"Te
extraño mucho".
"Llámame
a las diez".
El papelito estaba doblado en cuatro y cayó al
suelo cuando abrió la portezuela del auto.
Lo levantó automáticamente, lo desdobló
y leyó el mensaje.
No sintió nada.
Se dio cuenta de que no sentía nada desde hacía
mucho tiempo.
Al detenerse ante el primer semáforo volvió
a leer el mensaje.
Estaba escrito a mano con una letra puntiaguda, femenina
y desconocida.
Se trataba de un error y su destinatario era otro. Aunque
todos lo conocían en la universidad y sabían
muy bien cuál era su auto.
Dejó el papel en el asiento, desdoblado como
una mano abierta palma arriba, y continuó manejando
sin placer.
Llegó a su casa a las dos en punto, como de costumbre;
pero esta vez no entró de inmediato y se quedó
sentado con la mirada fija en la pared blanca que tenía
delante. No podía bajar del auto; había
olvidado los movimientos necesarios.
Además, la pared no era blanca.
Volvió a leer el papelito y decidió romperlo
y botarlo.
Pero se dio cuenta de un detalle curioso: la segunda
oración estaba separada de la primera por un
punto aparte.
¿Por qué la pared no era blanca ahora
si siempre lo había sido?
Dobló el mensaje por los dobleces originales,
lo guardó en un bolsillo del saco y, con gran
esfuerzo, recordó los movimientos para bajar
del auto.
Se acercó a la pared que había sido blanca.
El almuerzo estaba sobre la mesa: una ensalada de verduras
crudas con queso, una fruta, un vaso de leche. Siempre
lo mismo, servido por el fantasma antes de que él
entrara.
Almorzó sin sabor y bebió la leche sin
respirar, aunque era malo para la digestión.
¿Por qué el punto aparte?
La autora, porque no cabía duda de que era una
mujer, había separado radicalmente las dos oraciones
con un propósito semántico preciso.
Entró en su estudio: pequeño, oscuro y
fresco, con las cuatro paredes cubiertas de libros;
muchos de los cuales podría releer, ahora que
le sobraría tiempo.
Se sentó ante su viejo escritorio, escrupulosamente
ordenado, y escuchó al fantasma llevarse los
platos y cubiertos a la cocina. Los mismos ruidos, el
mismo número de pasos apagados, el mismo rechinar
de la puerta.
¿Cómo cambiaría eso ahora? ¿Cambiaría?
Era inevitable que las rutinas fundamentales de su vida
se convirtieran en rituales vacíos. O desaparecieran,
dejando...¿qué?
Tomó los exámenes que debía calificar
para el día siguiente.
La víspera, con una sensación de alivio,
casi había terminado. Nada excepcional que fuera
más allá de lo esperado; nada que amenazara
con un futuro y gran escritor peruano, que probablemente
terminaría como una promesa más.
La nada de siempre; su territorio favorito.
Con una excepción molesta.
La había dejado para el final con la esperanza
de que desapareciera o se convirtiera en otra mediocridad.
Sacó el papelito.
¿Por qué el punto aparte?
"Te extraño mucho" era una
declaración emotiva, que revelaba una situación
poderosa ante la cual aquella mujer se había
rendido. Pero no se trataba de una debilidad. Todo lo
contrario. Expresaba la fuerza de una mujer que exhibía,
sin disfrazarla, su vulnerabilidad ante un gran amor,
al que se entregaba mediante una orden categórica
que no temía ser desobedecida: "Llámame
a las diez".
¿Por qué la vacilación de un punto
aparte?
En el curso de Literatura Comparada que él mismo
había iniciado en la universidad años
antes, había ordenado, como examen semestral,
un fragmento no mayor de dos carillas, cuyo centro dramático
fuera una elipsis enigmática. Nada más.
Un examen sencillo y casi imposible.
Eso pensaba con satisfacción anticipada; que
se había hecho real ante el desastre de los exámenes.
Con una sola excepción anónima.
Resistió la tentación de quebrar la complicada
regla que se había impuesto de no identificar
a sus alumnos antes de la calificación del final
del curso; cuando (y solo entonces) deberían
revelarse los nombres ocultos tras los seudónimos.
Como en los concursos literarios.
Colocó en el escritorio el examen inquietante
y el mensaje misterioso. Durante un momento pensó
en romperlos y quemarlos; pero un sudor frío
en la espalda lo contuvo. Ambos tenían el mismo
número de palabras: siete.
Lo sabía antes de contarlas.
¿Cómo es que, después de tantos
años, no se había dado cuenta de que la
pared no era blanca? Estaba seguro de que había
sido blanca. Escrupulosamente blanca.
La examinó de cerca, palmo a palmo.
Efectivamente, no solo no era blanca, sino que nunca
lo había sido. Su no blancura era muy antigua
y muy limpia. No era cuestión de suciedad sino
de origen.
Resopló con exasperación porque no soportaba
los enigmas que ocultaban la verdad; aunque mucho tiempo
atrás había llegado a la conclusión
de que, casi siempre, la verdad es una mentira desagradable.
Decidió comenzar por el examen; y en ese instante
el mensaje perdió importancia. No se explicaba
cómo había perdido tanta atención
en semejante tontería: un error estúpido
que no valía la pena aclarar. Lo apartó
y se concentró en el examen que, a todas luces,
parecía otra tontería: una burla que ni
siquiera valía un castigo. Pero era un examen
y debía calificarlo con toda seriedad y justicia.
"Al morir,
Lázaro recordó que había muerto".
Siete palabras. Como el mensaje. Y también dividido
innecesariamente en dos renglones.
La diferencia era que el mensaje estaba escrito a mano,
y el examen, a máquina; con un seudónimo
que parecía otra burla: "¿Oxímoron?"
Forzándolo podía ser un oxímoron,
y con eso bastaba para calificarlo con un 11 generoso.
No podía juzgar un trabajo por el seudónimo.
Sintiéndose culpable y tonto se concentró
en el texto.
¿Por qué los dos renglones? De nuevo el
sudor le enfrió la espalda. No podía fijar
su atención en el examen sin que le bailaran
en el cerebro las siete palabras del mensaje. Con un
carajo mudo aceptó la comparación como
un desafío.
Se trataba de una broma cretina de la misma persona;
hombre o mujer.
Terminaría de una vez con este asunto. Tomó
el mensaje, alisó con cuidado el papel y lo examinó
detenidamente con una lupa.
Los dobleces habían sido repetidos. Una vez por
él, desde luego. La otra era anterior. La autora
había doblado, desdoblado y vuelto a doblar el
papelito.
Quizás el mensaje había sido la primera
oración y ella lo había desdoblado para
añadir la segunda. Lo que demostraba que no era
una persona tan fuerte. Desdoblar el mensaje para completarlo
era fruto de una inseguridad de adolescente, del temor
de que no bastara el primer renglón para que
se hiciera lo que ordenaba el segundo. Era una señal
de debilidad.
Lo dominó una oleada breve y violenta de exasperación.
No se trataba de una adolescente. No podía ser
ninguna de esas muchachas que meneaban sus culitos apretados
por las aulas y los jardines de la universidad, y que
lo miraban con ojos ausentes en sus clases. La autora
del mensaje debía tener cuarenta años.
Tal vez treinticinco. Ni uno menos.
Él no aparentaba más de sesenta años;
a pesar de lo cual lo habían jubilado porque
tenía setenta.
¿Y esta monumental estupidez, a la que se sumaban
las otras dos, justamente ahora, cuando ya había
aceptado que era un anciano y que, quizá, los
administradores de la universidad eran más sabios
que los sabios al percibir el momento en que estos dejaban
de serlo aunque aparentaran lo contrario?
Saltó como un gato sobre el examen.
Era más viejo de lo que pensaba.
No se había dado cuenta de algo que saltaba a
la vista.
No se trataba de un examen, ni de un modelo de elipsis,
ni de un oxímoron.
Se trataba de uno de los cuentos más breves de
la historia de la literatura.
Siete.
El mismo número de palabras que el cuento del
dinosaurio.
Y este era más rico y dramático.
Además... Sí: era una elipsis precisa
y sutil.
No era un examen, sino un complemento del mensaje.
Se levantó y comenzó a dar vueltas alrededor
del escritorio.
Era original. Buscó en las erudiciones de su
memoria algo semejante, y no lo halló. Era original
y estaba destinado a él.
El mensaje no era un error y también estaba dirigido
a él.
Se trataba de un solo autor.
O autora.
Desde la primera lectura, y aunque los textos eran demasiado
breves para una comparación de estilos, había
dado por sentado que el mensaje era femenino, mientras
que el examen era de un hombre.
Claro que en el fondo no estaba seguro. Recordaba, en
secreto, varios errores y confusiones que lo avergonzaban
por haber caído en ellos; a pesar de "Las
Canciones de Bilitis"
¿Y si se trataba de la complicidad entre un hombre
y una mujer para...?
¿Para qué? ¿Qué sentido
tenía todo esto? ¿Alguien le estaba enviando
un mensaje críptico, tan importante que debía
ser absolutamente secreto? Tan secreto, que ni él
mismo sacaba nada en claro. Ni le importaba un comino,
que era lo más grotesco.
Se volvió a sentar, exhausto. Pensó que
la hermosa mujer estaría aguardando las diez
sin saber que el verdadero destinatario jamás
había recibido nada, porque él, sin quererlo,
había interceptado el mensaje rompiendo el hilo
de una historia que no le concernía en lo más
mínimo; y provocándole la desagradable
sensación de haberse convertido en el agente
involuntario de una jugarreta estúpida del destino.
¿Y Lázaro? ¿Dónde encajaba
la breve historia de Lázaro y de su doble muerte?
¿Algún alumno ingenioso le estaba jugando
una broma pedante o le estaba enviando un mensaje que
no tenía nada que ver con el otro?
La coincidencia de esos dos papeles, tal vez relacionados
entre sí y tal vez no, le había producido
una agitación creciente, rompiendo la paz emocional
que le había costado tanto conquistar.
A las ocho no se había movido del escritorio.
El papelito del mensaje y la cuartilla del examen brillaban
en la oscuridad. Los ruidos del fantasma habían
cesado mucho antes.
Entonces, por primera vez, sintió la soledad.
Encendió rápidamente una luz; pero la
soledad continuó.
Se refugió en la hipótesis de que los
dos mensajes eran uno solo.
Todo era cuestión de encontrar la clave de la
conexión entre ambos.
Pero luego de un rápido cálculo de las
posibles combinaciones de las catorce palabras, abandonó
las matemáticas y se hundió en un esfuerzo
intuitivo para buscar un atajo sintáctico. La
solución era lógica; la cuestión
era verla.
Comenzó por reordenar el texto sin añadir
ni quitar una palabra: "Al morir te extraño
mucho. Llámame a las diez. Lázaro recordó
que había muerto".
No tenía mucho sentido, salvo el de aclarar que
no se trataba del amigo de Jesús, sino de un
posible símbolo.
Intentó otro camino: reordenaría los conceptos
sin limitarse a las catorce palabras: “Estoy
muriendo porque te extraño mucho. Llámame
a las diez. Recuerda que Lázaro ya murió".
El asunto parecía aclararse; pero debía
simplificar: Lázaro murió a las diez.
“Llámame. Te extraño mucho".
Si aceptaba que no se trataba del Lázaro evangélico
podía tacharlo para simplificar y precisar el
mensaje: "Ya murió. Llámame a
las diez. Te extraño mucho".
Miró el reloj: las nueve.
Le quedaba una hora.
¿Para qué?
¿Habría matado al marido?
¿Lázaro era el marido?
¿Era un asesinato o una telenovela?
Decidió hacer un esfuerzo más de simplificación,
sin abandonar la hipótesis del mensaje único.
Quitaría todo lo posible para ver qué
quedaba: "Murió. Llámame. Te
extraño".
Las cuatro palabras lo hipnotizaron.
Cuatro palabras.
La narración más breve en la historia
de la literatura castellana.
¿De manera que era eso? ¿Un proceso creativo
estimulado por la coincidencia casual con un mensaje
equivocado? ¿Un examen presuntuoso y la necesidad
agónica de demostrarse a sí mismo que
su jubilación era la estupidez precoz de un sistema
universitario asfixiado por dogmas estériles?
Tres tonterías distintas y una sola casualidad
cojuda.
Se quedó suspendido en el aire.
Acababa de recordar un juguete verbal que había
ideado para que sus alumnos comprendieran lo que él
denominaba Lógica Literaria:
"Cuánta casualidad en la causalidad.
Y en la causalidad, cuánta casualidad.
¿No será, por casualidad,
casual la causa?
Y lo causal
¿no será casual?”
A pesar de que siempre sucedía lo mismo, lo divertía
el alto porcentaje de estudiantes que, o copiaban mal
el juguete cuando lo dictaba por primera vez, o no entendían
nada antes de varias lecturas. Fuera de los que nunca
entendían nada.
Y ahora se encontraba ante un bumerán: su mismo
juguete había descrito un círculo perfecto
para golpearlo en la cabeza con la contundencia de las
leyes de la gravitación.
La casualidad, ese símbolo por antonomasia de
la libertad anárquica del destino, era una ley,
desconocida como tal, pero cuyos preceptos se cumplían
con más rigidez que la muerte.
Estaba en un callejón sin salida. Lo único
que le quedaba era retroceder para intentar una escapatoria
por donde había entrado.
Se encontró ante tres puertas: un mensaje, que
podía ser un error o una broma; un examen, que
también podría ser una broma brillante;
y la noticia de la jubilación absurda. Las tres,
por "casualidad", se habían abierto
el mismo día para que él entrara (¿o
saliera?) sin darse cuenta de que, a pesar de su disfraz
de cosa imprevista, se trataba de la causalidad brutal
de una ley implacable.
Implacable si él quería que lo fuera;
pero de ningún modo si mandaba todo al carajo
y no entraba en el juego suicida de tratar de comprender
una ley. Una trinidad de catalizadores que su romanticismo
anacrónico, ávido de aventuras misteriosas,
intentaba convertir en una estructura fatal del destino,
que lo llevaría adonde nunca se había
atrevido a acercarse siquiera.
A estas alturas postrimeras de una vida inmunizada de
la vida por la ausencia de hados y musas, y la asepsia
de la soledad.
Trató de sonreír para neutralizar la indignación
que lo amenazaba por haber perdido estúpidamente
tantas horas. Había, es cierto, tres puertas;
pero saldría por las tres al mismo tiempo para
reafirmar sus derechos sobre su propia vida; y, sobre
todo, porque en ese mismo instante y con toda seguridad,
la hermosa mujer del mensaje y el brillante alumno del
examen se estarían riendo con sus amigotes; y
el rectorado suspiraría con el alivio de haberse
librado del dinosaurio más antiguo de los que
aún ambulaban, desorientados, por los jardines,
las aulas y los corredores pasteurizados de la universidad.
No calificaría el examen.
Ni ese ni ningún otro.
Que los muertos entierren a los muertos.
En cuanto al mensaje, si es que no se trataba de una
tonta equivocación, no tenía importancia.
Al fin y al cabo ¿qué la tenía?
Leyó por última vez los dos escritos.
Qué lástima. Qué equivocados. Qué
manera de errar el blanco. Qué desperdicio de
enigmas. Qué escena final más mediocre
e inútil.
Lo peor era que se intuía el material necesario
para un final hermoso, apasionado, de una melancolía
luminosa e inolvidable, que borraría la rutina
gris de la vida en un solo momento eterno de amor y
belleza.
Los amantes lo recordarían y lo cantarían
siempre para celebrar su felicidad o para llorar sus
tristezas. Los que nunca habían amado, o no amaban
ya, lo harían por primera vez o de nuevo, arrastrados
por ese extraño capítulo final de una
historia sin historia, que se despertaba demasiado tarde,
demasiado pobre; pero con tanta energía, que
encendería estrellas donde nunca las hubo. Aunque
solo duraran un instante.
¿Y quién encendería las estrellas?
¿Él? La verdadera burla no estaba en el
mensaje, ni en el examen, ni en la injusta estupidez
de su jubilación; sino en la convergencia estéril
de esos tres factores sin resultado posible; en el error
del momento y del destinatario.
El destino, si es que existía y era el autor
de esta inspirada jugada de ajedrez, la había
desperdiciado en él, que ni siquiera sabía
jugar ajedrez.
Pero sí puedo "mirar desde lo alto de
mi estéril colina, los verdes paraísos
donde nunca entraré". Y ahí
se ocultaba la crueldad de la burla. No era un error
del destino, sino un acierto preciso; porque él
era el destinatario perfecto en el momento perfecto.
Lo habían despertado, ya al borde del final,
para que fuera testigo de su propia...¿qué?
Nada. Eso era. Para que fuera testigo de su propia nada.
Al fin y al cabo era profesor de literatura y estaba
capacitado para redactar correctamente, y en seis palabras,
su autobiografía: "Soy testigo de mi
propia nada". Qué maravilla. Al fin
había creado algo sin dejar de ser nada. Un oxímoron
precioso, y una elipsis oculta que abarcaba toda su
vida.
Algún día tendría que conocer a
"¿Oxímoron?" para conversar
sobre su examen. ¿Se trataría de otro
testigo estéril de la hermandad? En todo caso
tenía derecho de conocer la causalidad casual
de su examen, y la calificación que merecía.
Además, quería preguntarle si el Lázaro
de su historieta era él, que, ahora sí,
aguardaba su segunda muerte, porque ya había
recordado la primera.
En cambio, la mujer, la hermosa mujer del mensaje, seguiría
preservando el misterio de la cumbre inalcanzable. Nunca
descubriría quién era; salvo que otra
casualidad le revelara su identidad y las causas de
su broma o las consecuencias de su error.
¿Qué hermosa mujer de treinticinco o cuarenta
años había en la universidad?
De nuevo el sudor frío le empapó la espalda.
¿Cómo sabía que era una mujer hermosa?
Encendió un cigarrillo: el tercero y último
que se permitía fumar cada día.
Un vacío de angustia le llenó el pecho.
¿De dónde había sacado que era
hermosa?
La idea de que se trataba de un juego solo lo alivió
un instante, porque si no se conocen sus reglas, el
juego no se diferencia de la vida.
La belleza del mensaje no era un juego. Ni una broma.
Ni podía ser un error. No existía en su
vida un solo recuerdo de un placer tan intenso y tan
doloroso como el que le producían las siete palabras
del mensaje. Y se lo producían a él. Solamente
a él. Era imposible que hubiera otro destinatario.
Pero también era imposible que el destinatario
fuera él.
¿Imposible?
La angustia ya era insoportable.
Debía vencerla si no quería ahogarse en
esa agonía absurda.
Se puso de pie, temblando, y encendió todas las
luces de su estudio.
Tenía que proceder con la pasión y la
frialdad de un exorcismo.
Con movimientos mecánicos rompió en pedacitos
el mensaje y el examen.
No debía quedar nada porque no había nada.
Absolutamente nada.
A la mierda con el mensaje, con el examen y con la jubilación.
A la mierda con la universidad.
A la mierda con la mujer hermosa.
Pero a las diez en punto levantó el teléfono
y la llamó.
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(*)
“Elipsis” forma parte de su libro de cuentos
Un hombre flaco bajo la lluvia, publicado recientemente
por Editorial Matalamanga.
©
Armando Robles Godoy, 2004 
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