Que
como a todos le puede
suceder un día cualquiera
Las
ciudades son lugares como cualquier otro lugar del planeta.
Suceden cosas en ellas. Los hombres y mujeres que las
habitan conviven en un mundo falaz. Uno de ellos es
Vicente, o Vico según como lo llamen o recuerden
sus amigos. Él trabaja para un supermercado y
se encarga de reponer los frascos de mermelada o de
mantequilla o de leche que pueden estar faltando en
los estantes del establecimiento. Vicente esta enamorado
de Ana quien es su compañera de turno y esta
casada hace tres años y tiene una hija.
Vicente
no le ha dicho nada y Ana se sorprende cada vez que
él llega con un detalle, esa mañana fue
una caja de chocolates, o como la otra vez que se echó
la culpa de la ausencia de algunos frascos de manjar
blanco en el turno de Ana, y se lo descontaron a él
del salario del mes. Vicente tiene un padre que se dedica
a robar carteras en la esquina de La Habana y San Mateo.
Es usual verlo a Vicente llegar a la comisaría
de Mirones a pedir que lo dejen ir aduciendo problemas
mentales en el viejo. Los policías del lugar
lo sujetan, porque el viejo se resiste y grita y golpea,
y a empellones lo sacan a la calle y lo dejan inconciente
sobre el pavimento. Vicente gasta las monedas que le
faltan y en un taxi se lo lleva del lugar hacia la casa
de la abuela que es donde vive junto a los tíos.
Vicente es su único hijo.
Esa mañana Vicente llega a trabajar como cualquier
otro y encuentra que Ana no ha llegado todavía.
Su jefe esta enojado por su ausencia y lo único
que hace es repetir que la despedirá si lo hace
una vez más, advirtiéndoles de esa manera
al resto de empleados. Ana llega como al mediodía
y entra a la oficina del jefe con la mirada en el piso.
Después de mediahora sale con los ojos llenos
de lágrimas y se pone el mandil de trabajo. Le
cuenta a Vicente que le ha dicho que a la próxima
la echa. Vicente le dice que es un cobarde y le pregunta
por las razones de su tardanza. Ella queda en silencio.
La llegada de la tarde hace pensar que todo llega a
la normalidad. Juntos salen a almorzar al comedor que
queda en la parte trasera de la tienda. Ana le cuenta
que esa mañana su hija se ha ido con el padre,
y que tiene miedo que él no se la devuelva más.
Han viajado con la excusa de ver a la mamá de
este a Iquitos. Ella le cuenta que el esposo se dedica
a pasar droga por la frontera con Colombia en embarcaciones
clandestinas. Ana ha quedado sola. Vicente lo sabe.
Se recrimina que su conciencia piense que esta es su
oportunidad. Él la ama y haría de todo
por verla feliz y tranquila, especialmente feliz. Salen
juntos nuevamente a trabajar y de pronto el jefe llama
a Ana a su oficina. Ana sale a los cinco minutos y le
dice a Vicente que la han suspendido por toda la semana
sin pago ni nada. Vicente le dice que no se preocupe,
que renuncien los dos en ese momento, que él
conseguiría un mejor trabajo, que se vaya a vivir
con él. Ella se ríe al principio, luego,
viendo la cara de él, enojada le responde que
esta loco. Ana se va sin despedirse y Vicente se pregunta
porque será tan tonto.
Antes de que acabe su turno Vicente es llamado a la
oficina del Jefe. Vicente se siente extraño,
recordaba no haber cometido ninguna falta, de repente
era por Ana, si era por Ana se preocupaba. Encontró
al supervisor de la tienda con el jefe de seguridad.
Le dijeron que en la puerta habían encontrado
a un hombre saliendo con cuatro frascos de manjar blanco
en los bolsillos, que lo habían revisado y que
entre tarjetas de crédito falsas, chequera en
blanco, billetes de cien y cincuenta dólares
falsos, habían encontrado una licencia de conducir
con su nombre y con su foto. “El anciano que las
tenía dijo ser su padre”, le dijo de pronto
uno de ellos. Vicente palideció, pensó
que con esto perdería el trabajo. “Yo no
tengo padre”, respondió a uno de ellos,
y continuó: “Así que es absurdo
que continúe en esta oficina, si es que me permiten,
me retiro”. “Aun no”, cogiéndolo
del brazo lo detuvo el más grande que era el
jefe de seguridad: “Si le interesa el hombre se
desvaneció en el momento y trasladándolo
al hospital murió, según nos informaron
de un ataque al corazón, de todas maneras si
no es su padre de repente nos ayude a reconocer quien
puede ser”. Vicente intentó moverse pero
vio que sus piernas no le respondían. Su padre
hubiese querido en un momento como ese que llegara para
sacarlo una vez más de esa, pero esta vez era
diferente. Salieron juntos de la oficina. Fernando,
uno de los empleados, lo interceptó fuera: “Ana
dejó esto para ti”. Era la caja de chocolates
vacía pero con un papel dentro: “Te quise
mucho, Vicente, gracias por todo. Un beso, siempre te
recordaré”. Vicente recordó que
Ana era casada y que tenía una hija y que eso
era más fuerte que todo. Recordó la última
imagen del rostro de su padre.
Ese día como todos no fue uno más, Vicente
amo y lo desamaron, perdió y recuperó
algo. En el auto de la policía que lo transportaría
al hospital donde se encontraba su padre leyó
en la guantera: las plegarias atendidas son el fruto
de los días. No leyó más.
©
Aldo Incio, 2004 
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