Nº22
revista de literatura
 
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reseña    

José Carlos Agüero

 

Los rendidos. Sobre el don de perdonar

Lima: IEP, 2015. 160 pp.

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El uso del olvido

¿Qué intenta, qué pretende un autor que escribe una serie de textos fragmentarios (reflexiones y anécdotas de corta extensión) que no pueden definirse con seguridad como testimonios o ensayos? ¿Intenta tal vez convencernos de que hubo mucho sufrimiento en su vida por haber sido hijo de dos militantes del Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso? ¿Aquellas vivencias personales son relevantes para comprender esa etapa de la historia del Perú?

No. Agüero no reescribe la historia del Perú. Tampoco podemos esperar encontrar una revelación en el libro. Recordemos que Los rendidos aborda un periodo que ya ha sido analizado desde innumerables perspectivas en los últimos años. También tomemos en cuenta el tiempo y lugar desde el que ahora se escribe: muchos terroristas están presos, ya no existen atentados, la economía parece sólida, la izquierda peruana está en permanente crisis, etc.

Este espacio cómodo de enunciación ha derivado en una serie de posiciones que ahora se repiten con facilidad, como el rechazar a la forma en la que se combatió el terrorismo con terrorismo desde el propio Estado, o como el asegurar que la agenda comunista era demasiado ingenua. Ahora todos parecen estar de acuerdo y, aunque el consenso pocas veces provoque más diálogo, este ha propiciado muchas publicaciones que simplemente lo reafirman. ¿Entonces por qué —preguntará el lector— hacer una reseña de otro libro más sobre lo mismo? Tal vez porque, en nuestra lectura, Los rendidos no es un libro sobre la violencia. Es un libro sobre un hombre. Si queremos dejar de lado los clichés, empecemos por dar nombres propios, no etiquetas. Por eso señalo que el libro no tiene entre sus objetivos analizar la época de la violencia, atender a sus causas o intentar explicarlas para—y este es otro lugar común en el que se cae con facilidad—: “no volver a vivir el terror”, “para que no se repita”.

¿Entonces qué tipo de libro es? Los rendidos es la historia, en fragmentos, de José Carlos Agüero. La (des)organización del libro obedece a conceptos clave para entender a las personas que aparecen en la historia del testigo: “Estigma”, “Culpa”, “Ancestros”, “Cómplices”, “Las víctimas” y “Los rendidos”. Varios episodios pueblan el texto y, en realidad, lo alejan de la guerra interna. La mayor parte de ellos ocurre en ambientes domésticos y las situaciones son más bien triviales. Agüero hace uso de esas anécdotas para reflexionar en los conceptos clave que hemos mencionado líneas arriba. Entre los pasajes más notables están el de la madre de una amiga que rechaza al narrador por ser el hijo de una terrorista (rechazo que él escucha desde afuera de la casa). Otro momento destacado es uno en el que, de niño, aprende a manipular dinamita en su casa mientras los vecinos bailan una yunza en la calle. Pero en ninguno de estos episodios, el testigo es sufriente o llora contra una pared debido a la incomprensión del mundo.

Por otro lado, el sentido común nos llevaría a pensar que, en el libro de Agüero, se señala al culpable y al inocente, a los cómplices y a las víctimas de la guerra interna. Eso no sucede con total certeza. Este es el punto más interesante del libro: la memoria duda de sí misma. El autor cuestiona su propia memoria y la inseguridad que tiene sobre sus recuerdos le permite realizar una mayor reflexión.

Si bien muchas veces se ha hablado de la figura del testigo como la del sujeto del que no se puede dudar, de aquel cuya palabra siempre es sincera, el testigo que presenta Agüero es alguien que duda. Su verdad descentra al lector porque no ofrece ninguna verdad. En todo caso, la verdad está más allá de las declaraciones del testigo, pues en muchos pasajes llega a contradecirse, negando lo que  poco antes había afirmado: su verdad (me doy la libertad de llamarla así) está en la forma de declarar: una forma fragmentaria, dubitativa.

La época que el autor aborda es importante en el contexto nacional. El tema es importante y exige una posición clara. Agüero la tiene pero solo hasta cierto punto, e incluso se sitúa en contra de las exigencias de sus muy probables lectores —miembros de ONG, estudiosos de la memoria, novelistas de la violencia, universitarios entusiastas con el periodo, sicoanalistas en busca de traumas, entre otros—, lectores que esperan las verdades cómodas a las que nos referimos anteriormente. Ante ello, Agüero responde con los cuestionamientos propios de un testigo que no puede asirse a ellas.

Sin embargo, el principal problema del libro es el lenguaje y su vínculo con la memoria. El autor dice: “El testimonio no agota una experiencia. Subraya, si se quiere, un momento de dolor y agrega un componente a una identidad siempre fluida. Llamarle víctima u otra cosa, es un asunto de convenciones” (p. 114). Con ello se expresa que a través de las palabras no puede recuperarse una experiencia. Aquellas sirven solo para que los interesados en el tema puedan ponerse de acuerdo. El texto de Agüero se dedica a desmembrar los confortables conceptos usados por la academia para referirse a la época de la violencia sin quemarse las manos, sobre todo cuando los usa para una situación real: “Entiendo que necesita paz, que su conciencia necesita ser calmada […] Algo le digo, alguna fórmula desde el idioma de los derechos humanos. Pero sé que solo son palabras inútiles” (p. 48).

La última consecuencia que se desprende de ese ejercicio es que la memoria es inútil para reconstruir la historia. El lenguaje, para expresar el horror, se hace insuficiente, barbotea palabras fútiles y acaba por desestabilizar todo. Ante ese fenómeno, quedan dos opciones: se puede establecer una memoria, forzarla a entrar en las categorías de lo bueno y lo malo en un ejercicio de ética que poco tiene que ver con la verdad y mucho más con la voluntad de algún estudioso que quiere quedar bien con una tradición (que tal vez deberíamos llamar moda, solo que lleva mucho tiempo) que se regocija en la repartición de la justicia desde el discurso. La otra opción es asumir lo inasible del pasado: muy bien, esa fue la historia, no hubo un bando ‘bueno’ y uno ‘malo’, el conflicto armado interno no fue la Guerra de las Galaxias, porque la muerte no tiene parangón.

Ante esta última consecuencia el autor propone la rendición: “Ser una víctima por primera vez, para poder tener la oportunidad de perdonar y, luego, rendirme. Dejar de serlo para entregarme completamente a la censura, la mirada y la compasión de los demás” (p. 120). Sin embargo, como hizo en todo el libro —porque si la memoria duda, duda también el hombre en el futuro—, duda y acaba por comprender la inutilidad del acto: “Pero sé, mi perdón no vale nada. No ayudará a la paz. Ni mil perdones ayudarían a que la paz no se agotara en la sangre de miles de personas que estallan a diario como si sus cuerpos se hubieran cansado de contenerlos. No hay paz en el perdón. Solo la prolongación de una entrega. Y una fe en los demás que no será satisfecha” (p. 134).

Finalmente, ¿cómo poder responder, con ese testimonio, a una Comisión de la Verdad y la Reconciliación? Para nosotros, es evidente: no hay verdad, no es posible la reconciliación. Nadie puede expresar la verdad, ese tipo de verdad. Además, si los conceptos de víctima y culpable se relativizan, ¿quiénes deben reconciliarse? ¿Por qué deben hacerlo?

Pero supongamos que la reconciliación no deba atender a las consecuencias de la guerra, sino a las causas. ¿Cuál es el aporte del texto de Agüero, si este fuera el caso? El cuestionamiento de los conceptos, asumir que el lenguaje para referirse al terror es insuficiente y dudar en estos mismos cuestionamientos que él plantea, apuntan a que el enfoque en las consecuencias de la violencia nos ha aportado más incertidumbre que certezas. Sin embargo, a ellas ha apuntado la mayor parte de libros sobre el tema. Pero este no es un estudio sobre la violencia. Es la historia, en fragmentos, de José Carlos Agüero, hijo de Silvia Solórzano Mendívil y José Manuel Agüero Aguirre, dos exsenderistas.

 
 
 
©Leonardo Cárdenas Luque, 2015
 
 

Leonardo Cárdenas Luque (Lima - Perú, 1988). Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Publicó Reunión de muertos en el 2012.

 
 
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