Luis Benítez

Paolo Mario Astorga Requena

Eduardo Fariña Poveda

Alexander Ríos

Yusef Simon

Josué Barrera

Juan Carlos Bondy

Fernando Isasi Cayo

Miguel Ángel Vallejo Sameshima

Jennifer Thorndike

 

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8 es dos veces muerte

por Miguel Ángel Vallejo Sameshima

 

Sumiko estaba en la cocina frente a la estufa. Acababa de poner a cocer el arroz, y veía de reojo el cristal de la ventana, húmedo por la lluvia. Mientras daba un paso para acercarse a la olla, la distrajo un pequeño ruido producido por los grillos, filtrándose por el pequeño espacio abierto en el ventanal rectangular que da al jardín. “Mañana va a hacer calor”, pensó. Pensó también en su padre, y en esos mitos acerca de la naturaleza que le contaba cuando era niña, y que le seguían pareciendo útiles. A veces la seguían asustando, ahora en ese hogar con patio al que se habían mudado hace unos años, en las afueras de una ciudad creciendo demasiado. “El sonido de los grillos en la noche dice lo mismo en todas partes, no podemos huir de su mensaje. Son como el sol o la luna, o algunas otras cosas”, susurró al cerrar la ventana.

Empezó a cortar unas zanahorias que usaría para el guiso. Sin mucha energía, escuchó el cuchillo rebotar suavemente en la tabla. Las trozó luego con un poco más de fuerza, quizá buscando acallar el moderno reloj cucú que se apoderaba de la casa entera con su movimiento al segundo. Con las verduras picadas, se sentó en una banca no muy cómoda, y sin mirar la hora. Los vidrios transparentes de una repisa antigua empezaron a enrojecer poco a poco, como también lo hizo, lentamente, toda la casa. Ello le arrancó una sonrisa. Afuera, una lechuza alzaba vuelo. Sumiko apagó de pronto las hornillas.

La puerta se abrió con languidez. El murmullo de los grillos de jardín se coló junto a la caída de un aguacero. Unas pisadas acuosas chasqueaban en el piso de madera. “Llegaste”, dijo. El hombre alto que había entrado buscaba el perchero donde dejar su sobretodo negro. Luego de dar la vuelta a la sala, la miró. “Lo siento, ahora guardo el perchero en el armario. Pero ya te lo alcanzo”, dijo Sumiko. Cuidándose de no derribar un antiguo jarrón de porcelana en medio de la sala, se lo dio para luego alejarse unos pasos. Estaba ya en la puerta de la cocina pequeña. Desde allí contemplaba el cuadrado perfecto que es la sala. El piso marrón enrojeciendo. La chata mesa de centro con puntas rectas, cubierta por revistas y unos inciensos. Los gabinetes a los lados de la casa, junto a los tres cojines usados como asiento, una foto familiar en sepia lado de un butsudan (inciensiario), la lámpara antigua que su padre adquirió cuando era joven, y un tenue foco amarillo que sucumbía ante el rojo dominante, el alargado anaquel convertido en biblioteca, y viejos volúmenes en manuscrito al lado de recientes ediciones modernas de autores occidentales.

Las muñecas descubiertas del hombre estaban manchadas con un líquido de ardiente tono carmesí. Sumiko comparó su color con el de un vestido que usara en su juventud. Lejos, desde la puerta de la cocina, de donde no se había movido, lo sintió más alto y delgado que como lo recordaba. Era quizá porque estaba al lado de un perchero pequeño, o porque no lo veía hace ocho meses. “Hoy la luna está perfecta ¿verdad?”. El hombre no respondió. De la olla de arroz, la única que Sumiko había olvidado apagar, empezó a brotar vapor. “¿Puedes darme de cenar?”, preguntó el hombre con voz seca. Sumiko agachó la cabeza. “Sí. Hay suficiente tiempo para comer, pero aún no está listo el guiso. Es sólo arroz con vegetales, no tardará mucho. Puedes asearte mientras tanto”.

Las escaleras crujieron como charquitos con el andar del hombre que subía hacia el baño. Después gobernaron la casa el reloj cucú, que ya marcaba las 7 y 24 de la noche, y el sonido de los grillos que ya se extinguía. Las puertas de la casa son de cedro, un material muy fuerte. Por eso no se escuchan los ruidos de la calle, y no se oye nada entre una habitación y otra, salvo que una puerta o ventana estén abiertas. Sumiko no escuchó el revólver sin cargar cayendo de la mano del hombre en un descuido, ni el grifo de agua abrirse; tampoco el hombre escuchó los platos de loza siendo acomodados en la mesa. Él estaba limpiando con cuidado su muñeca derecha con un líquido hecho de hojas secas para curar heridas, que sabía también sería efectivo para quitarle las manchas de sangre. Cuando no quedaron rastros y terminó su ducha, vertió el agua caliente en la bañera, donde reposó quince minutos.

Sumiko, mientras, terminó de acomodar unas revistas en el estante. Luego, en la cocina, guardó los vegetales, ordenándolos desde los más hasta los menos frescos, y las conservas enlatadas por orden alfabético. Revisó que estuvieran limpios el mostrador que su madre compró hace unos años, la mesa y sus cuatro sillas, su banca para recibir visitas, y el ventanal rectangular, únicos objetos de la cocina. Caminó alrededor de ella sólo para cerciorarse que la última habitación estaba limpia. Se sentó en la banca a esperar, sin preocuparse de la comida. Buscó otra vez su reflejo en el cristal húmedo, más rojo que antes. Alisaba su cabello sin mucho esfuerzo. “Para qué arreglarlo”, susurró. Su cabello era erizado, de un negro intenso. “No luciría bien si fuera lacio”.

La escalera sonaba distinto ahora que el hombre descendía en sandalias, seco y con una hermosa bata blanca, que dejaba ver una cicatriz en el pecho que Sumiko conocía demasiado bien. Pisadas secas y profundas. Retumbantes. Sumiko bajó las manos de su cabeza y caminó siguiendo el ritmo de las pisadas. Llegaron al mismo tiempo a la mesa. Sumiko le sirvió la comida en un plato hondo que le regaló su hermano mayor por su matrimonio. Ella no se sirvió. Se sentaron sin mover demasiado las sillas. El comía lento, saboreando cada bocado. Sumiko se distrajo en los colores del guiso: blanco, amarillo, anaranjado, verde y el negro de unas algas nori. Sonrió al ver que no había puesto nada rojo. Para ese tiempo, rojo era ya el color de la habitación, de la casa, del vecindario recién construido de viviendas de dos pisos, y del hemisferio entero. Volvió a sonreír luego de pensar en eso.

“¿Cómo van las cosas?”, dijo Sumiko viendo su delantal. “Igual que siempre. Tú lo debes saber mejor que nadie ahora que mi suegro ya no vive”, respondió haciendo un alto en la cena. “Sí. Estás aquí ahora. Deben seguir haciendo lo mismo, en los mismos negocios”. Mientras el cucú marcaba las 7 y 53 haciendo un tic tac repetitivo, Sumiko levantó la mirada hacia un espejo ubicado detrás del hombre. Se sintió hermosa pero sucia. Así se había sentido desde hacía ocho meses cuando hablaron de más, cuando cometieron traición contra él y la mafia. Horriblemente sucia desde hacía cuatro cuando falleció su padre. Sin embargo, al ver sus pechos resecos escapando de la bata nocturna, su cabello puntiagudo rozando sus hombros, y sus ojos opacos, sintió satisfacción. Había perdido su juventud hacía mucho y ya lo sabía. Estaba sucia pero eso se iba a terminar pronto. Lucía hermosa con la luna llegando al eclipse total. Su misma piel estaba roja. El hombre también estaba rojo, así como el espejo, la antigua repisa de condimentos y su aldaba de hierro, el suelo, el gato de papel con cascabeles sobre la mesa de comedor. Toda la casa, ese espacio contrastante producto de la post guerra, vestía de rojo ardiente.

“Qué agradable coincidencia, ¿no te parece? Eclipse lunar total”, dijo Sumiko feliz al ver el cucú apuntando las 7 y 56. “Sí, es hermoso. Distinto a cuando murió tu padre, pero su final también fue muy bello. Fue un atardecer estival con un viento cálido que daba ganas de dormir en el patio, al lado de las melocotoneros. Antes de irme tuve que recostarme por unos minutos al lado de su cuerpo, sobre una raíz. Ese placer era inevitable. Ahora, que ya es el tiempo adecuado para nosotros, supongo que beberé apoyado en la ventana del comedor, la más hermosa de esta casa. ¿Dónde guardas ahora el sake?” Sumiko señaló con el índice derecho al primer cajón de un gabinete alto. El hombre asintió mientras sacaba algunas cosas de su sobretodo negro guardado en el armario.

Cuando el reloj cucú apuntó las 8 en punto, Sumiko sacó el sable de su vaina muy lentamente, y el azulado acero centelló con un brillo pesado. Envolvió la hoja con una cinta blanca, que deja libre en la punta cinco pulgadas de acero filudo. Calculó el espacio exacto donde debía introducírselo, unos centímetros por encima del ombligo, un poco a la izquierda. La pequeña catana atravesó limpiamente la enrojecida piel de Sumiko hasta llegar a las entrañas. Antes que el gesto de dolor se transformara en grito y que el reloj cambiara de posición un minuto, otro sable afilado refulgió dos tonos de rojo al cortarle la cabeza para terminar dignamente con el sepukku. El hombre lo volvió a enfundar inmaculado, mientras por el piso de madera discurría una mancha apenas perceptible. Luego, sin mirar atrás, se acercó al primer cajón de un gabinete alto.

 

© Miguel Ángel Vallejo Sameshima, 2006

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Miguel Ángel Vallejo Sameshima: ( Lima-Perú, 1983 ) Bachiller en Literatura por la UNMSM. Colabora con distintas publicaciones alternativas y/o contraculturales y del transporte público. Pero también en el diario oficial El peruano y las revistas Identidades y Variedades . En 2002 publicó Móviles en difuminado, una colección de relatos de edición artesanal. Ha sido expositor en coloquios de distinto género y calibre. Fue codirector de la intervención urbana e instalación plástica Vía Viento . Ganador del II Concurso de Proyectos Artísticos Interdisciplinarios del Teatro de San Marcos, fue nombrado por algunos medios como artista, calificativo del cual no se cree merecedor. Viene preparando una antología ficticia de cuentos policiales y una instalación plástica sobre el lenguaje de los diarios chicha. Esperemos que las concluya .

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Para citar este documento: http://www.elhablador.com/cuento12_4.htm
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