,
no veía nada, así que me senté
en el primer sitio con que me topé. Al irse
aclarando mi visión logré divisar mejor
a la gente que estaba a mi alrededor. Como la mayoría
eran bastante adultos, al igual que yo, las juzgué
gentes de bien. Erré de cabo a rabo en mi apreciación.
Sentí que el tipo que estaba a mi derecha me
examinaba en actitud sospechosa. Volteé a mirarlo
y él me mostró su sonrisa sin ambages.
-¿Qué
me miras, maricón? -le dije enérgicamente.
-¡Ay!,
qué agresivo -respondió el invertido
con voz aflautada.
-Soy
agresivo, pues. ¿Algún problema?
-Relájate,
papito. No hagas hígado.
-Lárgate
antes de que te reviente a patadas.
El
homosexual se paró y me dijo:
-¡Viejo
amargado! -y se marchó enseguida.
En
adelante, ya no me molestó esa clase de lacra.
Las películas eran de larga data, y una de
ellas se había constituido en todo un clásico.
El mítico John "38" Holmes actuaba
en ella, en dupla con la también desaparecida
y no menos legendaria Rebecca Young. Como a la hora
de estar en el cine pasó algo poco común;
entró una pareja de enamorados. De inmediato
la muchacha concitó el interés del nutrido
público. La pareja se sentó en el extremo
derecho, como a la mitad de la fila. Vi cómo
algunos, disimuladamente, fueron ubicándose
en las inmediaciones de la pareja con la esperanza,
tal vez, de ver algo en vivo y en directo. Yo no pude
sustraerme a esa justa perspectiva y me senté
en un lugar cercano a la muchacha. En adelante dejé
de concentrarme en la película y, soslayadamente,
me dediqué a atisbar la expresión de
la chica en las escenas más crudas.
Ella
parecía imperturbable, aunque guardo la impresión
de que alguna vez volteó a mirarme esbozando
una enigmática sonrisa. Como sea, estoy seguro
de que por dentro ardía en deseos de ser poseída
por todos, en desesperada y violenta orgía.
Llegó un momento en que la mayor parte de la
concurrencia estaba más atenta a la chica que
a la película, así que el compañero
de la muchacha, totalmente incómodo, se levantó
y la sacó de allí. Muchos nos quedamos
relamiéndonos los labios, como si hubieran
puesto a nuestras mesas siempre exiguas un manjar
de reyes, para ser retirado tras la constatación
de un error.
Abandoné
el cine alrededor de las ocho de la noche. Tenía
ganas de miccionar, mas de ningún modo hice
uso del baño del cine, pues es sabido que éste
es fuero privativo de la sodomía más
reprobable. Una vez afuera, alquilé un baño
en una playa de estacionamiento. Por ahí también
tomé una gaseosa, compré algunos cigarrillos,
y caminé hacia la zona roja. La calle estaba
llena de putas de todo tipo. Yo tenía ganas
de estar con una chiquilla que no pareciera muy recorrida
y que no cobrara mucho por hacerlo dos veces, así
que me puse a buscar una. Me di un par de vueltas
sin encontrar a la candidata que reuniera mis requisitos.
Fumando, me recosté a una pared a la espera
de que llegaran más putas. Entre la aviesa
turba de marchantes avizoré, varios minutos
después, a una criatura delicada y sensual
que delataba cortísima edad.
De
lejos, destacaba sobre las demás. Se paró
en una esquina y de inmediato varios comenzaron a
asediarla. Yo, me precipité sobre ella, y abriéndome
paso entre los que la rodeaban, la tomé del
brazo con una decisión inusual en mí.
La llevé a un lado.
-¿Cuánto?
-le pregunté.
-Veinte.
-Te
doy treinta por dos servicios. ¿Qué
dices?
-Bueno
-aceptó algo sorprendida del desarrollo de
los acontecimientos.
-¿Dónde
está el hostal? -le pregunté a la muchacha.
-Al
frente -me respondió, y tomados de la mano,
cruzamos la calle como dos incongruentes amantes.
El
hostal era un sórdido edificio de cuatro pisos.
Antes de ingresar, la muchacha me dijo que la habitación
estaba cinco soles.
-Pero
habíamos quedado en treinta -le recordé.
-Treinta
por la atención -me dijo-, el cuarto es aparte.
Yo
no tenía en ese momento ganas de discutir y
le entregué el dinero. Entramos.
-Hola,
Estrella -la saludó un viejo cuartelero que,
con ojos vidriosos, la miró con vulgar avidez.
Ella
dejó los cinco soles sobre el mostrador y preguntó
secamente:
-¿Cuál?
-El
201.
-¿Hay
agua limpia?
-Sí
-respondió el sátiro crepuscular.
-Ya
sabes -le dijo ella, pero yo no entendí a qué
se refería.
-Ya
sé, preciosa. No te preocupes -le respondió
el vejestorio.
-Vamos
-me dijo Estrella y subimos las escaleras. Una vez
dentro de la habitación le di los treinta que
habíamos acordado.
-Quedamos
en dos polvos -recordé.
Ella
no me respondió y guardó el dinero en
su bolso.
No
vestía precisamente como una prostituta y en
ello residía posiblemente parte de su encanto.
Parecía una estudiante de una universidad o
algún instituto. Traía jean, zapatillas
y un polo ajustado.
-Ven
para lavarte -me dijo aproximándose a un viejo
balde con agua que estaba sobre una silla. A un costado
había también un jabón que sin
duda había sido usado con todo el mundo.
Aquello
me pareció una inadmisible inmundicia, y algo
absurdo, también.
-¿No
voy a usar preservativo? -pregunté.
-¡Claro!
-exclamó-. Ni loca que estuviera para hacerlo
contigo sin jebe. Me puedes contagiar algo. Tu cara
no es la de un hombre sano.
-Entonces,
¿para qué me vas a lavar?
Ella
me miró molesta y dijo con brusquedad:
-Bueno,
así nomás entonces -y advirtió-.
Son tres soles por los preservativos.
-¿Tres
soles?
-Sí.
¿Estás sordo?
Saqué
las monedas de mi pantalón y se las di.
-Rápido,
quítate la ropa -casi me ordenó. Se
despojó a su vez de las zapatillas y se bajó
el jean. Ante ese espectáculo sufrí
una violenta erección. Cuando terminé
de desvestirme, ella sacó un preservativo de
su cartera y poniéndose en cuclillas, me lo
puso con encomiable destreza. Después se levantó,
y tras sacarse la truza, se echó sobre el catre
mirando fijamente al techo. Yo me lancé sobre
ella y empecé mi performance. En breve tiempo
desplegué una serie de esforzadas variantes.
A ella la notaba totalmente retraída.
Quise
besarla en el cuello, en los labios, pero Estrella
me rechazaba sin quitar los ojos del techo. Fueron
transcurriendo los minutos y mis ardientes embestidas
proseguían imparables. Ella estaba fría,
como un bloque de hielo, ni siquiera se movía.
Pasé una mano por sus pechos y Estrella me
la rechazó. Al tratar de subirle el polo me
dijo:
-No
friegues, pues.
-¿No
vas a mostrarme los lindos pechitos que tienes?
-No
por la miseria que me haz dado. Dame algo más.
Yo
no estaba dispuesto a darle ni un sol más,
pero de todos modos insistí de palabra.
-Vamos,
pues -le dije-. No seas malita.
Ella
dejó de ver el techo un instante para gritarme
a la cara:
-¡Cacha,
y no jodas!
Se
me quitaron todos los deseos de golpe, y no era para
menos. El miembro se me puso fláccido, y al
sacarlo de ella, casi se me sale el preservativo.
-¿Qué
pasa? -me preguntó Estrella.
-No
sé -le respondí, aunque estaba claro
qué era lo que ocurría-. Se me murió.
¿Puedes chupármelo?
-La
chupada está diez soles.
-No
tengo, Estrella.
-Mala
suerte. ¿Vas a cachar o no?
-Espera
un momento -le dije, y empecé a frotarme con
entusiasmo. Me concentré en el cuerpo de Estrella,
en sus pechos (que en ese momento sólo podía
adivinar), y en la deliciosa mata negra de su entrepierna.
-Apúrate
-dijo ella, dirigiéndome un gesto de infinito
desprecio.
Justo
cuando, tras mucho esfuerzo, volví a lograr
una erección respetable y me disponía
a embestir con renovados bríos, alguien golpeó
la puerta con brutalidad. Parecía que quería
derribarla. Naturalmente, me asusté. De inmediato
pensé en una intervención policíaca
o algo parecido. Pero alguien detrás de la
puerta gritó:
-¡Tiempo!
Estrella
me hizo a un lado y se paró.
-¿Qué
pasa? -pregunté sentado sobre el catre y con
el miembro nuevamente fláccido.
-Acabó
el tiempo -me contestó Estrella mientras se
ponía el pantalón-. Yo te dije que te
apuraras.
Volvieron
a tocar la puerta y a vociferar:
-¡Tiempo,
carajo!
-¡Pero
si no han pasado ni quince minutos! -protesté
tras consultar mi reloj-. Además, ¿no
habíamos quedado en dos polvos? ¡No he
podido terminar ni uno!
-Ese
no es mi problema. A mí me controlan el tiempo
-contestó
Estrella
amarrándose las zapatillas.
Me
paré junto a ella. Un adminículo profiláctico
colgaba tristemente de mi hombría. Estaba paralizado.
Estrella abrió la puerta y salió, entonces
pude ver al viejo cuartelero que desde la puerta,
y blandiendo un palo, me dijo amenazante:
-¡Te
doy dos minutos para que te largues, o si no
!
Creo
que nunca me he puesto tan rápido la ropa como
aquella noche. Salí corriendo, y una vez en
la calle busqué a Estrella para reclamarle,
pero no la encontré por ningún lado.
Harto
de dar vueltas, se me ocurrió ahogar en licor
el malestar que me dominaba. Pensé en Max,
un viejo amigo de la universidad, y me dirigí
en taxi a su casa.
Cuando
salió de su vivienda, y tras confundirnos en
fraternal abrazo, le sugerí sin rodeos:
-¿Vamos
a tomar unos tragos?
-Excelente
idea -respondió.
Eran
casi las diez de la noche. Fuimos hasta una plaza;
carros con sus radios a todo volumen y gente emborrachándose
por doquier infestaban el lugar.
A
dos cuadras de esa zona neurálgica hay una
especie de panadería-licorería. Ahí
todos adquieren el licor -hay trago de todos los precios-
y algo para comer.
Max
y yo compramos un vodka barato y nos sentamos en una
banca. A veces uno que otro drogadicto o ebrio se
nos juntó pronunciando disparates o pidiéndonos
una moneda. Hubieron, también, varios conatos
o peleas de esos chiquillos que aún no aprenden
a tomar. El vodka nos mareó. Nos dio hambre,
así que en medio de una confusión de
voces y bulla de las radios nos dirigimos a la panadería.
Compramos
dos empanadas de carne. Regresábamos a nuestro
lugar cuando Max me dijo señalando una esquina:
-¡Mira
esa putita!
Era
una chiquilla de unos dieciséis o diecisiete
años que se levantaba el polo y enseñaba
los pechos a cuantos pasaban. A medida que nos fuimos
acercando a ella nos pareció que más
que una putita era una fumona o borrachita. Estaba
descalza, tenía la ropa sucia y rota, y reía
estúpidamente.
Al
llegar a ella la saludé melosamente, ella miró
la empanada que llevaba y se me pegó.
-Invítame,
pues -me dijo.
Al
mirarla de cerca, por sus gestos, su mirada, y apariencia
en general, me di cuenta, aún dentro de mi
embriaguez, de lo desequilibrada que estaba. Pero
era joven y de buen cuerpo. ¿A quién
le importaba su salud mental?
-Invítame,
pues -me repitió y sujetando mi mano con que
llevaba la comida quiso darle un mordisco a la empanada.
Lo evité.
-¿Qué
me vas a dar a cambio? -le pregunté mirándola
con creciente codicia.
Levantándose
el polo me enseñó los enormes pechos
que tenía. Se los toqué con la mano
que tenía libre.
-Dame
-me dijo señalando la empanada que yo mantenía
fuera de su alcance.
Le
di la empanada, y mientras ella comía con chocante
voracidad, yo la manoseé a mi antojo.
Malicié
que podía obtener algo más que sólo
acariciarla. Así que cuando la loquita terminó
la empanada le pregunté:
-¿Quieres
más, no?
-Sí
-me dijo mirándome con ojos atónitos.
-Espérate
aquí -le dije-. Ya no te estés descubriendo.
Te voy a comprar más a la panadería.
Ella
asintió con la cabeza.
Me
dirigí aprisa a tal establecimiento. Max, que
se había mantenido al margen, me dijo dándome
el alcance:
-¿Compramos
más trago?
-Me
voy a tirar a esa loquita. Sólo quiere que
le compre algo de comida.
-¿A
esa mugrosa?, ¿estás loco?
No
le hice caso y seguí a paso ligero. Me siguió.
Irrumpí en la panadería. Me abrí
paso entre otros compradores ebrios exponiendo mi
integridad física. Mil afiebradas imágenes
saturaban mi mente enardecida por el deseo y el vodka.
Salí de la panadería con tres empanadas
más. Miré ansioso hacia la esquina donde
había dejado a la loquita. No podía
creer mi mala suerte; justo en ese instante un taxista
se la estaba levantando. Era un volkswagen amarillo
destartalado. Aún grité, desesperado:
-¡Aquí
están las empanadas!
Y
levanté la bolsa que las contenía.
Pero
el taxista pisó a fondo el acelerador y salió
volando.
Mi
amigo Max reía ruidosamente.
-¿Cuánto
me habré demorado? -le pregunté-. Creo
que ni tres minutos, ¿verdad? Malditos taxistas,
¿no contentos con levantarse putas y travestis,
ahora también se levantan locas? Hasta misio
me he quedado -renegué.
-Vamos,
te invito una chata de ron. Sigamos tomando -dijo
Max aún riéndose.
-Sigamos
tomando -repetí resignado. Saqué mecánicamente
una de las empanadas y le di una buena mordida. Así
acabé con todas, pero no se me fue el apetito.
¿Por qué? No lo sé. Ya me cansé
de hablar de esto.
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