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Y no cabe duda de que lo fuera, llevando como ninguno
ese género hasta unos límites de invectiva
tal que, incluso hoy, las consecuencias de sus inclementes
y furiosas embestidas actúan soslayando —por
comisión u omisión— lo que de valioso
tuvo este importante poeta y prosista.
Los libelos de Alberto Hidalgo deben a la aguda sensibilidad
artística del autor el no carecer de brillo literario
(17)
(usó ejemplarmente figuras retóricas que
su imaginación de notable poeta le dictaba),
y al carácter violento e inconforme del arequipeño
(18),
el de ostentar una superlativa eficacia denigratoria
(19).
Echó mano, para lo último, de una adjetivación
de grueso calibre —que jamás desdeñó
la procacidad o la coprolalia— y ridiculizó
como lo haría el más diestro caricaturista.
Hidalgo, además, calumnió o agravó
las verdaderas faltas o delitos de sus oponentes (20),
descubrió los velados y los exhibió descarnadamente,
negó los aciertos, los deformó o simplemente
los silenció, y cuando no pudo omitirlos, los
reconoció de prisa y con frialdad. En resumidas
cuentas, Alberto Hidalgo dotó en alto grado al
libelo (el mismo que, desde el punto de vista de la
definición, no vendría a ser otra cosa
que un opúsculo de carácter agresivo)
de las comúnmente aceptadas particularidades
de este género. Asimismo, logró conferir
a sus baldones un gran poder de “persuasión”
—que se sustentó en copiosos razonamientos
falaces, conciente y hábilmente construidos—,
así como de un efecto estético que antes
de menguar encumbró la contundencia del dicterio
(**).
Restan agregar algunos testimonios y sucesos que enriquezcan
la visión de la compleja personalidad de Hidalgo,
una personalidad que alguna vez afirmara sentir un especial
deleite en contradecirse.
Ramón Gómez de la Serna enjuició
así al escritor arequipeño: “Alberto
Hidalgo me seguía pareciendo un ser avispado,
sincero hasta la grosería, penetrante hasta la
invención, juvenil hasta el arrebato, y, sobre
todo, bien orientado, que es lo más difícil
de conseguir” (21).
Como para refrendar lo dicho por el escritor español,
Alberto Hidalgo confesó en su Diario de mi
sentimiento (1937):
He
sido, soy siempre, ante todo y sobre todo, un escritor
beligerante. Me paso la vida preguntando contra qué
o contra quién se puede escribir, pues entiendo
esa manera como la más adecuada para escribir
a favor de alguien o de algo. Esta es mi beligerancia,
de la que no quisiera desposeerme nunca, da un tono
especial a mi producción, levantando mis adjetivos
como aristas incómodas para cierta gente. Pero
ese es el riesgo de la verdad. Y yo seré siempre
un hombre que dice la verdad, por lo menos la verdad
que, yo, creo verdad (22).
De
la provocadora y accidentada visita que hiciera Hidalgo
al Perú en 1960 recogieron los cronistas de la
época:
Dolorosa
impresión ha producido en todos los círculos
intelectuales del Perú el ataque que el poetastro
Alberto Valencia condujo en la Universidad Mayor de
San Marcos contra el poeta Alberto Hidalgo. Alberto
Hidalgo, honra y prez de nuestra poesía, y
de nuestra conducta cívica, sufrió así,
el embate canallesco y artero de la matonería
de un despechado que se ampara en el número
de la prepotencia para imponer una calidad que le
ha sido negada en talento, hombría y dignidad
humana. Hace algunos años, cuando fungía
de ‘poeta del pueblo’, no se cansó
de loar y adular al poeta que en esta oportunidad
persiguió con ensañamiento criminal…
Alberto Hidalgo pasó por Lima como un verdadero
tifón del Caribe. Así fue posible anunciarlo,
seguirlo, observarlo, admirarlo y aborrecerlo […]
Su estupendo espíritu salvaje, que es pura
y natural poesía, quiso hacer política
como podía haber pretendido talar árboles.
Esto produjo una tormenta y el autor de ‘Muertos,
heridos y contusos’ salió medio ídem
del patio de San Marcos. En todo esto hubo una lamentable
y buscada confusión entre lo literario y lo
partidista […] Viendo escapar por los techos
de la Universidad al bravío vate rosado, un
zumbón comentó: Jamás la poesía
alcanzó en San Marcos tan altos niveles…
(23)
De
esa época también pervive la anécdota
de un ya anciano Hidalgo —siempre con el inquieto
espíritu vanguardista que se negaba a morir en
él— organizando y encabezando un viaje
a Ancón con el único propósito
de “orinar en el mar de los ricos” (24).
Recogeré finalmente el valioso testimonio de
Augusto Elmore, registrado en su artículo “Genio
y figura de Alberto Hidalgo”, y que retrata a
un no siempre atrabiliario escritor arequipeño:
Aquellos
que han leído sus excesos y que no lo conocieron
personalmente, como yo que tuve el privilegio, podrían
pensar en el ogro de Alberto Hidalgo, ése que
le inventó en vida a Victoria Ocampo , que
entonces era la gran directora de las letras argentinas,
un ominoso e irrespetable epitafio. Escribiendo, inventando
agravios, Alberto Hidalgo fue el desborde personificado,
pero puedo asegurar –y poetas como Arturo Corcuera
pueden dar fe de ello– que el poeta era la expresión
viva y personal de la gentileza. En él, como
en el personaje de Stevenson, convivían el
Dr. Jeckyll y Mr. Hyde […] Tuve el privilegio
de conocerlo y frecuentarlo, acercarme a él
fue un estimulante aprendizaje. Era implacable en
sus escritos y creo que hasta se esforzaba en serlo,
como si la vida le fuera en ello. Pero cerca suyo,
como ante una hoguera, uno sentía la calidez
del hombre y su poesía. Si hubo alguien intransigente
fue él y puedo decir que se hizo merecedor
de los odios que cultivó. Y también
de los afectos. 
___________________
(**)
Este
párrafo, referido a las características
de la libelística de Alberto Hidalgo, se ha recogido
de mi artículo: “Alberto Hidalgo y el panfleto
en el Perú”, publicado en:
identidades.
Suplemento del diario El Peruano. Año
1, N° 2, Lima, 25 de marzo de 2002, pp. 10-11.
Debo a Enrique Cortez, editor del suplemento, la sugerencia
de su redacción.
©
Álvaro Sarco, 2004 
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