Horno de reverbero y Ars Brevis (Christian Elguera)

La Poesía Hispanoamericana y sus metáforas (Camilo Fernández Cozman)

El corrido de Dante (Omar Guerrero Alvarado)

La iluminación de Katzuo Nakamatsu (Giancarlo Stagnaro)

La línea en medio del cielo (Jack Martínez)

El viaje a la ficción (Marlon Aquino Ramírez)

Mi cuerpo es una celda. Andrés Caicedo (Gabriela Falconí)

La horda primitiva (Augusto Carhuayo)

Pecar como Dios manda (Rafael Ojeda)

 

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Caicedo: en ninguna calle

por Gabriela Falconí

 

Alberto Fuguet
Mi cuerpo es una celda. Andrés Caicedo.
Una autobiografía. Norma, 2008.

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La orfandad clavada en la entraña es quizá la primera imagen que acuño para escribir sobre Andrés Caicedo, escritor caleño que nació en 1951 y murió a los 25 años, por ingerir sesenta seconales que lo dejaron recostado sobre su máquina de escribir un 4 de marzo de 1977, día en que recibió el primer ejemplar de su novela ¡Qué viva la música! Y es que a Pepito Metralla, como lo llamaban sus amigos en la adolescencia, la soledad le creció adentro como afuera los vellos, hasta convertirse en un hoyo negro que lo absorbió por completo. Desamparo que al mismo tiempo dilató su sensibilidad, tan presta a captar el tiempo que le sobrevenía y a buscar una muerte apresurada, de la cual ni su madre pudo salvarlo:

Soy una cosa grande con la misma necesidad y peor debilidad. Pero ya no tendré más el cuidado de mi madre, ya una parte de mí, mi razón, mi cordura, se opone a ella. Por eso es que me ataca esta nostalgia de un estado imposible: desear no haber crecido nunca y haberla seguido viendo solo como la persona que me cuidaba y me daba la única compañía que me servía. He crecido tan duro y tan malo y con tantas cucarachas en la cabeza. Y no se pudo poner a una distancia correcta con mi crecimiento, ¿por qué si me cuidaba cuando chiquito, por qué no quiso cuidar mi pensamiento modificando su mismo pensamiento? (2008: 84)

Signado por un abismo interno (a los ocho años los atardeceres le producían angustia) y sintiendo en la nuca la respiración de la muerte, Caicedo dedicó su adolescencia a aprehender el mundo siendo él mismo su mejor maestro: desde los diez años escribió disciplinadamente comentarios y críticas de los libros que leía, y los acopió en un folder titulado El libro negro(1), que fue publicado póstumamente como casi toda su obra de ficción y no ficción. “174 libros leídos desde los 10 años = 24,8 libros por año”, apuntó a los diecisiete años en la lista que llevaba de sus lecturas. 

Quiso llegar a la celebridad antes de los 20 años, entusiasmado con las “publicaciones en el periódico El Espectador, un primer premio de cuento en la Universidad del Valle, dos primeros premios nacionales, un segundo premio latinoamericano organizado por la revista Imagen, de Caracas, y dos premios universitarios de teatro”, pero el tiempo postergó ese reconocimiento conseguido hace algunos años en Colombia, donde actualmente es una figura de culto cuya obra, casi en su totalidad, ha sido publicada por el Grupo Editorial Norma.

“Qué misterio esconde Caicedo que todavía hoy nos importa”, se pregunta Carlos Patiño, profesor de comunicación social en la Universidad del Valle de Cali, al constatar el espíritu reencarnado de Andrés en una “nube de angelitos y angelitas que se exhiben, sin pudor, por las calles y carreras de Cali imitando sus más publicitados tics”. El misterio de la sensibilidad y las continuas horas dedicadas a su formación a partir de la lectura, el cine, la música y la escritura, que no se mencionan al encasillar su obra en la incesante búsqueda del placer, el hartazgo de estructuras mediocres, la intensidad del dolor, la orfandad y la presencia constante de la muerte.

Si Caicedo persiguió la fama anticipada, sus escritos literarios, epistolares y cinematográficos fueron el respaldo de este deseo, al punto que después de muerto dieron lugar a varios libros: Calicalabozo y Angelitos empantanados o historias para jovencitos  (relatos); Recibiendo al nuevo alumno, El mar (teatro); El atravesado, Noche sin fortuna (novela(2)); Ojo al cine (escritos cinéfilos); El libro negro (escritos crítico literarios); El cuento de mi vida y Mi cuerpo es una celda (memorias). 
 
La música, el cine y la literatura marcaron su destino y por ellas sobrevivió en los últimos años, aferrándose a la creación y al desborde de la ternura que asoma de tanto en tanto en sus textos y con la cual matiza los canales subterráneos de Calicalabozo, ciudad siniestra que lo ahoga, lo expulsa y lo atrae como un agujero negro imposible de evadir.

De sus grandes amores resuenan los nombres de Rosario, Nellie y Patricia: la hermana, la madre y la novia, a quienes escribió sendas cartas en las cuales descargó sus sueños y las tristezas de una honda soledad:

Con el horror y la expectativa de que ésta sea la última carta correspondiente al último día de vivienda juntos, después de que a lo largo de dos años hemos intercambiado, modificando por el gozo o por el sufrimiento nuestras vidas, después de que he llegado a un grado de dependencia de tu cuerpo, de tu alma, que difícilmente podría haber llegado a imaginar en años más tempranos de mi existencia Patricia, te espero; (…) con el corazón en vilo me vine hasta acá, corriendo, pendiente de la alternativa de la dicha, el alivio, que hubiera significado verte…”. (2008: 245)

Así dio inicio a la carta dirigida a Patricia horas antes de su muerte, carta en forma de grito que utilizó para invocar auxilio, escrita al límite de sí mismo, sin más testimonio que sus huesos dolidos por la ausencia de ella. Augurio de esa “anti-vida, de vida en reverso, de negativo de la felicidad, una vida con luz negra” que no pudo sobrellevar y que es el preámbulo de su última desesperación.
   
Mucho más se podría contar sobre Andrés, Cali y los misterios que aún mantienen su obra fresca, pero él escribió varias cartas para contarse y no hay mejor versión que la suya propia. “Lo principal en Caicedo es Caicedo mismo”, escribió Fuguet, y no deja de tener razón, pues la sensibilidad se advierte en cada palabra que desnuda al ser intenso, aterrado y solitario que llevaba adentro.

Si El cuento de mi vida es un libro de memorias, Mi cuerpo es una celda apunta por esa vía y así lo deja expreso Fuguet, al advertir en la portada el contenido del texto y aclarar en el epílogo la descripción del trabajo: “Un libro, claro está, se edita, se revisa, se pule. No se dirige, no hay montaje, ni se utiliza Final Cut Pro. Pero quizá éste sí se montó. No se me ocurre otra manera de entender mi proceso y mi lazo con Mi cuerpo es una celda, que el de un montajista que se encontró con mucho material y a un director-guionista que ya no está” (257).

Y es que Fuguet, escritor y cinéfilo chileno, al encontrar en el año 2000 un ejemplar de Ojo al cine, devoró los escritos de ficción y no-ficción del escritor caleño y se dejó arrastrar por el vértigo caicediano hasta editar todo el material compilado en el libro, gracias a la ayuda de amigos y familiares. La selección y organización cronológica de los escritos de Andrés: cartas, críticas de cine, poemas sueltos, hojas escritas a manera de diario, etc., son el gran aporte del libro, donde el lector hallará al ser que espera ser encontrado en forma de palabra: 

Ahora
estoy en mi hogar
He recorrido muchas calles
queriendo tener a gente de la mano
me hubiera gustado reconocerlas
contándole a esa gente
lo que ha visto
pero la gente no estaba
por ninguna parte
en ninguna calle. 

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1 CAICEDO, Andrés. El libro negro. La huella de un lector voraz. Colombia, Editorial Norma, 2008. 

2 Nos falta detallar su novela ¡Qué viva la música!, porque fue publicada cuando Caicedo aún vivía. De sus escritos cinéfilos, si bien fueron publicados en revistas, como conjunto, se editaron póstumamente.

 

© Gabriela Falconí, 2009

 

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