Augusto Higa.
La iluminación de Katzuo Nakamatsu.
Lima: Editorial San Marcos, 2008.
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A diferencia de algunas publicaciones excesivamente ensalzadas por el periodismo y la crítica, la más reciente obra de Augusto Higa, La iluminación de Katzuo Nakamatsu, ha recibido el consenso de lectores y especialistas al ungirla como una de las mejores y más logradas del año que pasó. Sin mucho aspaviento y prácticamente en silencio, Higa se consagra como uno de los más interesante y completos escritores peruanos contemporáneos. He ahí un primer mérito que nos recuerda que la labor del escritor está por sobre todo lejos de bambalinas y fuegos de artificio.
Pero, además del acto de escribir en sí, el esfuerzo de Higa merece mayor reconocimiento por varias razones. En primer lugar, es un texto que va a contracorriente de las tendencias recientes, como la denominada “narrativa de la violencia”, en la que se han sumergido, con resultados disímiles y perentorios, distintos escritores. Higa apuesta más bien con una historia preñada de economía y suficiencia, con pocos personajes y con una anécdota central, de la cual se ramifican una serie de elementos que robustecen la trama principal.
A ello se añade una práctica estilística marcada por las sucesivas enumeraciones, pero que, a diferencia de lo que puede suscitar este recurso, no recae en los excesos retóricos. Al contrario, la sucesión de nombres o descripciones encadenadas tiene que ver mucho con la economía del relato, en armonía con la trama. No hay calificativos ni digresiones de más. En ese sentido, ratifica su condición de novela corta y se convierte, gracias a sus virtudes, en un modelo del género en el Perú.
No obstante, más allá de sus rasgos enteramente formales, La iluminación de Katzuo Nakamatsu, desde el punto de vista del disfrute y la interiorización de su lectura, ya nos plantea una serie de retos, quizás uno más placentero que el otro. En primer lugar, está la anécdota. Como decíamos, no hacen falta grandes recursos retóricos para relatar una historia tan bien contada. Además, desde el título ya nos plantea su propia singularidad: la experiencia (la iluminación) de un hombre de nombre japonés. ¿Pero en qué consiste esta iluminación y por qué un personaje de ese tipo?
En el Perú, viene cobrando cada vez mayor fuerza la presencia de ciertos componentes étnicos en nuestra literatura. La usual dicotomía andino-criollo, urbano-rural o centro-periferia se viene disolviendo y fragmentando en una serie de identidades dispersas, pero unidas por su pertenencia innegable al “ser y estar” peruano. Así, en los últimos años hemos visto emerger con gran profusión a novelas y novelistas de origen y tema chino, afroperuano, amazónico, judío, japonés, peruano-estadounidense y un largo y cada vez más notorio etcétera. A ello ayuda un factor coyuntural, que bien valdría la pena mencionar: el hecho de que se vienen celebrando los centenarios de las diferentes etnias que han ayudado a conformar el paisaje multicultural peruano de nuestros días. Si bien es cierto los historiadores se han preocupado por mostrarnos las raíces de los migrantes, volviéndolos parte de la historia “oficial” tras un largo período en que se buscó su reconocimiento, los novelistas y ficcionadores en general nos vienen ofreciendo el otro lado de esa historia oficial, incidiendo o en aspectos netamente históricos —a fin de recuperar una memoria colectiva— o en una peculiar visión del presente, con el cual se mira la edificación de una identidad determinada, casi siempre elaborada como una construcción cultural que suele problematizar las armoniosas nociones del mestizaje. Este último es el caso de la novela de Higa.
El tema japonés no está ausente de la literatura peruana. En la narrativa, Vargas Llosa en La casa verde, Jorge Salazar, con La medianoche del japonés, Mario Bellatin y El jardín de la señora Murakami; las obras poéticas de Doris Moromisato, Nicolás Matayoshi, José Watanabe y Alfonso Cisneros Cox; y las traducciones de Javier Sologuren dan cuenta de la fuerte presencia de lo japonés en el campo literario peruano. A ello se suma toda una generación de jóvenes marcados por tendencias como el manga o el anime, y ni hablemos de la influencia tecnológica en la cultura popular. Lo japonés, como se ve, es un componente central de nuestro imaginario.
Sin embargo, en el caso de La iluminación de Katzuo Nakamatsu, este componente parece estar descentrado. El nikkei Katzuo Nakamatsu es profesor de una universidad pública que un buen día resulta despedido, pero al mismo tiempo viene sufriendo una serie de desgarros existenciales y alteraciones que afectan su percepción. Poco a poco se viene percatando de una voz que, en medio del miedo a la muerte que conduce al límite de la cordura a Katzuo, le cuenta una historia ancestral, casi prohibida: la de Etsuko Untén, un japonés amigo del padre de Katzuo que en la década de 1940 emprendió una campaña tristemente solitaria a favor del Japón beligerante en la Segunda Guerra Mundial.
El escenario de estas alteraciones es una grisácea Lima, en la que destaca la conciencia singular de Katzuo frente a una masa ruidosa e indiferente. De este modo, Katzuo nos ofrece un panorama interesante de la Lima contemporánea, que va desde los silenciosos parques del centro y las zonas clasemedieras en los distritos de Jesús María y La Victoria hasta espacios más nocturnos como la plaza Manco Cápac, el mercado de Tacora y los tugurios de El Agustino.
La mirada que propone Katzuo hacia la ciudad resulta por demás llamativa: no estamos aquí necesariamente frente a una turbadora ciudad de placeres ni tampoco frente a aquella cárcel opresiva y desafiante que anula lo marginal. A diferencia de otros ilustres paseantes que lo preceden, Katzuo Nakamatsu mantiene una relación ambivalente y silenciosa con Lima, que se basa en los dos modelos de conducta que sigue: Untén y Martín Adán. Así, en medio de ese estado límbico entre la cordura y la locura, Nakamatsu se refugia prácticamente en los brazos turgentes de la ciudad en busca de un sentido que podríamos llamar estético. Nakamatsu desciende a los infiernos —una metáfora que Lima sigue validando— en búsqueda del sentido último de la belleza.
Como en todos los relatos novelescos, el héroe parte de la conciencia de su soledad. En el caso de Katzuo, esta soledad, hasta el momento de la revelación final, es llevada con sobria impasibilidad nipona. Pero es una soledad que lo distancia del mundo y de los otros, incluso de su propia familia y de la comunidad nikkei, que lo observan como un sujeto raro, de una sensibilidad trasnochada. Su identificación con Adán y Untén no es gratuita: es el final de un largo proceso de individuación que lleva a Nakamatsu a encontrar su lugar en el mundo, lejos de las pretensiones mundanas y marcando una severa distancia frente a una sociedad caótica y profundamente fragmentada, que suele burlarse o hacer caso omiso de lo singular, de lo extraño.
Pero en esta misma ciudad despojada de solidaridad y belleza Nakamatsu buscará y encontrará aquello que lo aleje de los cantos de sirena de la muerte: el satori, la iluminación final. Lo hará en el lugar más mundano de la ciudad, despojado de toda inhibición y en el umbral mismo de la irracionalidad, ya que la contemplación de la belleza, ideal oriental por excelencia, supera todo parámetro o regla preestablecida. La belleza para Nakamatsu está impregnada de un delirio mortal.
La recopilación del también profesor Benito Gutti —autor del informe sobre Nakamatsu o recipiente donde el autor descarga el devenir perplejo de la conciencia del perturbado nikkei— nos conduce a un juego del destino, en el que las figuras de Untén y Katzuo se entrecruzan finalmente. La novela dentro de la novela, que hasta el momento se habían visto separadas mediante una metaficción, finalmente se imbrica un solo cuerpo, una sola identidad. El objetivo de Augusto Higa, el de refregarnos la apacible y casi silenciosa voz de un vencido por el dictamen de la historia, resuelve finalmente su peculiar, hasta el momento incomunicable dilema: la identidad de Katzuo se ofrenda a la incandescente insularidad por sobre todas las cosas.
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Giancarlo Stagnaro,
2009
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