PUNTITOS
NEGROS
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Primero
las vi en la cocina. Como puntitos iban y venían,
se topaban y vuelta de nuevo a lo suyo. Yo simplemente
las observaba, cuando cargaban en su encima algún
grano de arroz que recogían del suelo y luego
más adelante cuando llegaban a mi plato y tomaban
de ahí lo que sobraba. Al poco tiempo hicieron
lo mismo con los tomates de las ensaladas y con los
huesos que arrojaba al tacho de basura, venían
por cientos y cargaban todo sobre su cuerpo. Yo tan
sólo las contemplaba y pensaba si así
tal vez habría sido como se había construído
las pirámides de Egipto o la ciudadela de Machu
Picchu; todos muy unidos, trabajando, muy organizadamente
y sin descanso. Porque eso sí, no descansaban.
O puede haber sido, ahora sí teniendo todo
el tiempo del mundo para poder meditarlo, que lo hayasen
hecho por turnos. Pero cómo saberlo, si todas
se parecen. Al cabo de unos cuantos días tanta
era la confianza ya que comenzaron a ocupar mi apartamento
e hicieron de lo suyo hasta el espacio más
ecuánime. En la refrigeradora comenzaron a
faltar las cosas y ya ni el ketchup ni la mostaza
tenía yo para empastar a los sánguches.
Y hasta los pasteles que me enviaba la casera también
desaparecían. Igual pasaba con las ollas cuando
las destapaba después de haber cocinado, siempre
encontraba menos o a veces nada; y pues no me quedaba
otra que salir a un restaurante. Y no puedo decir
que esta situación me lograba alarmar, porque
nunca fue así, en lo absoluto. Lo que sucedía
era que, aparte que me causaba tremenda admiración
como aquellas pequeñas podían ser capaces
de cargar muchas veces más su propio peso,
me hacían sentir en compañía.
Aunque quisiera dejar bien claro que nunca he sido
una persona huraña ni mucho menos algún
anacoreta. Pero esos minúsculos seres me contagiaban
más afecto que cualquier vecino o compañero
de trabajo. Por eso saqué de los estantes todo
tipo de veneno o tóxico que pudiere haber ocasionado
alguna clase de accidente o retrasado las labores
de esta pequeñas compinches. Sin menospreciar
en sí la muerte de estas pobres amiguitas,
claro está. Y si podía a veces ayudarlas
lo hacía, sin discurrir demasiado, todo lo
que estaba a mi alcance lo realizaba. Una tarde cuando
llegué de mi trabajo y las vi como trataban
de llevar mal que bien una olla que se les caía
y vuelta de nuevo la recogían, solté
mi maletín de inmediato y corrí a alzárselas
para acomodárselas a un lado del huequito por
el que pretendían hacerla traspasar. La dejé
y me quedé un momento pensando. Luego salí
corriendo y me dirigí al la ferretería
más cercana: compré un cincel y una
comba y cuando regresé me hallé con
todo un tumulto en un rincón de la cocina lleno
de puntitos negros que andaban sosteniendo ollas,
sartenes y cubiertos acaparando la diminuta entrada.
Me causó tamaña risa, porque se notaba
que no sabían cómo introducir por ahí
las cosas. Así que cogí mis herramientas
y me puse a trabajar. Hice un hueco de un metro cuadrado
más o menos y barrí luego los despojos
de ladrillo y cemento que sobraron. Al final me sentí
como un verdadero policía de tránsito
que ordena un caos vehicular cuando por fin las vi
traspasar la pared muy eurítmicamente. Después,
me ajusté la corbata, me acomodé el
saco y el sombrero y salí a la calle a comer.
Pero cuando volví, ya de muy noche, me topé
con un papel pegado a la puerta en donde la casera
me urgía para que hablase con ella. Como era
tarde ya no bajé a visitarla. Fui de frente
a descansar y como me hallaba muy cansado, ni siquiera
hice caso al ruido de mis diminutas colaboradoras.
Al otro día, me desperté media hora
más tarde de lo acostumbrado por lo que tuve
que salir disparado hacia el trabajo. Pero cuando
regresé me encontré con la casera que
me andaba esperando en la puerta de mi apartamento,
sentada en cuclillas y con los brazos cruzados, cabeceando.
Nos saludamos muy atentamente, y luego de platicar
sobre algunos asuntitos de vana importancia, me preguntó
por si me hallaba viviendo con alguien, pues escuchaba
mucho barullo mientras yo salía a trabajar.
Yo le respondí que no, que con nadie me hallaba
conviviendo, y la noté media satisfecha con
mi negación. Entonces me hizo recordar que
en la pensión se prohibía criar animales,
tal como lo estipulaba el contrato que yo había
firmado. Tuve tragar saliva y nuevamente le respondí
con un no, que no me gustaban los perros ni los gatos,
le dije, y la noté un poco complacida, pero
aún así muy inconforme. Abrí
la puerta y la invité a pasar para que se convenciera.
Tamaña sorpresa se llevó cuando halló
el living completamente vacío. Hasta sin el
empapelado de las paredes. Si se encuentra escaso
de dinero, me dijo, y tiene deudas que pagar, por
qué no se lo había hecho saber, me preguntó,
ella muy bien podía comprender mi situación
y hasta podía alcanzarme algún efectivo,
no tenía por qué estar vendiendo mis
muebles. Yo no supe qué responderle, y ella
entonces me comunicó que a partir de la fecha
podía retrasarme en los pagos de la renta,
sin ningún inconveniente. Luego salió
no sin antes dejándome invitado para dentro
de una hora salir a cenar. Cuando cerré la
puerta me sentí un poco vacío por encontrarme
todavía en la habitación, pero finalmente
la calma rápidamente mitigó mi ser,
y me sentí mejor. Las paredes se hallaban desnudas
y en el suelo no se encontraba ningún tapiz.
Por ahí divisé que de mi dormitorio
se escabullía uno de mis calcetines sucios
y que se marchaba muy orondo hacia la cocina. Me causó
también tremenda sonrisa, porque la imagen
parecía media fantasmal; aunque muy bien yo
sabía que por debajo, las que andaban cargando,
eran esos párvulos sujetos. Fui a mi alcoba
y la encontré también vacía,
envuelta en una profunda sombra; la mudanza pues había
arrasado con todo. Ni el foco de la luz ni el calendario
con la playa de ensueño había en el
cuarto, todo había desaparecido. De nuevo me
vino un ataque de risa por todo lo sucedido. Y también
tamaña admiración porque qué
trabajadoras eran estas pequeñuelas, hacían
horas extras y no cobraban salario alguno. Me dirigí
hasta la cocina, las vi ahí junto al refrigerador,
en el mismo rincón, tratando de agrandar el
hoyo con las herramientas que había dejado,
mi cama se hallaba a un lado, tendida, y recordé
entonces que no la había arreglado en la mañana;
el armario se encontraba al otro lado y la lavadora,
encendida, funcionaba en medio, la refrigeradora en
cambio seguía en el mismo lugar, no la habían
movido aún. El grupo que había pescado
hacía un momento ya se encontraba encima de
la lavadora soltando el calcetín sucio, mientras
otro, echaba detergente al agua que se movía
en remolinos; prendí el interruptor de la luz
y me fui a duchar. Luego, ya afeitado y perfumado,
salí a buscar a la casera. Toqué el
timbre y casi al instante me abrió la puerta.
Me hizo pasar y me dejó sentado un momentito
en el sofá, mientras ella se dirigió
seguramente a retocarse y cargar con su cartera. No
se demoró mucho y ya estábamos luego
en la calle, tendidos del brazo, y parando un taxi.
Llegamos a un restaurante del centro de la ciudad
y ella hizo el pedido. Los mejores platos de la carta
y el vino más añejo de la bodega. Comimos
despacio y ella no dejó de mirarme ni un solo
instante ni de mostrarme tampoco su mejor sonrisa.
El vino había entusiasmado su real forma de
ser y de regreso no permitió que detuviese
algún auto, ya que se le había ocurrido
caminar los dos kilómetros de distancia que
había hasta el edificio. Ahí, me hizo
pasar a su apartamento y me dio de tomar del vino
que se había hurtado del restaurante. A la
segunda copa cayó sobre mis piernas y quedó
profundamente dormida. Así que sin hacer mayor
estrépito, la cargué sobre mis hombros
y la tendí sobre su cama, le quité sus
tacones y la cubrí con las sábanas.
Luego me quedé apoyado en el marco de la puerta
y me puse a contemplarla por un simple momento. Era
flaca hasta en sus arrugas, muy entrada de años,
y no me causaba interés en lo más mínimo.
Dí media vuelta y salí. Cuando llegué
hasta mi puerta, tuve la impresión que la soledad
ya nunca más sucumbiría mi existir,
y eso me causó una calma muy especial. Empujé
la puerta y todo se hallaba oscuro, menos el foco
solitario de la cocina que se encontraba encendido
y era toda una tentación en una invitación.
Me acerqué despacio, como ya sabiendo que mi
suerte se acercaba. No había nada, ningún
rastro, las paredes blancas, el piso ajedrezado en
la cocina y tan sólo un bombillo y un gran
hueco en un rincón que invitaba a traspasarlo.
Apagué el interruptor y desaflojé la
bombilla con mi pañuelo para no quemarme. Cuando
lo tuve entre mis manos, y la oscuridad invadió
mi ser, pensé que ahora sí vendría
algo nuevo y diferente para mí. Dí unos
cuantos pasos y crucé el agujero. De repente
solté el bombillo por la impresión que
presentía pero no escuché que éste
cayera al suelo. Pasaron algunos cuantos segundos
y la luz se hizo. Un destello y puros puntitos negros
solamente.
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