Doctor,
no insista en explicarme lo saludable que es para el
cuerpo dormir ocho horas, no ve que en mi caso lo que
dice es una broma de mal gusto. Por favor no me interrumpa
y déjeme contarle lo que me sucedió cuando
pretendía dormir. Primero fue el insoportable
zumbido de una mosca que provocó la crucifixión
de mis nervios. Minutos más tarde sonó
el teléfono, no sólo una vez sino cinco:
tres equivocado y dos me colgaron. Pero esto solamente
era el comienzo de la noche, ya que luego mi madre me
envió un fax que leí con desagrado pues
me pedía que le pagara una deuda. Volví
a acostarme, pero no podía dormir a causa del
monótono reventar de unas gotas al caer en el
lavabo. Y finalmente para coronar mi exasperación
el despertador sonó una hora antes de lo programado,
obviamente que me enojé e intenté apagarlo,
pero no pude, aunque la orden salía de las dendritas
de mis neuronas luego bajaba por la columna vertebral
y se prolongaba finalmente por mis brazos hasta llegar
a mis dedos, éstos ni se movían. Ante
la impotencia me puse de pie y mis ojos se precipitaron
al suelo, uno rodó por el piso perdiéndose
entre los libros y el otro cayó en la cama. ¿Mi
cuerpo? Doctor no me pregunte por ello. Bueno, mejor
se lo digo, mi cuerpo cayó como vaciado de un
balde, se desplomó en forma de masa acuosa. Lo
único sólido en ese cuadro daliniano en
que se había convertido mi habitación
eran mis ojos, nadie puede contradecirme cuando digo
que intenté armar lo que de mí quedaba,
entonces, traté de coger mis ojos, pero fallé
en principio pues me acordé que no tenía
cuerpo. Advierto que no tomé licor ni me drogué...
y si busco el porqué de mi situación en
acciones anteriores sinceramente no las encuentro; pero,
como es justo para un doctor saberlo todo y conveniente
para mí que lo sepa le digo que dormía
como de costumbre: tarde. Ah! los ojos me ardían,
pero no tiene mucha importancia o ¿si? Sigo,
la llave del lavabo estaba mal cerrada y goteaba imperturbablemente;
aunque el tronar de las gotas al caer fuese un castigo
yo ya no tenía fuerzas para levantarme y cerrar
el grifo. Me enojé a los minutos y lo inevitable
sucedió, me levanté y lo cerré.
Pero, la vida por algo tiene la tendencia a ser cruel:
el grifo goteaba de nuevo. Me controlé para no
llorar de ira, me levanté y cerré la llave
por segunda vez. A la tercera no pude soportarlo, cogí
la tapa del tanque del inodoro y lo tiré sobre
el grifo. Claro ya sé Doctor, torpeza imperdonable
y es que mi razón había sido devorada
por aquellas juguetonas gotas, ellas saborearon su mejor
festín con mi desesperación. El agua salió
sin control inundándolo todo, no lo aguanté
más, me metí a la cama y dormí.
Me ayudó mucho en mi propósito por conciliar
el sueño el discurrir del agua por mi habitación,
ya que me arrullaba como si estuviera a orillas de un
río. Y cuando sonó el despertador me descontrolé
y no sé cómo decirlo... bueno, en pocas
palabras reventé.
Unos
golpes en la puerta del consultorio del Doctor lo removieron
del bloque de concreto en el que se encontraba, debido,
al escalofriante testimonio de su paciente. Luego de
unos segundos el Doctor articuló algunas palabras
las cuales permitieron que la enfermera entrara. Sin
embargo, el asombro seguiría en aumento, esta
vez por parte de la enfermera, ya que ver encima del
escritorio un plato con dos ojos no es nada normal,
entonces, no tuvo más opción que preguntarle
al Doctor qué pretendía hacer con esos
ojos en aquel plato. Él con su voz ronca y cancina
le respondió que eran de vaca y que su hijo se
los había pedido para su clase de Biología.
Es así que la enfermera vio que todo volvía
a la normalidad, y con una enorme sonrisa le dijo al
Doctor que dejara de mirar tanto aquellos ojos pues
terminarían por hablarle.
©
María de Fátima Salvatierra, 2004 
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