Aquel
foro de filósofos concluyó que el conocimiento
y la ciencia, el arte y la misma contemplación
de la divinidad no eran otra cosa que la penitencia
impuesta al pecado original del hombre. Alguien preguntó
entonces:
— ...¿ y cual fue aquel pecado original?—,
y la asamblea enmudeció de pronto.
Durante
un tiempo sobrevoló sobre el ambiente cierta
inquietud perceptible en una multitud de cruces de mirada
entre todos los presentes. Después, cuando se
fue disipando aquel desasosiego hallaron causa de ello
en que una a una fueron las miradas conciliando una
sola dirección: la de un hombre seco y afilado,
un hombre tan agudo y puntual que todos jurarían
que siempre dio las seis en punto.
E
impelido por el flujo impenitente de miradas tomó
al fin el de la aguja la palabra. Y dijo a la asamblea:
—Entiendo por mi parte, colegas, que el pecado
original del hombre no fue otro que desertar de su puesto
natural, infringir las limitaciones que su naturaleza
le imponía, degustar los frutos del poder y abandonarse
a los placeres de la depredación. Y depredó
así el hombre a sus ajenos, depredó a
sus depredadores y depredó a sus iguales. Pero
todo esto ocurrió hace mucho mucho tiempo, tanto
que no es posible recordar cual sería el puesto
abandonado, cual el límite infringido. Eso ya
no lo sabemos, ya no lo sabemos...
Hizo
entonces una pausa, apartó su lente y aclarose
por tres veces la garganta. Y ante la creciente espectación
de la asamblea continuó dando un nuevo filo a
aquellas reflexiones.
—... Aunque entiendo que al enfrentarse al
lobo descubrió algo que quedaría encaramado
para siempre a su destino: la guerra ... ¡La guerra!
Y no tardó ya el hombre en enfrentarse al equino,
al bovino, al felino ... Y así, empeñado
en culminar aquella empresa en sólo unos milenios,
cuando hubo eliminado a todos sus competidores inmediatos,
cuando escaló el puesto más alto de los
que estaban a su alcance, cuando se coronó a
sí mismo como rey indiscutible de aquella creación,
entonces, alarmado y temeroso, lamentó amargamente
no encontrar contrincantes a su altura. Y se paró
a pensar -tal vez incluso pensó en movimiento-
y se dijo: “¿quién es ahora mi enemigo?”,
y descubrió su íntimo y permanente apetito
por la guerra. “¡¡Quién es
ahora mi enemigo!!” ...
Luego
recorrió con su mirada la nutrida concurrencia
y concluyó su discurso aseverando:
—Y como se encontrara el hombre solo y hambriento
de enemigos, en procura de calmar aquellos apetitos
realizó entonces cierta creación de urgencia
de sí mismo, y creó más tarde el
mundo y sus funciones, y dictó el carril de su
destino, y escogió a sus dioses en el saco de
los dioses ... Después, contemplando alborozado
su creación, por quedar de aquellos alimentos
plenamente satisfecho y rematar también su hazaña,
se declaró enemigo eterno de todo lo creado.
©
Rubén Jiménez González, 2004 
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