José Donayre Hoefken
Horno de reverbero
Lima: Mundo Ajeno Editores, 2007.
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En cierta oportunidad, Harry Beleván, hablando sobre el microrrelato en el Perú, reconocía la nula atención que este merecía por parte de la crítica “especializada” como modalidad expresiva, singular y autónoma, dentro de la narrativa nacional. En los últimos años el panorama no ha variado mucho; si bien cierta proliferación del género expresa fecundidad, todavía se carece de una teoría o tan siquiera de una línea historiográfica. Hallamos así contados intentos de sistematización como los de Giovanna Minardi (Breves, Brevísimos. Antología de la minificción peruana), Ricardo Sumalavia (Colección minúscula. Cinco espacios para la ficción breve), y recientemente el aún inédito trabajo de Rony Vásquez “Brevedad y Concisión” que nos ofrece el siguiente alcance cronológico: “Tradiciones en salsa verde (1873) de Ricardo Palma, Contra el secreto profesional (1998) de César Vallejo, El avaro (1955) de Luis Loayza, Un cuarto de conversación (1966) de Manuel Mejía Valera, Prosas apátridas (1975) de Julio Ramón Ribeyro, Monólogo desde las tinieblas (1986) de Antonio Gálvez Ronceros, algunas narraciones de Cuentos del relojero abominable (1974) de José Adolph, Alforja de ciego (1979) de Jorge Díaz Herrera, Lección de fe y otras ficciones de Isaac Goldemberg, Cuentos de cortometraje (2002) de Armando Arteaga, Ajuar funerario (2004) y Helarte de Amor (2006) de Fernando Iwasaki, Fábulas y antifábulas de César Silva Santisteban, Enciclopedia mínima (2004) de Ricardo Sumalavia, Cuentos Brevísimos (2007) de Carlos Eduardo Zavaleta, etc.”.
A esta tradición hemos de inscribir la última producción de José Donayre Hoefken: Horno de reverbero (Mundo Ajeno Editores, 2007), mandala textual de reflexión erudita, ensayos y/o aforismos, acordes con un estilo ya característico del autor –barroco, poético, onírico, que le ha hecho incomprensible para muchos–manifiesto desde su ópera prima La fabulosa máquina del sueño (Mercado Consultora Publicaciones, 1999) y su cuentario Entre dos eclipses (edición del autor 2001 y 2007). En la carrera del autor, Horno de reverbero significa más que un libro: nombre del sello editorial del libro de cuentos mencionados y del blog donde diariamente –desde el 2004– se colgarían las ficciones breves que hoy integran el texto. Este conjunto que conforma Horno de reverbero (HR en adelante), responde a una lógica que permite un corpus organizado: la lógica de la ficción en transmutación con la realidad, ficción que creando mundos posibles la percibe ampliamente, la denuncia y aturde. La ficción de Donayre se convierte así en una apertura hacia la diversidad, pero una diversidad que planea ser el espejo de nuestra oscuridad. A la manera de un Lautréamont, un Adamov, consolida, además, la visión del juego, el talante subversivo y el esteticismo.
Uno de los primeros aspectos que llama la atención de HR son los títulos. Ellos, tan extranjeros a nuestros oídos, serán para muchos un idioma inventado, silogismos o un caprichoso error gramatical, que otorgaría cierto halo rebelde, “novedoso” (Veneficio, Ombría); pero pocos comprenderán la capacidad autoral para jugar con la diversidad del lenguaje. Su comprensión es más que necesaria al brindarnos una información indispensable que no aparece dentro de la diégesis narrativa. Esto lo apreciamos por ejemplo en “[1]Estilita” cuyo significado: “Anacoreta que por mayor austeridad vivía sobre una columna”, permitirá establecer la importancia de la última línea: “Como telón de fondo la columna se desmoronaba (12)”; a través de “[27]Locagonia” (País de los locos, destino de los 111 pasajeros de la Stultifera Navis), lograremos entender la angustia del narrador ante la partida: “Pero ¿qué otra cosa podemos hacer si en la ciudad nadie nos quiere (…) Mientras tanto acepto mi destino: volverme prisionero de la misma partida”(45); “[56]Ouroboros”, por su parte, determinará la dinámica textual (reflexión sobre el eterno retorno) a partir de su definición: “Serpiente mítica que devorándose continuamente a sí misma, expresa la unidad de todas las cosas en un ciclo eterno de destrucción y creación”. Como se aprecia, los títulos se convierten en una de las principales vías para conseguir la brevedad. Otro de los medios para lograrla será el uso de la intertextualidad: filosófica (Bergson en “[6] Hesitación”, Heidegger y Niezstsche en “[20] Veneficio”, Putman y Russell en “[28] Miente”, y Sloterdijk en “[29] Excidio” ), mitológica (“[22]Intersticio” con el mito de Diana y Acteón, y “[59]Deflagración” con el mito de Zeus y Danaé), cinematográfica (“[42]Acedia” con Jack Nicholson y Boris Karloff y “[63]Enigmística” con 21 gramos), y literaria, la que además viabilizará la gestación de lecturas originales como “[2]Lamia” (visión lacaniana de los espejos), “[5] Continuum”(El Golem visto como la metáfora del texto), “[7]Seudología” (Alf Lailah Oua Lailah interpretada a partir de una fórmula de alquimia) , “[52]Catábasis” (Dante usa su experiencia como enfermo de lepra para cantar el “Infierno”) y “[53]Dejación” (Dostoievski y su tragedia en la calle más sórdida del centro de Lima).
Otra característica del texto es su apetito por la dobletud. Un discordante carácter mueve los mecanismos de la colección, por ejemplo en “[23] Dimanación” nos dirá: “Entre ella adiviné otro cuerpo, su doble–y–contrario, pero superpuesto, que parecía más grave y hermoso (…) Ella, en su quietud y calmada respiración, se dibujaba como la frágil frontera entre la corrupción y la belleza (39)”. Esta circunstancia llega a convertirse en una contradicción interna, que revela nuestra huella esencial, tal como ocurre en “[40] Impromptu”: “En el ajedrez, no lucha el día contra la noche ni el bien contra el mal –entre otros pares de opuestos complementarios pergeñados por la tradición maniquea–, sino un mismo y único individuo, escindido entre la verdad, el saber y el instinto (60)”. Así somos víctimas de una desintegración, como en “[9] Fragmentum”, donde el narrador confesará: “…soy, pues, la fracción de un todo diverso y complejo. Parte de alguna cosa quebrada, porción pequeña de una existencia escindida” (21); de nuestro caos, como en “[24] Catástasis”: “Yo mismo deberé ser el hilo, y Ariadna y Teseo. Porque yo soy… ¿por qué no pensé en eso antes?...yo soy el laberinto” (41), o nuestra desgracia, como en “[25] Destez”: “(…) Este es el peor mundo posible que nos pudo tocar” (42).
La confusión entre ficción y realidad, catalogada de “execrable oscilación” en “[12] Nutación”, es nuestra condena aun cuando intentemos liberarnos de reglamentos coercitivos, como Draguesa en “[31] Histéresis”: “Hasta pocos días antes, todo había marchado con precisión luterana; una vida planificada incluso antes de que ella naciera: una hermosa máquina humana sin más destino que la sobria superstición de la felicidad occidental” (49), siempre colisionaremos con el fracaso, así Draguesa enfrentará lo aciago cuando reciba la carta de su amante, criticándole su carencia de estabilidad: “Pero lo peor fue que el contenido del segundo sobre no pudo ser más impreciso(‘Nada puede fijarse de forma perfecta, sino se mezcla indisolublemente con lo fijo’) para una amante tan imperfecta” (50). La condición humana se ve así entre Scila y Caribdis: por un lado la imposibilidad de conocer aquello capaz de transmutarnos, al respecto “[7] Seudología” nos dirá: “(…) se trata de un dominio de la naturaleza que es imposible enmendar o pervertir, y que, además, el secreto lo entrevemos, pero jamás lo tocamos” (19), óbice que nos arroja a la desilusión como atestigua el narrador de “[69] Ascesis”: “(…) por más que uno se esfuerce, no logra leer lo que dice allí ¿Qué clase de revelación es ésta? (…) uno está condenado a fracasar, a no concluir el ascenso, porque no consigue desentrañar el mensaje del escalón final” (100); y por otro lado, sin embargo, cuando se logra el gran vuelco, como el hechicero de “[20] Veneficio” que descubre que sus conocimientos “no son otra cosa que aporías baratas, frases de mercachifle, encantamiento de poca monta (35)”, enfrentamos la monstruosa realidad, en su caso: ser una rana, un ser como tal que es nada, del que “queda virtualmente ninguna constancia”. Esto significa un atentado a nuestra soberbia: nos vuelve un punto insignificante, fugaz, del que el citado “[9] Fragmentum” da claro testimonio: “Pero el mundo sigue siendo, en su más ancha y gloriosa miseria, materia para el olvido, sobre todo cuando nuestro solipsismo ha sido vencido una vez más en la enésima y pervertida visión de que si uno desaparece nada se desmorona” (21).
La barrera endeble que separa ficción y realidad queda testimoniada en la manera repentina y/o silenciosa en que acaece el cambio de un nivel a otro, así en “[13] Anosognosia” la incertidumbre del cambio se expresara como sigue: “Después, al parecer, quede dormido. Desperté boca abajo, sobre un somier desvencijado, cubierto por un corte de tafetán. Sentí los ojos de la mujer sobre mi nuca” (26); en “[15] Agnición” el paso, de carácter aún más abrupto, sorprende por su silencio, lo que otorga una atmósfera siniestra al relato: “Despertó bajo un sol nuevo y con las manos ensangrentadas. Reanudó rápidamente su viaje y trató de recordar qué había ocurrido la noche anterior” (28, nuestro subrayado). Esta situación puede apreciarse también en las relaciones del autor y el personaje como en “[49] Contubernio” donde “el escritor esconde el espíritu del personaje” o “este aliena a aquél en el instante de duda entre una y otra palabra”, lo cierto es que se trata de una “alianza vituperable”, que “se resume en la ligera idea de transgredir los ámbitos de la ficción y la realidad” (72). Asumir esta ósmosis significa relativizar los juicios, socavar en las lecturas oficiales, proponer nuevas sendas que con la dinámica del mundo al revés atenten contra las solemnes y solentes perspectivas, tal es el caso de “[34] Vesania”, donde la verdadera locura no es la ficción sino la realidad en el momento que Hamlet no dialoga con el fantasma de su padre, sino con el de carne y hueso, mas disfrazado de espectro.
Esta lógica subversiva tendrá entre sus focos principales al tiempo, que despojado de sus categorías euclidianas, se convierte en filtro óptimo para desplegarse hacia diversas épocas, generando un clima confuso como el de “[56] Ouroboros”, donde la voz narrativa puede pertenecer bien a un período coetáneo (conocedor de las teorías de Nietszche y Eliade), o a un pasado primitivo (“Hace 70 mil años”), o a un futuro que no es sino un retorno al pasado, para lo cual se emplea un tono familiar en las referencias: “Hace 70 mil años, o sea, apenas ayer (…) Mañana, después del desayuno, regresaré otra vez a la pared de esa caverna” (82). A las preocupaciones del tiempo hemos de sumar la del lenguaje. Donayre es un escéptico de su precisión a la manera de Nietszche y Borges, llegando así a compararla en “[30] Ablación” con una “(…) plastilina mutilada, en las manos de un niño (p. 48)”, o determinar en “[60] Tritón” su esencia doble, imposible de fijar y entender, pero siempre aceptando su poder creador (Vid. “[5] Continuum”). En esta línea desacralizadora habría que destacar lo referente a la religión. La mirada que sobre ella se vierte bien puede ser irónica como la de “[28] Miente”: “¿Cómo podré crear el mundo –pregunta Dios antes del Bing Bag, o sea, antes de ser realmente Dios– en menos de siete días, si no tengo una sola cubeta?” (46); crítica tal como “[41] Decantación”, donde la frialdad de una asesina (“matar no es acabar con una vida”) se justifica al descubrirse los motivos de su empresa, sutilmente develada: “(…) el sacerdote mantenía obstinadamente desde su más allá la sonrisa sardónica de quien ya está condenado; y la víctima de éste –un púber desnudo, un narcotizado agnusdéi–, la expresión devota de quien ya ha sido redimido” (60); o reveladora como en “[50] Prosopon” en donde Jerónimo de Cumas pretende demostrar no menos que la feminidad del Espíritu Santo, empresa que, sin embargo, quedó olvidada.
HR presenta tres características plausibles: a.-) la prosa esteticista, b.-) la reflexión existencial que coloca al autor en las líneas del Loayza de El avaro, el Borges de los ensayos breves, el Niezstche y el Kafka de los aforismos, y c.-) un desideratum alquímico del texto, englobador de las anteriores y que llevará al autor a dilucidar sobre la concepción de la obra literaria, sea como en “[51] Ataraxia”, un muro en blanco, epifanía del reencuentro del hombre consigo mismo donde “para el ser sereno es irrefrenable gritar textualmente con pinturas extravagantes sus delirios ultramundanos” (75); como un relato “(…) lineal, directo, descarnado” (68) en “[46] Anafrodisia”; un titubeo como en “[66] Anagoge”, “(…) en el límite de lo permanente y lo efímero” (95). Este criterio elimina cualquier juicio acerca de HR como una obra pesimista, pues lo que justamente busca es abrir nuevas perspectivas que permitan pensar lúcidamente la realidad, en su unificación con la ficción, en la correspondencia de lo divino con lo humano, en su carácter plural, esto es, conocerla despojada de burdas apariencias y dicotomías, a fin de trascenderla. Estas características convierten a Donayre Hoefken en una pieza clave de la literatura peruana contemporánea, lamentablemente aún incomprendida. Su prosa, escrita con precisión y belleza poéticas, bajo un ritmo excepcional y desacostumbrado en nuestras letras (manifestar algo volviéndose contra su materia prima, a fin de emerger sus potencialidades y purificarlo a la usanza de los alquimistas fusionando los metales en un horno de reverbero), nos transmite con su imaginación el contagio de todo buen libro: la ventofilia hacia la vida, la energía para sacudir, para atacar a la conciencia pública, al mundo endurecido, helado, esquematizado.
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