En segundo lugar, podemos constatar que, en las dos novelas, subyace una mirada ajena que no busca, en absoluto, dialogar con la cultura andina. En Abril rojo, se configura un mundo representado signado por la imposibilidad de diálogo entre los sujetos occidentales/izados y lo andino. De ahí que, cuando Chacaltana se hospeda en una “típica” casa de un pueblo “muy andino” (repárese en que se apela a imágenes estereotipadas destinadas para el receptor foráneo), no pueda comunicarse verbalmente con sus caseros, porque ellos hablan en quechua. Sin embargo, estos sí entienden el idioma del dinero: los sujetos andinos solo reaccionan (cual perro pavloviano ante el tañido de la campana) cuando se les da dinero. Estas escenas, reproducen perversamente la mirada del turista que le compra souvenirs al nativo. En otro pasaje particularmente revelador, no sorprende que Chacaltana, al no encontrar pistas ni testimonios para resolver los asesinatos, afirme que “los cerros son mudos”. Una vez más opera la visión del turista que desconoce (y no reconoce) el pensamiento andino para el cual el mundo está vivo o “animado”. Además, esta manipulación se lleva al extremo, porque tanto en Lituma en los Andes como en Abril rojo se deja entrever que es el ámbito andino el que barbariza al sujeto moderno occidental. Al igual que en Lituma en los Andes, este aspecto aparece al final de Abril rojo cuando se explica el móvil de los asesinatos. En este caso, el asesino toma elementos de la memoria colectiva andina (mítica y social) para justificar sus acciones y explicar la razón de la crueldad de los asesinatos. El problema radica en que al “echarle la culpa” a los flujos de violencia instalados en el ámbito andino (“los muertos me obligaron”) se está encubriendo la barbarie propia de la civilización occidental.
En tercer lugar, aparece, en ambas narraciones, un condenable abuso de la mitología andina. Así como en Lituma en los Andes el pishtaco deviene en un “minotauro andino” para encubrir la faz colonial del proyecto moderno y anular el potencial epistémico del pensamiento andino; en Abril rojo, Inkarri se convierte en un “Frankenstein andino”. En efecto, el mito de Inkarri es actualizado en la novela a partir de la praxis del asesino quien intenta construir una suerte de “encarnación” de Inkarri con las partes de sus víctimas. La búsqueda de un modelo de mundo alternativo al fracaso de la modernidad occidental, expresada en el mito andino, se anula, se silencia autoritariamente en Abril rojo.
Por otro lado, en la novela cobra relevancia el tratamiento del tema del autoritarismo imperante en la sociedad peruana. El protagonista de Abril rojo está configurado como un sujeto pasivo incapaz de cuestionar el sistema autoritario. Chacaltana es el prototipo de hombre sometido por el autoritarismo puesto que, durante casi toda la novela, no puede aceptar el lado oscuro del Estado moderno: no critica el reverso obsceno de la ley. De ahí su persistencia a olvidar, su afán por no querer ver ni saber qué pasa a su alrededor (por ejemplo, cuando no quiere hablar sobre los crímenes contra los derechos humanos). La supresión (esa pausa en el discurso de los personajes graficada por los puntos suspensivos) es la figura retórica que grafica este acto en la escritura. En esos vacíos y silencios, se introduce lo Real, aquello no simbolizable: la verdad perversa del Estado moderno. Solo al final, una vez que devela el misterio (y cuando afronta sus traumas, teñidos de sangre y fuego, los cuales pretenden reflejar las heridas de la memoria colectiva de Ayacucho), Chacaltana encara al sistema: lo Real comienza a ser simbolizado. Pese a ello, este “cambio” de actitud se traduce en un grito agónico, condenado al fracaso, de ahí que el Servicio de Inteligencia Nacional lo considere inofensivo. No se trata de un personaje marginal que, desde la frontera, pretenda subvertir el centro del sistema, sino de un sujeto que no persigue ninguna utopía ni ideal de transformación social, de ahí el carácter distópico del texto.
Para terminar, debemos mencionar que es sintomático que, en la novela, la última palabra la tenga un agente del SIN. Esto representa la imagen de una sociedad disciplinada y dominada por el poder autoritario, hegemónico, que se abre al nuevo milenio sin ninguna esperanza de cambio. Como sucede en La hora azul, es evidente que, desde el lugar de enunciación moderno/colonial en el que está situado el narrador, no se pueden formular alternativas críticas al fracaso del sistema imperante. Lo paradójico es que esta representación del autoritarismo nos podría llevar a plantear la presencia de una “mirada crítica” del autor de Abril rojo respecto al referente social peruano; sin embargo, podemos concluir que esta posibilidad se ve minada por las estrategias etnoficcionales antes explicadas: no se puede pretender criticar al autoritarismo si se manipula autoritariamente el referente cultural andino.
3.2 Pliegue: tensiones y des/encuentros discursivos
Nos interesa mostrar que nuestro modelo no se basa en una selección sesgada, sino que obedece a criterios de análisis textual. Por ello, debemos referir que existen novelas que no se insertan claramente en las dos tendencias que aquí identificamos. El hecho de que consideremos este aspecto no le resta rigor a nuestra propuesta, sino que elimina cualquier vestigio de “rigidez” y demuestra la flexibilidad de nuestra sistematización. En relación a los elementos textuales que hemos determinado en ambas tendencias, estas obras pueden condensar algunos rasgos de ambas vertientes o presentar sólo ciertas características de alguna de ellas. Así, estas novelas constituirían un pliegue o una bisagra entre las dos líneas que planteamos.
Por un lado,la alegoría que se propone en Candela quema luceros (1989), en la que una comunidad andina es arrasada por las fuerzas armadas por la incomunicación que se produce entre lo “andino” y lo “occidental”, textualiza una memoria que cuestiona la “historia oficial” sobre el conflicto armado (sobre todo si se toma en cuenta el año de su publicación). De esta manera, en su contexto de enunciación, este aspecto la orienta hacia la segunda vertiente, es decir, hacia la construcción de un discurso contrahegemónico (Quiroz 2004). Sin embargo, como hemos demostrado anteriormente, en “Palabras para José María Arguedas”, paratexto que antecede al relato “también se expone que el enunciador ha introyectado el discurso autoritario ya que utiliza el mismo discurso deshumanizador del agresor” (Quiroz 2005). A este hecho, que visiblemente asocia a este texto con la primera vertiente, se suman la legitimación de SL por medio de su asociación con el mesianismo andino (en la línea de algunos investigadores sociales durante el 80) y, en particular, el empleo de dicotomías de filiación indigenista (estructuradas a partir de la oposición nosotros/ellos, cfr. Quiroz 2004) que entrampan la representación de lo andino en esta novela entre el “hablar de” y el “hablar por” el otro. Ahora nos interesa puntualizar, brevemente, otro aspecto que no debe pasar desapercibido: la búsqueda de legitimación del enunciador respecto de aquello que representa (mimética y políticamente). Como he señalado en otra ocasión este enunciador: “busca validarse como un sujeto capacitado para denunciar dichos actos de represión apelando a la figura de José María Arguedas, su padre ausente” (Quiroz 2004: 238). No obstante, este deseo por ser el sujeto que revele la otra historia, se podría asociar, desde una postura suspicaz(18), con la hipotética actitud de un narrador que opta por ficcionalizar esta temática con la finalidad de obtener reconocimiento por parte del Otro, en este caso, no sólo de “Arguedas”, sino fundamentalmente de la academia, de la crítica.
Por otro lado, el carácter metaficcional de Fuego y ocaso (1998) de Julián Pérez articula diversos aspectos interrelacionados. En primer lugar, la tematización de la creación ficcional se realiza para problematizar la construcción de las narrativas (periodísticas, históricas, políticas, testimoniales, literarias) que funcionan como soportes discursivos de la memoria social. En este caso, cobra relevancia el hecho de que se cuestione ficcionalmente el tema de la recopilación y la puesta en discurso de la voz del otro (como en el caso del anciano testimoniante que es padre de unos senderistas).(19) En segundo lugar, la autoconciencia ficcional implica también, en conjunción con el plano del contenido, una reflexión sobre los sucesos ocurridos durante el conflicto interno, la cual es proyectada al lector. En tercer lugar, la metaficción se asocia a la inestabilidad de la representación ficcional (expresada en la condición difusa de los niveles narrativos), lo que refracta la crisis de la representación política y la crisis social del contexto social. El carácter crítico y, por momentos irónico, de la metaficción presente en Fuego y ocaso, que lo vincula con una de las vertientes de la narrativa posmoderna, constituye un elemento que cuestiona los discursos de poder hegemónico. Sin embargo, la posmodernidad también se expresa en el carácter distópico del texto (patente en el “ocaso” del título), por ejemplo, en las frustraciones familiares y laborales del protagonista. Por otro lado, se encuentra un elemento que, pese a que intenta ser mostrado con ironía, mina el potencial crítico de la novela: la búsqueda de reconocimiento del Otro (la crítica). Este tema no sólo aparece en distintos momentos en la novela, sino que, y esto es lo más significativo, clausura el discurso novelesco: “esta crónica expiatoria y ficticia, que pretendió construir la imagen de una realidad dilacerada, tendrá todavía que merecer el expedito de mi amigo catedrático para que yo, el sujeto tangible, pueda festejar un bien ganado entusiasmo…” (168).
Esta necesidad de obtener el reconocimiento del Otro (de la crítica), vale decir, de intentar infiltrarse o asimilarse en el sistema hegemónico letrado es lo que le resta poder subversivo y crítico las primeras novelas que ambos autores le dedican al conflicto armado.(20) En este sentido, ambas contribuyen a legitimar el ámbito letrado y no apuestan por la construcción de un lugar de enunciación alternativo. Finalmente, debemos indicar que queda pendiente el análisis de las novelas posteriores en las que estos autores retoman esta temática para ver hacia qué tendencia se orientan.
3.3 Utopías postcoloniales: hacia la construcción de un pensamiento alter-nativo
En un artículo anterior (Quiroz 2005), ya hemos mencionado y explicado en detalle cada uno de los elementos que hacen que Adiós, Ayacucho (1986) de Julio Ortega se inscriba en la segunda tendencia. Es por ello que nos interesa abordar el texto a partir de las propuestas de otros críticos a fin de examinar cómo sus aportes dialogan con nuestra propuesta.
En relación a la representación discursiva de lo andino en la novela, Macedonio Villafán (1998: 126-147) señala que, en el relato, se construye un discurso mítico-político andino que articula los distintos rasgos del texto como: la ironía, el escepticismo, el sarcasmo, el humor “gracioso” y el humor negro (predominante en el texto), lo esperpéntico, el realismo mágico (en la línea de El reino de este mundo de Carpentier y de Pedro Páramo de Rulfo) y el lenguaje (en los casos en los que se aprecian las huellas del castellano andino). Esta predominancia del pensamiento andino se observa principalmente en a) la búsqueda de Alfonso Cánepa por recuperar sus huesos para poder “morir en paz” (lo que dialoga con algunos relatos de tradición oral andina que tematizan este aspecto); b) la similitud del protagonista con Guamán Poma de Ayala, porque ambos escriben cartas dirigidas a las máximas autoridades de sus respectivos contextos sociopolíticos (al Rey de España, el cronista; al Presidente del Perú, el héroe novelesco), las cuales no llegan a su destino; c) el acto de desechar los huesos de Pizarro que no necesita (en especial la cabeza) para reconstruir su cadáver como simbolización de la reconquista andina de Lima; d) la presencia del pensamiento “mágico” andino en el discurso de Cánepa pese a tener una formación ideológica marxista; y e) el hecho de que el protagonista complete su cuerpo al final de la novela en evidente alusión al mito de Inkarri y al advenimiento del pachacuti como expresión de la utopía andina. En general, compartimos las apreciaciones de Villafán aunque nos interesa recordar que la concepción carnavalesca enmarca la novela, ya que inicia con la fragmentación corporal del protagonista y culmina con la “reunificación” de su cuerpo, lo que implica que: “El cuerpo adquiere una escala cósmica mientras que el cosmos se corporaliza” (Bajtín 1988: 305). De este modo, el carnaval se asocia al discurso popular andino por medio de la actualización de su forma de pensamiento, por ejemplo, a partir de la reinserción de núcleos narrativos de la tradición oral andina.
Por su parte, Victor Vich y Alexandra Hibbett (2008), en el colofón a la segunda edición de esta novela, señalan que el lugar de enunciación contrahegemónico construido en el relato (aspecto que ha sido trabajado en Quiroz 2005) se articula a partir del humor (108). Acertadamente, anotan que, en este texto, se actualiza la distinción entre una muerte física (real) y otra simbólica (discursiva) en relación al protagonista. Este aspecto complementa el aporte de William Rowe (1997), quien sostiene que, en Adiós, Ayacucho, el “cuerpo físico no deja en paz al cuerpo discursivo. La suerte de éste, a su vez, no puede separarse del Estado, como tampoco la suerte del primero” (1997: 110). En este caso, Rowe se refiere a que, como en el caso de Pedro Páramo de Juan Rulfo, la relación entre la muerte (biológica y simbólica) y la historia se produce por el desencuentro entre el proyecto nacional del Estado con las sensibilidades locales. Además, Vich y Hibbett indican que en la novela “se representa una denuncia a la clase política como responsable principal de las violaciones de derechos humanos” (108). Para ello, exploran a profundidad la crítica que realiza la novela al informe sobre Uchuraccay. Adicionalmente, consideramos que los otros dos aspectos que exploran (la crítica al discurso antropológico y la configuración de un lugar de enunciación subalterno) complementan de manera pertinente algunas aristas de nuestra lectura sobre la novela (cfr. Quiroz 2005). Por otro lado, si bien señalan que este colofón es un “ensayo” (108) (formato que le permite al autor tomar ciertas licencias, ya que no se presenta como un artículo científico-literario), considero necesario realizar un par de observaciones. En primer lugar, quisiera mencionar que, a falta de un mejor término (y para soslayar el de “andinismo”) los autores emplean el concepto de “orientalismo” (109, entre comillas en el original) para referirse a “la manera en que el discurso antropológico tradicional [patente en el Informe de Uchuraccay] representa al mundo campesino [andino]” como una realidad estática y exótica (109). A fin de evitar las posibles confusiones semánticas e imprecisiones léxicas, se entiende que los autores se refieren a la “violencia epistémica” que aquí proponemos.(21) Este concepto engloba a las distintas formas de subalternización cultural y colonial como el “orientalismo” (Said) y el “occidentalismo” (Mignolo). En segundo lugar, no se establece con precisión cómo entienden los autores al “humor”, ya que aparece concebido como estrategia retórica (108) o como “un texto de distancia frente a los discursos circundantes” (114). En este sentido, debería especificarse si funciona como un rasgo estilístico identificable en el texto, como categoría de análisis textual o ambos. Este vacío se vislumbra cuando añaden otro elemento a su hipótesis inicial, al reconocer que, aparte del humor, existe otro elemento articulador del discurso subalterno: la ironía del protagonista (114). Si bien es implícito que ambos aspectos (humor e ironía) se complementan para lograr dicho cometido, consideramos, más bien, que no es la lógica del discurso humorístico la que guía la representación (base del argumento de los críticos), sino otra lógica mayor, que la incluye: la lógica del carnaval. Tal como hemos demostrado en nuestro artículo anterior (Quiroz 2005), considero que, desde este marco, desarrollado teóricamente por Bajtín, se puede explorar cabal y orgánicamente cómo se articulan la ironía, el humor, las subversiones, la deconstrucción, el carácter dialógico y mítico del texto, entre otros elementos presentes en Adiós, Ayacucho. Por ejemplo, así se podría señalar algunos de los modos en los que el plano del contenido se articula con el plano de la expresión: mientras en la historia se representa un “contexto en el que la violencia está negando toda posibilidad de diálogo” (Vich y Hibbet 2008: 118), el texto, por medio de la ironía, transmite “una crítica a los discursos hegemónicos a través del intento por involucrar al lector en ella” (114). Es evidente que este efecto perlocutivo dialógico, que los autores asocian acertadamente a lo irónico, puede explicarse integralmente a partir del marco teórico bajtiniano.
En síntesis, en Adiós, Ayacucho(22), se configura, en palabras de Guha, una “escritura en reversa”: un discurso utópico contrahegemónico que textualiza una contundente crítica a los distintos aspectos que implica la violencia epistémica. Este discurso, articulado a partir de la lógica del carnaval, actualiza la dinámica de la cultura popular andina. Es este rasgo el que asocia esta obra a la mejor novela que se ha escrito sobre el conflicto armado interno: Rosa Cuchillo.
Como hemos demostrado anteriormente (Quiroz 2006a), en Rosa Cuchillo (1997), se configura una utopía verbal a partir de la ficcionalización de la oralidad andina en el discurso novelesco, es decir, mediante la incorporación de préstamos lingüísticos quechuas y giros verbales populares, el empleo de estrategias de la narración oral y la reinscripción de la memoria cultural andina. En esta perspectiva, se reformulan los términos del diálogo entre la oralidad y la escritura, y se desjerarquiza la relación entre lo culto y lo popular. De esta manera, se instala una norma lingüística inclusiva que cuestiona la diglosia imperante en nuestro país y que se postula como un sistema emergente y alternativo. Asimismo, tanto en el plano de la expresión cuanto en el plano del contenido de Rosa Cuchillo encontramos diversos elementos y mecanismos discursivos que demuestran que el principio de la dualidad, basado en la articulación y la complementariedad entre contrarios, rige la economía textual. Este carácter activo de la dualidad en la novela implica una liberación del pensamiento andino, el cual es reinscrito como un lugar de enunciación desde el cual discutir y problematizar, a un mismo nivel epistemológico, las aporías del discurso de la modernidad. Asimismo, el sentido del empleo de estas estrategias narrativas apunta a la búsqueda de puntos de articulación entre lo occidental y lo andino con el fin de repensar nuestra integración sociocultural superando las relaciones de poder colonial.
Podemos ejemplificar estos aspectos si examinamos cómo se refuerza el potencial dialógico de la dualidad andina en la novela a partir de uno de los rasgos fundamentales que Martín Lienhard le atribuye a las literaturas alternativas: la dialéctica que se produce entre la actitud de rechazo y la actitud de apropiación de lo occidental desde la cultura tradicional. Gran parte de la crítica ha centrado su atención en el deseo separatista y mesiánico de Liborio: “Seguirías pues luchando junto a los compañeros, para seguir adquiriendo experiencia y orientar después la revolución para el lado de los runas, para que al final, en la victoria, fueran los propios naturales los únicos dueños del poder” (Colchado 1997: 137). Planteamos que esta propuesta de cambio radical (rechazo de lo occidental), que responde al universal deseo del sujeto dominado que sueña con “voltear la tortilla” (Flores Galindo 1994: 20), no se puede entender aisladamente, sino en relación de tensión estructural con la apropiación de los códigos occidentales por parte de la sociedad andina. Desde esta óptica, entendemos que el mesianismo de Liborio es la contraparte complementaria de la utopía verbal del texto. Ambos hacen tinkuy: el rechazo del discurso moderno/colonial occidental, como forma explícita de resistencia cultural, y la apropiación de algunos de sus elementos se articulan tensionalmente en Rosa Cuchillo. Como ha señalado Lienhard, este “‘rechazo’, pese a las apariencias, implica que se lo toma en consideración (…): las dos actitudes aparentemente antitéticas no son sino las dos caras de la misma moneda” (Lienhard 1992: 112). Este carácter dual se encarna en la praxis de negociación transcultural de Liborio quien decide aprovechar los conocimientos militares (occidentales) para realizar la revolución de los “naturales”.
También, conviene señalar que, en la escena del encuentro sexual entre Liborio y Angicha, podemos encontrar una serie de dualismos concebidos desde la racionalidad andina: “no muy lejos de ahí, entre la enmarañada vegetación, un halcón blanco que vino desde los Andes pisaba furiosamente a una paloma: taita Wirakocha, quien sabe, fertilizándola a la Pachamama” (Colchado 1997: 178). Podemos graficar este pasaje de la novela de la siguiente manera.
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18 Al respecto, Slavoj Žižek advierte que: “a propósito de cada imitación de una imagen modelo, a propósito de cada ‘representación de un papel’, la pregunta a plantear es: ¿para quién actúa el sujeto este papel? ¿Cuál es la mirada que se tiene en cuenta cuando el sujeto se identifica con una determinada imagen?” (1992: 148).
19 Se puede añadir que, al final de la novela, se emplea uno de los tópicos metaficcionales clásicos: el del “manuscrito encontrado”. En este caso, se trata del diario de uno de los hijos de Faustino Melgar, el cual es considerado por el protagonista, Fredy Fernández, como un “testimonio vivo de una guerra sangrienta. La palabra del bando ignorado” (Pérez 1998 165). Podemos añadir que en este diario se incluye, a su vez, una novela titulada “Tierra sedienta”.
20 La presencia del tema del reconocimiento de la crítica y del hecho de pretender asumir el rol de agente ficcionador del conflicto armado se presenta también en el cuento “Vísperas” de Luis Nieto Degregori.
21 En este caso, es evidente que Adiós, Ayacucho no apela a este recurso deslegitimador, sino que, por el contrario, lo deconstruye, de ahí su carácter contrahegemónico.
22 Debemos indicar que, en la segunda edición, el título de la novela aparece sin la coma del vocativo (Adiós Ayacucho), acaso como una forma de cuestionamiento de la norma lingüística.
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