[ Recomendamos leer ]
  En torno a una Teoría Literaria Latinoamericana (por Álvaro Sarco. El Hablador Nº3. Marzo 2004)

 

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Alberto Hidalgo como libelista

por Álvaro Sarco

 

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ANEXOS

1 / Sánchez Cerro o el excremento

Piura amanece todos los días en el norte peruano. Por entre el abra de unos montes aparece el sol y viola la estrechez ingenua de las calles. Unas calles tendidas de largo a largo con ocio provinciano. Calles sencillas en que el pasto es una costumbre de la humildad y en que las acequias son hábito de agua. Calles cardíacas donde las mujeres, unas morenas con ojos de encrucijada, pacen el rebaño de sus miradas ante la timidez de los muchachos o la insolencia de los abogadines. En Piura comienza el cielo y crece el día. La luz es suave como las curvas. Y el viento blando y tornadizo como las banderas. Piura entero, desde cuando le muestra sus montañas de músculos al Ecuador hasta cuando le pone el pecho al mar para que se estrelle y regrese, todo el Departamento es una bandera. Es la bandera peruana que le grita al mundo, en el amanecer del norte: ¡Viva el Perú!

En ese ambiente beato de los días piuranos y en una de esas casas anchas de paz y de concordia hogareña, con ventanas para que se meta el cielo y patios donde retozan las horas, vivía la familia Sánchez-Cerro. Una familia ni oscura ni ilustre, pero a la que el conocimiento vestía con prendas de honradez. Cuando el señor y la señora salían de paseo, los saludos del pueblo sesgaban las veredas para ellos. Las damas se inauguraban de sonrisas, y los sombreros de los señores caían de las cabezas hasta el recogimiento de las manos. Aun los mozos menos educados se urbanizaban a su paso. Porque de los Sánchez-Cerro emergía el respeto, como las aves salen del crepúsculo.

Eran jóvenes y para los días de este relato, aún no habían enterado tres años de su matrimonio. Todavía el amor lo encendían a las noches, por las mañanas y en los rincones. Él era un cholo fuerte, musculoso y gallardo. No se sabía de dónde le venía la altivez, mas las veredas resistían apenas la contundencia de su marcha. Ella era una zamba magnífica, de caderas redondas y movedizas como un oleaje, de senos duros y erectos que disparaban deseos a las personas como dos armas. En sus cabellos, por lo negros, cabía toda la noche, y sus labios carnosos, dibujados en rojo de tentación, eran una apariencia de promesa, una iniciativa de pacto.

El matrimonio poseía una criada y la casa tenía una huerta. En la huerta, grande con solvencia de chacra, había unas gallinas, unos conejos y un cerdo. La sirvienta corría con las labores de la cocina y el aseo general; la señora cuidaba de las plantas y los animales. Cuando Sánchez se iba a su trabajo, su mujer mermaba el tiempo de la espera en la atención de sus pupilos. Para las aves era el maíz, el choclo que sus dedos desgranaban cándidamente uno a uno; para los roedores, el haz de alfalfa que llevaba bajo el brazo; para el paquidermo, la suculenta mezcla de frutas, papas, cáscaras y residuos familiares que allí mismo juntaba su solicitud. Mientras la señora efectuaba su trabajo, el puerco la miraba de reojo, veía el cielo a su alcance y gruñía de gozo. Después hundía el hocico en su manjar hasta el fin, y su postura de panza arriba constituía la expresión de su agradecimiento. La señora, para cerciorarse de su hartazgo, le palpaba la panza, se la acariciaba un momento.

Todo fue así hasta que otro día sucedió de otro modo. La respetable dama, inclinada sobre el balde, preparaba pacientemente aquel revuelto nutricio, cuando de pronto el chancho se arrojó sobre ella, presa de extraña furia. Quiso, acaso, gritar, pero el susto le apagó la garganta como una luz. El animal con sus cuatro patas y el enorme peso de su cuerpo, bien tenido de frutas, papas, cáscaras y residuos familiares, había neutralizado todos sus movimientos. La trompa hurgaba entre los senos túrgidos, duros y amenazantes como dos armas. Luego, cuando la mujer quedó desvanecida, exánime no se sabe si de asco o de vergüenza, el cerdo, con mañas insospechadas le alzó las piernas, los redondos y gloriosos muslos, y la poseyó con una voluptuosidad indescriptible y única.

El sexo atirabuzonado del marrano penetró en la resignación de aquellas carnes como si perforase una montaña. Eyaculó. Sus espermatozoides atravesaron la vagina con una velocidad de cien caballos; anduvieron perdidos en aquel recinto nuevo para sus ansias, y uno por fin, con perspicacias de felino y acometido de genial intuición, se lanzó a galope contra el cuello del útero y empezó a golpearlo para que cediese. Cedió, y entonces de un salto sólo ganó las profundidades de la matriz, el lugar más cálido y recóndito. Nueve meses después nació Luis María Sánchez-Cerro.

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Tal tenía que ser su origen. Engendro de la naturaleza; aborto de la pasión; fruto del espasmo robado y no advertido; producto de aberración sexual; injerto de lo irracional y de lo humano; hijo híbrido como la flor, y también como el mulo, resultancia de dos especies distintas, entroncadas, para sarcasmo de la biología, a base de violación y de horror, la vida de Sánchez-Cerro tenía que ser la justificación de su origen. Una vida de monstruo, teratológica y tremenda.

La más cara perspectiva de su latría fue siempre un sueldo reemplazando la testa de Cristo. Al soborno le pone culto, fabrícale altar y le gasta cirios. Su bulimia de dinero lo hubiera llevado a empleado de Banco sólo para propiciarles a los dedos el goce de contarlos. Por eso alquila la espada y con la espada la conciencia, del mismo modo que hubiese alquilado el cuerpo de habérsele presentado locatario. Según todo alquilón de oficio, es un invertido latente. Su mariconería está en potencia, y eso se probará cuando se escriba, si se escribe, la historia de sus pantalones. Por una mísera adehala le bailó zarambeques al tirano Leguía; por reducida sinecura le sirvió de padrillo a uno de sus ministros; por la posibilidad de entrar a saco en las arcas del estado, trató comercialmente con los civiles de Arequipa su ingreso en la conspiración de agosto, y luego les arrebató el triunfo de una revolución que él no hizo, de la misma manera que el experto lleva a las afueras a los bisoños para asaltarlos en el nocturno de una emboscada.

En punto a ideas representa el lado de la ausencia. Allá en sus mocedades, huido de su tierra por el rubor ofensivo de su nacimiento que todos le memoriaban llamándole con malicioso equívoco “el hijo de la chancha”, arribó a Lima. Las veredas de la patria del civilismo, de esa ciudad que no es capital del Perú sino de las familias que adulteró el ardor cabrío de Bolívar, libertador de América y macho de sus hembras, recogieron piadosas el sonambulismo de sus pasos y de su extravío. Habitante de zahúrda y comensal de fonda con guisos de zulla, estuvo un tiempo fluctuando entre abrazar el anarquismo o enrolarse en el ejército. Tomó el camino de lo más lucrativo. Pero como era un mequetrefe, un blanducho, un lampiño, con formas de doncella y andar de chulo, seguramente su ano pagó el tributo de la conscripción. Ahora es el verdugo de los anarquistas, el fusilero de los revolucionarios, el asesino de los rebeldes.

Es la personificación de la inmundicia. Por él gloglotean las cloacas con más deleite y le exhiben los excretos que arrastran, como si le presentasen armas militarmente. Es el abanderado de los barriles de la basura, el presidente de los desperdicios. Su nombre no se graba con tinta sino con repugnancia, y es lo que resta sobre el papel higiénico en la reserva de las letrinas, pues no hay trasero que no sepa escribirlo. Sánchez-Cerro, o el excremento. Se lo lleva siempre la bondadosa cadena de los W.C.

Antes del robo de las elecciones, antes del fraude pagado por las familias que recibieron el semen, pero no la grandeza, de Bolívar, Sánchez-Cerro parecía solamente un enfermo cuyos ataques de epilepsia frustrada lo hacían soñar con el asalto del poder. Después de haber hundido a centenares de peruanos en el pavor siniestro de la selva, de haber mandado bacterizar los alimentos de los presos políticos, de haber fusilado a los marineros y haber ordenado a sus forajidos el llano asesinato de los opositores en las calles de tantas ciudades peruanas, ya no se le puede juzgar sino como a un criminal. Es el hombre que de veras ha polarizado la ignominia. Como una antena, recoge la abyección de quienes lo rodean y la centraliza en su ser. Hasta la infamia siente náuseas cuando se le entrega.

Por los siglos de los siglos, su recuerdo será llevado y traído como un trapo, como un trapo sucio, como el hediondo paño que habrá contenido las menstruaciones de su madre. No en vano lleva vividos ya tantos años de impudicia. Su lardácea cabeza de palaciego crónico conoció desde temprano la costumbre del agachamiento ante el patrón que todavía lo ultrajaba con la propina. A su amo, a Leguía, con la mano derecha le hacía un telegrama de albricias, y con la izquierda –la suya no es izquierda sino siniestra– se tapaba la mueca del complot. Un brazo del zámbigo no es exacto que esté más corto por haber despertado el afecto de una bala; eso es mentira: se le pudrió una tarde que en la inconciencia de una borrachera lo fue a meter por yerro en la gangrenada vulva de la mujer del cerdo y de su padre.

Esto es mucho. Basta ya de él. Hay que darle de una vez, como a los toros, el golpe de puntilla. En cuanto lo nombro, siento bajarme hasta la pluma, desde todos los extremos del alma, un tropel de adjetivos para calificarlo mental, física y moralmente. Recitador de los discursos que otros escriben, Sánchez-Cerro es el esfínter por donde se evacua la estupidez de los secretarios. Por eso es chato, anodino, difuso, cursi, adocenado, digresivo, soporífero, ecoico, diluente, huero, ripioso, enriscado, banal, estólido, estulto, filatero, gárrulo, fruselero, gedeónico, blando, ezquerdeado, gelatinoso, vacío, hilarante, burdo, bellaco, ignorante, charlatán, majadero, chirle, dengoso, zafio, diárrico, inane, cándido, latero, inconcino, minúsculo, nulo, insípido, farragoso, nesciente, orillero, remedón, trefe, volatero, insignificante y ramplón. Es roñoso, pestilente, grosero, pusilánime, cochino, adefésico, eclámptico, fétido, escolimoso, hirsuto, fotófobo, zullón, lechuguino, currutaco, sotreta y huevón. Es arribista, pícaro, rapaz, trepador, venal, avieso, pillo, tunante, gregario, fanfarrón, embustero, tenebroso, hipócrita, taimado, escatológico, marrajo, cenagoso, mendaz, cínico, cocador, nocivo, atrabiliario, coccígeo, estúpido, zorronglón, intruso, inmoral, deyectado, nepótico, zolocho, ambidextro, equívoco, zopenco, dingolondangoso, ruin, falaz, trapacero, fraudulento, lacroso, lúteo, intérlope, pravo, fecal, mazorral, lordósico, infando, impúdico, histrión, siniestro, simulador, rastrero, pérfido, vitando, esquizofrénico, perillán, abyecto, mezquino, torpe, miserable, necio, ridículo, truhán, bribón, venenoso, turbio, adulón, artero, apostático, servil, alevoso, epiléptico, perverso, funesto, protervo, cobarde y canalla. Todavía le hacen falta unos sustantivos: es un bacín, un microbio, un rufián, una bazofia, una calamidad, un cacaseno, un estropajo, un bufón, un cachivache, un sirle, un turiferario, un camaleón, una úlcera, una cloaca, un carnaval, un juglar, un Rigoletto, un insulto, un agravio, un cabrón, un comodín, un fariseo, una cucaracha, un estantino, un gargajo, un piojo, un hominicaco, un monigote, un payaso, una posma, un vituperio, un ultraje, un galafate, un parásito, un sayón, un esbirro, un sátrapa, un fronterizo, un retardado, un esquizoide, un traidor, un degenerado, un baldón, un lacayo, un impostor y un perro.

Se qué lo he muerto. Sé que este artículo es su tumba. Ahora, encima de esos adjetivos y sustantivos que lo retratan de cuerpo entero, para que le sirva de lápida pongo una capa de mierda. Y luego, a fin de que el pasante advierta su presencia y se descubra, si quiere, planto una cruz sobre su fosa.

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Yo he sentido estos días que la patria me encendía la cara. Luego, cumpliendo el itinerario de extraño viaje, mi vergüenza bajaba hasta mi brazo y se comunicaba con mi pluma. Pero mi pluma se resistía a escribir mi vergüenza. Las palabras salían ásperas, torvas, quemadas de un fuego corrosivo que como el aire en los hierros desnudos oxidaba las puntas del acero. Se rompían las plumas unas tras otra, mas el honor ofendido del peruano continuaba sintiéndose en el martillo de los pulsos. Por eso doblé mi pudor en cuatro pliegues y lo metí en la faltriquera. Sólo así pude vaciar sobre las cuartillas todo el estiércol del idioma. Así entendí que los vocablos gruesos no están en la lengua para abultar el tomo de diccionario, sino para que, ante el motivo miserable, el escritor pueda alzarlos hasta la altura del arte.

Yo vindico al Perú. Podrá mañana la bala simbólica de otro Melgar ir a dormirse un sueño en el corazón de Sánchez Cerro; podrá una revolución terminar con su régimen de crimen; podrán las madres, y las mujeres, y los hijos, tostarle las carnes en el infierno de su maldición; pero los derechos del pensamiento no estarían incólumes si yo no hubiese escrito este libro, si no lo hubiese escrito en este lenguaje y esta tensión. Este es el holocausto de la inteligencia. Desde tan alto como ella mora, había que lanzarla hasta tan bajo como es él. La expresión tenía que encanallarse para estar a tono con el asunto. Sólo cubriéndose de lodo, la palabra usada por Sánchez Cerro podía dejar a salvo su dignidad de estrella. Este panfleto es un sacrificio, el sacrificio del pensamiento, que es el más alto de los sacrificios. Yo así lo hago, así lo doy para que lo declame ante los peruanos el eco de los cielos. Ahora soy fecundo como un milagro y me siento feliz como al día siguiente de la muerte.

Alberto Hidalgo. Versión recogida de Diario de mi sentimiento. Buenos Aires, edición privada, 1937, pp. 149-156.

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2 / Hace un año y ahora

Quiero dejar aquí sentada mi admiración sin par, al más conspicuo poeta del Perú, el que viviera exactamente 70 años de edad y 50 de poesía ininterrumpida, o interrumpida sólo para prosar una prosa tan medular e intensa como difícilmente se le puede encontrar parangón en nuestro país.

Dicen los que suelen decirlo, que es preciso que uno muera para que los vivos le encuentren méritos y se los prodigue. A veces sucede lo contrario, los vivos esperan que los otros se mueran para endilgarles, no sus alabanzas, sino la hiel de su miseria. Unos y otros carecen de la justa medida del que se sitúa en juez y quiere establecer el premio o el castigo. Desagradable tarea, cuando se trata de méritos ajenos, y cuando el comentado es un hombre que durante 50 años no hizo otra cosa que luchar, combatir, denunciar, atacar como alguna vez González Prada, allí donde él creyó ver el mal, la deslealtad, la podredumbre, la antipatria, pues hay que decirlo y claro, Alberto Hidalgo fue un peruano por sus cuatro costados, amó al Perú como muy pocos, y le dolió el Perú, como una herida abierta, sangrando sin pausa.

Entonces, ¿creéis que fue más un político que un poeta? ¿I Martí? ¿No murió Martí por la libertad de su Cuba y era además un grande poeta y un genial prosista? El poeta por su índole misma posee una sensibilidad más fina, más alerta que cualquier otro artista para captar el pulso de su época. Hidalgo vivió identificado con el devenir histórico del Perú, adentrado en su médula, no importa que viviera a la distancia, nunca tan grande como para no respirar la misma atmósfera del país que le naciera, de su natal Arequipa, de su cielo y de su suelo.

Sólo que la forma de luchar de Hidalgo era escribiendo. Su destino fue ese: escribir, como quien esgrime una espada flamígera, con misión de ángel o demonio, para destruir todo lo monstruoso que aún sobrellevamos, desde los distintos ángulos de estos pueblos aherrojados, oprimidos, débiles y mendicantes.

Quizá si en el reparto de los dones de la naturaleza a él le tocó la parte más ingrata. Es posible que después de cada batalla, en prosa o verso, se resarciera escribiendo poesía. Pero es incuestionable que Hidalgo había nacido para pelear, para combatir. Es el destino de algunos. Quizá muy pocos.
Quizá muchos quisieran hablar como Hidalgo. Pero, o no tienen dónde, o no son capaces, o se les corta el habla por el miedo.

Porque no es que Hidalgo lanzara sus destructores ataques porque sí, sin base ni fundamento alguno: no. Si él escogía sus víctimas para destruirlas, incinerarlas, hacerlas trizas, era porque éstas se habían puesto en el camino del Perú, de su grandeza, de su destino manifiesto de ser un pueblo rector, no sólo por su historia, sino por el derecho de su genuina nobleza como raza y conducta.

La inconducta era, es, de los presumidos por su poder, por su fuerza o por los ya caducos sistemas que convertidos en leyes estrangulan el desarrollo social, de las grandes mayorías de América y del mundo, manteniendo el colonialismo o la feudalidad en servicio de unas pocas minorías que caminan de espaldas a la historia.

I el Perú, el territorio que le cupo el honor de nacerlo, al que Hidalgo amaba por encima de todos sus amores, es uno de los más clamorosos ejemplos de esa desventaja. Es el país que detiene el tiempo para que sigan lucrando sus barones, hoy más que nunca respaldados por sayones, sicarios y vende patrias.

Por eso desde su atalaya argentina unas veces, y otras desde el mismo Perú, lanzaba sus ataques. No por supuesto sólo contra lo malo del Perú, sino de toda América y del mundo. Él se preciaba de que con sus Odas en contra habían derribado al tiranuelo de Nicaragua, al bestial Batista, a tantos más sobre los que escribió sus odas nauseabundas, plagadas de estupendas metáforas que eran más que disparos de ametralladora.

Conocedor como el que más del idioma, lo usaba sin reparos. Para eso están las palabras en el diccionario, decía, para usarlas. No era, no, un coprolálico. Pero si era necesario usar un grueso adjetivo para tundir a un adversario, lo hacía sin asco. Aunque luego tuviera que enjuagarse la boca, más que por la palabra, por el nombre del atacado.

Durante sus 50 años de producir publicó más de 40 libros. Desde su inicial Panoplia lírica, publicada en 1917, hasta su último libro de poemas Persona adentro, casi un testimonio poético, porque Hidalgo veía aproximarse la muerte y se iba acostumbrando a su presencia. Deja varios libros inéditos, el II y III tomos de su Diario de mi sentimiento, vigoroso alegato de cuanto amó o despreció en la vida. Estaba terminando Campana al viento, su homenaje crucial a los que luchan con la acción por el triunfo de la libertad y la justicia.

Hidalgo escribió poesía, prosa y novela. Al final de su tiempo hizo también teatro. Teatro intencionado, combativo, con mensaje. Llegó a decir que era el mejor instrumento para sembrar ideas, para esparcirlas en el viento y que las recogiera el pueblo. Como el gran teatro de Shakespeare, de Ibsen, de Calderón, de Lope. El mismo de Bernard Shaw. ¿I qué gran literatura, qué grande arte no es mensaje, no es agitación, no es forma de decir lo que debe decirse para que el pueblo lo escuche y lo realice? Hidalgo sentía su misión mesiánica para el Perú, para América y el mundo. Así sus tremendas Odas en contra, catilinarias espantosas contra los tiranos que asolan la tierra, que le quitan su dignidad a la vida, su razón de ser. Cáustico, cuando escribía desgarraba las carnes del que atacaba. Irónico, mordaz a veces, su ácido podía corroer la piel más impermeable. Por eso despertaba odios y enconos. Por eso no le perdonan sus gratuitos enemigos. Por eso se le intenta castigar con el silencio.

Hidalgo no podía desentenderse del drama del Perú. Desde su juventud comenzó a esgrimir el libelo como arma eficaz contra los políticos y los personajes que acaparan la conducción de los destinos del pueblo, sólo con exhibir sus sonoros apellidos o sus desgastados galones. Por eso Hombres y bestias, Jardín zoológico, Muertos, heridos y contusos, Los sapos y otras personas, etc. Su intención era clara: combatir la inmoralidad, atacar el mal como a un cáncer para salvar lo sano del cuerpo social. Quien vea otra cosa se equivoca. Pero al mismo tiempo como reactivo de belleza lanzaba “Las voces de colores”, “Joyería”, “Tu libro” y despertaba a grupos inteligentes para crear modos nuevos de expresión, un poco más acá del Modernismo, del Dadaísmo y de las grandes escuelas surgidas en la Europa de post-guerra, la del 14-18. Hidalgo enunció el Simplismo, inaugurando una nueva época para la poesía. Ni consonancia ni asonancia, las camisas de fuerza del poema. El verso libre, casi la prosa poética, simplemente enjoyada de metáforas, donde en realidad reside la poesía. Sin embargo no desechó ni la asonancia ni la consonancia. Sus libros la contienen cada vez que le urgía cambiar de tono o edulcorar la idea.

Por espacio de casi 40 años moró en Argentina. De Argentina fueron sus dos esposas, Elvira y Elisa. Huérfano de la primera vivió en soledad más de 16 años, hasta llegar el regazo amoroso de Elisa “pega estrellas cuando quiere pegar un botón en la camisa”.

Amaba a la Argentina como a su segunda patria y sus contingencias le afectaban igual que si hubiera sido un hijo de su tierra. Así mismo sintiéndose tan argentino, lanzaba sus dardos a los que él creía que lo merecían. Pero estaba siempre rodeado de lo más notable, de lo más digno de ese gran pueblo americano.

Sus mejores poetas, sus artistas más destacados le tenían en un sitio de honor. Así, al acercarse el jubileo de sus 50 años de poeta y de escritor, la Fundación Argentina para las Artes le rindió el primer homenaje jamás dado a poeta alguno, y le premió con una importante suma de dinero.

Ningún intelectual se sintió disminuido por eso, ni reclamó del premio a un peruano. Al contrario, le expresaron su congratulación, le aplaudieron, en un acto de justicia y reconocimiento.

I en la Argentina se murió. Él quiso regresar al Perú, cumplir en el Perú sus últimos años, ver de nuevo el limpio cielo de Arequipa. No fue posible. Argentina recogió su último aliento. Como a uno de sus hijos, le dio sepultura rindiéndole un póstumo homenaje. Los grandes diarios de la nación del Plata reseñaron el deceso del Poeta. A toda plana, sin mezquinos regateos. Había muerto un grande de la poesía, un hombre que hacía honor no sólo al Perú, sino a las letras de habla hispánica. La Sociedad Argentina de Escritores le veló en sus salones. Los poetas y los escritores argentinos le dieron el adiós de despedida. Tierra argentina lo guarda hasta que el Perú haga retornar sus huesos para sembrarlos en tierra peruana, dándole las gracias al pueblo argentino por el hospedaje que dio a Hidalgo, y en él a todo lo que vale en el Perú.

Magda Portal. “Hace un año y ahora”. En Taller 2: Homenaje a Alberto Hidalgo, publicación bimensual del taller literario Haravicus, Lima-1968, Año I, N° 2, pp. 15-17.

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3 / Notas de artes y letras

Hay en Arequipa, como en Lima, un grupo de escritores jóvenes que han resuelto abrirse camino, cortándole el rabo á su perro, como Alcibiades, esto es epatando á sus conciudadanos á fuerza de extravagancias y desplantes. Lo malo es que, como todos los que escribimos desde hace veinte años, también le hemos cortado en su oportunidad el rabo á nuestro perro, y que pasada la etapa desmochadora, nos hemos convencido de que lo principal en el arte literario es tener talento y no perro rabón, de que estas artificiosidades rimbombantes de liberación de cánones, de que estos ahogos espasmódicos que creíamos —y que hoy creen los que nos han sucedido— sentir con la estrechez del ambiente y la expansión de nuestras almas libérrimas, estranguladas en el reducido circuito de la estética que llamábamos antigua, nos hemos convencido, repito, de que todos estos visajes y aspavientos líricos de los modernistas de hoy, que ya no se llaman modernistas, como decíamos nosotros, sino futuristas, son mentirijillas sinceras, son cachiporrazos de gong escandalosos, histerismos de arte juvenil desaforado, alaridos de la inofensiva infatuación de quienes tienen un caudal de años que derrochar en prodigalidades de lirismo ruidoso, búsquedas afanosas de la senda en la natural desorientación de los pocos años. Es, se puede decir, el ritual obligado de la sangre joven, impaciente y pletórica que trata de visitar la Originalidad. Pero, en el fondo, todo eso es mentira, mentira, sincera, es cierto, y, por tanto, simpática y apreciable; y los que tales cosas sabemos, porque por tales convulsiones y espasmos espirituales hemos pasado, nos sonreímos al escuchar las petulancias innovadoras, las audacias bizarras, las clarinadas extravagantes y los alocados reclamos de estupor y admiración públicos, perseguidos por estos buenos muchachos, sin nuevo lastre, herederos de Icaro el de las ansias estupendas y las alas fusibles. Y pienso de ellos lo que sin duda se pensó alguna vez de mí: —¡Bah! Otro que le corta el rabo á su perro! Y á éstos pertenece un joven de Arequipa de bastante talento y positiva madera de poeta que me ha remitido un folletito de poesías titulado Arenga lírica al Emperador de Alemania y otros poemas. Acompaña al librito una tarjeta del autor en la que, entre otras cosas, me dice que "á pesar de que es bien conocida la indiferencia con que mira todas las cosas de las provincias, espera que el señor Palma, que ha llegado á la cumbre, dé la mano á los que van subiendo." Podrá el joven poeta arequipeño ser todo lo futurista que quiera, pero esa sobada mañosa en mi pantorrilla, afirmando que yo he llegado á la cumbre, y ese pellizco sobre mi indiferencia por la producción nacional que no es de la capital, son —si la cosa es escrita con malicia— dos recursos empleados desde los tiempos de Homero hasta nuestros días, para congraciarse la crítica y que no sientan bien ni con la verdad ni con la huraña fiereza alardeada por quien “orgulloso” hace suya la frase de un héroe de Esquilo: “El tiempo y yo contra todos". Bueno, dejemos eso y prosigamos, previos la protesta de mi modestia ruborizada y el repudio del cargo de indiferencia con los escritores provincianos: casi todos los que algún nombre se han conquistado, casi todos los que han tenido algo en el piso superior, han pasado por las publicaciones que he dirigido y por las que dirijo; desconozco, á mi pesar, á los que se han aislado y no han querido que les conociera, y no deseo conocer, aunque muy á mi pesar estoy en contacto frecuente con ellos, á los grafómanos por ociosidad ó sport que tanto de provincias como de Lima, se empecinan en ser escritores desviando aptitudes que serían de utilidad en la industria agrícola, en el comercio de pasamanería y en las múltiples pequeñas artes vinculadas á la construcción de edificios (fabricación de adobes y ladrillos, enyesamiento, carpintería gruesa, etc.).

Consta el libro de poesías de cerca de ochenta paginitas con el siguiente contenido: una portada en papel rosa ocupada casi totalmente por un fotograbado de la testa del autor; una repetición en blanco del retrato, por si se estropea la portada; un viejo escudo peruano con orla azul, de un gusto abominable; una nota en la que el autor declara al mundo, por lo que pudiera al mundo interesar, que no se sigue la ortografía de la Academia Española; la lista de lo que el autor proyecta publicar; dedicatoria del libro á la memoria de un hermano “á quien por la injusticia de Dios, de este Dios impotente, estúpido, fanfarrón y cretino la Muerte le truncó la Vida”; añadiéndose como sujetos entre otros para la dedicatoria “los perros que me han ladrado y me siguen ladrando... Y para los cuales guardo siempre un Colt en el bolsillo de la cartera” (Diablo! Este señor mata los perros ladradores á tiros. Buena laya de mataperros!); unas palabras liminares del señor Miguel Urquieta que, como nada, consagra treinta páginas á presentarnos al poeta; un soneto de un señor César Rodríguez, titulado: Presente, en el que aconseja al autor, no sé si con pizca de malicia y sorna que

..... deje versos y prosas
que yo por hacer estas cosas
estoy enfermo de la sien.

Sigue un Auto retrato, que debe estar parecido al original, á juzgar por lo que nos refiere el prologuista, y que como factura poética es bastante bueno; entramos en la Arenga que consta alrededor de cien versos; pasamos á un soneto Alemania mediocre, y á un Canto á la guerra pirotécnico, escandaloso y escrito más que en loor de la guerra bajo la influencia de las mentecatadas de Marinetti, quien quiere suprimir el Arte, el Amor y la Fe, es decir los tres grandes dinamismos de la vida de ayer, de hoy y de mañana. Y finiquitamos con un soneto Reino interior, de buena arquitectura, y en el que el autor termina con este interesante rasgo de orgullo artificial para que abran los bobos un palmo de boca:

Me siento inmensamente superior á los hombres
y pongo de los genios junto á sus grandes nombres
mi nombre que resuena como un rudo temblor.

Este nombre que resuena como un rudo temblor se va á imaginar el lector que es algo así como León Patapón ó cosa por el estilo. No, señores, es Alberto Hidalgo para servir al Kaiser, á Von Bernhardi, al obús 42, á Marinetti, á la Electricidad y al automóvil. Por lo demás, repito lo que dije al principio, este joven Hidalgo con todos sus desplantes y extravagancias, con todas las ingenuas insolencias y las cándidas audacias de forma y de versificación que prodiga en su sonoro ditirambo al Kaiser, con todos sus alardes de superhombría, con todos sus afanes de tumbar de espaldas al lector timorato, á fuerza de restallantes blasfemias y de latigazos a la moral, al arte eterno, a la piedad humana y á todo lo que se respeta, es un mozalbete de positivo talento. Hoy no es prudente darle consejos: hoy se cree el centro del mundo, y no hay más recurso que sonreírse con benevolencia. No hay que contrarias a este niño, que está en pleno acceso de tos convulsiva. Dejadle patalear, ponerse rojo e hipar todas las cosas líricas que se le atragantan y pugnan por salir. Puede que cuando se tranquilice, encuentre realmente la forma y la idea original que hoy quiere arrancar en manotones alocados en los campos de la epatante exageración y de la póse. Para entonces le volverá á crecer el rabo á su perro.

Clemente Palma. “Notas de artes y letras”. En Variedades: Revista Semanal Ilustrada, Lima, noviembre de 1916, año XII, N° 454, Casa Editorial M. Moral, pp. 1499-1500.

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4 / La Sagrada Cripta de Pombo
(extracto)

Alberto Hidalgo me envió hace años desde el Perú un libro titulado Jardín zoológico. Aquel libro era un libro valiente, impulsivo, terrible, en que insultaba a todos los escritores, menos a mí. A veces iba demasiado lejos, y yo me eché a temblar, porque pensé que algún día, aunque yo pienso seguir invariable en mis trece, el joven iconoclasta se cansaría de mí, y yo conozco lo terrible que es la venganza de los que han creído en nosotros, el día que dejan de creer.

Él iba metiendo en jaulas cerradas y de castigo a gentes que andan por ahí sueltas, triunfantes y con una seriedad de canguros, de osos o de rebecos, que nadie sabe ver en su verdadero aspecto zoológico. Hasta a algún león le reducía Hidalgo y le lograba meter en su jaula.

La jaula de los monos y de los chimpancés era la que más concurrida estaba en el Parque Zoológico de Hidalgo, y hasta había el ferrado y tremebundo redil para el elefante.
Yo escribí una carta agradecida a mi desconocido amigo, dirigida a Arequipa (Perú), y pasó tiempo, y sólo alguna vez pensaba con satisfacción, al ver los constantes viajes a América de los farsantes, que allí hay quien ve lo que está al otro lado del mar y es lejanísimo de la América alabada y vilipendiada.

A veces también leía uno de esos pensamientos triviales, que Hidalgo titula Átomos en su libro, verbi gracia: “49. La m debería tener cuatro palotes, puesto que la n sólo tiene dos”.

O bien leía alguna de sus biografías de esos cucos españoles que van allá y oirá las conversaciones indiscretas que allí sostienen, creyendo que nadie lo va a saber en España jamás. El capítulo a Marquina tiene un final curioso: “Imaginaba yo que Marquina vendría con gran melena, capa española, zapatos de torero y noble espíritu bohemio. Recuerdo haber visto un retrato suyo con tal indumentaria. Pero parece que él quiso hacernos a los americanos teatro de modestia y de burguesía. Y nos lo hizo, que conste; pero nosotros le tomamos el pelo. Un día le dije yo, en un almuerzo a la criolla, que le ofrecí: Marquina, ¿por qué usa usted medias de algodón? Es de mal gusto…”

Alberto Hidalgo me seguía pareciendo un ser avispado, sincero hasta la grosería, penetrante hasta la invención, juvenil hasta el arrebato, y, sobre todo, bien orientado, que es lo más difícil de conseguir.

Así, hasta que un día apareció en mi despacho un señor desconocido, de mirada de clavo, con manos nerviosas de estrangulador, cetrino como el diablo.

—Soy Hidalgo, el autor de Jardín zoológico, me dijo, y yo entonces dejé la browning sobre la mesa y me dediqué a saber qué venía a hacer aquí.

Le vi entusiasta, me enteré de qué consistía su dureza en amarlo todo demasiado y en pedir a todo demasiada perfección, y encontré que era un español nervioso, ágil, ansioso de pugilato, impaciente con esa desesperada impaciencia que corroe a todos los jóvenes del mundo en este momento.

Durante unos días ha convivido conmigo y con mis amigos, viendo todos en él un avanzado, uno de esos hombres a los que hay que mirar al lanzar una idea, porque son como la piedra de toque de las ideas, huraños, silenciosos; pero arrebatados a veces, muchas veces, como le sucede a Hidalgo, que se dispara y mueve en el aire sus manos de murciélago, secas, enjutas, de dedos largos, afilados y curvos hacia adentro, unos dedos que son en sus intersticios entre dedo y dedo membranosos como los del murciélago.

En su despedida —porque se va hoy precipitadamente— nos ha dejado para llenar la ausencia un precioso libro de versos, Joyería, del que es este poema:

ALBA

En la humedad de la mañana, bajo
un cielo de esos de fotografía,
la ciudad, a lo lejos, parecía
una ilusión envuelta en un andrajo.

Arriba, lentamente, con trabajo,
un rayo envuelto en timidez subía,
y un cerro congeló su hipocondría
mientras el río maldecía abajo.

El viento se llenó de una fragancia
de establo humedecido. A la distancia
vibró el grito procaz de una vaquera.

Y para comenzar su drama iluso,
severo como un lord, el sol traspuso
el lomo de la andina cordillera.

Hidalgo en Pombo miraba con miradas acerbas a todos y sólo de vez en cuando entraba a saco en la conversación.

Yo me sentía satisfecho de estar junto a un americano rebelde, cierto de tantas cosas como nosotros, de mano elocuente como una llamarada que atajaba las opiniones tontas y las prendía fuego.

En la redacción ideal de un periódico que no existe nos encontramos reunidos siempre Hidalgo y yo.


Ramón Gómez de la Serna. “La Sagrada Cripta de Pombo”. Imp. G. Hernández y Galo Sáez, Madrid, 1922 (¿?). Tomo II, páginas 238, 239 y 240. En: Ernesto Daniel Andía. Diagnosis de la poesía y su arquetipo. Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1951, pp. 295-297.

 

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