A
veces
me lo pregunto, pero es difícil. Cuando lo hago,
empiezan a aparecer recuerdos que cumplen un papel inquisidor
que no quiero llevar conmigo. O simplemente están
ahí, esperando mansamente sentados o apoyados
contra una de las paredes el momento exacto para asomarse
y malograr mis tardes y mis mañanas y mis días
enteros.
Por
suerte, aunque debido a un riguroso entrenamiento, he
empezado a adquirir niveles de fortaleza que nunca tuve
y, cada vez que se manifiestan, decido darme aún
más crédito y convencerme de que quizá
no sea necesario ir tanteando en otras mentes que no
sean la mía si lo que pasa en el mundo, y en
el mío particularmente, sea objeto de estudio
en una sala en la que todos dicen entender lo que se
debate.
Se
me ha dicho que el primer paso para poder sanar es ser
consciente de la magnitud de mi enfermedad, pero no
les creo, o les creo solo a medias. Y es que ya he pasado
por las recomendaciones que se indican en los manuales
que me fueron entregados: he culpado al resto durante
las dos o tres primeras semanas, he maldicho como un
condenado a muerte, y me he culpado una centena de veces
llegando incluso a causarme moretones.
No
hay novedad en este asunto. Ya me lo había dicho
Julia, y también mi madre, que no me iría
bien si seguía con esas juntas. Que las amistades
hablan de quién es uno realmente y que depende
de uno mismo inclinar la balanza hacia el juicio positivo
o negativo, o lo que fuera que esto signifique. Ahora
veo que ninguna tenía razón. Soy capaz
de darme cuenta de que, al igual que me pasó
a mí tantas veces, emitieron juicios sin haberse
sentado a reflexionar mientras preparaban la comida
del lunes o mientras pasaban toda la mañana del
jueves sentadas frente a un aparato ruidoso.
Quizá
sea mejor no perder más tiempo –ya perdí
demasiado– tratando de encontrar entre mis músculos
rojos y azules si fui yo o fue el mundo. Prefiero ahora
dedicarme a actividades más mundanas, como cuando
solía ir al banco vestido decentemente –trabajaba
en un banco–, y pensar en si es mejor estar oculto
debajo de estas sábanas tan grises como sucias
o si es más conveniente pararme e ir a observar
cómo los jardineros que vienen cada mañana
podan el jardín con un sentido de la estética
envidiable. Creo que elegiré lo primero. Hace
semanas prefiero lo mismo. Incluso cuando viene la enfermera,
Rosa, creo que le llaman, y me dice que me pare, y pone
la balanza en el piso y me invita a subir, con la cabeza
siempre mirando hacia delante, por favor, ya sabe cómo
es. Y yo que aún me avergüenzo, cómo
no avergonzarme si tan solo llevo esta bata verde que
me cubre únicamente la parte delantera.
Hay
días calurosos en los que se me da por pensar
que la cama en donde estoy echado desde hace ya un tiempo
(no sé exactamente cuánto, nunca fui justo
con las medidas) es la misma en la que pasaba mis días
de casado. La misma de la que me paraba todas las mañanas
para ir al banco y sentar mi vida a sellar y a firmar
y a sí señor y a tiene usted razón.
Es más, ha habido mañanas en que incluso
he llegado a estar convencido de que es la misma, de
que nada ha cambiado y de que mi enfermedad no existe
más que en la mente de algunas personas malintencionadas.
Sin embargo, como me ha sucedido tantas veces también,
no fue difícil darme cuenta de que estaba equivocado.
Y una vez más todo gracias a los recuerdos, que
finalmente son los únicos que se mantienen siempre
y que no se van y que si se van regresan.
Julia,
con quien ahora ya tendría cinco años
de matrimonio, compraba ollas arroceras como quien intenta
atrapar a su presa con la mejor carnada. Mamá
llamaba, y a veces yo mismo levantaba el teléfono,
pero era Julia la que hablaba, y que sí, Graciela,
se trata de una buena olla, y que sí, que pronto
se lo diré, que empiezo a preocuparme por lo
poco que duerme, pero se le ve bien, aún no es
nada grave. Entonces a mí me molestaba profundamente
esa complicidad femenina que tanto daño me hacía,
y me recostaba en el sofá, el que estaba junto
a la planta que mamá nos regaló el día
de nuestra boda, y esperaba a que el día terminase,
y me hacía la firme promesa de no comer arroz
esa noche.
Pobre
Julia. A veces creo estar convencido de que esos tres
años que convivimos le resultaron imposibles.
Sobre todo a partir de mi decisión de convertirme
en trompetista y dejar el trabajo –trabajaba en
un banco– y tocar de bar en bar y tener hambre
y comer solo arroz y polenta con cebolla si era necesario.
Supongo que ese fue el acabóse, como llamaba
mamá a lo que estaba ocurriendo. Y entonces volvía
a repetir que esas decisiones deben tomarse antes de
compartir el techo con una mujer, cuando aún
se puede creer que las fronteras existen solo en nuestras
mentes, cuando uno puede tener hambre sin dejar de sentirse
hombre. Pero Julia se mantuvo firme al frente del barco;
me ayudó a comprar mi primera trompeta –una
de las maravillosas Calicchio Ultra Copper Gold que
había en la ciudad– y pasábamos
las noches fumando y escuchando a Manusardi, a Bergonzi
y a Coltrane, mientras ella se convencía, y yo
también, de que triunfaría gracias a mis
pulmones, que entonces estaban sanos, y a la entonación
que iría adquiriendo con el tiempo.
Por
esa misma época empecé a conquistar, según
pensaba entonces, la capacidad de no cuestionar algunos
sucesos extraños que empezaron a ocurrirme. Todavía
compartía la cama con Julia, como es habitual
en los matrimonios que recién empiezan, y de
pronto me levantaba a media noche y me dirigía
a la mesa de la sala y sacaba un mazo de cartas y jugaba
sin ningún rival al póquer, con apuestas
y todo. Pensaba que era una actividad sensata, y la
adjudicaba o al cambio radical que había emprendido
o a las trompetas o a la elección de no usar
nunca más saco y corbata. Pero Julia no había
pasado por esos cambios, y era ella quien bajaba a la
sala, encendía la luz –casi siempre jugaba
a oscuras–, me cuestionaba con naturalidad y me
pedía que regresara a la cama.
Durante
esas primeras semanas –donde no solo jugué
al póquer en la madrugada sino también
al monopolio y al dominó– Julia se preocupó
pero no se alteró. Adjudicó mis escapadas
nocturnas al insomnio que según ella se debía
al cambio en mi ritmo de vida, y aún entonces
se sentaba junto a mí sin importar la hora, me
servía una taza con anís e incluso me
alcanzaba una frazada y jugábamos a que jugaba
conmigo. Ahora pienso en lo dulce que se le veía
con esa cabeza llena de ataduras y pelos largos y amarillos,
con el dulce alargamiento casi geométrico del
labio anterior y con la extraña manera que tenía
de inflar el estómago hasta formar una barriga
perfectamente embarazada. Pero yo estaba pero no estaba.
Seguía interesado en conocer ese mundo nuevo
que empezaba a descubrirse ante mí. Sin importarme
las largas noches en vela, que al final no me concernían
porque era músico y los músicos no tienen
horarios, y sin notar que cada vez las situaciones empezaban
a adquirir mayores niveles de complejidad.
Si
bien hoy en día he perdido la capacidad de encontrar
en mi memoria fechas exactas, creo que fue hacia la
cuarta semana de empezado el insomnio cuando desperté
cerca de las tres debido al sonido de trompetas que
se originaba en el patio de casa. Me acerqué
hasta la ventana y pude observar a un grupo de catorce
cadetes que entonaba un himno: distribuidos en dos filas,
llevaban una bandera con colores pasteles, trompetas,
platillos y bombos. Desde abajo, el teniente a cargo,
un hombre enjuto pero de costillas grandes, hizo callar
a sus soldados, y bastó con un grito seco y bien
entrenado para que me obligara a bajar. Cuando me hube
formado en la columna de la izquierda, todo fue más
fácil: sentí como si hubiera pertenecido
al regimiento desde su origen y empezamos a cantar con
naturalidad junto a mis primeros compañeros de
armas el himno que nos identificaba como ciudadanos
del mismo territorio. Cómo extraño el
viento helado de esas madrugadas. Los parques siendo
tomados por las ardillas y, sobre todo, las calles como
vírgenes enteras solo para nosotros.
Pasaban
por mí a la misma hora y reproducíamos
la dinámica inicial: formar dos filas, cantar
el himno, marchar unas cuantas cuadras para entrar en
calor y atender a la explicación del teniente
sobre el recorrido de la jornada. Con el uniforme puesto
era capaz de ver a la ciudad diferente. La imaginaba
como uno de esos territorios aislados y futuristas que
aparecen en las historietas, en donde solo crecían
plantas durantes las noches.
A
diario, como parte de la jornada, el teniente ordenaba
que pusiéramos trampas en las puertas de salida
de algunas casas seleccionadas con un criterio que solo
él entendía, argumentando que vivíamos
en un territorio tomado por los durmientes y que era
nuestro deber detenerlos o al menos retrasar su salida
al mundo.
Entonces
cada mañana y ya de vuelta en casa y junto a
Julia nos enterábamos de historias de personas
que, ya con el periódico y con el café
para llevar en la mano, habían sido atrapadas
en grandes redes o que esperaban ser rescatadas de profundos
huecos cavados frente a las fachadas de sus hogares.
Tenía ganas de contarle a Julia que yo era uno
de los artífices de aquellas acciones, pero preferí
omitir esa parte de la historia. Sin embargo Julia no
era tonta y empecé a estar seguro de que cuando
me ausentaba movía su mano buscándome
en la oscuridad y no me encontraba. Y entonces entendí
por qué empezó a salir con más
frecuencia por la tardes, por qué mamá
ya no llamaba tan a menudo como antes y a cambio prefería
hablar con Julia en un café o en la banca de
un parque.
Fueron
duras esas tardes de soledad, cuando incluso me olvidé
de cómo tocar la trompeta mientras esperaba que
Julia regresara. Creí que lo mejor era calmar
su preocupación, y una noche a la hora de la
cena cuando ya estábamos compartiendo un anís
y empezábamos a mover nuestras piernas por debajo
de la mesa buscando compañía, le conté
con mucha seguridad que si bien había participado
en la colocación de algunas trampas, no había
sido mi intención hacer daño a nadie.
Espantada, me preguntó por qué lo hacía,
y yo en silencio. No tenía nada que decir, y
fue lo peor. La transformación de sus gestos
fue inmediata. Por suerte pareció entenderme,
pero se paró y dijo que se marchaba a caminar.
Empecé
así a perder cercanía con Julia, a pesar
de haber decidido sellar las ventanas y no salir más
con la tropa. Pero hay veces en que la voluntad de uno
no es suficiente. Seguían llegando hasta mi patio
todas las noches, tocando la trompeta con potencia creciente,
diciéndome que bastaba con acatar una última
orden y me dejarían en paz. Pero ya lo había
decidido, y quería cumplir mi promesa, no obstante
sus herramientas de presión poco a poco haberse
tornado más eficientes: seguimientos cada vez
que salía por las mañanas a hacer alguna
diligencia doméstica, cartas conteniendo bichos
raros y más de tres decenas de llamadas al día.
Fue
tanta y tan diversa la presión, que tuve que
reconocer que lo mejor era cumplir la siguiente y última
orden con tal de no ver nunca más a esos militares
rondando por mi vida. La orden llegó al siguiente
día, con un hombre que llamó a mi puerta
y me dio un sobre cerrado. Esperar que esposa duerma.
Abrir armario. Sacar ataúd. Depositarlo en la
base. Destruir este papel. Máxima discreción.
Libertad prometida.
Usando
varios adverbios, me dije que no podía haber
un ataúd en mi armario. Por más que hice
memoria, no recordé haber comprado uno nunca.
Barajé la posibilidad de que en alguna de mis
rutinas nocturnas con la tropa hubiese podido adquirir
uno. Sin embargo preferí dejar las suspicacias
para otro momento y abrir el armario cuando ya no solo
Julia dormía sino también cuando la ciudad
había adquirido ese tono oscuro y palpitante
de las madrugadas. Allí estaba: blanco, con metales
plateados bordeando los lados, y con fotos de mamá
y de Julia pegadas en la superficie.
Recuerdo
que pesaba mucho, como si hubiera habido dentro cuatro
o hasta cinco cuerpos. Aún así lo levanté
y lo coloqué sobre mi hombro derecho, abrazándolo
hasta donde podía con la mano izquierda. Salí
de casa y la noche me pareció hermosa.
Caminé decidido por el centro de la avenida hasta
que llegué a la primera esquina y me di cuenta
de que no tenía la menor idea de dónde
quedaba la base en la que debía dejar el ataúd.
No tenía por qué saberlo. Siempre los
recorridos con la tropa se habían llevado a cabo
por las arterias principales de la ciudad, mas nunca,
de eso sigo estando seguro, fuimos a algún lugar
donde los cadetes bajaron las armas y se echaron por
fin a descansar. Traté de hacer memoria, qué
más podía hacer, pero nada. Vinieron a
mi mente algunas misiones que ya había realizado
exitosamente: la construcción de aquella embarcación
sin forma con la que recorrimos distantes territorios
o la vez en que me obligaron a pararme en el centro
de dos rieles de ferrocarriles mientras me peinaba con
el viento originado por los trenes en movimiento.
Barajé
varias opciones, y decidí seguir recorriendo
la ciudad hasta recordar dónde quedaba la base.
Así lo hice, mientras una cantidad alucinante
de voces empezó a cercarme y llenarme la cabeza;
pero aún así, evitando reconocer sus autorías,
caminé hacia el sur con la idea de que en aquella
zona podría depositar el ataúd.
El
camino era largo y la fuerza se me agotaba, sobre todo
cuando aparecían en mi mente imágenes
que no deseaba observar. Quizá en otra ocasión
la presencia de Julia y de mi madre hubiese sido divertida
o al menos hubiera pasado inadvertida, pero entonces
solo retrasaron el proceso de llevar a cabo mi última
misión, mientras trataban de detenerme abrazándome
por la cintura o jalándome de los pelos fuertemente
hasta estar a punto de perder el equilibrio. Basta ya
de estas estupideces, decía mi madre, ¿acaso
no ves que Julia te sigue esperando? ¿Acaso no
te das cuenta de que te estás perdiendo?
Algo
extraño empezó a ocurrir de inmediato.
Llevaba ya recorrido un buen grupo de cuadras cuando
noté la presencia de otro ataúd, esta
vez apoyado sobre la acera, esperando solo en una esquina.
En un principio no le presté atención,
pues no tenía cómo cargarlo. Sin embargo,
en la medida en que iba llegando a la intersección
de las avenidas, me sentí tentado a intentar
levantarlo. Apoyé entonces el otro ataúd,
descansé un par de minutos, y luego me puse ambos
encima: uno en cada hombro, por supuesto. Al cruzar
la esquina, y ya con la nueva calle frente a mí,
me encontré con algo que no esperaba: una suerte
de camposanto donde yacía más de una centena
de féretros.
En
ese momento hubiera querido abrir uno a uno los ataúdes
y descubrir qué o quién se escondía
adentro; pero me hubiese quitado mucho tiempo. No obstante,
sentí la necesidad de llevarme algunos conmigo:
si ya estaba allí, lo menos que podía
hacer era darme el gusto de ver hasta dónde podía
forzar mi esfuerzo. Así, y luego de contar nueve
ataúdes una vez terminada la calle –cinco
en el hombro izquierdo y cuatro en el derecho–,
seguí mi camino.
No
sabía que en la ciudad existiera un lago, pero
luego de caminar alrededor de cuatro kilómetros
y ya con los hombros hinchados y rojos y pidiendo varias
treguas, encontré uno. Me senté en la
orilla luego de depositar los ataúdes en la tierra.
Recordé –lo hacía cada vez que estaba
frente a una cantidad considerable de agua– cuando
de niño me divertía permaneciendo en lo
más profundo de la piscina de casa por uno, al
comienzo, por cuatro, a los dos meses, por siete minutos,
al tercero.
Luego
de un merecido descanso, empecé a meter uno a
uno los ataúdes al agua. Cuando todos estuvieron
adentro, algunos féretros se abrieron y desde
su interior empezaron a aparecer especies de figuras
humanas que gritaban y maldecían más de
la cuenta. Tenían la apariencia de hologramas,
pero pensar eso hubiese sido muy inocente: eran, sin
ninguna duda, las imágenes más reales
y maravillosas que jamás había visto.
Ya hubiese querido cualquiera observar cómo los
peces saltaban por encima de los féretros blancos
y marrones para luego sumergirse y así empezar
de nuevo y de nuevo y de nuevo. Sin embargo, cuando
ya empezaba a olvidarme del dolor, debí dejar
de observar aquella gala, ya que a mis espaldas aparecieron
veintidós personas que coreaban mi nombre como
si hubiera sido el capitán de algún equipo
nacional exitoso. Se sentaron inmediatamente detrás
de mí, al mismo tiempo que dos de ellos me agarraron
por los brazos y a la fuerza trataron de levantarme
y llevarme de regreso; al mismo tiempo que los cadetes
llegaron nuevamente hasta el patio de casa; al mismo
tiempo que Julia se movía en la cama y estiraba
su brazo y me acariciaba la cabeza; al mismo tiempo
que mamá me sacaba de la piscina y me regalaba
besos; al mismo tiempo que sentía cómo
el viento frío que entraba por la ventana que
dejé abierta me revolvía los cabellos.
Hace dos semanas recibí una invitación
para el nuevo matrimonio de Julia. Se casa con un hombre
al que nunca conocí, o del que nunca fui capaz
de percatarme. Espero que sea feliz. Estoy seguro de
que se lo merece. Quizá ahora, en este mismo
momento, anda inflándole la barriga a su nuevo
hombre, moviendo las comisuras de sus labios y las puntas
de sus cabellos, y sonriendo como si todo le sonriera.
Finalmente
esta mañana decidí pararme de la cama,
pensado en que me hubiese encantado haber tenido un
hijo y que ahora me visitase a diario, o cuando tuviera
tiempo libre; o al menos poder tener una foto de ambos
abrazados o besándonos. A veces lo imagino, tan
alto y flaco como yo, corriendo por la sala de espera
en busca de su padre, llevándome a caminar, y,
sobre todo, convenciéndome de que de ninguna
manera es la mejor opción estar metido en esta
cama mientras dejo pasar la vida delante de mis ojos.
©
Ezio Neyra, 2004 
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