El gato de madera mira con ojos discretos desde el rincón izquierdo. Una película mejicana, en mala copia, empieza y termina en un televisor sin audio. Ellos tienen sexo mirándose a los ojos. Ella siente que nadie la ha amado antes, que nadie la ha amado nunca. Él no siente amor… Se anuncia el final del día.
Ahí mismo, vuelve a su mente el día en que volvió a Lima. Su llegada al aeropuerto en la madrugada, la vista tétrica de una ciudad aplastada y el anuncio verde de SODIMAC, brillando como una estrellita, sobre la avenida La Marina.
Pensó volver y no verlo más.
Abandona esa idea bruscamente cuando siente un nuevo remezón. Él se mueve sobre ella. Él transita por su cuerpo como un animal perdido, sin piedad alguna.
Ahora él la besa discretamente sobre el hombro derecho. Han terminado ambos satisfechos. Siempre al final, él la besa, como si con besos suaves y dulces se pudiera mitigar el sabor de la pena que convive entre los dos. No hablan cuando hacen el amor, aunque él habla mucho sí. En la calle, cuando van a caminar; o allá, entre las gentes pálidas sin rostro. Habla de 10 futuros distantes, de dos ideas necias y de cuatro fórmulas exactas. Él sabe tratar muy bien los asuntos aparentes.
Entonces ella lo describe, lo describe en su mente moviendo los labios poquitito (como si fuera un ventrílocuo). Odia tener esa costumbre, pensar teniendo que mover los labios.
Eres un puto, que te puedo decir: No tienes piedad conmigo. Eres un fotógrafo fracasado, un soltero infeliz, un hombre inconforme y solitario. ¿Me quieres? ¡Mezquino! En las noches cuando sales de mi casa, siempre dejas tus muertos en mi puerta… Eres tan poca cosa.
Él sigue concentrado en la lluvia proyectada por el televisor. No responde. Tampoco ha escuchado los susurros.
La lluvia termina en la muerte. Él la toma de los brazos y la lanza otra vez sobre la cama. Ella, tendida sobre su colchón amplio, no opone resistencia.
Si algo sabes hacer, es hacerme llegar, hijo de puta, le dice ella al oído. Él coloca una mano sobre una boca y no permite más palabras.
Él está aquí hace un día, recuerda ella, al momento del beso tierno.
Un día quiero tenerte aquí para siempre, le dice luego en voz alta. Nota al instante que no ha pronunciado palabra. Que ambos están dormidos todavía, que la noche llegó del todo a las ventanas y que el ventilador sobre la cómoda ha bajado la intensidad de su poder. Ella lo siente a su costado, respirando al ritmo de las hélices de ese ventilador. Ninguno hace ruidos molestos.
Ahí mismo, en la cama blanda, empieza a correr un chorro tumultuoso. Un fluido denso que sale del fondo de su alma. No desde su alma. El torrente tibio, que ha nacido en un lugar último y oculto, reservado para algún hijo; se escabulle sobre las sábanas, sobre sus piernas, sobre sus brazos, un poquito sobre él. Ella, que ha quedado dormida, se levanta de golpe. Desnuda, de cara a la ventana con cortinas cerradas, sonríe a la nada. Él tampoco duerme. Él se concentra nuevamente en la película muda repetida una y otra vez, en mala copia.
Más lejos, la sangre que se escurre bajo el caño de agua, dibuja un camino escabroso entre las uñas de sus pies. Ella toma un baño de humedad y no siente dolor. Pasan 3 minutos, 10 minutos.
A la cama, él ya no la espera, él habla sin parar de alguna idea irrealizable. Nuevamente habla. Él habla de sí mismo con la máquina sin audio.
Ambos se empiezan a vestir.
Este fue el último día. Ellos se toman de las manos y traman un abrazo frío bajo la ponciana verde-amarilla de la calle principal. Ha vuelto a ser verano. Ellos no lo saben todavía: no volverán a verse otra vez.
© Iris Silva Aliaga, 2009 |