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ANEXOS
1 / Sánchez Cerro o el excremento
Piura
amanece todos los días en el norte peruano. Por
entre el abra de unos montes aparece el sol y viola
la estrechez ingenua de las calles. Unas calles tendidas
de largo a largo con ocio provinciano. Calles sencillas
en que el pasto es una costumbre de la humildad y en
que las acequias son hábito de agua. Calles cardíacas
donde las mujeres, unas morenas con ojos de encrucijada,
pacen el rebaño de sus miradas ante la timidez
de los muchachos o la insolencia de los abogadines.
En Piura comienza el cielo y crece el día. La
luz es suave como las curvas. Y el viento blando y tornadizo
como las banderas. Piura entero, desde cuando le muestra
sus montañas de músculos al Ecuador hasta
cuando le pone el pecho al mar para que se estrelle
y regrese, todo el Departamento es una bandera. Es la
bandera peruana que le grita al mundo, en el amanecer
del norte: ¡Viva el Perú!
En ese ambiente beato de los días piuranos y
en una de esas casas anchas de paz y de concordia hogareña,
con ventanas para que se meta el cielo y patios donde
retozan las horas, vivía la familia Sánchez-Cerro.
Una familia ni oscura ni ilustre, pero a la que el conocimiento
vestía con prendas de honradez. Cuando el señor
y la señora salían de paseo, los saludos
del pueblo sesgaban las veredas para ellos. Las damas
se inauguraban de sonrisas, y los sombreros de los señores
caían de las cabezas hasta el recogimiento de
las manos. Aun los mozos menos educados se urbanizaban
a su paso. Porque de los Sánchez-Cerro emergía
el respeto, como las aves salen del crepúsculo.
Eran jóvenes y para los días de este relato,
aún no habían enterado tres años
de su matrimonio. Todavía el amor lo encendían
a las noches, por las mañanas y en los rincones.
Él era un cholo fuerte, musculoso y gallardo.
No se sabía de dónde le venía la
altivez, mas las veredas resistían apenas la
contundencia de su marcha. Ella era una zamba magnífica,
de caderas redondas y movedizas como un oleaje, de senos
duros y erectos que disparaban deseos a las personas
como dos armas. En sus cabellos, por lo negros, cabía
toda la noche, y sus labios carnosos, dibujados en rojo
de tentación, eran una apariencia de promesa,
una iniciativa de pacto.
El matrimonio poseía una criada y la casa tenía
una huerta. En la huerta, grande con solvencia de chacra,
había unas gallinas, unos conejos y un cerdo.
La sirvienta corría con las labores de la cocina
y el aseo general; la señora cuidaba de las plantas
y los animales. Cuando Sánchez se iba a su trabajo,
su mujer mermaba el tiempo de la espera en la atención
de sus pupilos. Para las aves era el maíz, el
choclo que sus dedos desgranaban cándidamente
uno a uno; para los roedores, el haz de alfalfa que
llevaba bajo el brazo; para el paquidermo, la suculenta
mezcla de frutas, papas, cáscaras y residuos
familiares que allí mismo juntaba su solicitud.
Mientras la señora efectuaba su trabajo, el puerco
la miraba de reojo, veía el cielo a su alcance
y gruñía de gozo. Después hundía
el hocico en su manjar hasta el fin, y su postura de
panza arriba constituía la expresión de
su agradecimiento. La señora, para cerciorarse
de su hartazgo, le palpaba la panza, se la acariciaba
un momento.
Todo fue así hasta que otro día sucedió
de otro modo. La respetable dama, inclinada sobre el
balde, preparaba pacientemente aquel revuelto nutricio,
cuando de pronto el chancho se arrojó sobre ella,
presa de extraña furia. Quiso, acaso, gritar,
pero el susto le apagó la garganta como una luz.
El animal con sus cuatro patas y el enorme peso de su
cuerpo, bien tenido de frutas, papas, cáscaras
y residuos familiares, había neutralizado todos
sus movimientos. La trompa hurgaba entre los senos túrgidos,
duros y amenazantes como dos armas. Luego, cuando la
mujer quedó desvanecida, exánime no se
sabe si de asco o de vergüenza, el cerdo, con mañas
insospechadas le alzó las piernas, los redondos
y gloriosos muslos, y la poseyó con una voluptuosidad
indescriptible y única.
El sexo atirabuzonado del marrano penetró en
la resignación de aquellas carnes como si perforase
una montaña. Eyaculó. Sus espermatozoides
atravesaron la vagina con una velocidad de cien caballos;
anduvieron perdidos en aquel recinto nuevo para sus
ansias, y uno por fin, con perspicacias de felino y
acometido de genial intuición, se lanzó
a galope contra el cuello del útero y empezó
a golpearlo para que cediese. Cedió, y entonces
de un salto sólo ganó las profundidades
de la matriz, el lugar más cálido y recóndito.
Nueve meses después nació Luis María
Sánchez-Cerro.
***
Tal tenía que ser su origen. Engendro de la naturaleza;
aborto de la pasión; fruto del espasmo robado
y no advertido; producto de aberración sexual;
injerto de lo irracional y de lo humano; hijo híbrido
como la flor, y también como el mulo, resultancia
de dos especies distintas, entroncadas, para sarcasmo
de la biología, a base de violación y
de horror, la vida de Sánchez-Cerro tenía
que ser la justificación de su origen. Una vida
de monstruo, teratológica y tremenda.
La más cara perspectiva de su latría fue
siempre un sueldo reemplazando la testa de Cristo. Al
soborno le pone culto, fabrícale altar y le gasta
cirios. Su bulimia de dinero lo hubiera llevado a empleado
de Banco sólo para propiciarles a los dedos el
goce de contarlos. Por eso alquila la espada y con la
espada la conciencia, del mismo modo que hubiese alquilado
el cuerpo de habérsele presentado locatario.
Según todo alquilón de oficio, es un invertido
latente. Su mariconería está en potencia,
y eso se probará cuando se escriba, si se escribe,
la historia de sus pantalones. Por una mísera
adehala le bailó zarambeques al tirano Leguía;
por reducida sinecura le sirvió de padrillo a
uno de sus ministros; por la posibilidad de entrar a
saco en las arcas del estado, trató comercialmente
con los civiles de Arequipa su ingreso en la conspiración
de agosto, y luego les arrebató el triunfo de
una revolución que él no hizo, de la misma
manera que el experto lleva a las afueras a los bisoños
para asaltarlos en el nocturno de una emboscada.
En punto a ideas representa el lado de la ausencia.
Allá en sus mocedades, huido de su tierra por
el rubor ofensivo de su nacimiento que todos le memoriaban
llamándole con malicioso equívoco “el
hijo de la chancha”, arribó a Lima. Las
veredas de la patria del civilismo, de esa ciudad que
no es capital del Perú sino de las familias que
adulteró el ardor cabrío de Bolívar,
libertador de América y macho de sus hembras,
recogieron piadosas el sonambulismo de sus pasos y de
su extravío. Habitante de zahúrda y comensal
de fonda con guisos de zulla, estuvo un tiempo fluctuando
entre abrazar el anarquismo o enrolarse en el ejército.
Tomó el camino de lo más lucrativo. Pero
como era un mequetrefe, un blanducho, un lampiño,
con formas de doncella y andar de chulo, seguramente
su ano pagó el tributo de la conscripción.
Ahora es el verdugo de los anarquistas, el fusilero
de los revolucionarios, el asesino de los rebeldes.
Es la personificación de la inmundicia. Por él
gloglotean las cloacas con más deleite y le exhiben
los excretos que arrastran, como si le presentasen armas
militarmente. Es el abanderado de los barriles de la
basura, el presidente de los desperdicios. Su nombre
no se graba con tinta sino con repugnancia, y es lo
que resta sobre el papel higiénico en la reserva
de las letrinas, pues no hay trasero que no sepa escribirlo.
Sánchez-Cerro, o el excremento. Se lo lleva siempre
la bondadosa cadena de los W.C.
Antes del robo de las elecciones, antes del fraude pagado
por las familias que recibieron el semen, pero no la
grandeza, de Bolívar, Sánchez-Cerro parecía
solamente un enfermo cuyos ataques de epilepsia frustrada
lo hacían soñar con el asalto del poder.
Después de haber hundido a centenares de peruanos
en el pavor siniestro de la selva, de haber mandado
bacterizar los alimentos de los presos políticos,
de haber fusilado a los marineros y haber ordenado a
sus forajidos el llano asesinato de los opositores en
las calles de tantas ciudades peruanas, ya no se le
puede juzgar sino como a un criminal. Es el hombre que
de veras ha polarizado la ignominia. Como una antena,
recoge la abyección de quienes lo rodean y la
centraliza en su ser. Hasta la infamia siente náuseas
cuando se le entrega.
Por los siglos de los siglos, su recuerdo será
llevado y traído como un trapo, como un trapo
sucio, como el hediondo paño que habrá
contenido las menstruaciones de su madre. No en vano
lleva vividos ya tantos años de impudicia. Su
lardácea cabeza de palaciego crónico conoció
desde temprano la costumbre del agachamiento ante el
patrón que todavía lo ultrajaba con la
propina. A su amo, a Leguía, con la mano derecha
le hacía un telegrama de albricias, y con la
izquierda –la suya no es izquierda sino siniestra–
se tapaba la mueca del complot. Un brazo del zámbigo
no es exacto que esté más corto por haber
despertado el afecto de una bala; eso es mentira: se
le pudrió una tarde que en la inconciencia de
una borrachera lo fue a meter por yerro en la gangrenada
vulva de la mujer del cerdo y de su padre.
Esto es mucho. Basta ya de él. Hay que darle
de una vez, como a los toros, el golpe de puntilla.
En cuanto lo nombro, siento bajarme hasta la pluma,
desde todos los extremos del alma, un tropel de adjetivos
para calificarlo mental, física y moralmente.
Recitador de los discursos que otros escriben, Sánchez-Cerro
es el esfínter por donde se evacua la estupidez
de los secretarios. Por eso es chato, anodino, difuso,
cursi, adocenado, digresivo, soporífero, ecoico,
diluente, huero, ripioso, enriscado, banal, estólido,
estulto, filatero, gárrulo, fruselero, gedeónico,
blando, ezquerdeado, gelatinoso, vacío, hilarante,
burdo, bellaco, ignorante, charlatán, majadero,
chirle, dengoso, zafio, diárrico, inane, cándido,
latero, inconcino, minúsculo, nulo, insípido,
farragoso, nesciente, orillero, remedón, trefe,
volatero, insignificante y ramplón. Es roñoso,
pestilente, grosero, pusilánime, cochino, adefésico,
eclámptico, fétido, escolimoso, hirsuto,
fotófobo, zullón, lechuguino, currutaco,
sotreta y huevón. Es arribista, pícaro,
rapaz, trepador, venal, avieso, pillo, tunante, gregario,
fanfarrón, embustero, tenebroso, hipócrita,
taimado, escatológico, marrajo, cenagoso, mendaz,
cínico, cocador, nocivo, atrabiliario, coccígeo,
estúpido, zorronglón, intruso, inmoral,
deyectado, nepótico, zolocho, ambidextro, equívoco,
zopenco, dingolondangoso, ruin, falaz, trapacero, fraudulento,
lacroso, lúteo, intérlope, pravo, fecal,
mazorral, lordósico, infando, impúdico,
histrión, siniestro, simulador, rastrero, pérfido,
vitando, esquizofrénico, perillán, abyecto,
mezquino, torpe, miserable, necio, ridículo,
truhán, bribón, venenoso, turbio, adulón,
artero, apostático, servil, alevoso, epiléptico,
perverso, funesto, protervo, cobarde y canalla. Todavía
le hacen falta unos sustantivos: es un bacín,
un microbio, un rufián, una bazofia, una calamidad,
un cacaseno, un estropajo, un bufón, un cachivache,
un sirle, un turiferario, un camaleón, una úlcera,
una cloaca, un carnaval, un juglar, un Rigoletto, un
insulto, un agravio, un cabrón, un comodín,
un fariseo, una cucaracha, un estantino, un gargajo,
un piojo, un hominicaco, un monigote, un payaso, una
posma, un vituperio, un ultraje, un galafate, un parásito,
un sayón, un esbirro, un sátrapa, un fronterizo,
un retardado, un esquizoide, un traidor, un degenerado,
un baldón, un lacayo, un impostor y un perro.
Se qué lo he muerto. Sé que este artículo
es su tumba. Ahora, encima de esos adjetivos y sustantivos
que lo retratan de cuerpo entero, para que le sirva
de lápida pongo una capa de mierda. Y luego,
a fin de que el pasante advierta su presencia y se descubra,
si quiere, planto una cruz sobre su fosa.
***
Yo he sentido estos días que la patria me encendía
la cara. Luego, cumpliendo el itinerario de extraño
viaje, mi vergüenza bajaba hasta mi brazo y se
comunicaba con mi pluma. Pero mi pluma se resistía
a escribir mi vergüenza. Las palabras salían
ásperas, torvas, quemadas de un fuego corrosivo
que como el aire en los hierros desnudos oxidaba las
puntas del acero. Se rompían las plumas unas
tras otra, mas el honor ofendido del peruano continuaba
sintiéndose en el martillo de los pulsos. Por
eso doblé mi pudor en cuatro pliegues y lo metí
en la faltriquera. Sólo así pude vaciar
sobre las cuartillas todo el estiércol del idioma.
Así entendí que los vocablos gruesos no
están en la lengua para abultar el tomo de diccionario,
sino para que, ante el motivo miserable, el escritor
pueda alzarlos hasta la altura del arte.
Yo vindico al Perú. Podrá mañana
la bala simbólica de otro Melgar ir a dormirse
un sueño en el corazón de Sánchez
Cerro; podrá una revolución terminar con
su régimen de crimen; podrán las madres,
y las mujeres, y los hijos, tostarle las carnes en el
infierno de su maldición; pero los derechos del
pensamiento no estarían incólumes si yo
no hubiese escrito este libro, si no lo hubiese escrito
en este lenguaje y esta tensión. Este es el holocausto
de la inteligencia. Desde tan alto como ella mora, había
que lanzarla hasta tan bajo como es él. La expresión
tenía que encanallarse para estar a tono con
el asunto. Sólo cubriéndose de lodo, la
palabra usada por Sánchez Cerro podía
dejar a salvo su dignidad de estrella. Este panfleto
es un sacrificio, el sacrificio del pensamiento, que
es el más alto de los sacrificios. Yo así
lo hago, así lo doy para que lo declame ante
los peruanos el eco de los cielos. Ahora soy fecundo
como un milagro y me siento feliz como al día
siguiente de la muerte. 
Alberto
Hidalgo. Versión recogida de Diario de mi
sentimiento. Buenos Aires, edición privada,
1937, pp. 149-156.
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2
/ Hace un año y ahora
Quiero dejar aquí
sentada mi admiración sin par, al más
conspicuo poeta del Perú, el que viviera exactamente
70 años de edad y 50 de poesía ininterrumpida,
o interrumpida sólo para prosar una prosa tan
medular e intensa como difícilmente se le puede
encontrar parangón en nuestro país.
Dicen los que suelen decirlo, que es preciso que uno
muera para que los vivos le encuentren méritos
y se los prodigue. A veces sucede lo contrario, los
vivos esperan que los otros se mueran para endilgarles,
no sus alabanzas, sino la hiel de su miseria. Unos y
otros carecen de la justa medida del que se sitúa
en juez y quiere establecer el premio o el castigo.
Desagradable tarea, cuando se trata de méritos
ajenos, y cuando el comentado es un hombre que durante
50 años no hizo otra cosa que luchar, combatir,
denunciar, atacar como alguna vez González Prada,
allí donde él creyó ver el mal,
la deslealtad, la podredumbre, la antipatria, pues hay
que decirlo y claro, Alberto Hidalgo fue un peruano
por sus cuatro costados, amó al Perú como
muy pocos, y le dolió el Perú, como una
herida abierta, sangrando sin pausa.
Entonces,
¿creéis que fue más un político
que un poeta? ¿I Martí? ¿No murió
Martí por la libertad de su Cuba y era además
un grande poeta y un genial prosista? El poeta por su
índole misma posee una sensibilidad más
fina, más alerta que cualquier otro artista para
captar el pulso de su época. Hidalgo vivió
identificado con el devenir histórico del Perú,
adentrado en su médula, no importa que viviera
a la distancia, nunca tan grande como para no respirar
la misma atmósfera del país que le naciera,
de su natal Arequipa, de su cielo y de su suelo.
Sólo que la forma de luchar de Hidalgo era escribiendo.
Su destino fue ese: escribir, como quien esgrime una
espada flamígera, con misión de ángel
o demonio, para destruir todo lo monstruoso que aún
sobrellevamos, desde los distintos ángulos de
estos pueblos aherrojados, oprimidos, débiles
y mendicantes.
Quizá si en el reparto de los dones de la naturaleza
a él le tocó la parte más ingrata.
Es posible que después de cada batalla, en prosa
o verso, se resarciera escribiendo poesía. Pero
es incuestionable que Hidalgo había nacido para
pelear, para combatir. Es el destino de algunos. Quizá
muy pocos.
Quizá muchos quisieran hablar como Hidalgo. Pero,
o no tienen dónde, o no son capaces, o se les
corta el habla por el miedo.
Porque
no es que Hidalgo lanzara sus destructores ataques porque
sí, sin base ni fundamento alguno: no. Si él
escogía sus víctimas para destruirlas,
incinerarlas, hacerlas trizas, era porque éstas
se habían puesto en el camino del Perú,
de su grandeza, de su destino manifiesto de ser un pueblo
rector, no sólo por su historia, sino por el
derecho de su genuina nobleza como raza y conducta.
La inconducta era, es, de los presumidos por su poder,
por su fuerza o por los ya caducos sistemas que convertidos
en leyes estrangulan el desarrollo social, de las grandes
mayorías de América y del mundo, manteniendo
el colonialismo o la feudalidad en servicio de unas
pocas minorías que caminan de espaldas a la historia.
I el Perú, el territorio que le cupo el honor
de nacerlo, al que Hidalgo amaba por encima de todos
sus amores, es uno de los más clamorosos ejemplos
de esa desventaja. Es el país que detiene el
tiempo para que sigan lucrando sus barones, hoy más
que nunca respaldados por sayones, sicarios y vende
patrias.
Por eso desde su atalaya argentina unas veces, y otras
desde el mismo Perú, lanzaba sus ataques. No
por supuesto sólo contra lo malo del Perú,
sino de toda América y del mundo. Él se
preciaba de que con sus Odas en contra habían
derribado al tiranuelo de Nicaragua, al bestial Batista,
a tantos más sobre los que escribió sus
odas nauseabundas, plagadas de estupendas metáforas
que eran más que disparos de ametralladora.
Conocedor como el que más del idioma, lo usaba
sin reparos. Para eso están las palabras en el
diccionario, decía, para usarlas. No era, no,
un coprolálico. Pero si era necesario usar un
grueso adjetivo para tundir a un adversario, lo hacía
sin asco. Aunque luego tuviera que enjuagarse la boca,
más que por la palabra, por el nombre del atacado.
Durante sus 50 años de producir publicó
más de 40 libros. Desde su inicial Panoplia
lírica, publicada en 1917, hasta su último
libro de poemas Persona adentro, casi un testimonio
poético, porque Hidalgo veía aproximarse
la muerte y se iba acostumbrando a su presencia. Deja
varios libros inéditos, el II y III tomos de
su Diario de mi sentimiento, vigoroso alegato
de cuanto amó o despreció en la vida.
Estaba terminando Campana al viento, su homenaje
crucial a los que luchan con la acción por el
triunfo de la libertad y la justicia.
Hidalgo escribió poesía, prosa y novela.
Al final de su tiempo hizo también teatro. Teatro
intencionado, combativo, con mensaje. Llegó a
decir que era el mejor instrumento para sembrar ideas,
para esparcirlas en el viento y que las recogiera el
pueblo. Como el gran teatro de Shakespeare, de Ibsen,
de Calderón, de Lope. El mismo de Bernard Shaw.
¿I qué gran literatura, qué grande
arte no es mensaje, no es agitación, no es forma
de decir lo que debe decirse para que el pueblo lo escuche
y lo realice? Hidalgo sentía su misión
mesiánica para el Perú, para América
y el mundo. Así sus tremendas Odas en contra,
catilinarias espantosas contra los tiranos que asolan
la tierra, que le quitan su dignidad a la vida, su razón
de ser. Cáustico, cuando escribía desgarraba
las carnes del que atacaba. Irónico, mordaz a
veces, su ácido podía corroer la piel
más impermeable. Por eso despertaba odios y enconos.
Por eso no le perdonan sus gratuitos enemigos. Por eso
se le intenta castigar con el silencio.
Hidalgo no podía desentenderse del drama del
Perú. Desde su juventud comenzó a esgrimir
el libelo como arma eficaz contra los políticos
y los personajes que acaparan la conducción de
los destinos del pueblo, sólo con exhibir sus
sonoros apellidos o sus desgastados galones. Por eso
Hombres y bestias, Jardín zoológico,
Muertos, heridos y contusos, Los sapos y otras personas,
etc. Su intención era clara: combatir la inmoralidad,
atacar el mal como a un cáncer para salvar lo
sano del cuerpo social. Quien vea otra cosa se equivoca.
Pero al mismo tiempo como reactivo de belleza lanzaba
“Las voces de colores”, “Joyería”,
“Tu libro” y despertaba a grupos inteligentes
para crear modos nuevos de expresión, un poco
más acá del Modernismo, del Dadaísmo
y de las grandes escuelas surgidas en la Europa de post-guerra,
la del 14-18. Hidalgo enunció el Simplismo, inaugurando
una nueva época para la poesía. Ni consonancia
ni asonancia, las camisas de fuerza del poema. El verso
libre, casi la prosa poética, simplemente enjoyada
de metáforas, donde en realidad reside la poesía.
Sin embargo no desechó ni la asonancia ni la
consonancia. Sus libros la contienen cada vez que le
urgía cambiar de tono o edulcorar la idea.
Por espacio de casi 40 años moró en Argentina.
De Argentina fueron sus dos esposas, Elvira y Elisa.
Huérfano de la primera vivió en soledad
más de 16 años, hasta llegar el regazo
amoroso de Elisa “pega estrellas cuando quiere
pegar un botón en la camisa”.
Amaba a la Argentina como a su segunda patria y sus
contingencias le afectaban igual que si hubiera sido
un hijo de su tierra. Así mismo sintiéndose
tan argentino, lanzaba sus dardos a los que él
creía que lo merecían. Pero estaba siempre
rodeado de lo más notable, de lo más digno
de ese gran pueblo americano.
Sus
mejores poetas, sus artistas más destacados le
tenían en un sitio de honor. Así, al acercarse
el jubileo de sus 50 años de poeta y de escritor,
la Fundación Argentina para las Artes le rindió
el primer homenaje jamás dado a poeta alguno,
y le premió con una importante suma de dinero.
Ningún intelectual se sintió disminuido
por eso, ni reclamó del premio a un peruano.
Al contrario, le expresaron su congratulación,
le aplaudieron, en un acto de justicia y reconocimiento.
I en la Argentina se murió. Él quiso regresar
al Perú, cumplir en el Perú sus últimos
años, ver de nuevo el limpio cielo de Arequipa.
No fue posible. Argentina recogió su último
aliento. Como a uno de sus hijos, le dio sepultura rindiéndole
un póstumo homenaje. Los grandes diarios de la
nación del Plata reseñaron el deceso del
Poeta. A toda plana, sin mezquinos regateos. Había
muerto un grande de la poesía, un hombre que
hacía honor no sólo al Perú, sino
a las letras de habla hispánica. La Sociedad
Argentina de Escritores le veló en sus salones.
Los poetas y los escritores argentinos le dieron el
adiós de despedida. Tierra argentina lo guarda
hasta que el Perú haga retornar sus huesos para
sembrarlos en tierra peruana, dándole las gracias
al pueblo argentino por el hospedaje que dio a Hidalgo,
y en él a todo lo que vale en el Perú.
Magda
Portal. “Hace un año y ahora”. En
Taller 2: Homenaje a Alberto Hidalgo, publicación
bimensual del taller literario Haravicus, Lima-1968,
Año I, N° 2, pp. 15-17.
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3 / Notas de artes y letras
Hay
en Arequipa, como en Lima, un grupo de escritores jóvenes
que han resuelto abrirse camino, cortándole el
rabo á su perro, como Alcibiades, esto es epatando
á sus conciudadanos á fuerza de extravagancias
y desplantes. Lo malo es que, como todos los que escribimos
desde hace veinte años, también le hemos
cortado en su oportunidad el rabo á nuestro perro,
y que pasada la etapa desmochadora, nos hemos convencido
de que lo principal en el arte literario es tener talento
y no perro rabón, de que estas artificiosidades
rimbombantes de liberación de cánones,
de que estos ahogos espasmódicos que creíamos
—y que hoy creen los que nos han sucedido—
sentir con la estrechez del ambiente y la expansión
de nuestras almas libérrimas, estranguladas en
el reducido circuito de la estética que llamábamos
antigua, nos hemos convencido, repito, de que todos
estos visajes y aspavientos líricos de los modernistas
de hoy, que ya no se llaman modernistas, como decíamos
nosotros, sino futuristas, son mentirijillas sinceras,
son cachiporrazos de gong escandalosos,
histerismos de arte juvenil desaforado, alaridos de
la inofensiva infatuación de quienes tienen un
caudal de años que derrochar en prodigalidades
de lirismo ruidoso, búsquedas afanosas de la
senda en la natural desorientación de los pocos
años. Es, se puede decir, el ritual obligado
de la sangre joven, impaciente y pletórica que
trata de visitar la Originalidad. Pero, en el fondo,
todo eso es mentira, mentira, sincera, es cierto, y,
por tanto, simpática y apreciable; y los que
tales cosas sabemos, porque por tales convulsiones y
espasmos espirituales hemos pasado, nos sonreímos
al escuchar las petulancias innovadoras, las audacias
bizarras, las clarinadas extravagantes y los alocados
reclamos de estupor y admiración públicos,
perseguidos por estos buenos muchachos, sin nuevo lastre,
herederos de Icaro el de las ansias estupendas y las
alas fusibles. Y pienso de ellos lo que sin duda se
pensó alguna vez de mí: —¡Bah!
Otro que le corta el rabo á su perro! Y á
éstos pertenece un joven de Arequipa de bastante
talento y positiva madera de poeta que me ha remitido
un folletito de poesías titulado Arenga
lírica al Emperador de Alemania y otros poemas.
Acompaña al librito una tarjeta del autor en
la que, entre otras cosas, me dice que "á
pesar de que es bien conocida la indiferencia con que
mira todas las cosas de las provincias, espera que el
señor Palma, que ha llegado á la cumbre,
dé la mano á los que van subiendo."
Podrá el joven poeta arequipeño ser todo
lo futurista que quiera, pero esa sobada mañosa
en mi pantorrilla, afirmando que yo he llegado á
la cumbre, y ese pellizco sobre mi indiferencia por
la producción nacional que no es de la capital,
son —si la cosa es escrita con malicia—
dos recursos empleados desde los tiempos de Homero hasta
nuestros días, para congraciarse la crítica
y que no sientan bien ni con la verdad ni con la huraña
fiereza alardeada por quien “orgulloso”
hace suya la frase de un héroe de Esquilo: “El
tiempo y yo contra todos". Bueno, dejemos eso y
prosigamos, previos la protesta de mi modestia ruborizada
y el repudio del cargo de indiferencia con los escritores
provincianos: casi todos los que algún nombre
se han conquistado, casi todos los que han tenido algo
en el piso superior, han pasado por las publicaciones
que he dirigido y por las que dirijo; desconozco, á
mi pesar, á los que se han aislado y no han querido
que les conociera, y no deseo conocer, aunque muy á
mi pesar estoy en contacto frecuente con ellos, á
los grafómanos por ociosidad ó sport que
tanto de provincias como de Lima, se empecinan en ser
escritores desviando aptitudes que serían de
utilidad en la industria agrícola, en el comercio
de pasamanería y en las múltiples pequeñas
artes vinculadas á la construcción de
edificios (fabricación de adobes y ladrillos,
enyesamiento, carpintería gruesa, etc.).
Consta el libro de poesías de cerca de ochenta
paginitas con el siguiente contenido: una portada en
papel rosa ocupada casi totalmente por un fotograbado
de la testa del autor; una repetición en blanco
del retrato, por si se estropea la portada; un viejo
escudo peruano con orla azul, de un gusto abominable;
una nota en la que el autor declara al mundo, por lo
que pudiera al mundo interesar, que no se sigue la ortografía
de la Academia Española; la lista de lo que el
autor proyecta publicar; dedicatoria del libro á
la memoria de un hermano “á quien por la
injusticia de Dios, de este Dios impotente, estúpido,
fanfarrón y cretino la Muerte le truncó
la Vida”; añadiéndose como sujetos
entre otros para la dedicatoria “los perros que
me han ladrado y me siguen ladrando... Y para los cuales
guardo siempre un Colt en el bolsillo de la cartera”
(Diablo! Este señor mata los perros ladradores
á tiros. Buena laya de mataperros!); unas palabras
liminares del señor Miguel Urquieta
que, como nada, consagra treinta páginas á
presentarnos al poeta; un soneto de un señor
César Rodríguez, titulado: Presente,
en el que aconseja al autor, no sé si con pizca
de malicia y sorna que
..... deje versos y prosas
que yo por hacer estas cosas
estoy enfermo de la sien.
Sigue
un Auto retrato, que debe estar parecido
al original, á juzgar por lo que nos refiere
el prologuista, y que como factura poética es
bastante bueno; entramos en la Arenga que consta alrededor
de cien versos; pasamos á un soneto Alemania
mediocre, y á un Canto á
la guerra pirotécnico, escandaloso y
escrito más que en loor de la guerra bajo la
influencia de las mentecatadas de Marinetti, quien quiere
suprimir el Arte, el Amor y la Fe, es decir los tres
grandes dinamismos de la vida de ayer, de hoy y de mañana.
Y finiquitamos con un soneto Reino interior,
de buena arquitectura, y en el que el autor termina
con este interesante rasgo de orgullo artificial para
que abran los bobos un palmo de boca:
Me siento inmensamente superior á los hombres
y pongo de los genios junto á sus grandes nombres
mi nombre que resuena como un rudo temblor.
Este
nombre que resuena como un rudo temblor se va á
imaginar el lector que es algo así como León
Patapón ó cosa por el estilo. No, señores,
es Alberto Hidalgo para servir al Kaiser, á Von
Bernhardi, al obús 42, á Marinetti, á
la Electricidad y al automóvil. Por lo demás,
repito lo que dije al principio, este joven Hidalgo
con todos sus desplantes y extravagancias, con todas
las ingenuas insolencias y las cándidas audacias
de forma y de versificación que prodiga en su
sonoro ditirambo al Kaiser, con todos sus alardes de
superhombría, con todos sus afanes de tumbar
de espaldas al lector timorato, á fuerza de restallantes
blasfemias y de latigazos a la moral, al arte eterno,
a la piedad humana y á todo lo que se respeta,
es un mozalbete de positivo talento. Hoy no es prudente
darle consejos: hoy se cree el centro del mundo, y no
hay más recurso que sonreírse con benevolencia.
No hay que contrarias a este niño, que está
en pleno acceso de tos convulsiva. Dejadle patalear,
ponerse rojo e hipar todas las cosas líricas
que se le atragantan y pugnan por salir. Puede que cuando
se tranquilice, encuentre realmente la forma y la idea
original que hoy quiere arrancar en manotones alocados
en los campos de la epatante exageración
y de la póse. Para entonces le volverá
á crecer el rabo á su perro. 
Clemente
Palma. “Notas de artes y letras”. En Variedades:
Revista Semanal Ilustrada, Lima, noviembre de 1916,
año XII, N° 454, Casa Editorial M. Moral,
pp. 1499-1500.
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La Sagrada Cripta de Pombo
(extracto)
Alberto
Hidalgo me envió hace años desde el Perú
un libro titulado Jardín zoológico.
Aquel libro era un libro valiente, impulsivo, terrible,
en que insultaba a todos los escritores, menos a mí.
A veces iba demasiado lejos, y yo me eché a temblar,
porque pensé que algún día, aunque
yo pienso seguir invariable en mis trece, el
joven iconoclasta se cansaría de mí, y
yo conozco lo terrible que es la venganza de los que
han creído en nosotros, el día que dejan
de creer.
Él iba metiendo en jaulas cerradas y de castigo
a gentes que andan por ahí sueltas, triunfantes
y con una seriedad de canguros, de osos o de rebecos,
que nadie sabe ver en su verdadero aspecto zoológico.
Hasta a algún león le reducía Hidalgo
y le lograba meter en su jaula.
La jaula de los monos y de los chimpancés era
la que más concurrida estaba en el Parque
Zoológico de Hidalgo, y hasta había
el ferrado y tremebundo redil para el elefante.
Yo escribí una carta agradecida a mi desconocido
amigo, dirigida a Arequipa (Perú), y pasó
tiempo, y sólo alguna vez pensaba con satisfacción,
al ver los constantes viajes a América de los
farsantes, que allí hay quien ve lo que está
al otro lado del mar y es lejanísimo de la América
alabada y vilipendiada.
A veces también leía uno de esos pensamientos
triviales, que Hidalgo titula Átomos
en su libro, verbi gracia: “49. La m debería
tener cuatro palotes, puesto que la n sólo tiene
dos”.
O bien leía alguna de sus biografías de
esos cucos españoles que van allá y oirá
las conversaciones indiscretas que allí sostienen,
creyendo que nadie lo va a saber en España jamás.
El capítulo a Marquina tiene un final curioso:
“Imaginaba yo que Marquina vendría con
gran melena, capa española, zapatos de torero
y noble espíritu bohemio. Recuerdo haber visto
un retrato suyo con tal indumentaria. Pero parece que
él quiso hacernos a los americanos teatro de
modestia y de burguesía. Y nos lo hizo, que conste;
pero nosotros le tomamos el pelo. Un día le dije
yo, en un almuerzo a la criolla, que le ofrecí:
Marquina, ¿por qué usa usted medias de
algodón? Es de mal gusto…”
Alberto Hidalgo me seguía pareciendo un ser avispado,
sincero hasta la grosería, penetrante hasta la
invención, juvenil hasta el arrebato, y, sobre
todo, bien orientado, que es lo más difícil
de conseguir.
Así, hasta que un día apareció
en mi despacho un señor desconocido, de mirada
de clavo, con manos nerviosas de estrangulador, cetrino
como el diablo.
—Soy Hidalgo, el autor de Jardín zoológico,
me dijo, y yo entonces dejé la browning sobre
la mesa y me dediqué a saber qué venía
a hacer aquí.
Le vi entusiasta, me enteré de qué consistía
su dureza en amarlo todo demasiado y en pedir a todo
demasiada perfección, y encontré que era
un español nervioso, ágil, ansioso de
pugilato, impaciente con esa desesperada impaciencia
que corroe a todos los jóvenes del mundo en este
momento.
Durante unos días ha convivido conmigo y con
mis amigos, viendo todos en él un avanzado, uno
de esos hombres a los que hay que mirar al lanzar una
idea, porque son como la piedra de toque de las ideas,
huraños, silenciosos; pero arrebatados a veces,
muchas veces, como le sucede a Hidalgo, que se dispara
y mueve en el aire sus manos de murciélago, secas,
enjutas, de dedos largos, afilados y curvos hacia adentro,
unos dedos que son en sus intersticios entre dedo y
dedo membranosos como los del murciélago.
En su despedida —porque se va hoy precipitadamente—
nos ha dejado para llenar la ausencia un precioso libro
de versos, Joyería, del que es este
poema:
ALBA
En
la humedad de la mañana, bajo
un cielo de esos de fotografía,
la ciudad, a lo lejos, parecía
una ilusión envuelta en un andrajo.
Arriba,
lentamente, con trabajo,
un rayo envuelto en timidez subía,
y un cerro congeló su hipocondría
mientras el río maldecía abajo.
El
viento se llenó de una fragancia
de establo humedecido. A la distancia
vibró el grito procaz de una vaquera.
Y
para comenzar su drama iluso,
severo como un lord, el sol traspuso
el lomo de la andina cordillera.
Hidalgo en Pombo miraba con miradas acerbas
a todos y sólo de vez en cuando entraba a saco
en la conversación.
Yo me sentía satisfecho de estar junto a un americano
rebelde, cierto de tantas cosas como nosotros, de mano
elocuente como una llamarada que atajaba las opiniones
tontas y las prendía fuego.
En la redacción ideal de un periódico
que no existe nos encontramos reunidos siempre Hidalgo
y yo. 
Ramón
Gómez de la Serna. “La Sagrada Cripta de
Pombo”. Imp. G. Hernández y Galo Sáez,
Madrid, 1922 (¿?). Tomo II, páginas 238,
239 y 240. En: Ernesto Daniel Andía. Diagnosis
de la poesía y su arquetipo. Buenos Aires,
Editorial El Ateneo, 1951, pp. 295-297.
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