Gabriel
García Márquez
Memoria
de mis putas tristes
Bogotá: Editorial Norma / Mondadori, 2004
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Resulta
excesivo describir el último libro de Gabriel
García Márquez como un remake del
clásico japonés, La casa de las bellas
durmientes. Aunque homenaje a la novela de Yasunari
Kawabata, el desarrollo de Memoria de mis putas
tristes presenta notables disimilitudes y distancias
que es importante tener en consideración antes
de empezar. En tanto reflexión sobre el erotismo
y las múltiples facetas de la transgresión,
la obra de Kawabata es un complejo y desconcertante
acercamiento a los oscuros mundos del deseo; mientras
que, exenta de esta dosis de perversión estilizada,
la nouvelle del autor colombiano es una celebración
pura del romance –propio de su poética–
y, a través del monólogo de aquel viejo
enamorado, un tratado sobre la senectud y las contradicciones
del cuerpo y de los sentimientos.
El
protagonista de Memoria... pertenece, pues,
a la estirpe de héroes garcimarquezanos entregados
a los amores imposibles, como lo fueron antes Florentino
Ariza o Cayetano Delaura. Para corroborarlo, el narrador
nos dice: “La fuerza invencible que ha impulsado
al mundo no son los amores felices sino los contrariados”,
y es algo que se asemeja mucho a lo que escribió
años atrás en “El avión de
la bella durmiente”, relato incluido en Doce
cuentos peregrinos. “A modo de disculpa le
pregunté si creía en los amores a primera
vista. ‘Claro que sí’, me dijo.
‘Los imposibles son los otros’”
(p. 78).
En
ambos textos, emparentados asimismo en la anécdota
principal, está explicitada la naturaleza del
amor como invención del objeto amado. El viajero
que en “El avión...” observa a la
bella y se flecha perdidamente durante un vuelo de Francia
a Nueva York, se enamora, como el viejo Mustio Collado,
no de una personalidad o por simple empatía,
sino de una imagen efímera. Mientras la bella
es apenas una aparición fugaz con la que se comparte
el asiento en
la aeronave, la joven Delgadina es fugaz en tanto adolescente
virgen, sometida a la invencible linealidad del tiempo.
Es
precisamente a los efectos del tiempo a lo que García
Márquez concede importancia en esta nouvelle
de senectud. La adolescente virgen que solicita para
festejar sus noventa años a la proxeneta Rosa
Cabarcas, es en principio el sacrificio que presiente
necesario para revertir sus primeros síntomas
de decadencia. Sin embargo, como se observa, la imagen
terminará por incorporarse a su mundo idílico,
y en el anciano solitario, negado para el amor, se despertará
un enamoramiento apasionado, precisamente en el prostíbulo,
lugar donde ha consumado durante toda su vida un contrato
carnal en que no se negociaba la posibilidad del afecto.
La
contradicción se manifiesta así, en su
vejez, con la larvada afirmación de que el amor
no ha podido surgir durante el vigor del cuerpo (es
decir, mientras se conservó joven), y sí,
en cambio, cuando el cuerpo ha entrado en abierto deterioro.
El
personaje, esencialmente quijotesco, es un anciano que
encuentra su vigor en la fantasía: y esa fantasía
amorosa, surgida pronto por el azar del susto y las
infusiones de la proxeneta, es el femenino soñado
en la música de sus amores idílicos, antiguos
y refinados, las óperas de Puccini o los tangos
de Gardel, sus añejos hábitos y fórmulas
anacrónicas.
En
tal sentido, él mismo representa algo caduco
ya: el putañero es el último bastión
del romanticismo platónico, idealista. Así,
mientras la ve dormir por efecto del sedante, este romance
funciona porque la única relación que
los une es el perfecto y armónico lazo de su
imaginación. Mientras observa a su Dulcinea se
actualizan, no sólo sus recuerdos —en una
breve recapitulación de su vida—, sino
que terminan por satisfacerse sus exigencias, lo cual
queda claramente expuesto cuando, al escucharla en la
duermevela, el anciano afirma, sin dudarlo, que la prefiere
dormida.
Convertido
en una suerte de onanista sentimental satisfecho, frente
a la bella durmiente, el anciano inventa el amor que
desea, y se autocomplace viviéndolo. Por esa
misma razón, porque frente a un conflicto que
no se trabaja demasiado, el final resulta forzado, la
correspondencia injustificada que nos anuncia Rosa Cabarcas
al final, cae en el juego del romanticismo sin problematización
alguna, y convierte la novela en apenas una exhibión
chata del enamoramiento de un anciano.
En
muchos sentidos, mientras uno termina de leerla, la
última novela de García Márquez
tienta a mirar con menos desconfianza lo que con severidad
afirmara Harold Bloom un par de años atrás.
La obra del Nobel colombiano sufre por repetitiva, o
apela lamentablemente a "recetas" (dixit):
hay muchos lugares comúnes en la anécdota,
como vimos, y en la construcción del personaje,
que por momentos se hace manierista entre tanto refinamiento
europeo, hay cosas que no terminan por encajar y suscitan
el desencanto de lo inverosímil.
¿Puntos
positivos? Muchos. A pesar del pobre favor que le han
hecho autoras como Isabel Allende, Marcela Serrano o
Laura Esquivel (por no mencionar una camada bastante
numerosa), el estilo de García Márquez
permanece intacto y único, y ahí está
esta novela breve para corroborar que todavía
hay en este viejo demiurgo una fortaleza de estilo que
difícilmente podrá alcanzar escritor alguno.
Como todos los suyos, también este libro lleva
el tatuaje de su lenguaje poético, el empleo
insuperable de adjetivos, su humor elegante, el rescate
de palabras de uso olvidado y la contundencia de sus
frases.
Entendiéndola
como un descanso previo a la publicación del
siguiente tomo de su autobiografía, Memoria
de mis putas tristes puede ser calificada como
un ejercicio de estilo sin mayor problemática,
que enfatiza una vez más su imaginario y que
da a los aficionados a la veneración del estilo
un goce mayúsculo, por ser lo que más
valor tiene el libro en sí: el sello de un estilo;
aunque, al menos en lectores con mayores exigencias,
se trate de una novela de argumento ingenuo y un tanto
empalagosa, que está, sin duda, a la sombra de
sus obras mayores. 
©
Carlos Yushimito del Valle, 2004 
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