Aleqs Garrigóz

Estefany Yamil Morales Blanco

Eduardo Reyme Wendell

Ángela Vera Temoche

Roger Santivanez

Jim Alexander Anchante

Christian Ávalos Sánchez

Carlos Germán Amézaga

a Iris Silva Aliaga

 

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El Corazón de Estela

por Christian Ávalos Sánchez

 

Él ya no la buscaba como un loco por los cuartos, pues era evidente que no estaba ahí, ni en la cocina, ni en el jardín, ni en ningún otro lugar de la casa. Sin embargo, ese día la extrañó como nunca porque ella iba a cumplir treinta años. Vagó por la casa, por cada pieza escrupulosamente diseñada, admirando su propia obra, que tenía tanto de él… y tanto de ella. Los recuerdos de Estela saltaban de las paredes como murciélagos descubiertos por la luz. El año anterior, meses antes de la fecha programada para la boda, ella había preparado un delicadísimo pastel con nueces y almendras. Se había tardado horas en su proceso de cocción y en su pulquérrima y complicada decoración. A pesar de la insistencia de la madre de Carlos para darle al glasé un toque especial y la terquedad de su propia madre para seguir los secretos de su bisabuela, Estela dirigió todo sin dejar que esas ayudantes impuestas perturbaran su labor. Firme, pero feliz, iba dirigiendo todo, embarrándose las manos y siguiendo su instinto y su instrucción de chef parisina.

Su risa aún rebotaba sobre las paredes de la casa. Carlos aún podía verla saltando feliz entre los muebles de la sala, celebrando porque la habían aceptado como maestra de una prestigiosa escuela de cocina. Le gustaba recordarla así. Pero, y como si no fuera suficiente dolor, emergía el recuerdo fugaz de Estela, estudiante peruana como él, bulliciosa aspirante a chef, que entraba en el restaurante parisino donde él trabajaba para tomarse un café mientras esperaba a Jean Baptiste, su mentor, el dueño del local. Claramente, como el suave aroma a flores que cubre París en primavera, recordaba cómo él, siendo nadie en Montparnasse, pudo conquistarla y arrebatársela al mentor, chef estirado que no pudo satisfacer el corazón de Estela, seducido siempre por la explosión de pasiones que sólo alguien de ultramar podía brindar ahí en Europa.
           
Desde el sofá de la sala de su casa, que él tan empeñosamente construyó, Carlos podía contemplar ampliamente el comedor, que era unas cuantas gradas más arriba que la sala. A la distancia aún se podía observar el modernísimo refrigerador que conservaba las legumbres a una temperatura distinta que las carnes o los lácteos. Casi al mismo nivel del comedor estaba la cocina, el refugio de Estela cuando se hartaba de los distintos niveles de la casa. Ella en el fondo odiaba la sensación de vivir en una caja china. Calló, empero, sacrificando ese pequeño detalle en nombre del amor. Eso ya lo había hecho en Francia, cuando empezaron a frecuentarse. El trabajo de mozo que tuvo Carlos fue consecuencia de la mala administración de sus recursos, y de creerse que Francia no era sólo para los franceses. Las deudas lo habían ahogado y no lo habían dejado vivir. Un amigo le dijo que había un puesto libre en uno de esos restaurantes de literatos y de bohemios extraviados, al que de vez en cuando iba algún tipo de gente más terrenal, como Estela.

En esos días en los que Jean Baptiste tuvo la mala idea de quedarse en el restaurante dando los últimos toques a su más reciente creación para la carta, Carlos vio que Estela paseaba sus dedos con nostalgia sobre unos folletos de turismo, mirando a veces distraída, por una de las ventanas, cómo llovía sobre el asfalto, esperando a que su hombre saliera de la cocina. Fingiendo limpiar las mesas cercanas, atinó a acercarse y le ofreció limpiar su mesa en un francés casi correcto. Una palabra familiar saltó del papel cuché de los folletos: Pérou. «Je suis péruvien», le dijo.

Tres meses después ya vivían juntos y él había abandonado ese trabajo para instalarse nuevamente en sus estudios de arquitectura, que ella le ayudaba a solventar con su situación económica más sólida. Gracias a este nuevo soporte, él pudo reflotarse. Terminó la universidad; su tesis fue saludada en el medio local e incluso encontró excelentes propuestas de trabajo, que siempre consultaba con ella, con la chef parisina, la de los platos suculentos de fin de semana. Lograron un equilibrio envidiable, un complemento que ambos en sus anteriores experiencias no habían conseguido, sea por egoísmo o por desinterés. Ya con los dos en una situación estable, felices de la vida, caminaron por las calles de París, fueron de compras por Europa y visitaron todos esos lugares que siempre escucharon mencionar y parecían tan lejanos. Todo sería perfecto si pudieran volver a Lima para compartir la nueva felicidad de él y la frenética nueva inspiración de ella con sus familias.

Carlos seguía dando vueltas en la cocina como un presidiario en su celda, intentando razonar y descubrir por qué ahora estaba solo. Pasaba sus manos por la mesa amplia y espaciosa, donde ella tantas veces había preparado platos típicos peruanos, algo de cocina francesa (que él tanto detestaba), algo de todo. Casi la acariciaba, como si fueran los cabellos castaños, largos y dóciles de Estela, tan dóciles que daba miedo tocarlos. Divinos, como él los calificaba, y que se volvían más divinos mientras más le hacía el amor en esa mesa, en el balcón, en la sala, en donde fuese. Deambulaba, se plantó frente al refrigerador y chocó con dos fotos: en una estaban ellos dos, a pocos meses de haber vuelto (el día del cumpleaños de él) en una plaza, saliendo de hacer las compras para el descomunal pastel que no acabaron de comerse sino en cuatro días. Aquella noche durmieron desnudos observando su dicha, derramados sobre la cama, conversando sobre los preparativos de la boda.

En la otra, estaban en el aeropuerto, recién bajados del avión de Air France, el día en que los recibieron sus familias. Estela siempre adoró la espontaneidad de Carlos y éste hizo gala de ella en el aeropuerto, cuando se arrodilló, soltando todo lo que tenía en las manos, declarándole amor eterno, pidiéndole solemnemente que se casara con él. A lo que ella contestó que sí con la cabeza, con lágrimas en los ojos, ante las palmas de los curiosos y los abrazos de las dos familias.

Pero, mientras más se acercaba el momento del sí, Estela fue experimentando una nostalgia dosificada, que fue minándole la sonrisa, la tranquilidad y la felicidad que creyó ahora inquebrantables. Los dos estaban bien, nada les faltaba, sin embargo, ella no sabía explicar muy bien qué era esa comezón que tenía en la cabeza, qué era eso que le reptaba por la columna, qué le impulsaba a quedarse prendida de la TV5 y enterarse del clima de París, de los viñedos normandos, o de cómo iba la popularidad de Sarkozy. Era invierno allá.

Una de esas noches de sofocante humedad limeña, ella despertó ahogándose, pero Carlos no se dio cuenta de ello porque estaba profundamente dormido. Descalza, se dirigió a la cocina y trató de calmarse. Paseaba por donde antes y tantas veces había andado y desandado, sea por un pastel, por una crème brulée, por un foie gras poêléau vinaigre, o por una pochouse de pescado. ¿Qué le movía las entrañas de esa forma, si era feliz? ¿Lo era de verdad? ¡Si podía hacer lo que se le antojara!: chef privilegiada de un exclusivo restaurante, profesora de una prestigiosa escuela, lo que cualquier chef podría pedir; pero algo seguía licuándosele en la sangre. Unas agujas invisibles le inyectaban el alma de un veneno que nada en este lado del mundo podría contrarrestar. A la mañana siguiente, una nota en una hoja bañada de lágrimas, sus llaves de la casa, y el porqué de la decisión: Jean Baptiste estaba en Lima.

Hoy es el cumpleaños de Estela. El teléfono sonó desesperadamente, pero él sabía que no era ella. Tal vez era su mamá o algún amigo inoportuno. ¡Qué importaba ahora eso! No iba a contestar. ¿Qué rayos habría pasado, si todo andaba tan bien? ¿Cómo era posible que Jean Baptiste, quien ya la había perdido una vez, pudiera ahora arrancharle su bien lograda felicidad? El martilleo de su galopante desesperación le iba hinchando las arterias de la cabeza: un aneurisma estaba a punto de explotarle. Anulado por las náuseas y con sus temblorosas manos heladas se preguntó si acaso todo eso sería un castigo o un karma. Miró la cocina con un odio incontenible y cogió el rodillo, el mismo que utilizó Estela para hacer tantos pasteles mientras le decía que si él se portaba mal, con ese rodillo le amasaría la cara. Rompió ollas de barro, vajilla, copas y vasos: destrozó el lugar en busca de una respuesta.

Cegado por la rabia, averiguó la dirección de Jean Baptiste y fue hacia allá, sin importarle si correría sangre o no, sin tener aún en claro en dónde le encajaría el cuchillo al francés hijo de puta… o tal vez si se lo encajaría a ella. No lo sabía aún. Manejaba casi sin control de sus actos. Casi se estrella contra un poste al llegar; bajó del carro dejando la portezuela abierta. Azotó la puerta de la casa del francés a patadas. Estela salió envuelta en una bata, algo mareada por la champaña y con rastros de crema chantilly en una comisura de sus carnosos labios. Carlos se echó a llorar mientras Estela le daba las mismas explicaciones que Jean Baptiste ya había escuchado tres años antes. Él seguía llorando, proyectándose en el tiempo hacia su primera noche con ella en Francia, la primera vez que se amaron con crema chantilly, champaña y fresas. Estaba moralmente destruido, humillado. Quiso abrazarla, pero el francés salió y se lo impidió de un puntapié en la boca del estómago y un puñetazo en la quijada. Se arrastró, derrotado, hacia el automóvil y con los ojos inflamados creyó ver las cosas muy claramente: aquí en Lima nada podía hacer estallar las pasiones de Estela otra vez, su corazón estaba en ultramar.

© Christian Ávalos Sánchez, 2009

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Christian Ávalos Sánchez (Paramonga - Perú 1982) Estudió en la facultad de Derecho de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Fue finalista en el 2005 del concurso “Que no te cuenten cuentos... escríbelos” organizado por la Municipalidad de Miraflores. Actualmente escribe en su blog Reo Libre, náugrafo en la web y se dedica a la corrección de textos.

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Para citar este documento: http://www.elhablador.com/cuento16_2.html
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