César
Vallejo pregunta quién ha roto su paraguas
Hay un altar de frentes en su frente,
un sabor de cenizas en sus ojeras,
y una nariz inventando relojes en su rostro.
Adentro las palabras en su mina,
un imán secreto las convoca, y
Vallejo las dobla en su extraña fragua;
luego quedan duras como la piel de un tambor,
y así va el poeta amoblando su casa.
Vallejo
ama la escasa luz de las mansardas.
Es como un árbol invernal a orillas de un acantilado
que ha perdido hasta su propia sombra.
Hay una foto con mano en mentón, que lo
muestra como si un momento antes, su madre le hubiera
dicho:
Si te portas mal no vas a ninguna parte.
Vallejo
es una trampa para nubes esperando su animal;
alguien deteniendo la gente en la calle,
preguntando quién ha roto su único paraguas,
¿quién con tanta saña?, ¡
por Dios !
Vallejo
es como un viudo de esos que se ríen en las
esquinas del barrio, y al llegar a casa se acuestan
al lado de la ropa de la ausente.
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Lo que nadie sabe
Mi madre aseguraba que una taza de ruibarbo
podía curarlo todo, hasta los males del amor.
Mi
padre pensaba que un poco de dinero era mejor
que el ruibarbo y el amor
( además, podía comprar mucho más
que eso ).
Cuando
yo tenía fiebre o estaba triste ella me daba
ruibarbo.
Mi padre me dejaba algunas monedas.
Cuando
ella murió él se metió en su cuarto,
apago
la luz y sentí que lloraba bajito. Jamás
lo había
visto hacer esas cosas y el aire empezó a faltarme.
Toqué
la puerta y cuando me abrió
dejé en su mano una moneda.
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La
Criatura
Sobre las aguas del lago una extraña criatura
flota.
Cuando me acerco en mi barcaza me observa con estupor,
Tiene ojos rosados y manos con sólo dos dedos.
Me
pregunta quién soy.
—Un
hombre —digo.
—
Vaya –dice—.
Un hombre.
Y
continúa flotando como si yo no existiera.
—
¿Y tú quién eres ? —pregunto
a mi vez, un poco
molesto por su displicencia.
Y
la criatura después de echar sendos chorros de
agua por sus ojos, me dice :
—Soy
un hombre.
Entonces
entramos en una agria, larga y bastante
absurda discusión.
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El
siempre abrazo
Hasta mi soledad llegan los amigos
ellos saben dónde buscarme y encontrar
Aunque
no conocen con certeza lo que soy
lo presienten dicen
No espero que puedan entender
por qué inútilmente debo ser Junieles
por qué tomo a veces el teléfono me llamo
y no me encuentro
por qué no me afano enseñando lo que no
puede aprenderse que una palabra es la distancia
A
ellos me une algo más que unos tragos
y una pila de libros mal leídos
Mi gente del converse y del enamore
Pero
la soledad estaba antes que ellos
por eso no se ha ido y me reclama
no es que la ame más pero sí por más
tiempo
Los
amigos
les digo adiós
y enseguida lamento haberlo dicho.
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Los que oyen canciones
en la oscuridad
A
María Eugenia
Tu
y yo sabemos que el amor gasta sus llantas
pero hay que rodar y sentir el viento.
Sabemos también que nuestro corazón es
una espada y no una cuchara,
que un día cualquiera juntos oiremos amanecer
el día en animales lejanos.
No
estamos tan lejos como crees
sólo un gesto y pocas palabras.
Niña blanda y dulce como un mango al mediodía,
como el sudor de los caballos,
como la canción de un pájaro invisible.
Tú
sabes que el amor
es ese columpio que mece el viento en nuestro patio.
Te lo digo con la voz de un cuervo criado con miel
que escoge palabras de algodón para hablarte:
Soy la señal de detente en el camino que llevas,
soy la música que te hace bailar de pequeña.
No
viví en un armario antes de ti.
Como luna de planetas equivocados
pasé veinte años en bares y bibliotecas
para terminar tomando café en la cocina de mi
madre,
mirándola en su verdad,
libre de una extraña forma,
como si supiera algo distinto a todos nosotros.
Vamos
a llegarnos,
como un par de ciegos que entran al cine.
Porque pensar que existes en algún lugar
me ayuda a seguir.
Porque sé que en tu pecho sabes
que los mejores besos son los que
llegarán.
Aquellos que guardo sólo para ti
ese sueño que nunca olvido al despertar.
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Lejos
de Nueva Inglaterra
Sylvia Plath,
lejana muchacha tan cerca,
yo también soy esta espina que me avisa que estoy
vivo
el mismo acuchillado por el olor de los naranjos,
el que hoy sólo descubre verde en los semáforos
el que siempre parece tocarle el pan duro del armario.
Sylvia
Plath,
muchacha de Massachussets,
a mí también me ocurre el mundo
muy lejos de Nueva Inglaterra,
de las casas aisladas con graneros donde
guardan los animales para protegerlos del invierno.
He
heredado el nombre de un muerto :
desde la tierra oscura del patio
mi hermano solloza y reclama por
aquello que desde un principio le fue negado.
Sylvia Plath, muchacha de Massachussets,
cómo le explico a mi hermano que dos hombres
no
pueden llevar una misma sombra.
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Rituales
Toma una vela roja, y con un clavo escribe en ella el
nombre de quien amas, enciéndela y déjala
alumbrar lo que dura un padre nuestro, luego apágala
con tu saliva.
Toma
un plato lleno de azúcar, escribe tu nombre y
el que ocupa tus sueños. Llévalo al patio,
y recógelo cuando las hormigas hayan terminado.
Enciende
tres velas blancas con fósforos diferentes; con
la vela que más dure enciende un papel verde
donde hayas escrito tus peticiones, abre la ventana
y sopla las cenizas.
Coloca
en un plato con miel dos clavos viejos de herradura
de caballo en forma de cruz, unta con la miel la punta
de un lápiz negro y escribe en el espejo donde
te peinas el nombre de todos tus miedos. Luego, a la
medianoche, lávalo con tu orín y sécalo
con las páginas del calendario.
Después
de todo esto no olvides:
lavarte la boca, lustrar tus zapatos,
y robar la cartera de tu padre.
©
John Jairo Junieles, 2005
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