Los ojos de Rimbaud
Azules, de bárbaro. Hoy cantan para ti
los suaves trinos y en el taller literario
adelgaza la voz el papagayo: conmovida
endulza las Grandes Miradas su lección de confitero.
De este lado rezamos por ti hincados ante un lobo:
que la bella ciencia es una habitación que da a lo oscuro
y el hombre, ese acertado inconstante,
es apenas unos pocos pasos que por ella van y vienen.
Hoy que las profesoras de letras olvidaron todo
lo que saben de ti los presidiarios
y el vago que, a riesgo de ser aplastado por los automóviles,
detiene la metáfora de su paso por recoger el milagro
de una hoja, sin alcanzar a explicárselo;
hoy que apenas los ascensoristas
se levantan de entre los demás,
hoy que esta loca materia aparece ahogada y vencida,
como lo estuvo siempre, como va a estarlo siempre,
flotando sobre las aguas de los números;
hoy que en tusa selvas vírgenes arraigaron los casinos
y suena música disco en todas las Africas tonantes,
hoy que en la calle 88 y Broadway una horrible fulana te pasea
impreso en su remera, sonriente con toda la Gloria Americana,
hoy que encuadernado en cuero y con letras doradas
te exhiben los dentistas en sus huecas bibliotecas
y te honran a su modo, repartiendo venenos por las calles
del mundo los ágiles traficantes,
hoy que caen los muros y todas las posteridades se desploman,
hoy que la Historia , esa vieja enemiga,
se ríe de nosotros diciendo que no existe,
como en tu tiempo repetía el Diablo;
hoy que los blandos músculos de los diputados
pueden arrojar al mar, si quieren, a miles de forzudos extranjeros,
hoy que la tímida democracia probó ser más efectiva que los reyes,
hoy que todos por fin somos buenos
y alza su copa radiante el rosado, negro, amarillo y cobrizo
banquete de la vida, más allá
de los caritativos grupos que intentan el soneto,
a través de las bibliotecas barridas por el polvo y las secretarias,
sin dactilografía ni voz ni esperanza ni objeto,
cruzan las geografías dos luces gruesas y potentes
anillando la Tierra. No por el símbolo sino por la mirada
eres como el dios de plástico que cuelga de su pared el asustado,
para que esos Ojos le sigan por la casa. Para nosotros
los mínimos, para nosotros los pocos, para nosotros los débiles,
que sólo queremos estar ociosos, tus párpados están
siempre abiertos, hermano desdeñoso,
Jesucristo el Terrible,
hoy que es una vergüenza tener hambre
siguen mirando lo mismo tus fanales salvajes.
Una garza en Buenos Aires
Algún pincel trazó una rápida letra S
delgada y blanca
sobre el agua castaña y allí estaba
de improviso la garza,
los turistas no la vieron
y ella sí vio todo y a todos, rápida
e inmóvil sobre el milagro del agua.
Un espejo en medio de la ciudad
negligente, pintado de transparente,
un ojal abierto que abrochó en un solo momento
toda la ropa vestida por el invierno.
Ella seguía en la orilla fatal de su propio Amazonas,
la pata desdeñosa replegada contra el cuerpo,
en un decir mi equilibrio está hecho
de una perenne silueta
y de una manera perenne que no los reconoce.
Era un arpón paciente atento sólo al cálculo
entre el berrido juguetón de los patos domésticos,
solamente ella precisa como una diminuta guadaña
en el Jardín Japonés que afable exponía sus gracias,
con esa serenidad oriental que nada sabe
de los bruscos asesinatos de una garza con hambre.
Todos se fueron pero de modo igual yo no vi nada:
faltó un segundo entre las cosas, creí;
un instante en el instante siguiente
fue sanguinariamente salteado,
pero cuando la garza voló
otra vida que la suya en el estanque faltaba.
En el balneario
Demoré cuarenta años en llegar al Pacífico.
Durante esa travesía hacia el poniente,
hacia estas aguas que eligen
como espuma llegar hasta el planeta,
abrí puertas que daban a insólitas escenas,
donde a veces alguien gritaba y otras
todo el teatro se quedaba en silencio.
Fueron centenares de habitaciones las que crucé
antes de llegar ante el Pacífico.
Conocí el pánico de vivir
y la fobia de morir,
dos hermanos gemelos.
Aprecié millones de gestos, muecas, rictus.
Oí en los vecindarios amalgamas de risas,
sollozos y lamentaciones, y muchas más
quedaron en ese cielo ajeno
al que se le da la espalda.
Estoy ante el sitio que dio nombre al azul,
frente al lugar donde el pesado color
se mece entre dos tierras.
Estoy inmóvil al borde mismo
como la piedra que una mano arroja
para que otra mano, invisible, la detenga.
Como aquel que sale a las euforias del sol
de las complejidades de un mundo subterráneo,
sombra sólo él bajo el extenso mediodía.
Porque también soy ese hombre.
El que, en un paisaje de espejos,
es devuelto a su única imagen
por el reflejo de las olas,
para vivir –entonces y nunca antes–
el instante donde todo acaba y se termina:
es el rompecabezas, que se arma.
El sol, el poco pasto, el aire que también es azul
y las exactas manchas del negro de las rocas
están finalmente en su lugar.
Este es el sitio donde se sabe
que levantar un puñado del volátil suelo
es arañar el vaso del reloj de arena.
Donde se interpreta que esas rápidas
construcciones de agua,
esos vertiginosos lazos de plata que suben
y pronto en lo muy hondo se sumergen,
son el mar que piensa
y que esas oscuras aves –que repentinamente allá se elevan–
son sus mejores ideas,
esas que se marchan para siempre.
Estoy ante el Pacífico
como el hombre ante el fuego.
Dientes de sable
No existe, pero existió y solamente él sabe que aún existe:
para su poderosa armazón de colmillos y de vértebras
cualquier otro detalle que la curva
de su enorme espalda resulta irrelevante.
En su clara conciencia que mira con ojos amarillos
la llanura es una sola eternidad
y el hombre otro animal y no lo mejor del páramo.
Pesado abuelo del tigre, se esconde
en la pisada que disimula y aparenta ser otra cosa,
el rodar de una rama, un descuidado raer
el viento la desnuda superficie:
todo paso a paso sabe que es él
lo que imprime esas marcas
y en cuanto a todo, a él le basta ese contacto.
Quizá su corpulento acecho
ha refinado sus tácticas y ha llegado
al óptimo de la espera en una desconocida escala felina.
Un resorte paciente que aguarda hace un millón de años
que crucemos la marca: nuestra ignorancia le confirma
que no debe darnos ninguna gracia.
A la vez en varios lados,
como antaño y siempre,
(así lo creyó y lo cree nuestra supersticiosa idea de las cosas)
es esta señal en el suelo y también y mejor
esa fornida sombra que de sí misma
erige una colina donde el final de nuestra vida espera,
mascota de la muerte, segura y musculosa.
© Luis Benítez, 2006 |