Primera
conversación: ¡Guárdame esta bala!
A
los pocos días de la invitación a Bogotá,
cayó en mis manos una cuidada edición
de las Tragedias de Sófocles. Paseé
la mirada por sus páginas, pensando que volvería
a alguna de sus tragedias en un mejor momento. Mi
ocupación debía ser únicamente
pensar sobre la ciudad y la literatura, tema del encuentro.
Sin embargo, me detuve en una líneas: "La
ciudad, como tú mismo ves, conmovida tan violentamente
por la desgracia, no puede levantar la cabeza del
fondo del sangriento torbellino que la revuelve."
Continué la lectura. La peste había
caído sobre Tebas y el pueblo reclamaba ayuda
a Edipo, su rey. Como sabemos, éste había
enviado a Creonte, su cuñado, al oráculo
de Delfos, a fin de conocer los votos o sacrificios
necesarios para la salvación. Pero las noticias
de su pariente no pudieron ser más desoladoras.
El causante del mal estaba en la propia ciudad castigada,
en un criminal, y Edipo se empecinó en hallarlo.
Un buen antecedente del relato policial, pienso. Incluso
con la sofisticada propuesta de tener en el mismo
personaje a investigador y criminal, y con el escenario
por excelencia: la ciudad. Crimen y ciudad. Y no olvidemos
el poder, claro, pues estamos hablando de un rey.
En
América Latina muchos escritores han hallado
últimamente una magnífica expresión
a través de la novela criminal o policial,
según como convenga llamarla. Por supuesto,
a este género no se llegó gratuitamente
ni tan sólo pretende emular a sus autores paradigmáticos
en otras lenguas. Si damos una mirada rápida
a sus orígenes en América Latina, veremos
que su afianzamiento va aparejado al desarrollo de
las grandes urbes; que los cambios estructurales de
este género narrativo se han ido dando mientras
le tomaba el pulso a su entorno, especialmente en
los momentos de crisis y mayores tensiones sociales,
que reclamaban una interpretación.
El
policial latinoamericano tuvo una primera etapa bastante
artificiosa, arquetípica, gran deudor de los
maestros Edgar Allan Poe, Arthur Conan Doyle, Chesterton
o Agatha Cristhie. La razón es muy sencilla.
Nos encontramos a finales del XIX y primeras décadas
del XX, cuando, en su mejor momento, a algunas sociedades
todavía se les podía considerar preindustriales,
pero que siempre estuvieron pendientes de mimetizar
los códigos de las ya industriales, fuera de
nuestro espacio continental, por supuesto. Visto así,
no tendría por qué sorprendernos que
el género tuviera especial acogida en ciudades
como Buenos Aires o México, al ser la primera
la más occidental de América Latina.
Uno de los primeros textos con carácter policial
que ha sido rastreado es el cuento "La huella
del crimen", aparecido en 1878 y escrito por
Luis Varela. A éste le siguen otros, como "El
candado de oro", de Paul Grousacc, o "La
bolsa de huesos", de Eduardo Holmberg; para mencionar
sólo algunos del siglo XIX. A comienzos del
XX descubrimos en Chile al singular Ramón
Calvo, el Sherlock Holmes chileno, título
con el que se reunieron cuentos de Alberto Edwards,
aparecidos entre 1912 y 1920. Y ya que hablamos de
investigadores, en México tuvieron el libro
Pepe Vargas al teléfono, publicado en 1925
por Antonio Helú. Habrán notado hasta
aquí que sólo he hablado de cuentos.
Efectivamente, la novela latinoamericana aún
no estuvo lo suficientemente madura para afrontar
las exigencias del género policial. No obstante,
algunos intentos no pueden dejar de mencionarse, como
lo fueron las novelas colectivas El meñique
de la suegra, aparecida en Lima entre 1911 y 1912;
y Fantoches, en ciudad de La Habana en 1926.
El
género policial en América Latina, a
pesar de todo, y sin llegar a formar un conjunto orgánico,
tuvo amplia popularidad entre los lectores. No por
nada en Argentina, allá por los cuarenta, Jorge
Luis Borges y Adolfo Bioy Casares dirigieron la colección
del Séptimo Círculo, destinada a difundir
lo más relevante del policial en Europa y Estados
Unidos, popularizando de este país la vertiente
de la novela negra y sus maestros Dashiell Hammett
y Raymond Chandler, aunque todavía sin llegar
a practicarse por este lado del mundo. Los seis
problemas para don Isidro Parodi que esta dupla
argentina publicó en 1942 bajo el seudónimo
de H. Bustos Domecq, divertidos e ingeniosos, seguían
el modelo clásico del relato de razonamiento.
Otro tema son los cuentos policiales de Borges aparecidos
en Ficciones, como "La muerte y la brújula",
con el investigador Lonnröt, quien sucumbirá
ante su propia lógica del desmantelamiento
del crimen; sorprendente giro del género en
América Latina y que dejará singular
impronta en los narradores de las décadas posteriores.
El
momento de la madurez de la novela latinoamericana
tuvo que llegar y fue en los sesenta, nadie lo discute
ya, pero no tuvieron al policial entre sus expresiones
predilectas. Las preocupaciones eran otras, más
totalizadoras, novelas-mundo. El policial, por el
contrario, nos lleva de las miserias de la sociedad
a la miseria del individuo. Y así lo comprendieron
los escritores más jóvenes, los primeros
herederos del boom, y los demás, los
que salieron y siguen saliendo de los márgenes.
En el último cuarto del siglo XX vemos una
revaloración de los códigos y expresiones
populares, la parodia, la asunción del kitsch,
el diálogo textual; todo integrado en distintas
maneras de novelar, pero también, y muy bien
integrada, en lo que ha venido a llamarse el neopolicial
latinoamericano. Así como el viejo oeste será
el escenario por excelencia para los bandoleros y
sheriffs, para este tipo de novela será
la ciudad. Allí donde el orden y el poder no
necesariamente conjugan, más bien se desploman,
permitiendo que la violencia y la desmesura terminen
siendo las directrices de una sociedad descompuesta.
La ciudad le ofrece amplio material a esta nueva novela
que, hay que aclararlo, jamás pretendió
ser canónica en sus formas. Le rinde tributo
a la novela policial negra eclipsando sus estructuras,
siendo más política en unos casos, como
en las de Paco Ignacio Taibo II; más erótica
en otras, como en Luna caliente de Mempo Giardinelli;
mucho más paródica, como en Triste,
solitario y final de Oswaldo Soriano; y siempre
mostrando la corrupción, la paulatina degradación
de la ciudad y sus habitantes. Entre los más
recientes, sólo mencionaré a dos: al
cubano Leonardo Padura, quien a mediados de la década
pasada impactó con su detective habanero Mario
Conde en la tetralogía Las cuatro estaciones,
a la cual tendríamos que incluir su deslumbrante
Adios, Hemingway, ahora difundida justamente
por una editorial colombiana. El caso cubano es merecedor
de amplia discusión, pues el género
policial ha surgido literalmente de una ciudad en
ruinas, primero promovido por el Estado a través
de premios nacionales, donde los criminales casi siempre
eran agentes de la CIA o contrarrevolucionarios, hasta
llegar a una novela que se divorcia de las imposiciones
dictatoriales y se convierte en el mejor espacio de
crítica. Algo semejante podría decir
de las novelas del chileno Roberto Ampuero y su detective
Cayetano Brulé, personaje cubano-americano
afincado en Chile, protagonista de ¿Quién
mató a Kristián Kustermann?, Boleros
en La Habana y otras más. Así también,
la novela negra ha visto ampliado su espectro con
temas del terrorismo, narcotráfico, espionaje,
todas llenas de violencia exacerbada en un Estado
endeble. Pero en todas ellas vemos que no necesariamente
hay héroes, no hay detectives que se satisfagan
al hallar el culpable. Saben de antemano que el criminal
sólo puede ser víctima de su propia
lógica, no la del Estado o justicia divina
alguna. La frustración se convierte así
en el signo de estos personajes, que no cesan de deambular
por las calles.
Pero
así como la ciudad esconde criminales y detectives,
seguramente cobijará a otros sujetos que es
necesario buscar.
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