A
DONDE VAN LAS ALMAS
(Tiempo estimado
de lectura: 10')
Cada
vez que alguien comienza un relato, de la dimensión
que sea, está tomando posición, es decir,
se sitúa en una perspectiva determinada. Digamos
que ello a primera vista resulta decisivo para los
fines del relato; en este caso y espero que
no lo tome a mal hallar esa posibilidad quizás
no merezca mayor importancia. En realidad, encontrar
una perspectiva para lo que voy a contar puede ser
tan relevante como no. Puede sonar a indiferencia,
pero creo justamente que en esa irrelevancia está
el secreto de lo que voy a contarle, o lo que sea
más parecido a él.
Debo
confesar que esta experiencia resulta nueva en todo
sentido para mí. Esta piel, este lenguaje.
Toda mi vida incluso en la anterior a la presente
he contado historias. Las he narrado de todos los
modos posibles, incluso la misma historia, en muchos
antros no tan higiénicos como éste.
En fin, estamos en esta situación. Yo le cuento
y usted me escucha. Usted pensará: pero qué
disparates me está diciendo este tipo. Y yo
seguiré relatando, no importan sus objeciones
o apuntes. No me impresionan sus observaciones y tampoco
espero que le atormente mi experiencia. Trataré
de ser lo más sincero posible, porque siento
que ya es momento de que cuente lo que he visto y
lo que sé.
Ahora,
supongo que en su calidad de profesional, iniciar
esta clase de relatos implica un grado de confianza.
Algo que no sé si funcione en este caso, que
bien podemos ambos tener. Sin embargo, hasta la mente
más perspicaz debe referirse a mis antecedentes.
Y usted no creerá del todo mi testimonio, porque
sus archivos no se refieren a mí en términos
en los que la ciencia médica define como sanidad.
Francamente lo dudo.
No: su compromiso ético se lo impide. Jamás
se dejaría seducir por el testimonio de un
desquiciado, entonces, ¿por qué escucharme?
Seguro sus camaradas ya le habrán comentado
las historias que relato. Perturbadoras. Por eso soy
interesante, porque soy un caso único aquí,
en medio del resto de maniáticos que apenas
pueden balbucear unas cuantas vocales.
A
todos nos seducen las historias, no se crea que ustedes
son los únicos. ¿Sabe por qué?
Gracias a ellas nos diferenciamos de los demás
objetos. Una nube en forma de conejo no puede contar
su historia, no sabe por qué tiene esa forma.
Pero nosotros sí podemos especular. Unas ruinas
o una enana roja poseen una historia detrás
que nuestra curiosidad no puede resistir. Por favor,
le agradecería que me invite esa bebida que
ustedes llaman café.
Me
recuerda los días en que cumplíamos
misiones en el sistema de Andragkar, cuando llevábamos
mercadería de contrabando. Pobres seres, cuánto
soportaban por la paga que les ofrecíamos.
Una minucia. Se drogaban para mantenerse en sueños
que los volvían inmortales. Habían conectado
sus mentes a un sistema que los devolvía a
un pasado esplendoroso, más allá del
tiempo y del espacio, cuando dominaban aquel sector
los poderosos emperadores habertianos, que tenían
la costumbre de empezar sus rituales con una bebida
muy semejante en textura y sabor a la que acabo de
probar. Sus descendientes, que encontraron la decadencia,
habían compuesto odas a aquella ambrosía
de la cual no podían gozar más.
Pude
alcanzar a probar el néctar de manera virtual
y definitivamente entendí por qué había
caído aquella civilización esplendorosa.
Cada vez que arribo a un mundo diferente suelo conocer
sus secretos, las razones de su cultura. No sé,
es como una intuición que surge inexplicablemente,
como si todo me fuera dado de golpe.
Pobre
raza los habertianos, envueltos en sus enredadas interfases
neuronales y añorando un pasado inexistente.
Después no les fue bien en sus tratos con la
Hermandad y fueron exterminados como moscas. Mencioné
que mi trabajo era comerciante. En realidad, me desempeñaba
como piloto de segunda clase a sueldo.
Me
gradué en la academia con honores, no con los
que hubiera querido, pero me gradué, al fin
y al cabo, y eso es lo que importa. ¿Se imagina
manejar esos cargueros inmensos, cubrir la distancia
entre Matkaeria y Loghar en menos de 20 años
luz? ¿Marcar un récord de navegación
entre el noveno sector y el decimosegundo? Necesitas
lo que se llama precisión, el cálculo
adecuado entre salto y salto. Si me equivocaba un
ápice, podía chocar con un quásar
o un asteroide y quedar convertido en polvo interestelar
para siempre.
No
se puede fallar así. Era un buen piloto, eso
decían mis papeles, pero no era un gran piloto,
como hubieran querido mis parientes rombusianos. Ese
mundo sí es cuna de grandes navegantes interestelares.
Con decirle que ahí se concibió al gran
Tarmekharqueriondos hace ya más de dos milenios
y medio. Por eso son tan exigentes.
Está
bien, no más rodeos ni referencias que no conoce.
Voy directo al grano. El hecho es que a mi tercera
década en la segunda había tenido
experiencia de contrabandista ya era piloto
de uno de las rutas más importantes de toda
la Galaxia, la ruta del vigésimo quinto al
duodécimo sector. Qué ruta para sencilla,
sin cinturones de asteroides o nebulosas de hidrógeno.
A veces los capitanes te hacían unas pequeñas
correcciones, pero eran mínimas, sólo
ajustes en el curso de la nave. El salto para mí
era cosa simple; no demandaba demasiados riesgos.
Los capitanes eran bonachones y cuando llegábamos
al sistema solían compartir el contrabando,
sobre todo de bebidas, con nosotros. Algunos bajaban
con mascarillas de metanol; como sabrás, nosotros
los rombusianos somos resistentes a cualquier atmósfera
que incluya dos átomos de oxígeno por
lo menos. Si no, apelamos a la mascarilla o, en todo
caso, nos quedamos en las naves apostando o alguna
otra tontería de a bordo.
Entonces,
que me lleve el gran hoyo negro, nos solicitan. No
sé por qué ni cómo habían
oído hablar de mí, de mis notas en la
academia, de mi trabajo. Yo ganaba lo suficiente,
algo así de 500 por ruta. Para ser navegante
de un carguero que transporta sustancias atenuantes
de conciencia, que no se ha comprometido aún
y que no aspira sino a trabajar para que otros puedan
vivir placenteramente, no me puedo quejar.
De repente me convocaron. Hasta ahora no sé
la razón, no me puedo explicar cómo
ni cuándo... Lo cierto es que la Hermandad
sabía todo sobre mí, absolutamente.
La Hermandad deambula por ahí, no blasfeme
ni piense mal de ella. Ellos están ahí,
atentos y vigilantes. Tenga sumo cuidado de lo que
haga y diga. Ellos no son inmortales, son la eternidad
misma.
Son muy meticulosos en sus asuntos. Sus agentes, los
visibles, me condujeron hacia un planeta desierto,
no recuerdo bien en qué sector. Allí
sólo había hangares, los más
numerosos que haya visto en un puerto espacial. Me
asignaron un crucero gigantesco. Nunca había
visto uno de tales proporciones. Su color plateado
intenso indicaba que pertenecía a otra jerarquía
de transporte espacial. Por dentro, era un sueño.
Nunca había visto una cabina así. Luces
intermitentes por todos lados; los sistemas de navegación
parecían vivos; la computadora parecía
fácil de maniobrar. Si uno tiene una nave así,
puede jubilarse anticipadamente. Si la cabina era
fabulosa, uno puede figurarse lo que era la nave por
dentro. Una maravilla en milenios de navegación
hiperespacial. Qué buena esta bebida, realmente
a uno lo pone en otra cosa. Salud.
Cuando
vuelvo sobre mis pasos para seguir recorriendo la
nave un poco más, me encuentro con ella. Era
uno de esos seres que controlan la mente... A veces
se me aparece en sueños, como un fantasma.
Se les conocía como las damas Ekhtar. Una de
ellas. Su rostro sin cabello y estirado hacia atrás,
con atuendos luminosos de tonalidades púrpuras
y rosáceas... y sus ojos, su mirada impregnada
de designios insondables. Mirar en ese par era como
ser observado por un abismo infinito. Definitivamente,
no me la esperaba ahí, no aún. Nunca
los había visto, es decir, me habían
hablado infinidad de cosas que ocurren en el espacio
los verdaderos navegantes interplanetarios,
cuando se ponen a beber bebidas más fuertes
que ésta, inventan inmensidad de cosas,
pero jamás me había enfrentado a algo
así. Esa cosa era inmensa y no abrió
la boca una sola vez, en absoluto, ni una palabra.
Sólo me dio una especie de llave que activaba
el ordenador central del crucero. Ya me habían
advertido algunos colegas. Yo pensaba: ¿qué
tal si esta "dama" se enfurece y se le ocurre,
en medio del salto, dejarme como basura hiperespacial?
Debo confesar que los nervios me traicionaban.
Sólo
atiné a respirar hondo, pero casi destruyo
el sistema principal cuando ingreso el código
(lo erré a la primera). La computadora me dio
las instrucciones: quincuagésimo sector, sistema
noveno, estrella unitaria, tercer planeta. Civilización
prehiperespacial. Los datos de una cultura ínfimamente
primitiva se desparramaban por la pantalla. Demonios
me decía, vamos a observar a unos
chiquilines... Pero con la dama Ekhtar detrás
mío, siguiéndome, respirando en mi nuca,
controlando mis movimientos por más inocentes
que fueran, no podía creer que se trataba de
mera rutina. Debía ser sumamente importante,
tanto que no podía decirlo; si sacaba a relucir
mi miedo seguramente me reduciría en miserables
partículas de hidrógeno.
El
viaje fue espeluznante, en serio. El mejor y el peor
que he realizado. Hubo tres saltos, todos calculados
con precisión micrométrica. Nunca me
había concentrado tanto en ellos. Nunca los
había hecho mejor. Pero la sensación
de que me iban a hacer añicos no me dejaba
tranquilo.
Arribamos,
pues, luego de algunos momentos de tensión.
El cinturón de asteroides no fue problema,
tengo experiencia en esos menesteres. En realidad,
para pasar esa franja hay que comportarse como si
fuera una de esas rocas infames, ése es el
secreto.
Al
aproximarnos a la órbita del tercer planeta,
me llevé un sobresalto. Tenía un satélite
de un sexto de su tamaño. ¡Un sexto!,
¿lo puede creer? Era inmenso. Las lecturas
de la computadora no erraban. Hice rápidamente
unos cálculos; los otros planetas tenían
satélites más "normales".
El planeta se parecía mucho al mío,
aunque era más azul... Rombusia tiene dos lunas,
pero aquel satélite me parecía un exceso.
A veces la Hermandad tiene unas cosas.
Entonces
escuché una voz. Era ella obviamente. Era,
cómo le explico, candorosa, pero a la vez sibilina.
Definitivamente yo era un subnormal a su lado. Escuché
un susurro: "Aproxímate al satélite".
Cambié a control manual y suavemente desplacé
el crucero hacia el extraño planetoide. Era
muy feo: los meteoritos, el gas de los cometas y la
luz de la estrella (el resplandor era muy fuerte,
por lo que acentué la intensidad de los paneles
antisolares) habían destrozado su superficie.
Era un contraste con el planeta, que parecía
adornar el horizonte con su intenso color azul. "Ahora
espera un momento", volvió a susurrar
la voz. De pronto vi que un contenedor aparecía
ante nosotros y rápidamente se movía
en nuestra dirección. Yo estaba como inmovilizado.
Presentí
que el contenedor había ingresado a la nave
y sabía que la dama Ekhtar lo había
dirigido mediante algún truco telepático.
"Ven aquí, vas a querer ver esto",
me dijo. Curioso, pero a la vez preocupado por mi
suerte, salí de la cabina cautelosamente. Cuando
bajé al primer nivel, el contenedor rezumaba
vapor frío. La dama Ekhtar no movía
un labio, pero yo sentía sus palabras en mi
mente. Me tranquilizó. "Nosotros necesitamos
pilotos como tú. Esto demanda mucha energía
de nuestra parte". "Discúlpeme, pero
yo no creo que sea...". "Sólo observa
y escucha", me dijo, reprendiéndome con
dulzura, como lo haría un adulto con un infante.
"Muy pocos seres materiales saben lo que es la
Hermandad. La Hermandad ha creado y dirigido esta
Galaxia y muchas otras. Ellos conocen el ciclo de
la vida y de la muerte, del movimiento y de lo inerte,
porque nuestros cuerpos no sólo son vehículos
de nuestro espíritu, como esta nave que nos
cobija o este contenedor aquí a nuestro lado.
Nuestros cuerpos nos permiten conocer el cosmos y
sus más profundos secretos. La Hermandad nos
protege y nos cuida, nos enseña a crecer más
como seres inmateriales. Por eso a veces solemos reprender
a aquellas criaturas que creen ser más que
nosotros, pues ello genera un disturbio en el ciclo
natural de las cosas". Recordé a los pobres
habertianos y su bebida fabulosa. La dama Ekhtar prosiguió:
"Lo que ves aquí son los corpúsculos
inmateriales de los habitantes de ese planeta. Ellos
los llaman de una manera singular: almas". Interesante
definición. Ella extrajo del contenedor un
recipiente ovalado que cargó suspendido en
sus brazos. "Si yo toco esto con mis manos, los
corpúsculos pueden desvanecerse y quedar atrapados
en la materia para siempre", dijo suspirando.
"Ahora, acompáñame", ordenó.
Cuál sería mi asombro cuando ascendimos
hasta el tercer nivel de la nave de un impulso. Ella
había usado su telepatía una vez más,
mientras yo contenía la respiración.
Imaginé que me iba a estrellar contra las paredes.
"A
esta parte nunca ha llegado ningún ser material",
dijo. "No permitimos a los de tu clase llegar
hasta aquí. Ellos sólo conducen las
naves". "Entonces, ¿por qué
me deja venir con usted?", le pregunté.
Cuando esperaba una mirada fulminante de su parte,
ella respondió: "No te preocupes ni por
el pasado ni por el futuro". Intrigado por su
respuesta, no obstante, seguimos caminando. El silencio
se volvía impenetrable y la luz comenzaba a
desaparecer. Yo sólo sentía el ruido
de mis pasos en el suelo metálico. La dama
Ekhtar jamás tocaba el suelo. Avanzamos por
un largo y oscuro túnel, iluminados tan sólo
por la luz que emanaba del recipiente. ¿Cuántos
corpúsculos cabrían allí?, me
preguntaba. "Hay millones", contestó
la dama Ekhtar, "pero sólo uno".
Después de eso ya no quise pensar y puse mi
mente en blanco. "Sólo observa y escucha",
respondió la entidad que caminaba delante mío.
"Aquí
es donde vienen a parar las almas, los seres inmateriales",
me dijo, y un inmenso resplandor nos iluminó
de repente. Era una máquina tremenda. Con razón
tenía esas dimensiones, me decía yo.
"Esta es la puerta que une el mundo material
con el inmaterial", dijo Ekhtar, "a la Hermandad
con su creación". Por alguna razón
ya no tenía miedo. Sólo estaba asombrado
terriblemente de lo que veía ante mis ojos.
De la máquina salía una música
formidable, parecía tocada por seres divinos
o algo así. Ni las puestas de los tres soles
en Bakura se parecían a algo semejante.
"Nuestra
labor es recolectar todos los seres inmateriales de
esta Galaxia y llevarlas ante esta puerta cósmica",
explicó la dama Ekhtar. "Por eso tenemos,
gracias a la Hermandad, estos dones especiales, que
demandan mucha energía de nuestra parte".
"¿Y qué hacen exactamente con los
incorpóreos?", pregunté, aún
anonadado por el espectáculo. "Los colocamos
en la máquina y le otorgan su energía
a la Hermandad. Durante sus vidas materiales, estas
criaturas vivieron de acuerdo con las leyes del bien
y del mal, del deseo y del dolor. La Hermandad creó
esas leyes para controlar sus existencias. La Hermandad
los hizo limitados en carne, pero infinitos en espíritu.
Algunos creyeron que eran más una cosa que
otra, pero todos desearon por igual. Son estos deseos
los que, al momento de dejar la existencia carnal,
se depositan en sus almas. Son estos deseos los que
finalmente permitan que la Hermandad continúe
con su labor ordenadora del cosmos. La Hermandad los
ha creado con la finalidad de vivir nosotros eternamente".
Eso
es lo que reveló la dama Ekhtar. Sus palabras
aún me asaltan. Todo esto puede parecer una
quimera, pero no lo es, no proviene de mi imaginación.
En esos instantes, detrás de sus palabras resonó
una música estruendosa. Al principio me invadió
una sensación agradable, pero de la máquina
comenzaron a surgir miríadas de luces que pronto
cobraron una violencia desgarradora. Una impotencia
desesperante se abatió sobre mí. Aquella
sinfonía del horror me había obligado
a caer y el vértigo se apoderó de mi
visión. Sentí como si me hubieran arrojado
a la oscuridad del espacio, en un lugar sin nombre.
Cuando
desperté, el satélite se cernía
ondulante sobre mí. Unas formaciones puntiagudas
interrumpían mi visión del cielo. Podía
respirar sin problemas. Me incorporé, estaba
asustado, no sabía dónde me hallaba...
poco a poco recordé. Aún resonaban los
ecos de la melodía infernal, pero me di cuenta
que al menos estaba con vida, en este tercer planeta,
con ese ominoso satélite colgando encima mío.
Mis implementos habían desaparecido. Mi garganta
estaba seca.
Comencé
a deambular por el territorio. Se escuchaban numerosos
ruidos. Finalmente llegué a una suerte de arroyo.
Palpé el líquido, felizmente tenía
oxígeno suficiente para reanimarme. El planeta
no estaba del todo mal, después de todo. Al
parecer podía adaptarme a su ecosistema. Me
acerqué más al arroyo con la intención
de refrescarme, pero al verme reflejado en la corriente
me percaté que mi rostro no era mi rostro y
mi piel no era mi piel. El pánico se apoderó
de mí, comencé a correr, a perderme
en la espesura. El calor de la noche era sofocante,
la pesadez de mi nuevo cuerpo, mi conciencia desequilibrada,
el sonido que retumbaba entre los árboles,
y luego un punto confuso...
Disculpe,
¿dijo usted "árboles"?
¿Cómo?
Usted
dijo que corrió entre los árboles. Usted
sabe lo que son.
Por
supuesto.
¿Y
cómo un ser que supuestamente viene de otro
planeta en una nave espacial impresionante, después
de haber recorrido millares de kilómetros hasta
este apartado rincón del universo, y que recolecta
los espíritus de los muertos para almacenarlos
como forma de energía, sabe lo que es un árbol?
Intuición,
como ya dije. Nosotros los rombusianos... Oh, eso
sería mucho explicar. Cuando desperté
en vuestra superficie, supe que me habían dotado
de una base de datos acerca de cierto conocimiento
mínimo de las formas de vida de este planeta.
En otras palabras, antes de adquirir esta apariencia,
me implantaron en alguna parte de mi cuerpo un dispositivo
de información básica. Así puedo
recuperar alguna data indispensable. De igual manera
se usa con aquellas naves a las cuales se les hace
seguimiento. Se les coloca un mecanismo que supervisa
sus rutas. Igual que a los individuos. Me parece que,
a pesar de su tecnología rudimentaria, estos
aparatos se conocen acá. Así como aquella
música infernal, que está por todos
lados.
¿A
qué música se refiere?
A
esa sinfonía que ustedes conocen como La
canción de la alegría. Irónico,
¿verdad? La que compuso un tal Beethoven. Lo
que sonaba en el crucero de la dama Ekhtar. Infernal
ruido, y a eso ustedes lo llaman arte... Desconocen
todo. Ellos, los genios de este mundo, los innombrables,
son miembros de la Hermandad y tanto sus almas como
la mía les sirven de alimento. Es el símbolo
de su poder. Quizás la dama Ekhtar me envió
de emisario para contarles esta buena noticia; quizás
me castigó por haber visto demasiado. Lo único
que sé es que estoy atrapado aquí y,
al parecer, no tengo salida. ¿Qué me
dice, doctor? ¿Le parece verosímil mi
historia?
Usted
ha leído y visto mucha ciencia ficción
sentenció el analista.
Cuando
salió, la oscuridad del sanatorio seguía
igual.
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