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La otra vertiente estaría caracterizada por a) proyectar una perspectiva utópica; b) la construcción de un lugar de enunciación contra-hegemónico; y c) la puesta en práctica de una razón postcolonial… en esta línea, se aprecia un empleo de la polifonía y la carnavalización bajtinianas.

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Elementos para una sistematización de las novelas peruanas sobre el conflicto armado interno

por Víctor Quiroz

 

En la línea de Senderos de sangre, se sitúa la novela De amor y de guerra (2004) de Víctor Andrés Ponce. Contextualizada primordialmente a fines de los años ochenta en una zona que podemos identificar con la sierra central colindante con la selva, en ella se narra la historia de Nicomedes Sierra, líder de un comité de autodefensa, y su lucha contra Sendero. Al intentar relevar el papel de los ronderos y los evangélicos en el conflicto armado interno, paradójicamente, el narrador se inserta en el discurso de la violencia epistémica, puesto que apela a distintas imágenes estereotipadas (algunas de filiación colonial) y a mitos mediáticos para diseñar su campo de referencia interno. Planteamos que la selección de estos marcos de referencia obedece a que la configuración del mundo representado está sometida a la lógica del mercado, puesto que se busca satisfacer las expectativas (y prejuicios) de un lector/consumidor potencial cuya experiencia social (occidentalizada) le permita aceptar dichas imágenes naturalmente.

Una muestra clara de ello es el marcado exotismo con el que son representados los escenarios y los personajes. Por ejemplo, la selva es presentada como un ente viviente, como el espacio de lo desconocido, que a la vez causa admiración y temor. Así, cuando un peón muere por la mordedura de una serpiente el narrador anota que su padre: “lloró porque la shushupe era un aviso, lo supo desde un principio, la selva tenía tesoros subterráneos de barbasco, pero en la superficie había sinuosos guardianes de la verde virginidad” (27). Estas imágenes, como sabemos, están presentes desde las relaciones y crónicas de la conquista (recordemos el mito de “El Dorado”) y fueron concebidas para un receptor europeo a partir de la tradición textual occidental. En esta perspectiva,  aparte del infaltable color local, encontramos la presencia del mito tanto en forma de sueños y, sobre todo, en la forma de anuncios apocalípticos por parte del predicador evangélico, Lucio Sulluchuco, quien decide apoyar la guerra contra Sendero una vez que ellos matan a otro pastor en un pueblo cercano. Sulluchuco identifica a los senderistas con el demonio a partir de una serie de asociaciones de corte mesiánico, como el hecho de que, en el tiempo prefigurado en el relato, falten 13 años para el año 2000, números que señalan, desde su óptica, que “el tiempo del demonio ha llegado” (160). Del mismo modo, la configuración de Mario Carhuapoma refuerza esta hipótesis. Este personaje, descendiente de indios, es presentado como un diestro cazador (mata un tigre, otra imagen de la exótica otredad) y como un chacchador de coca (la cual “le develaba los secretos y lo lanzaba a los hechos más intrépidos”. 71). En este sentido, Mario simboliza la energía desaforada del otro latinoamericano: “se embraveció como un toro de corrida por la hija de don Porfirio (Rosaura)” (72). Estas estrategias de otrificación se complementan con el conflicto interior que emerge en Nicomedes cuando va a la ciudad y siente el desprecio de los limeños. Allí compara la “belleza natural” del campo con el infierno social de Lima. En ese momento, reflexiona: “yo era blanco, dueño de tierras, pero tenía el olor a indios… Durante esa visita a la capital, amé a los peones que estrellaban la mirada en el suelo, adoré los huaynos…” (45. Énfasis nuestro). Queda claro que el personaje no se identifica con los peones “indios”, sino que se siente bien entre los sujetos subalternos, entre quienes puede sentirse “superior”. Se diseña así la necesidad del sujeto “mestizo” de establecer una jerarquía respecto de los “indios”. Una vez más, estos lugares comunes mal trabajados revelan la mirada exótica y colonial del narrador.

Por otro lado, en torno a la relación de este texto con los discursos de poder, destaca la valoración positiva que se le da a las fuerzas armadas en contraposición a la condena que sufren los organismos de derechos humanos. Para dar protagonismo a la resistencia de los personajes principales, encontramos otro mito mediático, difundido a mediados de los ochenta, el de “Sendero ganador” (Peralta 2000): en Lima, cuando Manuel le pregunta a Nicomedes si cree que SL ganará, este responde: “no lo sé pero tal como van las cosas, parece que sí” (120). Este mito se refuerza al reiterar con frecuencia que las FF. AA. no se dan abasto para combatir la subversión. Incluso, se presenta al Estado y a la milicia en una situación de repliegue frente a la ofensiva senderista. Nicomedes menciona que: “(los militares) a veces patrullan… sin embargo ¿qué pueden hacer en más de 200 localidades? Al principio metían bala, pasaban cuchillo a los familiares de los terrucos pero estos antes que debilitarse se fortalecían, felizmente los milicos ya no cometen esas barbaridades” (119. Énfasis nuestro). La imagen dominante de las FF. AA. que presenta la novela está sintetizada en el diálogo entre Nicomedes y un oficial de la Marina producido cuando aquél va a la base a solicitar armamento para la autodefensa. El marino reconoce los “excesos” cometidos en el gobierno de Belaúnde y, si bien tilda a los políticos de izquierda (incluido el APRA), a los “belaundistas” y a los organismos de derechos humanos de “terrucos disfrazados” (202) (imagen recurrente en nuestro contexto político) no menciona las masacres de la época del gobierno aprista. Cabe mencionar que, en medio de la discusión, si bien Nicomedes alude a la matanza de Cayara ―ocurrida en 1988―, en su perspectiva (memoria) ésta parece haber sucedido durante el gobierno de Belaunde: “por esos años [recordemos que el tiempo de la novela se inscribe entre 1987-88] se escuchaba que a ustedes se les pasaba la mano con gente inocente, recuerdo cosas sobre Cayara, Puquio [¿Pucayacu?] y no sé qué otros lugares” (203. Énfasis nuestro). Para justificar su posición, el oficial arguye que, por su formación militar, sus comandos están entrenados para el combate internacional y no para un conflicto interno. En este contexto, podemos analizar el siguiente enunciado: “¿cómo así nos encargan enfrentar a los terrucos que atacan y luego se esconden en las chozas de los inocentes?, ¡carajo, igualito que en las películas de Vietnam!” (204). La alusión es sintomática ya que, en medio de su encarnizada defensa, el oficial ya ha prefigurado su principal contradicción: al decir “Vietnam” está comparando implícitamente a las fuerzas armadas con un ejército de ocupación en un espacio internacional. Así, terroristas e inocentes son configurados como sujetos desterritorializados: aquellos que pese a estar dentro de su territorio nacional han muerto simbólicamente perdiendo todos sus derechos civiles, a quienes es legítimo matar impunemente (Newman 1991). Pese a ello, la inicial actitud “crítica” de Nicomedes se va transformando en una mirada compasiva que se conmueve con la impotencia del capitán de corbeta. Esto genera que la imagen de los organismos de derechos humanos con la que culmina la novela sea negativa. Nicomedes está preso en la cárcel de Ayacucho por una traición de sus comandos: lo han acusado de matar senderistas y de colaborar con el narcotráfico. Supuestamente, la intención es mostrar la injusticia contra los ronderos que se sacrificaron por la pacificación del país al eliminar a los demonios de la subversión. Nicomedes comparte la visión del marino, porque se identifica con él, ya que siente que ambos son traicionados por la sociedad a la que protegieron: “el capitán Puma… me devolvió la fe en la gente... estaba gestionando ante su comando mi inmediata liberación, pero…esos hijos de puta de los derechos humanos habían sacado cara por los terrucos muertos y se oponían a mi excarcelación” (309. Énfasis nuestro). Como Senderos de sangre, la novela de Ponce finaliza con una atmósfera pesimista, distópica, solo que aquí el protagonista no logra su salvación individual. Podemos concluir que De amor y de guerra utiliza su aparente intención reivindicativa de los comités de autodefensa como pretexto para abogar a favor de las fuerzas armadas.(10)
           
La distopía puebla las páginas de La hora azul (2005) de Alonso Cueto. En esta novela, se representa la autoconciencia del fracaso de la elite, de su imposibilidad de construir nuevas formas de articulación social o de repensar la modernidad. El narrador no puede abandonar su lugar de enunciación moderno/colonial, ni dejar de estructurar su visión del mundo a partir de las jerarquías de dominio tradicionales. De ahí su ligazón con los discursos de poder hegemónico. Parafraseando a Idelber Avelar esta novela constituye  una “alegoría de la derrota” del sistema moderno colonial, en general, y de la elite criolla, en particular. Podemos ahondar en la exploración del componente alegórico y distópico de este relato si retomamos algunos planteamientos de Enrique Congrains Martin (2006). Congrains sostiene que La hora azul explora la problemática del matrimonio desde una visión pesimista que, desde el ámbito privado, se proyecta al plano público, nacional. Sin embargo, este “demoledor juicio crítico” sobre “uno de los pilares de la sociedad burguesa” (en palabras de Congrains), pierde fuerza en el desenlace de la novela. Al final, el protagonista, Adrián Ormache, regresa a la rutina del matrimonio: la crisis sólo implica un instante de estéril reflexión, nada más. La presión social, las apariencias, la imagen, someten al sujeto: no hay salida posible. No hay soluciones modernas ante la crisis que la misma modernidad ha engendrado (Sousa 2003). Para el narrador protagonista, la crisis no es percibida como transición hacia una renovación, sino como el “fin de la historia” en su doble sentido: como clausura del relato (ficción) y como fracaso del metarrelato (proyecto moderno).
           
Enrique Bernales (2006) señala que esta novela se configura, en palabras de Doris Sommer, como una “ficción fundacional” que intenta proyectar, pedagógicamente, una reconciliación de “la clase media alta limeña con la clase de provincias” (114). Nos interesa complementar esta acertada aseveración a fin de demostrar cómo se cristaliza la violencia epistémica en la novela. Esta idea de “refundar” el pacto sociopolítico puede iluminarse si leemos la novela en función del proceso histórico de gestación del Estado-Nación peruano. Como anota Alberto Flores Galindo: “El vacío dejado por la aristocracia colonial (…) no fue cubierto por otra clase social. De manera casi inevitable, el control de los aparatos estatales fue a dar, sin que necesitaran buscarlo, al ejército. Los militares ofrecieron conservar las formas republicanas e instaurar el orden” (1999: 27). Para entender cómo estas palabras de Flores Galindo nos dan una clave de lectura del texto, se debe recordar que el protagonista de La hora azul intenta, a su modo, expiar los “pecados” de su padre, oficial de la marina que cometió crímenes contra los derechos humanos durante su estancia en Ayacucho y que, en particular, violó y embarazó a Miriam, quien, posteriormente se convierte en amante de Adrián Ormache.(11) La idea de que sea el hijo del sujeto asociado a la milicia quien “renueve” el pacto social en la época contemporánea es altamente significativa: el fracaso del Padre (de la entidad militar que asumió el rol de garantizar el orden del sistema cuando nacía la nación) debe ser asumido por su heredero. El problema radica en que la reconciliación nacional que propone la novela, basada en la “solidaridad”, implica simplemente un reajuste o una reafirmación del primigenio pacto social, puesto que se mantienen las jerarquías sociales y las relaciones de poder, de ahí el agradecimiento del hermanastro de Adrián Ormache al final de la novela.
           
Asimismo, se desprende que Bernales, al señalar que la novela “carece de una polifonía de voces y discursos que se confronten” (2006: 115), alude al carácter monológico de La hora azul, con lo cual se refuerza la idea de que esta obra se inserta en la primera tendencia que hemos identificado. Convenientemente, el crítico articula este aspecto la construcción de la alteridad. Así, destaca que el texto “modela una visión estereotipada de ciertos grupos sociales a favor de su objetivo reconciliatorio. A su vez expresa un prejuicio claro contra los sujetos de extracción popular…” (115). A ello habría que añadir que la otrificación de esta novela también opera en la representación “victimizada”, pasiva, de los personajes andinos que han perdido seres queridos durante el conflicto. Estas “víctimas” están configuradas como atrapadas en un duelo perpetuo que les impide construir una memoria narrativa que subvierta y deconstruya a la memoria oficial: sólo pueden “contarle” su historia a un sacerdote y llorar junto a él (114-115). Al haber seleccionado esta imagen (muy conveniente para el discurso conservador), el narrador la proyecta como representativa de dicho grupo humano. De esta manera, se silencia a los sujetos que han intentado instalar sus memorias privadas en el ámbito público-político. En esta perspectiva, los atisbos metaficticios de la novela, que a partir de la autoconciente ficcionalización de la memoria individual (privada) problematizan la construcción de la memoria social o pública, pierden carácter subversivo.(12)

Por otra parte, la escena en la que Adrián ve al danzante de tijeras(13) es significativa para ilustrar cómo se engarza la otrificación con lo monológico. El protagonista no puede repensar, a partir de los fragmentos del pensamiento andino, alternativas al desarrollo propuesto desde la modernidad. No lo conoce y, además, tiene arraigada firmemente la idea de que no puede hacerlo, y menos aún, reconocerlo como semejante y distinto a la vez: ante las explicaciones de Guiomar sobre el significado de aquella danza, Adrián se limita a repetir: “No te entiendo” (Cueto 2005: 120). Además, afirma que: “En Lima nunca sabremos nada de esto” (121). Asimismo, esta idea es compartida (léase, legitimada) por Guiomar: “Puede estar a unos metros de ti pero la distancia que hay entre la Tierra y el Sol es menor a la que hay en este momento entre tú y él” (2005: 121).(14) En este punto, se confirma el carácter monológico de la novela, puesto que no sólo el protagonista, sino también otros personajes (como Guiomar) transmiten o son encarnaciones de la ideología del narrador. Al igual que en Lituma en los Andes, en La hora azul se apuesta por demostrar la profunda incomunicación entre lo occidental y lo andino: no hay identificación posible con el otro. En este sentido, al enfatizar la incapacidad del sujeto occidentalizado para comprender al otro, lo que se hace es liberarlo de la “culpa” de haber impuesto cualquier tipo de jerarquía cultural (o colonial), ya que esta red de dominación se muestra como algo dado, “heredado”, como una estructura social que el sujeto protagonista no ha creado; por ello, no tiene culpa de que “las cosas sean así”.
           
No obstante, lo “perturba” una suerte de “responsabilidad social” frente a la situación. Sin embargo, al no poder liberarse de las jerarquías coloniales, ante la imposibilidad de cambio, el sujeto plantea la “solidaridad” como (única) vía solución ante un problema que, evidentemente, desborda al sujeto. Ahora bien, se debe indicar que la concepción de la solidaridad en la novela se restringe al plano económico.(15) Cuando su “hermanastro” le pregunta por qué lo ayuda, Adrián señala que “porque vale la pena” y agrega “algo así como que en el Perú había muchas diferencias sociales y económicas y que los que éramos más afortunados teníamos un deber con los que no lo eran tanto.(16) Me parecía que alguien me estaba dictando lo que tenía que decir” (189. Énfasis nuestro). En este caso, se puede plantear que el sujeto es hablado por el Otro,  por el discurso neoliberal conservador. En este sentido, la “colaboración económica” hacia el subalterno sólo implica una forma de exorcizar sus propios demonios personales (sobre todo si recordamos la escena final que clausura el sentido del texto).
           
Como en el caso de Abril rojo, la brevísima “toma de conciencia” de la situación está condenada al fracaso. El hecho de que el sujeto representativo que propone la novela (Adrián Ormache) no se transforme ni pueda responder críticamente ante la crisis (menos aún pensar en transformar la sociedad) legitima y refuerza la idea de que, así como es imposible reconocer al otro, no hay posibilidad de cambio estructural: los “muros invisibles” deben persistir porque “así son las cosas y no hay nada que hacer para cambiarlas”.(17) La sensibilidad pesimista posmoderna que impera en la novela contribuye a silenciar otras alternativas (utópicas o no). En ello radica la violencia epistémica de la novela.

En relación a Abril rojo (2006), la violencia epistémica se actualiza en esta novela, porque tiende lazos con la tradición etnoficcional (Lienhard 1992). Esta manipulación se complementa con el hecho de que el tema de la violencia política deviene tan solo en un pretexto en la narración, lo que implica un abuso de nuestra memoria colectiva. En tal virtud, es evidente que se inserta en la línea colonialista y autoritaria de Lituma en los Andes de Mario Vargas Llosa.

En Abril rojo las influencias de Lituma en los Andes son evidentes tanto a nivel discursivo cuanto a nivel ideológico. En primer lugar, es palmario que ambas novelas comparten la estructura del relato policial, con la diferencia de que en Abril rojo se introducen elementos del thriller: el fiscal adjunto Félix Chacaltana Saldívar debe investigar una cadena de sangrientos asesinatos ocurridos en Ayacucho (“rincón de los muertos” en quechua) en abril del año 2000. Sin embargo, en ambos casos, destaca la posible relación entre el asesino y las “creencias” andinas. Al respecto, podemos mencionar un motivo narrativo presente en Lituma en los Andes y en Abril rojo que ha sido pensado para captar la atención de receptores anclados en una perspectiva moderna/colonial tanto dentro y, sobre todo, fuera de nuestro país. Nos referimos a la “explicación” de las “supersticiones” andinas, que se le brinda al sujeto que cumple el rol de “detective” en la narración. Esta explicación es elaborada por un agente externo a la cultura andina, el cual emula la mirada externa del narrador. En Lituma en los Andes, es el antropólogo Paul Stirmsson quien le explica al cabo Lituma sobre los sacrificios humanos practicados desde tiempos antiguos por los habitantes del ande. Por su parte, en Abril rojo, Stirmson “se convierte” en el sacerdote Quiroz quien refiere a Chacaltana sobre el componente violento de los mitos andinos. Desde una perspectiva postcolonial, esta sustitución es altamente significativa: la imagen del sacerdote como emblema de la dominación colonial se refleja especularmente en la del antropólogo occidental que construye la otredad cultural monológicamente. En ambos casos, se demuestra que la mirada colonial sobre el Perú sigue vigente.


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10 Estas estrategias discursivas en las que se critica a las organizaciones de derechos humanos y se defiende a las fuerzas armadas se radicalizan en la propuesta de la película peruana Vidas paralelas (2007) (dirigida por Rocío Lladó a partir del guión de Carlos Freyre) en la que se plantea la alucinada idea de que los desaparecidos durante el conflicto armado interno están vivos y escondidos preparando una nueva insurrección militar.

11 De ahí que se pueda afirmar que existe una huella edípica en esta novela (cfr. Cabrejos 2007). Al respecto, podemos anotar que, como en el caso de Lituma en los Andes, en La hora azul también se establece un diálogo con la mitología griega.

12 Un antecedente de este aliento metaficcional se encuentra en el extenso cuento “Pálido cielo” que da título al volumen en el que está incluido (Cueto 1998).

13 En este episodio, como en el caso de Lituma en los Andes y Abril rojo, se inserta un personaje “conocedor” de la tradición andina quien se encarga de explicarle al protagonista los “secretos” de la otredad cultural. En este caso, se trata de Guiomar, una ayacuchana a quien Adrián, en una primera impresión, concibe como limeña “o al menos de una ciudad grande” (117). 

14 Es lo mismo que sucede en el caso de Vargas Llosa. Para el narrador de Lituma en los Andes, los pobladores de Naccos trataban a Lituma “como si viniera de Marte” (Vargas Llosa 2000: 37).

15 Al respecto debe recordarse que, cuando por fin encuentra a Miriam, Adrián piensa en darle dinero (“es absurdo en ese momento. Pero no puedo pensar en otra cosa”. 139).

16 Podría plantearse que esta propuesta constituye una muy refinada “vuelta de tuerca” de la tesis “todos somos culpables (por eso no hay sanción posible)” acuñada en el Informe sobre Uchuraccay, que fue redactado por Vargas Llosa. La vieja consigna ha mutado en “no tengo la culpa pero, para calmar mi conciencia y quedar bien, brindo ayuda económica (¿una limosna?) a los pobres”.

17
Esta misma estructura ideológica se expresa en un cuento anterior de Alonso Cueto titulado “Un arcángel llamado Gabriel” (Cueto 1998) en el que se ficcionaliza el atentado terrorista ocurrido en la calle Tarata. Podemos añadir que la relación que se establece entre el protagonista de este cuento (F. R. Montes, presidente de Micro World) y el niño “pobre” (a quien identifica inicialmente con un senderista) prefigura la que se produce entre Adrián Ormache y su supuesto hermano en La hora azul.

 

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