Luis Benítez

Paolo Mario Astorga Requena

Eduardo Fariña Poveda

Alexander Ríos

Yusef Simon

Josué Barrera

Juan Carlos Bondy

Fernando Isasi Cayo

Miguel Ángel Vallejo Sameshima

Jennifer Thorndike

 

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Maquillaje corrido

por Jennifer Thorndike

 

Cuatro paredes blancas me rodean hace bastante tiempo. Sinceramente, ya he perdido la cuenta de cuantos días, meses o años llevo aquí, pero calculo que no han sido muchos porque todavía conservo la brillantez de mi cabello rubio y la tersura de mi rostro. Sé que algún día las canas y las arrugas han de aparecer y a mí solamente me quedará observar en el espejo la presencia de aquellos signos de vejez. Nunca pensé que sería así, pero cuando uno está loca por voluntad propia no queda más que ver pasar los minutos sin siquiera intentar detenerlos… Si tan solo, si tan solo, si tan solo vinieras... Pienso de vez en cuando y ese pensamiento siempre hace que mis ojos se humedezcan. Muchos celebran ese hecho porque sólo así parece que estoy realmente viva… ¡Pero si estoy viva, carajo!... Estúpidos.

La cama es bastante cómoda, aunque he de confesar que cuando uno lleva mucho tiempo echada encima de ella hasta el colchón más blando parece de piedra. Una vez al día entra una de esas mujeres de atuendo blanco que me aplica una de esas inyecciones que me hacen olvidar por un momento lo consciente que estoy, aunque muchos no lo crean así. Entonces me sientan en frente de la ventana y observo. Me aburre hacerlo, odio hacerlo. Odio sentirme estúpidamente perdida entre el ensueño y mi realidad. Si pudiera, les diría que dejen de aplicarme esa medicina o que me la apliquen cuando el dolor de su recuerdo es tan intenso que me perturba. Miro alrededor. Veo la mesita redonda y encima está mi ordenador. Me han traído mi laptop para ver si así decido comunicarme o hacer algo, pero sinceramente eso ya no me interesa. Me he sentado infinidad de veces frente a ella y he acariciado el teclado con las yemas de mis dedos. No siento nada. Encenderla no tiene sentido. Todo perdió sentido mucho antes de que me trajeran a este lugar.

Él viene seguido y odio que lo haga. ¡Maldita sea! Debería decirle que se largue, pero debo guardar silencio. Se sienta en frente de mí, me toma de la mano y me besa en los labios resecos. Siento asco, siempre sentí asco. Siempre los he repudiado, sobre todo a él. Su cabello es demasiado largo, demasiado tupido, demasiado oscuro. Sus manos son demasiado toscas, su cuerpo, demasiado lejos de lo que yo deseaba, su mirada, demasiado blanda. Siempre me ruega que le hable, que le diga algo. Hace mucho dejé de hablarle, hace mucho que ni siquiera lo miro a los ojos. No quiero verlo, quisiera que desaparezca… Por favor, la inyección… Pero está ahí contándome sobre su vida que no me interesa, sobre los planes que tiene conmigo cuando yo me recupere, sobre la casa que está arreglando con cuadros surrealistas para que los admire cuando me lleve… ¡Ya cállate!... Pienso, pero guardo silencio. Él se desespera, aprieta el puño, frunce el ceño, se muerde los labios. Su presencia es completamente indiferente para el objetivo central de los médicos. Él nunca logrará que yo articule palabra alguna. A la única persona a quien le hablaría sería a ella. Ella podría sacarme de mi mutismo, de esta burbuja en donde yo misma me he encerrado para dejar de sufrir, para huir de algo que no quería, algo que me iba a hacer completamente infeliz, para olvidarme por completo que nunca la pude ni la podré tener… Sí, aquí la tengo, aquí la abrazo, aquí está a mi lado y siento su olor, percibo la textura de su piel. Aquí, pero no allá afuera… Ésa debe ser la razón por la cual decidí hacerlo. En ese momento sólo supe que debía escapar de su presencia que me atormentaba en cada rincón y a cada momento, pero que no tenía en la realidad. Entonces me encerré donde sí podía estar junto a ella… Sí, junto a ella, cerca de ella… La quería, aún la quiero… Solamente a ti podría hablarte, sólo por ti regresaría… Pero ella jamás vendrá y yo ya perdí la razón. Me aislé de mi Lima, de mi casa, de mis amigos, de mi familia, de él y de mí misma. Este cuarto blanco es tan hermoso. Cierro los ojos. Así la veo, así la puedo tocar una vez más. Eso es todo lo que importa.

Yo se lo había dicho un día ya hace mucho tiempo. En realidad, no quería admitirlo, me rehusaba a hacerlo. Me había enamorado de ella, pero me mentía a cada instante diciendo que sólo era gusto pasajero que pronto se esfumaría. Ya nos habíamos besado, ya había recorrido su cuerpo un día en que el alcohol corría ingrávido por nuestras venas. Me había metido entre sus pechos enormes y los había besado aferrándome a cada pedazo de su piel para terminar en el costado de su cuello succionando su esencia y pidiéndole más, más y más. Ella sólo emitía gemidos cortos, agudos y excitantes que parecían llenar completamente el silencio que nos rodeaba. Mi rodilla había ido a parar en su entrepierna tibia y mis manos en su espalda, subiendo hasta su nuca, perdiéndose en sus nalgas. Mis dedos enredándose en su cabello lacio castaño, mis labios aferrados a sus besos, mis dientes mordiendo, rechinando, explorando. El placer, el bendito placer mezclado con amor y con alcohol. Había terminado dormitando abrazada a su cintura y con la cabeza apoyada en sus pechos blandos como almohadas. Abrí los ojos y… Por la reconcha su… Ella no recordaba absolutamente nada y yo me había maldecido por haber comprado ese vino tinto que a mí tanto me excitaba y a ella tanto la aletargaba… ¡Maldita sea el vino borgoña Queirolo, maldito sea!... Entonces, se lo había contado todo mirándola a los ojos verdes y añadiendo que yo estaba enamorada. Ella me miró extrañada y me dijo… Chéire , jamás te podría ver en el sentido amoroso porque tú eres como mi hermana… Plop. ¿Tenía que hablar en francés? El francés me enternece, me excita. Levanté una ceja… ¿De cuando acá haces el amor con tu hermana?... Me pregunté, pero guardé silencio. A pesar de que ella era bisexual, con ese argumento me había negado la posibilidad de que yo siquiera intentara enamorarla. Entonces, me levanté, tomé mi ropa y me fui antes de que los ojos castaños se me inundaran en lágrimas… Me había rechazado, chérie, y yo enamorada, muy enamorada… ¡Puta madre!

La había visto muchas veces después de la noche del vino y me había mordido los labios para contener el deseo de tomarla entre mis brazos y aspirar su aliento, morder sus labios, apretar sus pechos, perderme en su entrepierna. Ni siquiera podía mirarla a los ojos porque sentía que mis pupilas iban a delatarme… Iba a hablarle con la mirada, ¿cómo ahora?… Todavía pensaba en retozar encima de sus pechos generosos o en abrazarme a su cintura… ¡Maldita sea por siempre!... Quería sentir sus manos recorriendo mi cuerpo o sus dedos enredándose en mis rizos dorados. No lo soporté y la última reunión decidí abandonar el lugar temprano porque las ganas de llorar iban a estallar en cualquier momento. Camino a casa, decidí decirle al taxista que gire a la derecha en lugar de la izquierda y me bajé en una calle miraflorina para comprar un café y desatar aquel maldito llanto contenido que había aguantado estoicamente en su presencia. Caminé con el café en la mano y sentí la humedad de mi Lima calando por mis fosas nasales mientras pensaba en sus ojos verdes con pintas amarillentas y en sus caderas anchas en las que alguna vez había hundido las uñas. Así comprobé que a falta de Madrid, Paris o San Francisco siempre me quedaba mi Miraflores limeño y mojado en donde un café era suficiente para comenzar a filosofar sobre la vida.

Caminé esquivando cucarachas y volteando a cada rato la mirada para ver si alguien me seguía… Paranoia porque mi Lima es hermosa, pero hay ladrones como ratas… Entonces agarré mi celular y encontré el viejo número de él. Él me había dicho infinidad de veces que yo era la mujer de su vida y yo, infinidad de veces, lo había mandado al mismo infierno. Lo odiaba. Era algo desgarbado, bastante aburrido y demasiado celoso. Su ropa siempre tenía olor a guardado y su palabrería me parecía infinitamente cursi. Pero esa noche, con el café en la mano, el dolor en el pecho y los ojos inundados en lágrimas, lo llamé y lo vi. Tomamos otro café, escuché sus palabras sosas y lo seguí a un hotel en donde le arañé la espalda pensado en ella, en donde me perdí en su erección alucinado que en verdad me sumergía en las profundidades de la mujer que de seguro andaba mirando películas… Películas estúpidas con galanes estúpidos rebosantes de estúpida sensualidad masculina… ¡Imbéciles! Siempre me hacían maldecir el hecho de haber nacido sin algo entre las piernas. Terminamos… Al fin, for God sake … Quise alejarlo de mi lado, me sentía bastante perturbada. Ella había estado en cada lugar, en cada grito, en cada orgasmo.

Pasaron varias citas mientras ella seguía indiferente conmigo, aunque he de confesar que tampoco insistí en el asunto. He olvidado exactamente cuánto tiempo pasó, pero pasó mucho. Yo la seguía observando y ella no se daba cuenta, yo la seguía deseando y ella me quería como su hermanita menor, yo necesitaba besarla y ella ni siquiera intentaba acercarse a mí, yo recibía la propuesta de matrimonio de él acompañada de un anillo que jamás usé y ella me felicitaba airosa abrazándome como abrazas a cualquiera. Acepté y así fue como tomé el camino que finalmente terminó en este cuarto blanco con mujeres vestidas de blanco y la mente divagando y poniéndose en blanco, sobre todo cuando me inyectan ese líquido mágico que borra todas las imágenes de su presencia que siempre me rodea. Odio la inyección, pero la necesito.

Llegó el día. Mi vestido era de color perla con mariposas bordadas en color morado. El corset ajustado realzaba mis pechos y hacía ver más estrecha mi cintura. Mis rizos dorados caían sobre mis hombros. Una coronita de flores violeta se perdía entre las hebras de mi cabello. Los zapatos eran unas sandalias de tiritas de taco alto. El maquillaje se veía bastante natural. Me miré al espejo y me sentí preciosa, pero incompleta. Sabía que estaba cometiendo un error, que yo no sentía absolutamente nada por él. Me pregunté por qué lo hacía y no encontré respuesta alguna. Quizás era una forma de calmar mi dolor, de evadirla a ella completamente, de intentar sacarla de mi mente, de probar si podía amar a otra persona. Salí de la habitación, me subí al auto y entré a la iglesia. Los pasos lentos, la alfombra roja, la hilera de caras conocidas. Entonces la vi y ¡maldita sea!, estaba ataviada con un vestido azul oscuro que dejaba al descubierto sus generosos pechos que alguna vez había mordido con enajenación. La curvatura de sus caderas se dibujaba con perfección a través de la tela. Su cabello lacio enmarcaba su rostro en donde resaltaba su nariz respingona, sus ojos verdes que me miraban orgullosos, sus labios dulces sonrientes que yo había devorado con pasión. Traté de ignorarla, pero volteé a mirarla conteniendo las lágrimas que querían salir de mis ojos castaños. No, no iba a permitir que se me corriera el maquillaje por un llanto que ya no tenía sentido. Allá adelante me esperaba un hombre que yo detestaba para darme una vida que probablemente me iba a hacer completamente infeliz.

La ceremonia fue tediosa, quería que se apurara, que terminara. Cuando llegó el momento de la pregunta de rigor, sentí que ese infierno estaba llegando a su fin. Entonces levanté la mirada… Acepta usted a… Vi el crucifijo, Cristo sangrando por sus heridas, su rostro endurecido formando un rictus de dolor. Los vitrales dejaban colar la luz y los colores vivaces se reflejaban sobre mi vestido perlado, la Virgen María estiraba su mano protectora. Sentí la mirada de él sobre mí. Quería que respondiera. El sacerdote había formulado la pregunta y ya había pasado el tiempo prudencial para recibir la respuesta. Pero yo no podía articular palabra. Sus ojos verdes fijos en mi espalda, los ángeles libres pintados con sus sonrisas burlonas y sus alas doradas, el crucifico con el Cristo adolorido, la Virgen ofreciendo el camino a la libertad. Sentí que las cuencas de los ojos se me mojaban y dos lágrimas cayeron por mis mejillas. Entendí que el infierno no acababa ahí, sino que recién empezaba en ese momento y que ella jamás sería mía como alguna vez lo fue. Todo era una terrible farsa, un mundo en el cual yo no deseaba vivir. Entonces decidí callar, callar para siempre mientras otras dos lágrimas ennegrecidas marcaban mis mejillas con un surco grisáceo que indicaba que el maquillaje se me había corrido completamente. Me sentí viva, me quité el disfraz, me escapé. Desde ese día no he vuelto a hablar, ni volveré a hacerlo hasta que ella me lo pida. Sí, desde ese día comenzó lo que ellos llaman “mi locura”.

© Jennifer Thorndike, 2006

 

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Jennifer Thorndike: (Lima-Perú, 1983) Publicista ippepiana que desde los quince años tiene la certeza de querer incursionar en el mundo de las letras porque ésa es su verdadera pasión. Jennifer le saca la vuelta a su carrera escribiendo cada vez que la inspiración llega, en cualquier momento o cualquier lugar. Su primera novela está proceso de afinación de detalles desde hace unos años, con la cual espera hacerse un lugar en ese mundo por el que siente una atracción inevitable.

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Para citar este documento: http://www.elhablador.com/cuento12_5.htm
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